“¡Un sacerdote que no esté enamorado de la Iglesia no debe pertenecerle! Un sacerdote que posponga los santos intereses de la Iglesia amada por los del mundo no ha comprendido su vocación!”
“Sacerdotes de Cristo”. Con este título y señalando como autora a la Venerable Sierva de Dios mexicana Concepción Cabrera de Armida, se nos presenta este volumen, notable aunque desconcertante en su contenido; incontestablemente inspirado, aunque incómodo [1]. Hay que tomar nota, en primer lugar, de que se trata de un texto místico, es decir, fruto de una revelación privada y, en segundo lugar, de que se presenta en forma de una sistematización teológica, encargada por los religiosos y religiosas discípulas de Concepción Cabrera al P. Juan Gutiérrez, MSpS, teólogo especialista en los escritos de ésta. Los textos así compilados proceden de confidencias espirituales tituladas “A mis sacerdotes. Cuentas de conciencia” por la Sierva de Dios y revelan lo que ella percibía en sus oraciones en los años de la gran persecución anticatólica de México de 1926 a 1929.
Aunque Conchita, como se la llamaba, nunca estudió teología, sus textos merecieron el siguiente juicio de los censores eclesiásticos de la Sagrada Congregación para la Causa de los Santos: “La doctrina de este libro es enteramente segura y católica. Pone admirablemente de relieve la dignidad del sacerdocio con argumentos teológicos y espirituales. Produce asombro tan pleno conocimiento de la misión sacerdotal y tan exquisita ciencia teológica en la Sierva de Dios. Si prescindimos del elemento de revelación sobrenatural, el libro debe ser considerado como un tratado teológico espiritual de gran valor y utilidad para los sacerdotes”. Valgan estas explicaciones para vislumbrar a qué trabajos debe disponerse el que se adentre en tan secretos senderos.
Concepción (“Conchita”) Cabrera de Armida (1862-1937) [2]
El teólogo dominico P. Marie-Michel Philipon, después de examinar los más de setenta y seis cuadernos manuscritos que por orden de sus directores espirituales escribiera en un lapso de cuarenta años la señora Concepción Cabrera de Armida y, después de haber conversado con sus hijos, familiares y otros testigos, elaboró un libro con el significativo título de “Conchita, diario espiritual de una madre de familia” (1974). Contiene tanto la vida como los grandes temas doctrinales de esta extraordinaria mística y a la vez mujer de acción, cuyo proceso de beatificación se sigue en Roma a partir de 1959. La Congregación para la Causa de los Santos aprobó el decreto en 1986. El 19 de octubre de 1999 un congreso de teólogos presidido por el cardenal Alfonso López Trujillo declaró que “la sierva de Dios María de la Concepción Cabrera había observado las virtudes teologales, las cardinales y las anexas en forma heroica”. El 20 de diciembre de 1999 el Papa Juan Pablo II la reconoció como “Venerable”.
Nacida el 8 de diciembre de 1862 en el seno de una familia acomodada en la hacienda de Jesús María en San Luis Potosí, México, fueron sus padres don Octaviano Cabrera Lacavex y doña Clara Arias Rivera. Concepción, llamada familiarmente Conchita, sentiría desde muy temprano un ardiente deseo de perfección, deseo que desarrollaría con asombrosa naturalidad, frescura y sencillez a través de una vida muy normal de esposa, madre de familia y finalmente abuela. Siempre sabía conjugar bien lo divino y lo humano: oraba a Jesús y se adornaba para su novio, Francisco Armida, originario de Monterrey, con quien se casaría el 8 de noviembre de 1884. Una sorprendente síntesis de su espiritualidad la encontramos en las propias palabras de Conchita: “A mí nunca me inquietó el noviazgo en el sentido de que me impidiera ser menos de Dios. Se me hacía tan fácil juntar las dos cosas. Al acostarme, ya cuando estaba sola, pensaba en Pancho y después en la Eucaristía, que era mi delicia. Todos los días iba a comulgar y después a verlo pasar. El recuerdo de Pancho no me impedía mis oraciones, me adornaba y componía sólo para gustarle a él. Iba a los teatros y a los bailes con el único fin de verlo. Todo lo demás no me importaba”.
