El 21 de febrero de 1940, en un paso importante hacia la plenitud del reconocimiento de esta mujer «que amó exclusivamente a la Iglesia» –como dirá más tarde de ella Juan Pablo II (ver recuadro)– la Sagrada Congregación del Culto Divino aprobó lo realizado y estableció la celebración de su festividad con oficio propio.
Hildegarda, la «mater veneranda»
Ningún riesgo se corre al afirmar que muy pocas mujeres –o digamos mejor, ninguna– en la historia no sólo de Europa sino del mundo entero ha sido objeto de mayor respeto, rodeada de más reverencias, tomada en cuenta por casi todos los notables de su época, que Hildegarda, la abadesa y mística de Bingen en el Rhin. Al mismo tiempo, en las más de trescientas cartas que se conservan hasta hoy, sorprende el tono de autoridad y libertad con que ella responde a los elevados personajes que se dirigen a ella. En una primera aproximación a esta figura histórica es eso lo que más llama la atención: la densa nube de incienso que hay que atravesar para comenzar a vislumbrar algo de aquella mujer, famosísima en su tiempo, olvidada después y resituada en nuestros tiempos en el centro de los más diversos haces de luz. La bibliografía moderna que se ocupa de ella alcanza hasta la actualidad más de 3.000 volúmenes. Paradójicamente, y a causa, por cierto, de la ignorancia acerca de los contenidos teológicos de su obra, se la ha transformado también hoy en máxima autoridad del esoterismo, en heroína del New Age, en ejemplo luminoso para los movimientos feministas, en libro de consulta del régimen de vida alternativo, en diccionario viviente de la medicina natural, en estrella solitaria femenina entre los compositores de música, en no superada conocedora de los peces del Rhin y cuántas cosas más. Pero todo ello no se comprende si no se la reconoce primordialmente como santa abadesa benedictina, como la mística más inspirada en cuanto al dogma de la creación, como mujer de oración, al mismo tiempo que de acción exterior en el ámbito de la Iglesia de su tiempo.
El Papa Eugenio III (1145-1153), con ocasión de su visita a Alemania en los años 1147 y 1148, respondió en los siguientes términos a la petición que le había hecho la santa para autorizar su monasterio en el Monte de San Ruperto, frente a Bingen: «Eugenio, siervo de los siervos de Dios, a Hildegarda, hija amada en el Señor, prepósita en el Monte de San Ruperto, salud y bendición apostólica. Nos admiramos, oh hija, y nos admiramos sobremanera porque Dios ha manifestado a nuestros tiempos nuevos milagros, al colmarte con su espíritu de tal manera que se dice de ti que contemplas, comprendes y declaras muchas cosas secretas». No solamente le fue autorizado y bendecido el monasterio como ella había pedido, sino que en el sínodo de Tréveris del año 1147, el pontífice, que por medio de San Bernardo, presente en aquella reunión, había tomado conocimiento del Scivias de la abadesa, «tomando los escritos de la bienaventurada Hildegardis en sus manos y haciendo el oficio de lector, le leyó de ellos públicamente a todo el clero presente», como nos refiere la Vida de la santa. Por medio de esta doble e ilustre recomendación de los dos grandes cistercienses San Bernardo y el papa Eugenio III, ella, como dice, «fue puesta sobre el candelabro de la Iglesia».
El sucesor de Eugenio, el Papa Anastasio IV (1153-1154) se encomienda a las oraciones de la abadesa y le dice «Nos alegramos en el Señor y nos felicitamos, porque el nombre de Cristo de día en día es glorificado en ti». El Papa Adriano (1154-59, hasta ahora el único Papa inglés) termina su carta a ella diciéndole «Deseamos escuchar de ti palabras de consejo, porque se dice de ti que estás imbuida del espíritu milagroso de Dios, de lo cual nos alegramos mucho y damos gloria a la divina gracia que actúa en ti». El arzobispo Cristián de Maguncia le dice que, ocupado en sus múltiples quehaceres, le escribe sólo brevemente, pero con el corazón dilatado y todo el empeño de su mente, anhelando su piadoso afecto, «y porque sabemos que estás inspirada por el Espíritu divino, deseamos recibir de ti algunas palabras de exhortación». Hilino, arzobispo de Tréveris, que la trata de Mater veneranda et sincerissima charitate amplectenda –‘Madre digna de veneración y de ser abrazada con caridad muy sincera’– le suplica: «No nos prives de algunas gotas de aquel cáliz celestial con que tú te embriagas y no escondas bajo el celemín aquella luz que Dios encendió en ti para utilidad de los prójimos. Acudo al puerto de tu consuelo y a tus entrañas maternales, para que tengas a bien escribirme a mí, pecador». También el obispo de Jerusalén, cuya sede en aquellos años aún se hallaba en manos cristianas, le refiere que por parte de muchas personas que han venido de lejos y que han doblado sus rodillas en el sepulcro del Señor ha escuchado multoties –muchas veces– de la «fuerza divina que reside en ella y que por medio de ella obra a favor de otros». Humildemente se encomienda a sus oraciones y a las de las hermanas que habitan con ella.
