El amor de la Madre Teresa a los pobres no es un amor de exclusión, sino de predilección, ya que el hambre no es puramente necesidad de pan ni la desnudez carencia de vestimenta ni la vagancia necesidad de techo.
El texto que se publica a continuación es el extracto de una de las seis conferencias dedicadas a grandes figuras del catolicismo en el siglo XX, pronunciadas por el autor en la Catedral de Notre Dame, París, en la Cuaresma pasada. Dicha serie fue publicada como libro con el título de La sainteté au défi del l’histoire (Press de la Renaissance, París 2003, 245 páginas).
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El Premio Nobel es otorgado el 17 de octubre de 1979 a Agnes Gonxha Bajaxhiu, nacida el 26 de agosto de 1910 en Skopie, en ese momento parte del imperio otomano, que pasó a ser yugoslava y hoy es la capital de Macedonia. A los ocho años, pierde a Nicolás, su padre, un patriota albanés, probablemente envenenado por sus adversarios políticos serbios. Agnes escucha en la escuela leer las cartas que los misioneros, sus compatriotas, envían desde Calcuta y se presenta como voluntaria para la misión de Bengala. Las hermanas de Nuestra Señora de Loreto, a las cuales se incorpora en 1982, en Rathfarnham, Irlanda, la envían a hacer el noviciado en Darjeeling, al pie del Himalaya, y después de pronunciar sus votos en 191 parte desde allí a Calcuta, donde enseña durante dieciocho años historia y geografía en bengalí, en la Saint Mary’s High School, a las jóvenes de buena familia. En ese momento sólo tiene dieciocho años, pero apenas tenía doce cuando percibe el llamado de Cristo mientras reza de rodillas, el 15 de agosto de 1922, a la Virgen del santuario de Letnica. (N. del E: sigue el relato del autor acerca de la decisión de la Madre Teresa, guiada por una moción espiritual interior, de abandonar su congregación y la vocación a la enseñanza para consagrarse enteramente a los más pobres -“el día de la inspiración” llama al 10 de septiembre de 1946-, la autorización de la Iglesia y en concreto de Pío XII que bendice su camino, sus primeros encuentros con la pobreza, las dudas y la reafirmación interior).
Milagro de la caridad
Las vocaciones se manifiestan y provienen en su mayoría de las clases medias, pero también de la alta sociedad acomodada, y numerosas jovencitas angloindias, a menudo instruidas y cultas, se dan enteramente a Dios con alegría para servir a los más pobres. Ingresan a la Congregación de las Misioneras de la Caridad, creada en Calcuta el 7 de octubre de 1950, con doce hermanas al comienzo, que se multiplican muy rápidamente en Calcuta. Dranchi, Nueva Delhi y en todos los lugares donde fundan misiones. Posteriormente, a partir de 1963, surgen los hermanos. Hoy día las religiosas son alrededor de cuatro mil quinientas, repartidas en casi setecientas fundaciones, en ciento veintisiete países, donde animan mil trescientos hogares y cuatrocientos sesenta establecimientos escolares. Se levantan a las cuatro y medio de la mañana y su jornada comienza con una hora de oración en la capilla, seguida de la Eucaristía antes del trabajo; luego se dedican a la distribución de una comida caliente y al hospedaje de urgencia de madres solteras con sus pequeños hijos, provenientes de Europa Oriental y África. En la tarde las religiosas vuelven a la capilla para la adoración del Santísimo Sacramento y las vísperas.
Los integrantes de la familia de la Madre Teresa hacen los tres votos tradicionales de pobreza, castidad y obediencia, agregando el de consagrarse toda su vida al servicio de los más pobres de los pobres en forma exclusiva y sin aceptar recompensa material alguna. La Madre Teresa se ocupa especialmente de asegurar una doble formación para las hermanas. Junto con recibir una sólida formación espiritual, deben dirigirse a los tugurios. El encuentro con la miseria es parte integrante de la formación del noviciado, por cuanto es necesario que ellas enfrenten la realidad para comprender qué vida les espera cuando hayan pronunciado sus votos y se encuentren con Cristo las veinticuatro horas del día en la persona de los más pobres de los pobres para expresarles en verdad, y no sólo en palabras, su amor a Dios.
