Jesús tenía amigos. Quería a todos, pero había amigos con los que tenía un trato especial –como se hace con los amigos– de más amor, de más confianza… Y muchas, muchas veces se quedaba en casa de estos hermanos: Lázaro, Marta, María. Y Jesús sintió dolor por la enfermedad y la muerte de su amigo. Llega al sepulcro y se emociona profundamente, y muy turbado preguntó: «¿Dónde lo habéis enterrado?» (Jn 11,34). Y Jesús se echó a llorar. Jesús, Dios, pero hombre, lloró. Otra vez en el Evangelio se dice que Jesús lloró: cuando lloró sobre Jerusalén (Lc 19,41-42). ¡Y con cuánta ternura lloró Jesús! Lloró de corazón, lloró con amor, lloró con los suyos que lloran. ¡El llanto de Jesús! Quizá, lloró otras veces en la vida –no sabemos–; seguramente en el Huerto de los Olivos. Pero Jesús lloró por amor, siempre.
Se conmovió profundamente y, muy turbado, lloró. Cuántas veces hemos oído en el Evangelio esa emoción de Jesús, con aquella frase que se repite: “Viendo, tuvo compasión” (cfr. Mt 9,36; Mt 13,14 ). Jesús no puede ver a la gente y no sentir compasión. Sus ojos miran con el corazón; Jesús ve con los ojos, pero ve con el corazón y es capaz de llorar.
Hoy, ante un mundo que sufre tanto, ante tanta gente que sufre las consecuencias de esta pandemia, yo me pregunto: ¿soy capaz de llorar, como seguramente lo habría hecho Jesús y lo hace ahora Jesús? ¿Mi corazón se parece al de Jesús? Y si es demasiado duro, aunque sea capaz de hablar, de hacer el bien, de ayudar, si el corazón no entra, ni soy capaz de llorar, debo pedir esa gracia al Señor. Señor, que yo llore contigo, llore con tu pueblo que en este momento sufre. Tantos lloran hoy. Y nosotros, desde este altar, desde este sacrificio de Jesús, de Jesús que no se avergonzó de llorar, pidamos la gracia de llorar. Que hoy sea para todos como el domingo del llanto.
Fuente: Almudi.org