En octubre de 2012 el Santo Padre abre en la plaza de San Pedro el “Año de la fe” en el 50º aniversario del inicio del Concilio Vaticano II.
Entre el cierre del anterior Año de la Fe —proclamado por el Papa Pablo VI para conmemorar los 1.900 años del martirio de San Pedro y San Pablo, que concluyó en julio de 1968— y éste que inauguró el Papa Benedicto XVI el pasado 11 de octubre de 2012, transcurrieron 44 años, densos de historia.
Si bien caracterizados por circunstancias culturales muy distintas, tanto 1968 como 2012 advienen para la Iglesia como grandes desafíos para la profundización en la fe. Al momento que Pablo VI concluía el anterior Año de la Fe nadie suponía, en efecto, que ese mismo 1968 daría su nombre a una generación (la de los sesenta) ni tampoco que el 25 de julio de dicho año, cuando ese Papa publicara su encíclica Humanae vitae, proclamando su “no” a la anticoncepción artificial, se desencadenaría un verdadero terremoto en la Iglesia de Occidente.
¿Cuál es el contexto de este nuevo Año de la Fe, que será ciertamente central en la historia del pontificado de Benedicto XVI?
Con el nuevo Año de la Fe vienen de encuentro a nosotros dos momentos de extraordinaria riqueza en orden a fortalecer nuestra reflexión de hombres y mujeres de fe: por una parte la conmemoración de la apertura, hace cincuenta años, del Concilio Vaticano II y, por otra, el vigésimo aniversario de la publicación del Catecismo de la Iglesia Católica.
“Para formar la conciencia leed los documentos del Concilio, leed el Catecismo de la Iglesia católica y redescubrid así la belleza de ser cristianos, de ser la Iglesia que ha formado Jesús”, recordó Benedicto XVI al comienzo del pasado verano, convidándonos a preparar el tiempo que estamos viviendo.
Al tenor de lo que se conmemora, el Papa nos ha recordado también las palabras del beato Juan XXIII, el 11 de octubre de 1962, en la solemne apertura del Vaticano II: “Lo que principalmente atañe al Concilio ecuménico es esto: que el sagrado depósito de la doctrina cristiana sea custodiado y enseñado de forma cada vez más eficaz”.[1] El Papa Roncalli comprometía así a los padres a profundizar y a presentar esa doctrina perenne en continuidad con la tradición milenaria de la Iglesia, precisamente lo que Benedicto XVI llamó, desde los comienzos de su pontificado, “la hermenéutica de la continuidad y de la reforma” por contraste con una mal entendida “hermenéutica de la ruptura y de la discontinuidad”[2], que muchas veces ha prevalecido sembrando la confusión.
Fue aquel —el de la convocatoria conciliar por Juan XXIII en 1961— un momento de extraordinaria expectativa. Se esperaba que ocurrieran grandes cosas. Los concilios precedentes habían sido generalmente convocados por algo grave a que había que dar respuesta. Esta vez sin embargo no era así, lo cual precisamente acentuaba esta expectativa. En ese momento —el comienzo de los años sesenta— se percibía por otra parte que “el cristianismo, que había construido y plasmado al mundo occidental, parecía perder cada vez más su fuerza eficaz (...). Parecía [el cristianismo] haberse vuelto cansado y parecía que el futuro estuviese determinado por otros poderes espirituales”,[3] comenta Benedicto XVI, protagonista de esos momentos.
Subrayamos, al recordar esto, que el beato Papa Juan XXIII convocó el Concilio no para contestar a los errores que circulaban sobre la verdad de la Iglesia, sino para disponernos, a todos los católicos, de modo que pudiéramos dar luz y esperanza a aquellos hombres que acababan de salir de la Segunda Guerra Mundial. En esos años, los de J.P. Sartre y Simone de Beauvoir, de la novela Bonjour tristesse de Francoise Sagan, época de apogeo del comunismo, el Concilio Vaticano II fue una llamada para evangelizar de nuevo y de forma más adecuada y profunda la vida de los hombres y de las familias de aquel tiempo y de los que continuarían hasta hoy, situación aquella que, al contrario de reconvertirse, más bien ha ahondado en su desafío a la fe.
