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La muerte de Jean Vanier no debería pasar desapercibida entre nosotros. Vanier fue el fundador de las comunidades llamadas El Arca a través de las cuales se comparte la vida con personas intelectualmente discapacitadas. El propio Vanier recuerda que en 1963
a través de la mediación del padre Thomas Philippe, descubrí el mundo subterráneo. Visitando instituciones, asilos, hospitales psiquiátricos, conocí el mundo de las personas enfermas mentales y de las personas con diversidad intelectual, un mundo de desolación y locura. Las personas estaban escondidas, marginadas, lejos de la sociedad, para que no las viéramos. Cerradas en una sala, daban vueltas sin tener nada que hacer. Los dormitorios estaban perfectamente alineados pero todo era muy despersonalizado. El personal asistente trabajaba a menudo desde el corazón, pero apenas podía dedicar tiempo a los ingresados. (‘Amar hasta el extremo. La propuesta espiritual de El Arca, 1997’)
Un año después fundaría una casa en Trosly-Breuil, a las afueras de París con Raphaël Sini y Philippe Seux, que habían permanecido por años en los asilos de París. Para Vanier, El Arca son “pequeños hogares de acogida de talla familiar donde los asistentes comparten con personas adultas con discapacidad intelectual vida cotidiana, trabajo, reposo, amistad, fiestas y plegaria” (‘Lettres à des amis, 2008’). La obra se expandió a lo largo de todo el mundo hasta hoy en día.
Vanier (1928-2019) proviene de una familia católica canadiense, cuyo padre fue un muy apreciado Gobernador General de Canadá, una madre activamente dedicada a obras sociales y un hermano monje cisterciense. Se graduó como oficial de marina inglesa, pero finalmente se instaló en París, donde participó en una pequeña comunidad de vida y de estudio teológico para laicos que había formado el mismo padre dominico Thomas Philippe en los años cincuenta al margen de la estructura eclesial, pero una vez disuelta por las autoridades religiosas validó sus estudios con una tesis doctoral en el Instituto Católico de París sobre Aristóteles. Le interesó Aristóteles como testigo de la búsqueda de la felicidad, no en el reino de las ideas, sino en la experiencia de la vida con otros, aunque como cristiano encontró esa experiencia no en la amistad cívica de los hombres libres e iguales de la polis, sino en el contacto vivo con la debilidad humana. ¿Estamos dispuestos a escuchar a los más débiles? “El débil necesita al fuerte pero hemos descubierto en el Arca, que el fuerte también necesita al débil”. El misterio de Dios —según Vanier— se encuentra en esta paradoja de la debilidad y de la necedad donde radican verdaderamente la fortaleza y la sabiduría. En mi propia debilidad puedo apreciar la presencia generosa del otro y en la debilidad de los otros descubro mi propia capacidad de donarme.
Vanier formó parte del gran descubrimiento intelectual de la discapacidad física y mental de los años sesenta que dio origen a mucho pensamiento crítico en la línea de la antipsiquiatría, del análisis del discurso y de las teorías de la exclusión y del estigma tal como se encuentran, por ejemplo, en Foucault y Gofmann. Foucault y sus compañeros también visitaban los asilos parisinos en la misma época que Vanier e intentaba conocer el anverso de la conciencia racional y la posibilidad de encontrar un sentido en la locura. La concordancia de ambos movimientos se puede apreciar todavía en la correspondencia entre Vanier y Julia Kristeva. Pero Vanier siguió un camino completamente diferente, renunció a su posición académica en la Universidad de Toronto y se fue a vivir como laico célibe con pacientes intelectualmente discapacitados que sacaba de los asilos. No fundó un hogar de acogida, sino una comunidad de vida en que se entrecruzaban las vidas de unos y otros en un contacto cotidiano, fraterno y familiar.
En Vanier convergen todas las marcas que serán decisivas en el catolicismo francés de alrededor de la época conciliar: compromiso laical, vida comunitaria, contacto con los pobres. “Si eres ciego ante los pobres, eres ciego ante Dios”, decía y urgía a todos a hacer un lugar a los más débiles en su propia vida bajo la misma convicción de Teresa de Calcuta que parafraseaba a San Juan de la Cruz:
“A la tarde te examinarán en el amor”. Vanier no adoptó la posición intelectualmente radical frente a la medicalización de la locura que fue corriente en la época —lo primero que se necesita es un buen doctor, decía— pero también previno contra los excesos en la búsqueda de autonomía que se aprecia hoy en la mayor parte de las políticas de inclusión tanto de la vejez como de la discapacidad.
Tarde o temprano todos deberemos hacer frente a nuestra propia debilidad y estamos impelidos a reconocer la debilidad de los otros. Vanier rehuyó la mirada paternalista sobre la debilidad y buscó escuchar genuinamente la discapacidad, apreciar su belleza y recibir los bienes que provienen de lo que es menos en el mundo. Pero su mirada no consistía en vencer la debilidad a punta de programas de envejecimiento activo o de políticas de inclusión, sino en abrirse amplia y generosamente hacia ella como fuente de una riqueza inaudita. El Arca funda efectivamente una espiritualidad que bebe de lo profundo del evangelio de Cristo que establece definitivamente que “los discapacitados están más cerca de las bienaventuranzas” y a través de ellos se conoce mejor a Dios.