Entre 1885 y 1899 el matrimonio tuvo nueve hijos, dos de los cuales serían religiosos. En 1901 fallecería su esposo, siempre amado y recordado por ella como un hombre ideal. Ya antes de esto había iniciado dos de las cinco “Obras de la Cruz” que había concebido en sus largas horas de intimidad con Jesús: en 1894 había fundado el “Apostolado de la Cruz”, cuya finalidad sería unir los propios sufrimientos y trabajos a los de Cristo, para continuar su obra de salvación del mundo. En 1897 había llevado a cabo la fundación de las “Religiosas de la Cruz del Sagrado Corazón”, contemplativas de adoración perpetua, que ofrecen su vida por la Iglesia, especialmente por los sacerdotes.
En 1903 conocería al P. Felix Rougier Olanier, que se convertiría durante muchos años en su director espiritual y con quien fundaría en 1914, en épocas poco tranquilas para la Iglesia, la congregación de los “Misioneros del Espíritu Santo” (MSpS). Pero esta era ya la quinta obra de la Cruz, sin duda la de mayor auge. Antes, como tercera obra de la Cruz, había surgido la “Alianza de Amor con el Sacratísimo Corazón de Jesús”, para laicos que en su propio estado de vida se comprometían a buscar la perfección según la espiritualidad de la Cruz. La cuarta fundación brotada del dinamismo espiritual de Conchita fue la “Fraternidad de Cristo Sacerdote”, que trata de reunir a los sacerdotes diocesanos que participan de las Obras de la Cruz.
En 1913 emprendería con monseñor Ramón Ibarra, arzobispo de Puebla, una peregrinación a Tierra Santa, Roma y España. El 17 de noviembre de 1913 los recibiría el Papa Pío X, quien daría su aprobación a las obras de la Cruz.
Vida y obra de Concepción Cabrera resuenan como un admirable contrapunto en una época en que la Iglesia en México era despojada y humillada y los valores cristianos sufrían público escarnio. Ella decía: “Hacer a otros felices es ser feliz, esparcir en torno nuestro la alegría, es poseer la fuente de ella”. Su honda mística, alimentada del misterio de la Trinidad y de la Cruz, basada en la imitación de María y en la total confianza en el Espíritu Santo, podrá inspirar a muchas generaciones.
El 3 de marzo de 1937 Conchita expiraba en los brazos de sus hijos, transfigurándose su rostro en el del Crucificado [3].
México, la revolución institucionalizada
No basta, para penetrar en el sentido de su escrito sobre el sacerdocio y los sacerdotes, conocer la personalidad y las obras apostólicas de la novel mística mexicana. También se requiere reconstruir de algún modo las razones y sinrazones de la larga tradición anticatólica en la política mexicana, respecto de la cual estamos lejos de poder formular la última palabra. No hay que olvidar que los pensamientos de Conchita sobre los sacerdotes no son expresión de algunas reflexiones o manifestación de inquietudes personales en un tiempo particularmente difícil para la Iglesia en México, sino que deben ser leídos e interpretados como producto de revelaciones privadas. El texto de dichas revelaciones no puede ser debidamente asimilado sin consideración al contexto en que tuvieron lugar.
Adelantemos nuestra primera tesis: La evangelización de México, la llamada “Nueva España” en los siglos XVI, XVII y XVIII, es sin duda una de las páginas más brillantes de la historia de la Iglesia, no sólo de América, sino de la Iglesia “tout court”. Pese a las recurrentes irritaciones de los historiadores antihispanos en cuanto se roza el tema, lo que tuvo lugar allí y entonces bajo el misterioso e insondable signo de Guadalupe no puede ser desmentido. Abundantes crónicas, relatos, escritos y reflexiones de esta época están al alcance de todo el que quiera saberlo y entenderlo.
Segunda tesis: ¿Cómo pudo originarse tanto resentimiento antihispano y anticatólico después de una historia y un proceso de inculturación mejor logrado que en ninguna otra parte de Iberoamérica? Una explicación podría ser que el proceso de la Independencia de México fue fruto de la Ilustración, en forma también más intensa que en otras regiones de América. Ahora bien, la Ilustración es, después de la Reforma protestante del siglo XVI, la arremetida más formidable contra la fe católica y la Iglesia, basada en una burda incomprensión del cristianismo. Los políticos mexicanos del siglo XIX, formados por el pensamiento “ilustrado”, y esto en la forma más extrema de la masonería [4], fueron llevados así como “naturalmente” a una lucha despiadada e insensata contra la identidad cristiana de su pueblo, lograda en los tres siglos de la historia precedente.