Notable es también la reacción de ciertos sacerdotes cuyo tenor de vida Hildegarda había fustigado en una de sus prédicas y que le escriben lo siguiente: «No dejes de poner por escrito y enviarnos en tu maternal bondad lo que, adoctrinada por el Espíritu Santo, nos predicaste sobre la negligencia de nosotros los sacerdotes cuando celebramos el santo sacrificio, a fin de que tus advertencias no se desvanezcan en nuestra memoria, sino que siempre permanezcan ante nuestros ojos».
El emperador Conrado III (1138-1152), identificándose ante ella como «rey de los romanos», le pidió oraciones por él y su hijo enfermo.
El encuentro personal y epistolar entre la abadesa y otro grande de este mundo, el emperador Federico I Barbarroja (1152-1190) merece párrafo aparte. Aquel monarca belicoso y adversario del Papa, no sólo se había encomendado a sus oraciones, sino que había «rogado que ella viniera a su presencia» y la entrevista había tenido lugar en el palacio imperial de Ingelheim, cerca de Maguncia., muy al principio de su reinado (1154). En la carta que el monarca le escribiera a la santa después de aquel encuentro le confiesa que «todo lo que ella le había predicho» se había cumplido (jam in manibus tenemus) y le ruega que ella y sus religiosas no cesen de orar por él a Dios omnipotente, a fin de que, implicado como se halla de continuo en asuntos terrenos, no pierda la gracia divina. Por lo demás le asegura que atenderá con justicia todos los asuntos que ella le sometiera. Teniendo en cuenta todo lo que efectivamente sucedió en los 38 años de su reinado, en que se mostró acérrimo enemigo del Papa Alejandro III (1159-1181), levantando contra él sucesivamente tres antipapas, para finalmente morir ahogado en Oriente, en camino hacia la tercera cruzada, el «Responsum Hildegardis» que trae la Patrología latina en su tomo 197, revela toda la clarividencia política y el peso de la autoridad de Hildegarda. Ella contesta a Federico «en nombre del sumo juez» y le recuerda que, aunque tenga un nombre glorioso («Valde gloriosum est nomen tuum!»), tendrá que comparecer ante «el Rey superior». «En mística visión te veo vivir en muchas turbulencias y contrariedades ante los ojos de los vivos y encima de eso tu dominio sobre los asuntos terrenos, es sólo por un tiempo. Ten cuidado, pues, que el rey supremo no te arroje al suelo por la ceguera de tus ojos, que no ven con rectitud y por el modo cómo ejerces el mando. Procura que vivas de tal modo tu vida que la gracia de Dios no te llegue a faltar».
Hildegarda, muy bien informada de todo lo que sucedía en la cristiandad, llegó a saber antes de su muerte cómo Federico Barbarroja, después de haber alentado durante 18 años un agitadísimo cisma contra el Papa legítimo Alejandro III, había tenido que reconciliarse con él en un dramático momento ante el atrio de la catedral de San Marcos en Venecia (julio de 1177). El año de la muerte de Hildegarda, 1179, Alejandro III convocaría el tercer concilio ecuménico de Letrán, que intentaría reafirmar en una síntesis final las principales ideas directrices de la reforma gregoriana del siglo XI y de la herencia de San Bernardo, preparando así el apogeo de la cristiandad medieval en el siglo XIII.
«Una gran figura, una gran obra, en un gran siglo»
Con estas expresiones circunscribe Bernard Gorceix en su presentación a la edición francesa al Libro de las obras divinas [1] el «fenómeno hildegardiano». Azucena Adelina Fraboschi en su notable libro sobre la santa [2] habla de «la extraordinaria vida de una mujer extraordinaria». La célebre medievalista francesa Régine Pernoud ve en Hildegarda «la conciencia inspirada del siglo XII» [3]. Todos están de acuerdo en que en Hildegarda se está enfrente, más que de una persona, de un «acontecimiento».
