Este Viernes de Pasión, la Iglesia recuerda los dolores de María, la Dolorosa. Desde hace siglos viene esta veneración del pueblo de Dios. Se han escrito himnos en honor de la Dolorosa: estaba al pie de la cruz y la contemplan allí, sufriendo. La piedad cristiana ha recogido los dolores de la Virgen y habla de los “siete dolores”. El primero, apenas 40 días después del nacimiento de Jesús, la profecía de Simeón que habla de una espada que le traspasará el corazón (cfr. Lc 2,35). El segundo dolor en la huida a Egipto, para salvar la vida del Hijo (cfr. Mt 2,13-23). El tercer dolor, aquellos tres días de angustia cuando el niño se quedó en el templo (cfr. Lc 2,41-50). El cuarto dolor, cuando la Virgen se encuentra con Jesús camino del Calvario (cfr. Jn 19,25). El quinto dolor de la Virgen es la muerte de Jesús, ver al Hijo allí, crucificado, desnudo, muriendo. El sexto dolor, el descendimiento de Jesús de la cruz, muerto, y lo toma entre sus manos como lo tuvo en sus manos más de 30 años antes en Belén. El séptimo dolor es la sepultura de Jesús. Y así, la piedad cristiana recorre ese camino de la Virgen que acompaña a Jesús. A mí me hace bien, al atardecer, cuando rezo el Ángelus, rezar estos siete dolores como un recuerdo de la Madre de la Iglesia, cómo la Madre de la Iglesia, con tanto dolor, nos dio a luz a todos.
La Virgen nunca pidió nada para Ella, jamás. Sí para los demás: pensemos en Caná, cuando va a hablar con Jesús. Nunca dijo: “Yo soy la madre, miradme: seré la reina madre”. Jamás lo dijo. Tampoco pidió nada importante para Ella en el colegio apostólico. Solo acepta ser Madre. Acompañó a Jesús como discípula, porque el Evangelio muestra que seguía a Jesús: con las amigas, mujeres piadosas, seguía a Jesús, escuchaba a Jesús. Una vez alguien la reconoció: “Eh, que es su madre”, “Tu madre está aquí” (cfr. Mc 3,31). Seguía a Jesús. Hasta el Calvario. Y allí, de pie… la gente seguramente decía: “Pobre mujer, como sufrirá”, y los malos seguramente decían: “Bueno, también Ella tiene la culpa, porque si lo hubiese educado bien esto no habría acabado así”. Estaba allí, con el Hijo, con la humillación del Hijo.
Honrar a la Virgen y decir: “Esta es mi Madre”, porque Ella es Madre. Y ese es el título que recibió de Jesús, precisamente allí, en el momento de la Cruz (cfr. Jn 19,26-27). Tus hijos, tú eres Madre. No la hizo primero ministro o le dio títulos de “funcionalidad”. Solo “Madre”. Y luego, los Hechos de los Apóstoles la muestran en oración con los apóstoles como Madre (cfr. Hch 1,14). La Virgen no quiso quitar a Jesús ningún título; recibió el don de ser Madre de Él y el deber de acompañarnos como Madre, de ser nuestra Madre. No pidió para Ella ser una casi-redentora o una co-redentora: no. El Redentor es uno solo y ese título no se desdobla. Solo discípula y Madre. Y así, como Madre debemos pensarla, debemos buscarla, debemos rezarle. Es la Madre en la Iglesia Madre. En la maternidad de la Virgen vemos la maternidad de la Iglesia que recibe a todos, buenos y malos: a todos.
Hoy nos vendrá bien pararnos un poco y pensar en el dolor y en los dolores de la Virgen. Es nuestra Madre. Y cómo los llevó, lo bien que los llevó, con fuerza, con llanto: no era un llanto simulado, era el corazón destruido de dolor. Nos vendrá bien detenernos un poco y decir a la Virgen: “Gracias por haber aceptado ser Madre cuando el Ángel te lo dijo, y gracias por haber aceptado ser Madre cuando Jesús te lo dijo”.
Fuente: Almudi.org