Tercera tesis: la revolución mexicana, institucionalizada o no, junto con negar la identidad cristiana del pueblo mexicano, trató de borrar también su memoria histórica, que es precisamente el instrumento para lograr y mantener la identidad.
Cuarta tesis: el hecho de que, después de una larga tradición de leyes contra la Iglesia y en medio de las más atroces persecuciones, haya crecido enormemente la devoción guadalupana, se haya levantado el pueblo humilde, representado por los cristeros, en defensa de la Iglesia; se hayan dado tan numerosos y tan preclaros testimonios martiriales y hayan sido posibles escritos de estirpe mística, como son los de Concepción Cabrera, amén del multitudinario y entusiasta recibimiento que tributó el pueblo mexicano al Papa Juan Pablo II en su visita a México en 1979, son consuelos “históricos” para los católicos y permiten abrigar la esperanza de que la identidad cristiana del pueblo mexicano permanezca.
Creemos muy necesarias las defensas de estas tesis contra el gran número de historiadores [5], que considera como única explicación de la tendencia anticatólica de la política mexicana, el hecho de que la Iglesia fuera “conservadora” y se resistiera al progreso y a los “cambios necesarios” [6].
El retorno de los dioses
El héroe nacional Benito Juárez dio el acorde inicial con las leyes liberales de la Constitución de 1857. Sin derogarlas, el largo gobierno de Porfirio Diáz (1876-1910) representó un paréntesis en un proceso revolucionario que entre 1910 y 1920 se descargaría por oleadas sucesivas y contradictorias, en un trágico clima de guerra civil. Más de un millón de mexicanos tuvieron que pagar con sus vidas los sangrientos encuentros de diferentes facciones, abundando los asesinatos y fusilamientos masivos. Por fin, en 1917, el general Venustiano Carranza logró imponer la Constitución que rige hasta el día de hoy a los Estados Unidos de México. Al ser esta Constitución una repristinación de la liberal de 1857, contenía el mismo virus anticatólico. Los artículos 3, 24, 27 y 130 contenían la reforma religiosa, todos inspirados en las leyes de Benito Juárez, pero con odiosas añadiduras. El artículo 3º declaraba libre la enseñanza y laica la oficial. Prohibió a las comunidades religiosas y ministros de cultos que establecieran o dirigieran escuelas; el artículo 24 establecía que los actos de culto deberían celebrarse sólo dentro de los templos, los cuales estarían siempre bajo la vigilancia de la autoridad. No se incorporaron dos propuestas significativas: la primera de las cuales prohibía a los sacerdotes la confesión auricular y la segunda limitaba el sacerdocio a los ciudadanos mexicanos de nacimiento, los cuales debían ser casados civilmente si eran menores de 50 años. El artículo 129 no reconocía personalidad jurídica a las agrupaciones religiosas llamadas iglesias. También facultaba a las legislaturas de los estados mexicanos para determinar, según las necesidades locales, el número máximo de ministros de los cultos. Se prohibía cualquier agrupación política cuyo título contuviera una palabra que la relacionara con alguna confesión religiosa. De este modo el Partido Católico nacional (PCN) quedaba fuera de la ley. El artículo 27 expropiaba todos los bienes raíces de la Iglesia; el 130 decretaba la separación total de Estado e Iglesia [7].
A estas injusticias se sumaban constantes hechos persecutorios: expulsión del clero extranjero, exilio de los obispos, designación de sacerdotes “revolucionarios” para presidir las diócesis, frecuencia de encarcelamiento de sacerdotes, casi siempre para exigirles un crecido rescate, fusilamiento de miembros del clero. Las religiosas fueron en casi todas partes echadas de sus conventos, muchas de ellas sometidas al ultraje vil de la soldadesca; menudearon las profanaciones de templos, imágenes y vasos sagrados, se ordenaron arbitrarias clausuras de seminarios y colegios católicos; hubo quema de confesionarios, destrucción de bibliotecas.