Recensionando brevemente su vida, habría que recordar que Hildegarda había nacido en 1098 como décima y última hija del matrimonio de Hildeberto y Mectildis, pertenecientes a la nobleza local. A la edad de ocho años (1106) fue ofrecida como «diezmo» por sus padres al monasterio benedictino de Disibodenberg y confiada allí al cuidado y a la educación de la reclusa Jutta von Spanheim, que vivía junto al monasterio de los monjes. La magistra la formó en la oración, la humildad y la pureza, mientras que el monje Vollmar la introducía en la Sagrada Escritura, especialmente los salmos, la lectio divina, el canto y la música. A la muerte de Jutta en el año 1136, la pequeña comunidad de monjas que se había formado en torno a ellas, unánimemente eligió a Hildegarda como su abadesa. Ya en aquellos años ella había empezado a poner por escrito sus Visiones, que intituló Scivias («Conoce los caminos»). Ella misma confesaría más tarde que aquellas «visiones» no consistían en algo perceptible por ojos u oídos, ni iban acompañadas de éxtasis, sino que era algo visto «con el ojo interior». En lenguaje actual podríamos decir que era una manera «ocular» de dar forma al fruto de sus inspiradas meditaciones, una manera de «ver» lo que movía su oración personal. Este carisma era para ella motivo de gozo y de pesadumbre a la vez. De gozo, por el contenido de lo que veía y de pesadumbre, por el trabajo de traducir su experiencia espiritual en palabras y, más aun, en palabras de la lengua latina, que ella no dominaba bien.
Fue en el cuadragésimo tercer año de su vida y quinto de su cargo abacial (1141) que entre muchos sufrimientos corporales y «dudas» y con la ayuda del monje Vollmar y de una joven monja de nombre Ricarda, comenzó a poner por escrito sus visiones. Al tener noticia en 1146 de la llegada a Alemania de San Bernardo y del Papa Eugenio III, se animó a escribir al santo cisterciense para que le diera una luz definitiva sobre lo que le estaba sucediendo. La carta de Hildegarda y la respuesta de San Bernardo, aunque conocidas, no pueden ser omitidas, ya que nos permiten entrever algo del espíritu que unía a las dos figuras más sobresalientes del siglo XII:
«Venerable Padre Bernardo, maravilloso te ves en tan grandes honores, por la gracia de Dios. Por ese Dios te suplico, Padre, que me escuches, ya que te pregunto.
Estoy muy afligida por esta visión que se me ha abierto como un misterio en el Espíritu. Nunca la he visto con los ojos exteriores de la carne. Yo, la miserable y aún más miserable en mi condición de mujer, he visto desde mi niñez grandes y maravillosas cosas, que mi lengua no podría pronunciar si el Espíritu Divino no me enseñara a creer.
Oh, Padre benigno, que eres tan seguro, respóndeme en tu bondad, a mí tu sierva indigna, que no ha vivido en seguridad a partir de su niñez, ni una sola hora. En tu amor de padre y tu sabiduría, explora tu alma sobre lo que el Espíritu Santo te enseña y haz a tu sierva el regalo del consuelo que mana de tu corazón.
Creo conocer el sentido de la interpretación del salterio, de los evangelios y de los demás libros de la Escritura que me es dado por esta contemplación. Como una llama devoradora esta contemplación toca mi corazón y mi alma y me enseña las profundidades de la interpretación. Pero no me enseña las Escrituras en lengua alemana, que no conozco. Sólo sé leer como una mujer simple, pero no sé analizar las frases. Así, pues, respóndeme: ¿Qué opinas de todo esto? Yo no he recibido ninguna enseñanza de escuela, sólo muy dentro de mi corazón he sido instruida. Por eso hablo como dudando. Pero al oír hablar de tu sabiduría y de tu amor quedo consolada… Por el amor de Dios, deseo, Padre, que me consueles aún más, pues entonces tendré seguridad.
Hace más de dos años te vi en mi contemplación como un hombre que mira de frente el sol y no siente temor, antes bien, es audaz. Y yo he llorado, comparándome contigo, porque me siento dubitativa y vacilante.
Padre bondadoso y benignísimo, estoy puesta en tu alma para que me reveles por medio de tu palabra si quieres que yo hable de lo que veo o si prefieres que mantenga silencio. Sufro grandes penalidades en mi alma, porque no sé si puedo y hasta qué punto debo hablar de lo que he visto o escuchado. Muchas veces la enfermedad me arroja al lecho, de modo que no puedo ni sentarme.