La percepción de esta pérdida del presente por parte del cristianismo y la ingente tarea que de allí se seguía “estaba bien resumida en la palabra aggiornamento”, explica el actual Pontífice, quien ha recordado, en este mismo sentido, la misión encomendada por Juan XXIII a los padres conciliares en su célebre discurso Gaudete Mater Ecclesiae, pronunciado al inaugurar el concilio: “Transmitir la doctrina pura e íntegra sin atenuaciones o alteraciones, mas de una manera nueva, como exige nuestro tiempo”.
¿Cómo transcurrieron los hechos en lo inmediato?
Como ha puesto de relieve hace poco Andrea Riccardi —biógrafo de Juan Pablo II y ministro de Estado del gobierno Monti—, por primera vez en siglos de historia eclesiástica los contenidos de un Concilio, que siempre habían llegado a sus destinatarios a través de la voz de los obispos, de las órdenes religiosas o de los participantes en las labores del mismo, fueron inicialmente divulgados —y en general muy mal divulgados— en todo el mundo moderno y desarrollado, es decir, en todo Occidente, por los medios de comunicación de masas. Fue este, sin duda, el origen de lo que el Papa ha llamado la “hermenéutica de la ruptura”. Tema profundamente explotado por estos medios, que a través de dos claves opuestas, lograron abrir dos frentes antagónicos. En efecto, tanto la clave liberal como la clave tradicionalista, de maneras diversas, terminaron afirmando la misma tesis: el Vaticano II fue una revolución y una ruptura.
Este desplazamiento de los canales habituales para dar a conocer un Concilio, provocó que también al exterior de la Iglesia éste se percibiese como origen de una división. Observa bien Riccardi que un cruce entre el mensaje recortado del Vaticano II hecho por los medios y el espíritu contestatario del 68 predominó en la recepción del mensaje conciliar y, paradójicamente, esto tuvo más resonancia que aquella recepción que hubiese querido Pablo VI.
Interesa observar que una situación bien distinta se vivía, en cambio, detrás de la Cortina de Hierro, entre los católicos del Este de Europa. Así por ejemplo en Polonia, al margen de la influencia de los medios occidentales, bajo la tutela de los obispos encabezados por el Cardenal Wyszynski, la reforma litúrgica se realizaba disciplinadamente, en forma gradual y bien explicada, enteramente bajo el signo de la continuidad, nunca expuesta a la experimentación personalista. El arzobispo de Cracovia, Karol Wojtyla, realiza y guía también entonces el Sínodo de esa Iglesia local, de cuyas actas se recogen palabras en que anima a los fieles polacos en la genuina dirección de lo proclamado por el Concilio. Por ejemplo, destacando el nuevo papel de los laicos, advierte que “hay que salir de la sequedad de una Iglesia toda eclesiástica”, a lo que agrega, “pero también de la disolución de una Iglesia en el relativismo”. Elegido Papa en 1978, Juan Pablo II realiza el tercer pontifiado más largo de la historia, enteramente volcado a la actualización del Concilio; desde su inicio —con su inmemorable apelo “non abbiate paura, aprite le porte a Cristo”— hasta su fin y su propio testamento —donde denomina al Concilio “brújula y herencia para el tiempo futuro”—.
Efectivamente, el Concilio Vaticano II es el puente con la gran tradición de la Iglesia. Si se corta el puente o se le concibe como un abismo, se pierde aquella “brújula y herencia” que nos señaló el beato Papa Juan Pablo II. El Concilio quiso ser un renacimiento en continuidad con la tradición y no una restauración de la Iglesia del siglo XIX, ni de la tridentina, ni de la primitiva.