Ni siquiera la promulgación de la Constitución de 1917 logró frenar las destrucciones, pillajes y humillaciones de la Iglesia. Asesinado el presidente Carranza, en 1920 lo sucedió otro “jacobino”, el general Álvaro Obregón (1920-1924). Masón él mismo, designó por sucesor suyo a otro masón, al general Plutarco Elías Calles, en el cual la actitud anticatólica alcanzó su apogeo. Terminado el cuatrienio de Calles fue reelegido Álvaro Obregón. En una de las celebraciones de su triunfo, un joven católico de 27 años, José de León Toral, lo ultimó con seis tiros el 27 de julio de 1928. Aprehendido de inmediato, fue condenado y fusilado el 9 de febrero de 1929. En los círculos cristeros fue considerado como mártir de la fe, porque murió con el grito de ¡Viva Cristo Rey! en los labios. En su honor los cristeros compusieron un corrido, en el cual se escucha con asombro que con motivo de la muerte de Obregón “también la Madre Conchita fue culpada y a la máxima pena condenada.” Sin embargo, en este caso hubo un alcance de nombres, ya que no se trataba de Concepción Cabrera, pero puede ser cierto que, como sigue el canto, “con su mano en el pecho oprimido pidió el perdón para el joven asesino”.
Plutarco Elías Calles, “jefe máximo de la revolución mexicana” (1877-1945) [8]
Para comprender mejor los móviles del máximo perseguidor de la Iglesia en México, hay que recurrir a su historia personal. Su verdadero nombre fue Francisco Plutarco, y sus apellidos, Elías Campuzano. Fue hijo ilegítimo de Plutarco Elías Lucero, burócrata venido a menos por su alcoholismo, muerto en 1916; su madre, María Jesús Campuzano, había muerto en 1881, cuando su hijo contaba sólo cuatro años. El niño, prácticamente huérfano, ya que su progenitor se despreocupó de él, fue adoptado y educado en la familia de modestos recursos de Juan Bautista Calles. Este padre adoptivo dejó en Plutarco una huella de tan honda gratitud que prefirió el apellido “Calles” al de “Elías” y de este modo entró a la historia con el apellido de su padre adoptivo.
Junto con ingresar en 1912 a las huestes de Francisco Madero, iniciador de la revolución, entró también en el ámbito de la masonería o quizás antes. Asentó en el costado más esotérico de ésta y por ello se aficionó mucho a las prácticas espiritistas. Sus mentores políticos fueron sucesivamente tres jefes revolucionarios del tipo mental jacobino, Francisco Madero, Venustiano Carranza y Álvaro Obregón, los tres que padecieron muerte violenta, Madero en 1913, Carranza en 1923 y Obregón en 1928. Plutarco Elías Calles no sólo sobrevivió a estos, sino también a otros revolucionarios más. Propiamente presidente de los Estados Unidos de México lo fue solamente en el cuatrienio 1924-1928. Pero dominó de tal manera a tres de sus sucesores, que se hablará de los años de 1928 a 1934 como de “Maximato”, es decir, un período totalmente dependiente del “Jefe máximo de la revolución mexicana”, que era él. Su cuarto sucesor, Lázaro Cárdenas (1934-1940), aunque también criatura suya, lo exiló en 1936 a los EE.UU. Ya muy enfermo, sólo pudo regresar a México bajo el sucesor de este, Manuel Ávila Camacho, y pudo morir en paz en el año 1945, en Ciudad de México.
El general Plutarco Elías Calles postulaba que la Iglesia católica era el principal obstáculo para modernizar el aparato estatal y por ello publicó a principios de 1926 la llamada “ley Calles” que reglamentaba el artículo 130 de la Constitución, centrado en la separación de Iglesia y Estado. Esta ley no dejaba a los católicos ningún resquicio donde ampararse. Más que una separación de Iglesia y Estado la ley Calles pretendía el sometimiento absoluto de la primera al segundo, el cual se arrogaba minuciosas reglamentaciones de todos los aspectos de la vida eclesial. Como en 1917, los obispos elevaron una encendida protesta contra esta ley, Calles, un hombre granítico, reaccionó con una serie de medidas aun más vejatorias. Sin explicación alguna expulsó a los sacerdotes extranjeros, ordenó clausurar todos los colegios católicos y algunos templos. En marzo de 1926 habían sido expulsados 202 sacerdotes, en su mayoría españoles; se habían clausurado 118 colegios católicos, 83 conventos, 85 oratorios públicos y varios seminarios. El Papa Pío XI, informado de la situación, había expedido una carta a los católicos mexicanos con el título de “Paterna sane sollicitudo”. En ella exhortaba a los fieles a defender con denuedo la fe cristiana, pero absteniéndose de actos políticos. El Papa y los obispos querían ser firmes, pero sin provocar al gobierno. Mas este interpretó toda señal de disconformidad como intento de insubordinación. Expulsó del país al nuevo delegado apostólico Mons. Jorge José Caruana y clausuró las instituciones de beneficencia. Los obispos, tratados en esta forma, en carta pastoral del 25 de julio de 1926 ordenaban la suspensión del culto público en todo el país. Resultó un arma de doble filo, como también lo temía el Papa, pues con la medida se arriesgaba que los fieles se alejaran de la Iglesia. La conmoción fue muy grande. El siguiente párrafo de Conchita es particularmente revelador y manifiesta su experiencia directa: “Julio 30. Volví a comulgar en la Villa de despedida. El dolor me rompía el alma. Los templos todos, reventando de gente. Cuatro obispos no dan abasto a las confirmaciones. Cientos de bautismos y confesiones; casamientos y comuniones inacabables. Por la tarde, al cubrir el Santísimo, parecía el día del juicio, el descendimiento de la Cruz. Se iba Jesús …los sagrarios solos ...los cultos suspendidos por orden de los obispos, que la recibieron del Papa [9]. Imposible que la Iglesia pueda admitir los artículos de las leyes del gobierno, en los que la pone debajo del Estado en unas condiciones degradantes”.
