Introducción al acto conmemorativo, por el Cardenal Francisco Javier Errázuriz.
De corazón doy la bienvenida a todos ustedes, que han acogido nuestra invitación a conmemorar el 25° aniversario de la firma del Tratado de Paz y Amistad entre la Argentina y Chile en el Vaticano, por los representantes de ambos países, un 29 de noviembre del año 1984. De manera especial saludo cordialmente al Señor Nuncio Apostólico de Su Santidad en Gran Bretaña, Mons, Faustino Sainz Muñoz, colaborador incansable de Su Eminencia el Cardenal Antonio Samoré durante todo el proceso de la Mediación, que ha emprendido el fatigoso viaje desde Inglaterra para participar con nosotros en este acto, que es una emocionada acción de gracias a Dios, y también a quienes condujeron ese difícil proceso a tan buen término.
Mientras todos los Cardenales le expresaban con breves palabras su fidelidad al recién elegido Obispo de Roma, primero al Papa Juan Pablo I y poco después al Papa Juan Pablo II, no olvidamos esos interminables ruegos que Su Eminencia el Cardenal don Raúl Silva Henríquez dirigía de rodillas en la Plaza de San Pedro a cada uno de los Sumos Pontífices en las sucesivas ceremonias de entronización e inicio de pontificado.
Les suplicaba encarecida y filialmente que intervinieran como mediadores en el gravísimo conflicto que crecía entre nuestras naciones hermanas, que por lógica interna acabaría en una guerra. Mientras la Iglesia en ambas naciones, especialmente los jóvenes, oraba con insistencia por la paz, el gobierno de Chile trataba de aparentar normalidad y el gobierno de la nación hermana preparaba el ánimo para la guerra. Punta Arenas, tan cerca del lugar del litigio, se llenaba de soldados que dormían con sus mochilas puestas en trincheras recién cavadas, y los techos de sus iglesias y hospitales eran pintados con la cruz roja, para preservarlos de un inminente bombardeo. Tan grande era el temor que cundía.
Sabemos por experiencia propia y ajena cuál es la siembra de muerte: desgracias, pobreza, rupturas y odios que causan las guerras, y cuánto dura la animosidad y la enemistad entre los pueblos que las sufren. Nos estremecen aún hoy las terribles consecuencias que habría tenido una guerra entre dos naciones con vocación fraterna, como son Chile y la Argentina. Y no queremos ni siquiera imaginar los lacerantes conflictos armados que habría provocado el debilitamiento de Chile, en diversas fronteras del Continente.
Con razón el día 11 del presente mes los Obispos argentinos peregrinaron al santuario de Nuestra Señora de Luján para agradecer a Dios el insigne beneficio del Tratado de Paz y Amistad que recordamos. En esa ocasión también manifestaron su gratitud a Su Santidad Juan Pablo II y a todos los obispos chilenos y argentinos, que, “valorando el inestimable bien de la Paz, lograron con santa obstinación abrir el único camino que quedaba para preservarla: la mediación del Papa”. En su Declaración la Conferencia Episcopal Argentina expresó asimismo: “Los argentinos y chilenos nunca agradeceremos suficientemente a Dios haber evitado la demencia de la guerra y mantenido el don de la paz. Puede ser que todavía no hayamos medido de manera cabal el abismo en el cual estuvimos a punto de caer. E incluso que no hayamos valorado en plenitud los amplios campos que se han abierto para la cooperación e integración de nuestros pueblos, y cuánto podemos aún beneficiarnos. Mirada a la distancia, la mediación de Juan Pablo II es mucho más que una acción pacificadora entre dos países litigantes iniciaba hace más de treinta años, y concluida exitosamente hace veinticinco. Es una fuente perenne de inspiración de alta política internacional”.