Pero ahora me levanto y corro hacia ti y te digo: a ti nadie te abate, sino que siempre levantas el árbol de la Iglesia y eres victorioso en tu alma. Y te levantas no tan sólo a ti mismo, sino que levantas al mundo entero para su salvación. Tú eres el águila que mira el sol de frente.
Que la fuerza paternal que anima tu corazón haga que no permanezcas indiferente ante las palabras de esta mujer Hildegardis. Adiós, Padre, adiós y que sigas siendo un valiente luchador en el Señor. Amén».
La respuesta de San Bernardo a una misiva tan cálida no podía ser menos espiritual:
«Por Hildegardis, amada hija en Cristo, ora el hermano Bernardo, llamado abad de Claivaux, si es que la oración de un pecador alcanza alguna cosa.
Ya que piensas de mi exigua persona en forma muy superior a lo que me dice mi propia conciencia, creo que esto se debe únicamente a tu humildad. No olvidaré de responder el mensaje de tu caridad, aunque la cantidad de los asuntos por resolver me obliga a hacerlo en forma más breve de lo que yo habría deseado. Me gozo por la gracia de Dios que obra en ti. Y en lo que a mí se refiere, te exhorto y te conjuro a que la estimes como una gracia y le correspondas con toda la amorosa energía de la humildad y de la entrega. Sabes bien que ‘Dios resiste a los soberbios y concede a los humildes su gracia’ (Stgo. 4,6). Por lo demás, ¿qué más debo enseñarte y amonestarte, si ya hay en ti una instrucción interior y una unción que te enseña todo? Te ruego y te pido que te acuerdes de mí ante el Señor y de todos los que nos están unidos en Dios».
Esta carta y la aprobación de Eugenio III a su proyectado monasterio de Rupertsberg fueron el punto de inflexión de toda la vida de Hildegarda: si hasta entonces su vida había sido oculta y desconocida, a partir de 1147 no sólo terminó lo que faltaba del 326 Scivias, sino que se proyectará en nuevas obras de variada índole, fundará sucesivamente dos monasterios y emprenderá cuatro largos viajes de predicación. Lo primero era salir de la tutela de los monjes de Disibodenberg, junto a los cuales había vivido la comunidad femenina desde sus orígenes y trasladarse a San Ruperto, frente a Bingen. Tal paso, nada fácil, ya que tanto los monjes como algunas de las monjas manifestaban su escepticismo y aun su resistencia frente a la medida, se concretó en el año 1150. En esta fundación y la construcción de iglesia y monasterio, como más tarde en 1165 en la de Eibingen, en la orilla derecha del Rhin, Hildegarda, la que se tildaba de «pobre mujer» e «insegura», reveló una veta desconocida de organizadora y mujer de empresa. El monje Guiberto de Gembloux, que visitaría a las monjas en 1177, declara: «los monasterios han crecido en el espíritu de San Benito y en sus edificios, pues se componen de hermosas construcciones; todos los talleres tienen cañerías de agua y las salas en que trabajan las monjas copiando manuscritos tienen mucha luz. Las hermanas se señalan por su espíritu de oración y su diligencia en todo».
Cosas vistas en el cielo y la tierra, obras escritas, caminos recorridos
El llamado «tríptico visionario» o «trilogía visionaria», que constituye el núcleo central de los escritos de Hildegarda, lo conforman el Scivias o «Sé los caminos a la luz vivificante», escrito entre 1141 y 1150; el Liber vitae meritorum o Libro de las retribuciones de cada cual por su vida, elaborado entre 1158 y 1163, y el «Liber divinorum operum» o Liber de operatione Dei (Libro de las obras divinas), redactado entre 1163 y 1173. El Scivias se compone de tres libros, abocados sucesivamente al Creador y la creación, al Mesías y a la Iglesia y a la historia de la salvación. El Liber vitae meritorum trata de los vicios y virtudes, y finalmente el Liber divinorum operum, la obra más madura y espléndida de la mística, medita la relación entre el microcosmos –el mundo de la creación, en especial del hombre– y el macrocosmos –el Universo como proyección de Dios– en el contexto de la historia de la salvación.
Contrastan con estas obras visionarias dos libros en que prevalece la observación y la experiencia: la Physica o Liber simplicis medicinae, es decir, «Libro de la medicina simple», centrado en el mundo animal, vegetal y mineral y Causae et Curae o Liber compositae medicinae sobre las causas y los remedios de las enfermedades.