Carlos Francisco Vera, misionero del Espíritu Santo y por lo tanto discípulo de Concepción Cabrera, observa lo siguiente en su Introducción histórica: “Los sacerdotes aceptaron la grave decisión de los obispos. Algunos prelados quisieron evitar tan drástica medida e intentaron la reconciliación a como diera lugar. Secretamente el arzobispo de Morelia, vicepresidente del comité episcopal, y el obispo de Tabasco, Pascual Díaz, se reunieron con el presidente Calles. Fue un extenso y fallido diálogo. Las palabras del presidente Calles fueron contundentes: “Ya les he dicho, ustedes no tienen más que dos caminos: sujetarse a la ley, pero si esto no está de acuerdo con sus principios, lanzarse a la lucha armada y tratar de derrocar de esta forma el actual gobierno, para establecer uno nuevo que dicte leyes que armonicen con la manera de pensar de ustedes; pero para esto estamos lo suficientemente preparados para vencerlos”.
Era una muestra clásica de la “intolerancia de los tolerantes”. Frente a ella ya en 1925 los laicos mexicanos habían formado la “Liga Nacional para la Defensa de la Libertad Religiosa” (LNDLR), con una línea bastante más enérgica y militante que la de la mayoría de los obispos, deseosos ante todo de paz y entendimiento.
Suspendidas las misas y la administración de los sacramentos en toda la República, sin ninguna posibilidad de hacerse oír ante las autoridades por la vía legal, empezaron a producirse levantamientos armados en diversos estados. Era el comienzo de la llamada “guerra de los cristeros”, que se dieron a conocer con ese nombre por el grito de ¡Viva Cristo Rey! y ¡Viva Santa María de Guadalupe! en sus arremetidas armadas contra cuarteles militares, gobernaciones y otros lugares que representaban simbólicamente la autoridad opresora. Expresaban el hondo sentido común del campesinado creyente, algo así como lo fue la rebelión de La Vendée durante la revolución francesa [10].
La guerra de los cristeros [11]
No sólo los sucesos de la resistencia católica durante la Revolución francesa avalaban la actitud más enérgica de la LNDLR y de los campesinos alzados en armas por la defensa de su fe, sino también el ejemplo bíblico de los hermanos macabeos. El gobierno intentó la formación de una Iglesia Nacional católica, independiente de Roma, dotándola de edificios y de recursos económicos. Los católicos reunieron dos millones de firmas para pedir la reforma de los artículos más controvertidos, pero ambas iniciativas cayeron en el vacío. Hacia 1927 las fuerzas cristeras contaban alrededor de 12.000 hombres y en 1929 se acercaban a los 20.000. No se trataba de un ejército regular, no recibían paga, no practicaron el reclutamiento forzado como las otras facciones de la revolución mexicana, su armamento era anticuado e improvisado. Si caían en manos de las tropas nacionales eran torturados, fusilados y colgados sus cadáveres en los postes telegráficos a lo largo de las vías férreas. Lo más difícil para ellos, empero, fue la pública desautorización de parte de los obispos, que no querían “provocar” al gobierno. Tampoco Pío XI deseaba la violencia armada. A pesar de esto los cristeros lograron, después de once encuentros bélicos con el ejército nacional, poner en aprietos al gobierno. Elías Calles extremó la represión y expulsó a todos los obispos, dejándolos en la frontera con los EE.UU. La lucha armada se prolongó hasta 1929 y hubo muchos mártires [12].