El hambre de amor
Esta hambre experimentada por todos los seres humanos atormenta y corroe a todas las personas en lo más profundo de su ser. ‘Nadie puede vivir sin amar ni ser amado’, dirá nuestro Santo Padre, el papa Juan Pablo II, en su encíclica Redemptor hominis. Esta hambre de amor es el hambre más profunda, agazapada en el corazón mismo de nuestras sociedades de opulencia. La Madre Teresa lo comprendió muy bien y los Misioneros de la Caridad, después de expandirse a través de la India, han ido desde Asia a América y desde Australia al África, hasta Roma, en el corazón de la cristiandad. La sociedad industrial, que desde hace más de dos siglos ha creado tantas riquezas y ha liberado al hombre de tantas servidumbres, también ha producido otras nuevas. Y la identificación entre sociedad de opulencia -open society- y progreso ha llegado a un punto que sobrepasa lo abusivo.
La vocación del hombre y la mujer
Cada mujer y cada hombre, a su manera, tiene la vocación irreemplazable de sembrar el amor. Es el mensaje dirigido por la Madre Teresa a la Conferencia internacional de la ONU sobre las mujeres, en septiembre de 1995, en Pekin:
No llego a comprender por qué hay quienes afirman que el hombre y la mujer son exactamente iguales, llegando a negar la belleza de las diferencias existentes entre ambos. Todos los dones de Dios son igualmente buenos, pero no necesariamente los mismos. Como lo repito a menudo a quienes me dicen que les gustaría poder servir a los pobres como lo hago yo: ‘A ustedes no les corresponde hacer lo mismo que yo llevo a cabo, pero juntos podemos emprender algo hermoso para Dios’. Lo mismo sucede con las diferencias entre el hombre y la mujer.
Dios creó a cada uno de nosotros, a cada ser humano, con miras a algo más grande: amar y ser amado. ¿Por qué nos creó Dios a unos hombres y a otras mujeres? Porque el amor de una mujer es uno de los rostros del amor de Dios. El amor de un hombre es otro rostro de ese mismo amor. Tanto el hombre como la mujer son creados para amar, pero cada uno de distinta manera. El hombre y la mujer se completan uno al otro, y ambos juntos manifiestan el amor de Dios de mucho mejor manera de lo que podrían hacerlos cada uno por separado.
Esta capacidad especial de amor que tienen las mujeres jamás se manifiesta en mayor medida que cuando llegan a ser madres. La maternidad es el don de Dios hecho a las mujeres. Cómo debemos estar de agradecidos a Dios por este don que otorga una alegría tan grande al mundo entero, tanto a los hombres como a las mujeres. Y sin embargo podemos destruir este don de la maternidad,, y de una manera muy especial, con el mal del aborto, pero también con aquel consistente en pensar que hay otras cosas más importantes que entregarse al servicio de los demás: la carrera, por ejemplo, el trabajo fuera del hogar. Ningún trabajo, ningún plan de carrera, ninguna posesión material, ninguna visión de “libertad” puede reemplazar al amor. Así, todo cuanto destruye el don de la maternidad, que es un don de Dios, destruye el más precioso de los dones hechos por Dios a las mujeres: el de amar en calidad de mujer.
(…) El niño es el más bello don que Dios pueda hacer a la familia. Él necesita a su padre tanto como a su madre, porque ambos manifiestan el amor de Dios de una manera especial. Una familia que reza unida permanece unida, y si todos se mantienen juntos, se amarán unos a otros como Dios los ha amado, a todos y cada uno de ellos. Y las obras del amor son siempre obras de paz [1].
El amor de la Madre Teresa a los pobres
No es un amor de exclusión, sino de predilección, ya que el hambre no es puramente necesidad de pan ni la desnudez carencia de vestimenta ni la vagancia necesidad de un techo. Los ricos también tienen hambre de amor y atención. Entre un país y otro -afirma la Madre Teresa- la diferencia nunca es muy grande, porque siempre y en todas partes las personas son parecidas: todas necesitan ser amadas, todas necesitan amor, un corazón que las ame, sobre todo cuando sufren: Es lo que hacían San Juan y nuestra santa Madre al pie de la Cruz. La Madre Teresa se dirige a un corresponsal inglés:
La sociedad inglesa es una sociedad de bienestar, pero he caminado de noche por vuestras calles y he penetrado en vuestras casas, y he encontrado moribundos privados enteramente del amor. Hay aquí entre vosotros otro tipo de pobreza: una pobreza de alma, pobreza de soledad e inutilidad.