Una tercera vertiente de la sensibilidad hildegardiana la constituyen sus obras musicales reunidas en el tomo de Symphonia armoniae celestium revelationum, es decir, «Sinfonía de la armonía de las revelaciones celestiales» [4], investigada en Chile por María Isabel Flisfisch, María Eugenia Góngora, Italo Fuentes, Beatriz Meli y María José Ortúzar y publicada en una excelente edición. A estas obras musicales se agrega una especie de Oratorio o auto sacramental cantado, titulado Ordo virtutum, estrenado en nuestro país por el conjunto «Calenda Maia».
La correspondencia de Hildegarda, por último, es copiosa, ya que abarca más de trescientas cartas, que revelan el contacto que la abadesa mantenía con los más conspicuos personajes de su siglo.
Todas estas obras constituyen un universo que apenas se ha comenzado a recorrer. En el mundo hispanoparlante se cuenta hasta ahora sólo con la edición arriba mencionada de las obras musicales, con la del Scivias [5] y la Vita Sanctae Hildegardis [6]. María Eugenia Góngora ha estudiado tres cartas de la santa [7]. En un trabajo anterior he tratado de proporcionar un panorama general de la vida y obra de Hildegarda; [8] lo mismo ha hecho la abadesa Cándida María Cymbalista [9]: Se han celebrado al menos tres simposios sobre el tema, tanto en Santiago de Chile como en Buenos Aires [10].
Insólito, especialmente en la Edad Media, es el hecho de que la abadesa emprendiera varios y extensos viajes de predicación, solicitada por obispos, abades y sacerdotes. Ello manifiesta la autoridad moral de que gozaba la santa en todos los ámbitos. Los viajes de mayor envergadura fueron cuatro:
Primer viaje (1158-1159): por el río Main (Mena), con visitas en Maguncia, la abadía de Kitzingen, la ciudad de Bamberga.
Segundo viaje (1160): por el río Mosela hasta Lorena. En Pentecostés de ese año predicó al clero reunido en el monasterio San Matías de Tréveris. En Metz predicó al clero, invitada por el duque Mateo, tío de la emperatriz.
Tercer viaje (entre 1161 y 1163): por el Rhin hasta Colonia, donde predicó en el monasterio de monjas benedictinas de Santa María in Capitolio. El motivo principal de sus sermones era el surgimiento de la herejía de los cátaros, contra los cuales aconseja las mismas medidas que sesenta años más tarde practicará Sto. Domingo de Guzmán y su Orden de Predicadores: el estudio y la prédica de la Palabra de Dios y una vida austera y ejemplar, ambas cosas al parecer ausentes en el clero de la época.
Cuarto viaje (1170-1171): por Suabia y solamente por asuntos de reformas de monasterios. La abadesa estuvo primero en Maulbronn, monasterio cisterciense edificado en aquellos años y conservado íntegro hasta la actualidad. Después visitó las grandes abadías benedictinas de Hirsau y Zwiefalten, con las cuales tenía también trato epistolar.
Los viajes los realizaba en barco y a caballo, lo cual, dada su frágil salud, era muy fatigoso para ella y las monjas que la acompañaban. Se le conocen al menos tres períodos en que estuvo enferma casi hasta la muerte, con recuperaciones lentas de muchos meses: 1155, 1158 y 1168. Ella agradecía estos sufrimientos como dones que Dios le enviaba para que ella «no se inflara». Débil como se sentía, era, sin embargo firmísima y perseverante cuando se trataba de las cosas de Dios y de su Iglesia.
¿Cómo entender las visiones de Hildegarda de Bingen?
Nuestra época tiende a un juicio negativo en lo que se refiere a leyendas piadosas, hagiografías exuberantes de milagros y también a las visiones y revelaciones particulares. Indudablemente es sano y conveniente aplicar la criba crítica a todo discurso que se nos presenta y la credulidad, que por lo demás no se considera una virtud, se diferencia en más de un punto de la fe. Parece irreversible que en cuanto a las leyendas no nos impresionen ya los detalles de la trama y más bien se busque desentrañar el «mensaje» y que en cuanto a las hagiografías preferimos las que son verídicas y verosímiles desde el punto de vista histórico y psicológico.
Pero en lo que atañe a las visiones y revelaciones de los santos conviene no echarlas en un mismo saco con fenómenos meramente psíquicos.
En primer lugar, habría que recordar que en las Sagradas Escrituras de ambos Testamentos no escasean las visiones, revelaciones y sueños proféticos. Si, por ejemplo, consideramos las grandes visiones del profeta Ezequiel, veremos que a pesar de su fuerza poética y riqueza de imágenes, se trata de cosas muy reales y comprobables, pero que por su carácter sobrenatural no pueden ser accesibles sino por medio del lenguaje poético y metafórico. Lo mismo se podrá decir de las parábolas de Jesús.