El Papa Pío XI, hondamente preocupado por la prolongación del conflicto, instó a los obispos a buscar soluciones. Con las mismas intenciones de lograr la paz intervinieron el embajador de los EE.UU., Dwight Morrow, y el diplomático chileno Miguel Cruchaga Tocornal [13]. Cuando Elías Calles fue sucedido por el presidente interino Emilio Portes Gil (1928), mejoraron las condiciones para los llamados “arreglos”. Ellos posibilitaron un “modus vivendi” entre Estado e Iglesia que prácticamente duró hasta 1992. La Iglesia consintió en no protestar contra las leyes del gobierno y reanudar el culto en los templos, mientras que el gobierno a su vez se comprometía a no aplicar esas leyes, a otorgar la amnistía a los levantados en armas y a devolver las propiedades confiscadas a la Iglesia. Estos arreglos, llevados adelante en estricto sigilo, decepcionaron al pueblo fiel y especialmente a los cristeros. La amnistía para ellos fue manejada con engaño, ya que los guerrilleros que se acogieron a ella, fueron encarcelados o fusilados. El gobierno tampoco devolvió todas las propiedades eclesiásticas, sino sólo una pequeña parte de ellas. Pío XI tuvo que confesar que “había sido engañado” y las cicatrices dejadas por este conflicto, que costó la vida a unas 250.000 personas, duraron largos años [14].
“Una luz sobrenatural que ordenaba en mí aquel torrente de ideas divinas”
Después de haber acompañado de algún modo a la Iglesia en México “metida en la espesura del misterio de la Cruz” (como diría San Juan de la Cruz), nos volvemos a los textos de la mística, en los cuales cesa todo grito, todo ruido. Primer asombro: ninguna alusión de la autora a nada de lo que en aquellos años sucedía. Ninguna palabra sobre los perseguidores, ninguna queja sobre las injusticias, ningún canto a los mártires.
En el primer recodo de la lectura de sus “Confidencias a mis sacerdotes” se siente un aire enrarecido. O quizás sea exceso de oxígeno. ¿Dónde estaba Conchita cuando escribía esto entre los años 1927 y 1931? Allí mismo, en la misma ciudad de México en que ocurrían tantos atropellos insanos contra la fe cristiana. Oraba mucho todos los días. ¿De qué le hablaba el Señor? De la santidad de los sacerdotes. De su transformación en Cristo y su unificación en la Trinidad por medio del Espíritu Santo. Lo único que se pide al sacerdote es la voluntad de dejarse transformar por Cristo. Esa voluntad libre de dejarse transformar es llamado “lo más precioso del amor sacerdotal”, porque tiene el efecto de unir la voluntad del sacerdote con la de Cristo. En otras palabras, se trata de la santidad de los sacerdotes [15].
Ha parecido a algunos que Concepción Cabrera se centra demasiado exclusivamente en la santidad del sacerdote, cuando –se objeta– el Concilio Vaticano II ha hablado de la “vocación universal a la santidad” [16], lo cual implica que todos los fieles y no sólo los sacerdotes están llamados a la santidad. Quizás se haya interpretado el concepto de santidad del capítulo V de la “Lumen Gentium” sólo como una mera imitación moral de la santidad divina, manifestada, por ejemplo, en las bienaventuranzas. La Sierva de Dios parte más bien del fundamento de la transmisión de la santidad, que es sacramental, comenzando por el sacramento del bautismo. Pero también los otros sacramentos: penitencia, eucaristía, confirmación, orden, matrimonio Y unción de los enfermos son, cada uno a su modo, manantiales de santidad. Ahora bien, es al sacerdocio –y sólo él– a quien han sido confiadas las llaves de esta santidad. Si la Sierva de Dios “exige” santidad con mayor rigor a los sacerdotes que a otros estamentos, es por la mayor implicancia de ellos en el fundamento sacramental de la santidad, especialmente en la celebración de la Eucaristía. En la Eucaristía se produce como una segunda Encarnación o, más bien, la Encarnación se prolonga y se hace real y eficaz en cada hombre. Los sacerdotes son, como escribe Conchita, “la extensión del Verbo”.
