Ayer reflexionamos sobre María de Magdala como imagen de fidelidad: fidelidad a Dios. Pero, ¿cómo es esa fidelidad a Dios? ¿A qué Dios? Precisamente al Dios fiel. Nuestra fidelidad no es otra cosa que una respuesta a la fidelidad de Dios. Dios que es fiel a su palabra, que es fiel a su promesa, que camina con su pueblo llevando adelante la promesa junto a su pueblo. Fiel a la promesa: Dios, que continuamente se deja sentir como Salvador del pueblo porque es fiel a la promesa. Dios, que es capaz de rehacer las cosas, de recrear, como hizo con este lisiado de nacimiento que le recreó los pies, lo curó (cfr. Hch 3,6-8), el Dios que cura, el Dios que siempre trae consuelo a su pueblo. El Dios que recrea. Una recreación nueva: esa es su fidelidad con nosotros. Una recreación que es más maravillosa que la creación.
Un Dios que va adelante y que no se cansa de trabajar –digamos “trabajar”, “ad instar laborantis” (cfr. Ejercicios espirituales, 236), como dicen los teólogos– para llevar adelante al pueblo, y no tiene miedo de “cansarse”, digamos así… Como aquel pastor que cuando vuelve a casa se da cuenta de que le falta una oveja y vuelve a buscar la oveja perdida (cfr. Mt 18,12-14). El pastor que hace horas extra, pero por amor, por fidelidad… Y nuestro Dios es un Dios que hace horas extra, pero no cobrando: gratuitamente. Es la fidelidad de la gratuidad, de la abundancia. Y la fidelidad es aquel padre que es capaz de subir muchas veces a la terraza para ver si vuelve el hijo, y no se cansa de subir: lo espera para hacerle una fiesta (cfr. Lc 15, 21-24). La fidelidad de Dios es fiesta, es alegría, es una alegría tal que nos hace lo que hizo con este cojo: entró en el templo caminando, saltando, alabando a Dios (cfr. Hch 3,8-9). La fidelidad de Dios es fiesta, es fiesta gratuita. Es fiesta para todos.
La fidelidad de Dios es una fidelidad paciente: tiene paciencia con su pueblo, lo escucha, lo guía, le explica lentamente y le enciende el corazón, como hizo con esos dos discípulos que se iban lejos de Jerusalén: les enciende el corazón para que vuelvan a casa (cfr. Lc 24,32-33). La fidelidad de Dios, es lo que no sabemos: qué pasó en aquel diálogo, y es el Dios generoso que buscó al Pedro que le negó, que le había negado. Solo sabemos que el Señor ha resucitado y se apareció a Simón: qué pasó en aquel diálogo no lo sabemos (cfr. Lc 24,34). Pero sí sabemos que es la fidelidad de Dios la que busca a Pedro. La fidelidad de Dios siempre nos precede y nuestra fidelidad siempre es respuesta a esa fidelidad que nos precede. Es el Dios que nos precede siempre. Es la flor del almendro, en primavera: florece la primera. Ser fieles es alabar esa fidelidad, ser fieles a esa fidelidad. Es una respuesta a esa fidelidad.
Fuente: Almudi.org