Evidentemente las visiones de Santa Hildegarda no podrán considerarse en el mismo plano que las de San Pablo en los Hechos de los Apóstoles. ¿En qué estriban las diferencias? En este punto ayuda muchísimo lo que aclara el en aquel entonces cardenal Ratzinger en su Comentario teológico al tercer secreto de Fátima, publicado el 26 de junio de 2000. «La doctrina de la Iglesia –dice el cardenal– distingue entre la ‘revelación pública’ y las ‘revelaciones privadas’. Entre estas dos realidades hay una diferencia, no sólo de grado, sino de esencia. El término ‘revelación pública’ designa la acción salvadora de Dios destinada a la humanidad, que ha encontrado su expresión literaria en las dos partes de la Biblia: el Antiguo y el Nuevo Testamento». Esta revelación es única y definitiva, nada nuevo o diferente le puede ser añadido. Sin embargo, todo el contenido de ella deberá ser comprendido y explicitado gradualmente a través de los siglos y en este contexto es posible entender correctamente el concepto de «revelación privada», que se refiere a todas las visiones y revelaciones que tienen lugar una vez terminado el Nuevo Testamento. Dice el Catecismo de la Iglesia Católica en su N°67 que «la función de tales fenómenos no es la de ‘completar’ la Revelación definitiva de Cristo, sino la de ayudar a vivirla más plenamente en una cierta época de la historia». Muchas de estas revelaciones (como por ejemplo, las de Guadalupe, Lourdes y Fátima, las de Santa Juliana de Lieja sobre el culto eucarístico, las de Santa Gertrudis, las de Santa Margarita María de Alacoque sobre el Sagrado Corazón de Jesús y, evidentemente, las de Santa Hildegarda) han sido reconocidas por la Iglesia. ¿Qué alcance tiene tal reconocimiento? Tres constataciones: que la revelación en cuestión no contiene nada que vaya contra la fe y las buenas costumbres; que es lícito hacerla pública y que los fieles están autorizados a darle en forma prudente su adhesión. «Un mensaje así –concluye Ratzinger–, puede ser una ayuda válida para comprender y vivir mejor el Evangelio en el momento presente, por eso no se debe descartar. Es una ayuda que se ofrece, pero no es obligatorio hacer uso de la misma».
Las visiones de Santa Hildegarda deben ser definidas, en consecuencia, como dones sobrenaturales de revelaciones privadas. Pero hay más aún: estos dones sobrenaturales se insertan en una naturaleza humana, asumiendo sus dones naturales. En el caso de Hildegarda se trata de una naturaleza altamente agraciada. Entre estas gracias hay que señalar en primer lugar su agudo sentido de observación y de investigación, que destaca ante todo en sus obras de medicina; su sentido musical y su capacidad de organización. Como en otros genios de la humanidad se reconoce en ella una hiperestesia en su modo de «ver» las cosas y los acontecimientos. Relata su Vita que, muy pequeña aún, al entrar a un establo y ver una vaca preñada, había «visto» y descrito en detalle el ternero aún no nacido y que después del parto todos habían podido comprobar la exactitud de aquella descripción. Esta mirada que podríamos llamar «radiográfica» se descubre durante toda la vida de la santa.
Habría que destacar que en las visiones de la mística renana no hay nada extravagante o extraño. En todo momento ella se ajusta a la ortodoxia y a temas conocidos para la fe cristiana. Tampoco son inspiración de un momento. En la redacción de cada uno de sus tres libros místicos trabajó hasta el agotamiento entre cinco y diez años. La exploración de este tesoro espiritual está recién en sus comienzos, son meras «aproximaciones», ante todo en el ámbito hispanoparlante, en que faltan las traducciones.