“Ese fue el plan de mi Padre, preconcebido eternamente por él, de la fundación de la Iglesia: multiplicar a su Verbo único en los sacerdotes, sin que saliera de su unidad con el Padre y el Espíritu Santo, haciendo a todos los sacerdotes uno con Él. Como en la Eucaristía, que en cada hostia, en cada partícula estoy yo, así en cada sacerdote y en miles de sacerdotes” [17].
“La multiplicación del Verbo en cada sacerdote”, como escribe Conchita, hace que la Encarnación se haga efectiva en cada rincón del mundo, pero al mismo tiempo obra la aparición de otra maravilla, que es el amor de Cristo a su Padre, su constante referencia y gratitud “al que lo engendró antes de todos los siglos”, como lo atestiguan todos los evangelios. A este “estar del Verbo inclinado hacia Dios” (Jn 1,1-2), que el sacerdote reproduce en escala humana, la Sierva de Dios lo llama “la clave de la perfección y de la más alta perfección, que aleja de la tierra y acerca al cielo” [18].
“Para encenderse en el amor de mi Padre, deben hacer mis sacerdotes lo que yo hacía. Yo viví siempre en la tierra contemplando a mi Padre, enajenado en mi Padre, abismado en las perfecciones y amor infinito de la Divinidad de mi Padre. Y así deben vivir mis sacerdotes en su interior y en su exterior, siempre glorificando a mi Padre, refiriéndolo todo a mi Padre, endiosados en la Trinidad” [19].
Tal “orientación” del sacerdote hacia el Padre, repercutiría en su misma persona en forma de alegría, caridad hacia los demás e inmunidad a las pasiones terrestres. El Maligno no podría acercarse a él como antes, por no ya pertenecer a él. Más aún: el Padre podría volverse al sacerdote para decirle lo mismo que dijo a su Hijo en el momento del bautismo: “Este es mi hijo muy amado en quien tengo mis complacencias” (Mt 3,17).
Es crucial, entonces, que los sacerdotes tomen conciencia de su propia realidad, no sólo para no perjudicarse ellos mismos, sino también para no frustrar el designio salvífico de Dios.
“¡Si mis sacerdotes reflexionaran en la sublimidad de su ser, en la inconcebible predilección de la Trinidad!...Si los sacerdotes comprendieran esto quedarían resueltas tantas aflicciones de mi Iglesia, las almas crecerían en perfección y Yo tendría más medios para comunicarme con el mundo. Muchas almas se pierden por culpa de los sacerdotes. Al crear una vocación sacerdotal vinculo la perfección y salvación de muchas almas en ella y si se pierden será, en mucha parte, por la inercia del sacerdote” [20].
Si expresamos como “primer asombro” que produce este escrito de Concepción Cabrera, el hecho de que no se refiera en absoluto a los sucesos luctuosos de la revolución mexicana, el segundo asombro sería el que considere más grave las fallas y pecados de los sacerdotes que todas las penas de la persecución del presidente Elías Calles.
“¡Un sacerdote que no esté enamorado de la Iglesia no debe pertenecerle! Un sacerdote que posponga los santos intereses de la Iglesia amada por los del mundo no ha comprendido su vocación!”
En y por Cristo, el Esposo, todos los sacerdotes están desposados con la Iglesia:
“Para darme mi Padre a la Iglesia como esposa, primero me crucificó. En la Cruz se efectuaron mis desposorios con Ella y esa inmolación me costó unirme con esa Esposa inmaculada. Ahí también uní a todos mis sacerdotes futuros Conmigo, para que unos en mí, su Maestro, tuvieran la misma Esposa purísima, la misma fidelidad a Ella, los mismos ideales hasta el fin de los siglos. Dejé Yo mi vida activa en ellos, para repartir por ellos el fruto de redención que conquisté para ellos y para toda la humanidad con mi Sangre y con mi vida en el Calvario… A mis dolores y a mi Sangre les deben mis sacerdotes el tener esa Esposa santa, la misma mía dada por el Espíritu Santo” [21].