Es la peor enfermedad del mundo de hoy, peor que la tuberculosis y la lepra. Y esa pobreza no se puede vencer sino mediante el amor, un amor sin reciprocidad, que puede parecer imposible, pero respecto del cual la Madre Teresa nos indica incesantemente la fuente que lo hace posible: ‘Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todo tu espíritu’. Dios no puede imponer lo imposible. El amor es un fruto de todas las estaciones siempre al alcance de la mano. Todos podemos recogerlo. La meditación y el espíritu de oración, el sacrificio y la intensidad de la vida interior constituyen para cada uno los medios para alcanzarlo, porque Dios es amor y el amor es Dios, un Dios vivo y amante. Mientras más recibimos en la oración silenciosa, más podemos dar en nuestra vida activa. El amor se da porque se recibe en la oración y la Eucaristía, el Cristo eucarístico recibido cada mañana y adorado cada tarde.
El secreto de la Madre Teresa
Su secreto y el de los Misioneros de la Caridad ‘es aquel que Jesús nos enseñó en el Evangelio: la oración’. Para la Madre Teresa, se revela en una secuencia de inevitable lógica, inscrita en unos pequeños cartones amarillos que ella distribuye como tarjetas de visita:
• El fruto del silencio es la oración,
• El fruto de la oración es la fe,
• El fruto de la fe es el amor,
• El fruto del amor es el servicio,
• El fruto del servicio es la paz [2].
No es posible comprometerse en el apostolado sin ser un alma de oración, sin olvidarse constantemente de sí mismo y sin someterse a la voluntad de Dios, para que Él pueda pensar a través de nuestro espíritu, trabajar a través de nuestras manos, porque todo lo podemos si Su fuerza está con nosotros.
Para ella, una fundación nueva es en primer lugar un nuevo tabernáculo:
Cuando miramos la Cruz, vemos cuánto nos amó Jesús. Cuando miramos el tabernáculo, vemos cuánto nos ama. A menudo, la mejor forma de rezar es volviendo nuestra mirada intensa y ferviente hacia Cristo: yo Lo miro y Él me mira.
Quien reconoce al Señor en el tabernáculo, Lo reconoce en los seres sufrientes y necesitados. El ministro de Asuntos Sociales de la India había comprendido esto muy bien y un día decía a la Madre Teresa: “Hacemos el mismo trabajo, pero con una diferencia: nosotros lo hacemos por algo y usted lo hace por Alguien”.
Junto con el “Acordaos”, el rosario es su oración preferida, sobre todo durante los viajes. Y sus hermanas han adquirido el hábito de indicar la distancia a los lugares adonde se dirigen con el número de rosarios que alcanzan a rezar yendo a pie o en bus.
María, Madre de Jesús, sé también mi madre, importa ella.
Su devoción más querida es la medalla milagrosa, que no cesa de distribuir a todas las personas con las cuales se encuentra. “Oh, María, concebida sin pecado, ruega por nosotros que recurrimos a vos”. También ruega a sus santos preferidos, a quienes quisiera imitar, empezando por la pequeña Teresa y su camino en la infancia, Ignacio de Loyola y su amor por la Iglesia, Francisco Javier y su celo por las almas, Benito y su norma de vida: ora y trabaja, Francesca Cabrini y su espíritu misionero, Francisco de Asís y su amor por la pobreza de la Cruz, San Bernardo y su devoción a los pobres, María Goretti y su pureza angelical.
La oración, fuente de alegría
Si experimentamos la tentación de caer en la tristeza y el abatimiento ante las pruebas que hieren nuestros corazones de creyentes, la Madre Teresa nos lo recuerda: la tristeza no viene de Dios. La vida de los bautizados se encuentra bajo el signo de la alegría, alegría de sabernos amados por Dios y poder amar como Cristo mismo nos amó, con ayuda de Su gracia. La alegría del cristiano no es identificable con una felicidad efímera o una exaltación pasajera; está en lo más íntimo de nosotros mismos, como un suave murmullo que da paz y consuelo, fruto de una experiencia interior vivida en el encuentro, como en la mañana de Pascua, con el Señor resucitado. Es el consejo de la Madre Teresa:
Cuando alguien se acerca a ti, nunca lo dejes irse sino mejor y más feliz. Todo el mundo debería ver la bondad en tu rostro, en tus ojos, en tu sonrisa. En las poblaciones marginales, somos la luz de la bondad de Dios… Debemos arder con un solo deseo: Jesús.