La última prueba
En violento contraste con la permanente deferencia que el mundo oficial le tributó a Hildegarda en su vida, estuvo un episodio amargo y terrible que le sobrevino poco tiempo antes de su muerte. La trama de esta última tragedia puede ser resumida en pocas palabras: Cierto caballero, que había sido excomulgado por causas que no se conocen, había encontrado refugio en el monasterio de las monjas y, después de pedir y alcanzar el perdón y la absolución de sus culpas, había muerto y por orden de la abadesa había sido sepultado en el cementerio del monasterio. El cabildo eclesiástico de Maguncia se había enterado en forma incompleta del suceso –pues al parecer nada sabía de la absolución que había recibido el difunto– y ordenó a la abadesa que el cadáver fuese desenterrado y echado al estercolero. Hildegarda, profundamente conmovida, recurrió a la oración y después hizo saber a los canónigos que no haría lo ordenado, ya que una persona que había recibido el perdón de Cristo no podía ser tratada en esa forma. En previsión de posibles actos de violencia de parte de los canónigos, la abadesa, que ya tenía más de ochenta años, se dirigió al cementerio, trazó con su báculo una cruz sobre la tumba del caballero y después se preocupó de que se disimulase el lugar preciso del entierro. En seguida redactó una defensa escrita de la causa del difunto y fue a entregarla personalmente a Maguncia. En aquellos años el arzobispo Cristián de Maguncia se encontraba en Italia, ocupado en múltiples asuntos relacionados con Federico Barbarroja y el Papa. La responsabilidad de que a pesar de todo fuese decretado el entredicho (interdictum) contra la comunidad de Rupertsberg recae sobre el obstinado coro de los canónigos. La medida era de extrema gravedad, ya que al prohibirse el culto divino y el toque de las campanas en el monasterio se afectaba el nervio vital de una comunidad benedictina. Las monjas sólo podían recitar en privado el oficio divino, omitiendo el canto y la música y la celebración de la Eucaristía quedaba prohibida. Hildegarda y sus monjas prefirieron sufrir durante meses esta terrible privación, antes que permitir que el perdón de Cristo fuese tratado en forma irrisoria. Ocurrieron varios percances que prolongaron aquella agonía: al estar el arzobispo Cristián ausente de su sede, Hildegarda obtuvo del arzobispo Felipe de Colonia un requerimiento de éste a los canónigos de Maguncia para que suspendiesen la interdicción. Picado en su amor propio, el arzobispo Cristián renovó desde Italia el castigo. Tras una carta directa de Hildegarda, el irritado prelado accedió por fin a levantar el entredicho e incluso pidió perdón a la santa por las molestias que había tenido que sufrir la comunidad. Esto sucedía en marzo del año 1179 y ya el 17 de septiembre del mismo año Hildegarda, a los 82 años de edad, entraría a la visión eterna, que con tanta intensidad como fuerza poética ella había pregustado en sus experiencias místicas.
Ante los canónigos la Abadesa había demostrado una entereza sin igual. Los argumentos que presentó por escrito a las autoridades eclesiásticas eran fundamentalmente dos y muy desiguales: 1) El perdón de Jesucristo es definitivo y no puede ser invalidado. 2) Prohibir el canto y la música en la liturgia es un pecado grave, más aun es obra del diablo. Este último argumento lo desarrolla con toda una justificación del canto y la música en la liturgia:
En el primer hombre, como salido directamente de la mano de Dios, «residía el sonido de toda armonía y la dulzura de todo el arte musical». Después de su caída el hombre reanudó el cultivo de la música para no olvidar en su destierro su condición de plenitud anterior y con ese fin los santos profetas, enseñados por el Espíritu Santo, compusieron salmos y cánticos y crearon diversos instrumentos musicales Pero el diablo, «al oír que el hombre había empezado a cantar por inspiración de Dios y que por esto sería atraído al recuerdo de la suavidad de los cánticos de la patria celestial… se dedicó a discurrir y buscar la manera de perturbar o impedir sin cesar la proclamación, la belleza y la dulzura de la alabanza divina y de los himnos espirituales, no sólo en el corazón del hombre –mediante insinuaciones perversas, pensamientos impuros o distracciones– sino también en el corazón de la Iglesia y dondequiera que puede hacerlo –mediante discordias, escándalos e injustas opresiones. Por eso vosotros y todos los prelados debéis tener muchísimo cuidado y antes de cerrar con una sentencia la boca de una asamblea religiosa que canta a Dios sus alabanzas y de prohibirle, sea la administración, sea la recepción de los sacramentos, discutid primero con gran diligencia las causas por las que consideráis que debéis hacerlo. Velad para que lleguéis a esto movidos por el celo de la justicia de Dios y no por la indignación o por cualquier otra emoción injusta o bien por el deseo de venganza; y cuidad siempre que Satanás, que arrancó al hombre de la armonía celestial y de las delicias del Paraíso, no os engañe en vuestros juicios».
Modesto ensayo de un florilegio hildegardiano
Nada mejor para dar término a estas «aproximaciones» a Hildegarda que reproducir algunos de sus pensamientos:
Yo soy –dice Dios– la ígnea y más alta fuerza que engendra. Toda centella de vida ha sido encendida por mí.