El sacerdote por medio de la Eucaristía prolonga la Encarnación. Es lo que Concepción Cabrera llama “Encarnación mística”. María, como ninguna otra criatura en el cielo y en la tierra, “entiende” de Encarnación. Por eso María está junto al sacerdote cuando éste en la Eucaristía trabaja en la “Encarnación mística”. En esta cercanía de María junto al sacerdote se reproduce en el tiempo la “convivencia” de María con San Juan, fruto del “He aquí a tu madre, He aquí a tu Hijo” de Cristo en la Cruz:
“San Juan amparó a María y de ella bebió la Iglesia mi vida, los recuerdos de mi infancia, de mi adolescencia, de los treinta años que fui solo para María y José. Ella amamantó con sus confidencias a mis apóstoles, a mi naciente Iglesia. María les reveló los secretos de mi Corazón. En su Corazón bebieron la fuerza divina los mártires y Ella ha sido siempre la defensora, la libertadora de mi Iglesia, convirtiéndose por su medio miles de almas. Siempre que la Iglesia necesita de auxilio recurre a María y Ella ha sido siempre salvadora y libertadora, triunfando del Maligno, amparando con su sombra a la santa Iglesia. Por eso los sacerdotes, más que nadie, están muy obligados a esa Madre bendita… En cuantas épocas María, hasta visiblemente ha venido a la tierra a defender a la Iglesia y salvar por su conducto a las almas. María en el cielo no está inactiva, no se desentiende de la tierra, ni menos de las almas que le son de una manera más íntima sus predilectas: las almas de los sacerdotes” [22].
En muchos lugares la Sierva de Dios habla de la fecundidad de Dios, mejor dicho, de la fecundidad de la Santísima Trinidad, que ella transmite al ser humano por medio de lo que se llama “bendición”. En el caso del sacerdote esa bendición es la ordenación sacerdotal. En el relato bíblico de la creación Dios pronuncia tres bendiciones: la bendición de los animales (1,22); la bendición del matrimonio (1,28) y la bendición del día del Señor (2,3). Las tres bendiciones transmiten fecundidad, es decir, vida: la primera y la segunda transmiten vida corporal, la tercera otorga vida espiritual. Sólo la fecundidad espiritual proviene de una fecundación virginal. Por eso la Sierva de Dios habla de la fecundación virginal de la Trinidad. María, en el momento de la Anunciación, es objeto de una fecundación virginal (Lc 2,35). Como la misión del sacerdote es engendrar vida espiritual en los seres humanos, conviene que sea célibe. Conchita dedica a este tema todo un capítulo, titulado “Fecundidad y celibato sacerdotal”
“La vida divina sólo puede comunicarse por la pureza, cuyo origen es Dios mismo en su eterna y virginal fecundación. Y como esta vida divina es la que los sacerdotes deben producir en las almas, por eso tienen que ser puros, para reflejar a Dios en sí mismos, para emplear a favor de las almas el tesoro inapreciable que se les ha confiado: la fecundación purísima del Padre, que los hace padres de las almas” [23].
“Las almas que llevan la fecundación del Padre, que son todas, pero de una manera especialísima las que reciben la Encarnación mística, es decir, los sacerdotes, ¿no tendrán el santísimo deber de agradecer este inmenso favor y de utilizar este favor de la fecundación del Padre en sí mismos y en otras almas? Sí, sí, tiene ese deber de ampliar esta vitalidad en otras, esa especie de comunión de los santos, cuyo origen es la misma fecundación eterna del Padre” [24].
Con este breve florilegio de las “Confidencias” de la mística mexicana creemos haber comprendido algo de estos mensajes tan extrañamente desapasionados, consignados en una época de tantas pasiones. Desconcierta en un primer momento tanta prescindencia de lo contingente, como su pasión por lo trascendente en el tema del sacerdocio. Convendrá, sin duda, acoger la señal de la Sierva de Dios, en el entendido de que la solución de lo contingente hay que buscarlo en lo trascendente.
Está dicho que sus escritos pertenecen al género literario de las revelaciones privadas. De ellas declara el Catecismo de la Iglesia católica que “su función no es la de mejorar o completar la Revelación definitiva de Cristo, sino la de ayudar a vivirla más plenamente en una cierta época de la historia” [25]. No sabemos si las “Confidencias” pudieron cumplir este fin en la época de la persecución mexicana. Aunque fueron publicadas en tres volúmenes con el título de “A mis sacerdotes” en Morelia, entre los años 1928 y 1931, probablemente no fueron ni leídas, ni comentadas en aquel entonces, a más de que llevaban la advertencia de “Edición privada” y “Estrictamente reservada a los sacerdotes”. Pero su mensaje ciertamente trasciende el tiempo histórico en que fue concebido y quizás sea aun más apremiante en nuestros días en que los llamados “escándalos sacerdotales” ya no son púdicamente disimulados, sino que entregados a la justicia pública.