La fe, un don de Dios
A quien la interrogue sobre la fe en el mundo actual, la Madre Teresa responde sin vacilación con un realismo que nos interpela: Falta porque hay demasiado egoísmo y amor por el provecho personal. Para que la fe sea verdadera, debe ser generosa, un amor que se da. Amor y fe corren paralelos, se necesitan uno al otro.
A su corresponsal, que le expone sus dificultades con la Iglesia, ella responde: El amor personal que le trae Cristo es infinito. La pequeña dificultad que tiene usted con su Iglesia es limitada. Sobrepase lo finito con lo infinito.
La vida de la Madre Teresa es una vida de fe y amor. Todos los días se encuentra con Jesús, comenzando por la Eucaristía, de la cual obtiene apoyo y fuerza, y luego en cada alma sufriente y necesitada a quien presta auxilio. Es el mismo Jesús, en el altar y en las calles, al cual recibe con fe para darlo con alegría, como la Virgen María en el misterio de la Visitación.
Los Misioneros de la Caridad recitan a menudo esta oración que les enseñó la Madre Teresa:
“María, Madre de Jesús,
dame tu corazón tan hermoso,
tan puro, tan inmaculado, tan lleno de amor y humildad,
para poder recibir a Jesús en el pan de la vida,
amarlo como tú Lo has amado
y servirlo bajo el disfraz miserable de los más pobres de los pobres”.
La vida de la Madre Teresa, ¿un largo río tranquilo?
Una vida de alegría interior coronada por éxitos fulgurantes, podríamos creer. No hay nada de eso.
Mi sonrisa es un gran manto que cubre una multitud de dolores -escribía en julio de 1958-. Todo el tiempo sonreír. Las hermanas y la gente piensan que mi fe, mi esperanza, mi amor me colman profundamente y que la intimidad con Dios y la unión con Su voluntad impregnan mi corazón. Si al menos pudiesen saber.
Sólo ahora sabemos, por la documentación recopilada para su proceso de beatificación, lo que había detrás de esta dramática confidencia. Disponemos actualmente de su correspondencia inédita con Celeste van Exem y Joseph Neuner, los sacerdotes jesuitas que fueron sus confesores; Ferndinand Périer, arzobispo de Calcuta, y su sucesor, el cardenal Lawrence Picachy. Ella nos entrega su secreto, desconocido hasta para sus más íntimas colaboradoras, que jamás sospecharon algo: dieciocho meses de diálogo sin interrupción con Jesús, una voz interior que la inspira, más aún, que le impone crear una nueva orden para ir con Él y para Él hacia los más pobres. Y enseguida medio siglo de noche oscura, con sólo un mes de luz en octubre de 1958, en que la opresión de su abandono espiritual, obtiene una señal de su presencia oculta. Todo el resto del tiempo -y es medio siglo- vive la fe en la prueba, como Teresa de Lisieux, cuyo nombre quiso recibir:
Siento que Dios no es Dios, que no existe realmente. Hay en mí terribles tinieblas, como si todo estuviese muerto en mí, pues todo es glacial. Sólo la fe ciega me conduce, porque en verdad todo es oscuridad para mí. A veces la agonía de la desolación es tan grande, y al mismo tiempo la esperanza viva del Ausente tan profunda, que la única oración que logro pronunciar es: “Sagrado Corazón de Jesús, en Vos confío. Satisfaré tu sed de almas”. Hoy he experimentado un alegría profunda: por cuanto Jesús ya no puede vivir directamente la agonía, Él desea vivirla a través mío. Me abandono más que nunca a Él.
Tanto la Madre Teresa, santa de los arroyos callejeros, como Teresa de Lisieux, la carmelita cuyo camino de la infancia ella quiso seguir, son señales de esperanza para nosotros.
Ambas sufrieron mucho: los padecimientos de la noche oscura de la fe y también sufrimientos físicos, como un punzante dolor de cabeza crónico en el caso de la madre Teresa. En ambas está la participación en la Pasión y la Cruz de Cristo, en el silencio del Carmelo como en la confusión de las ciudades. La Madre Teresa no cesó de decirlo: la fuerza y la energía que le permitieron vivir y actuar en forma tan extraordinaria no tenían sino una fuente: Jesús, al cual permitió vivir en ella, tomar posesión de su vida.