Yo, que soy el fuego de la vida, prendo fuego por sobre la hermosura de los campos, yo alumbro encima de las aguas, yo ardo en el sol y resplandezco en la luz de la luna y de las estrellas y suscito con el soplo de los aires todo ser que tenga vida.
Mi aliento es vivificancia en todo lo verde y floreciente.
Las aguas fluyen como si tuvieran vida por sí mismas, el sol vive como si su luz fuera propia de él y la luna se enciende cada vez de nuevo en la brasa del sol, los astros parecen vivir al contagiar al mundo con su vivo resplandor.
Yo engendro, escondido en todo ser, todo lo que existe arde por mí.
Soy por doquier la fuerza llameante y escondida por la cual todo el universo arde y da luz.
Todo vive en su ser interior, ninguna muerte se halla en él, porque yo soy la vida.
Pero la obra de todas las obras de Dios es el hombre.
¡Qué magnífica es la sabiduría en el corazón de Dios, que desde la eternidad ha visto cada una de sus criaturas!
Dios, al fijar su mirada en el rostro del hombre a quien había creado, reconoció toda su creación en esta figura de hombre. ¡Qué maravilloso es tu aliento con que despertaste al hombre a la vida!
Los cielos, por cierto, reflejan a Dios; pero el hombre es el espejo de todos los milagros divinos.
Cuando Dios fijó su mirada en el rostro del hombre encontró en él toda su complacencia. Con mi boca –dijo Dios– quiero besar mi obra más propia y acariciar aquella figura que del barro formé. Con amor jamás pronunciado te rodearon mis brazos y mi espíritu ardiente hizo de ti un cuerpo.
¡Vean todos y contemplen a ese hombre! El cielo y la tierra y el todo del mundo creado están contenidos en él. Y así el universo reposa contenido en él.
El hombre creado por Dios es como un llamado, como un grito, como una voz: Oh que plañidera y al mismo tiempo magnífica resuena esa voz, porque Dios elevó aquellas vasijas de barro con todos sus milagros hasta las estrellas.
Todo lo terrenal se ha tornado lenguaje de amor cuando la Palabra se hizo carne por amor. La Encarnación de Dios en su Palabra es la gran comunicación de su amor. En este amor también el hombre posee la túnica de su amor.
Así el amor está en medio y dentro de ti. Se encuentra tanto en el ser del hombre como en el obrar de Dios. El amor es siempre el centro y se propaga como una llama. El amor es el centro.
El que ha comprendido bien el amor no podrá errar ni hacia arriba, ni hacia abajo, ni hacia los lados, porque el amor está en el centro.
El centro del mundo es el corazón.
Alégrate, porque el Señor te tiene de tal modo en sus manos que no requieres apoyarte en tu propia seguridad.
Sé valiente y fuerte en este mundo náufrago y en los duros combates contra la injusticia y así lucirás como estrecha en la bienaventuranza eterna.
No reconozco en mí seguridad alguna ni poder de nada. Pero extiendo mis manos hacia Dios y sé que él me tiene como una pluma que sin el peso de ninguna fuerza, es llevada por el viento.
Mira la luz que has entrevisto un poco y álzate pronto para la obra santa, pues no sabes cuándo ha sido determinado tu fin.»
Reconocimiento de la Iglesia
Durante el siglo XVI el reconocimiento que se otorga a la abadesa de Bingen es todavía diverso. Como recuerda Azucena Adelina, «el carácter profético de sus escritos, sus denuncias ante la corrupción del clero de su tiempo, sus cartas de admonición dirigidas a los pontífices –en especial la carta dirigida al Papa Anastasio IV–, son utilizados por diversos teólogos y autores protestantes», incluso contra el papado, así el caso de Andreas Osiander. No obstante, ya en 1584 su nombre aparece en el Martyrologium Romanum del cardenal Cesare Baronio, promulgado por el Papa Gregorio XIII. A partir de entonces su culto se hace público y se extiende en su patria, donde se le consagran algunas iglesias. El calendario benedictino, su propia familia religiosa, recién en 1916 inscribe la festividad de Santa Hildegarda como «memoria», lo cual permaneció así después de la revisión realizada en 1961. El 21 de febrero de 1940, en un paso importante hacia la plenitud del reconocimiento de esta mujer «que amó exclusivamente a la Iglesia» –como dirá más tarde de ella Juan Pablo II (ver recuadro)– la Sagrada Congregación del Culto Divino aprobó lo realizado y estableció la celebración de su festividad con oficio propio.