Benedicto XVI: Porta dei
A medio siglo de distancia de aquel momento cumbre de la historia de la Iglesia, al convocar a este nuevo Año de la Fe 2012-2013, Benedicto XVI ha querido de nuevo hacernos meditar en que “los cristianos siguen considerando la fe como un presupuesto obvio de la vida común” (...), pero entre tanto “no parece que sea ya así en vastos sectores de la sociedad, a causa de una profunda crisis de fe que afecta a muchas personas” (Porta dei n.2). Dicha crisis de fe —como una suerte de resaca de los años sesenta— se manifiesta hoy en una particular crisis antropológica —ampliamente explicada en el magisterio de los dos últimos papas— que va dejando al hombre abandonado a sí mismo, confundido y solo ante fuerzas de las que no conoce siquiera el rostro, mientras carece de una meta a la cual orientar su existencia. He aquí entonces una razón fundamental por la que se nos invita a un tiempo en que tengamos “la mirada fija en Jesucristo” (Porta dei n.13). No es difícil ver que solo tomando conciencia de esa crisis y de su hondura, se podrá encontrar el camino de la salud, mientras que no podrá haber el tan necesario y anhelado “relanzamiento de la acción misionera, sin la renovación de la calidad de nuestra fe y de nuestra oración” (Idem).
En el camino trazado
En orden al Año de la Fe, algo debe decirnos el recordar que la primera Constitución aprobada por el Concilio fue la Sacrosanctum Concilium, sobre la sagrada liturgia. El Concilio, lo primero, por sobre todo, anhelaba hablar con Dios y hablar de Dios y en la Sacrosanctum Concilium profundiza en cómo dirigirnos a Él. Gravita aquí una preocupación central para nuestro tiempo —directamente relacionada con el Año que vivimos— que se hacía ya muy presente desde los orígenes del Movimiento Litúrgico y que, antes ya del Concilio, explicaba Pío XII en su encíclica Mediator Dei: el verdadero espíritu de la liturgia debe superar el pensamiento extrinsecista, que la considera como una parte externa y sensible del culto divino o un ceremonial decorativo; tampoco debe entenderla como un conjunto de preceptos a través de los cuales la jerarquía eclesiástica ordena el cumplimiento de los ritos.
En su paciente y profundo camino de reeducación litúrgica —en plena sintonía con el Concilio en el que participó como experto— Benedicto XVI sitúa la cuestión litúrgica más allá aún, llegando incluso al centro del orden humano y cósmico: “Un orden de cosas que prescinda de Dios empequeñece al ser humano”, dice en el primer capítulo de El espíritu de la liturgia, obra recién reeditada[4]. Y agrega, refutando cualquier tópico litúrgico extrinsecista, que
precisamente por eso, tampoco se puede separar del todo el culto y el derecho: Dios tiene derecho a una respuesta por parte del hombre, tiene derecho al hombre mismo, y donde este derecho de Dios desaparece por completo, se desintegra el orden jurídico humano, porque falta la piedra angular que le dé cohesión.
Esta aserción, verdaderamente esencial —el de esa piedra angular en cuya ausencia se desintegra el edificio social que cobija al hombre—, tiene proyección a un amplio arco de temas actuales relacionados también con el Año de la Fe. Desde luego, con la crisis antropológica a que se ha hecho mención, que se encuentra en el origen de su convocatoria del Año de la Fe 2012-2013. Asimismo, con la estructura general del magisterio desarrollado por el Concilio Vaticano II a través de sus cuatro sesiones, atendiendo a los objetivos que le trazara el beato Papa Juan XXIII y luego su sucesor, el siervo de Dios Papa Pablo VI.
Hagamos aquí una aproximación sumaria al tema de la piedra angular y su relación con aquellos hechos de la historia del fin del siglo XX que, en último término, conducen a la convocatoria del presente Año de la Fe, siguiendo para ello las huellas del pensamiento de Joseph Ratzinger-Benedicto XVI y sus observaciones relativas a esos distintos momentos, que cronológicamente median entre el Concilio y nuestros días.
Se ve este problema, de la ausencia de la piedra angular, por ejemplo, en la inspiración que anima a cierto progresismo posconciliar, el cual —en el contexto de transversalidad ideológica vivida en las dos últimas décadas— ha terminado hoy siendo un cántico apoteósico a la burguesía del liberalismo capitalista tardío —por acción a veces u omisión otras— al que ofrece una ambigua aura de religiosidad, en lugar de una crítica con los fundamentos debidos. El reemplazo de un demonio relativamente modesto, comenta Joseph Ratzinger, por siete otros mucho más perversos, que han hecho disipar hoy la anterior ilusión de un progreso tranquilo y sonriente, que tentaba convidando a “convertirse fácilmente al mundo”, debería remecer las conciencias y provocar un cambio. Dicha afirmación sintoniza, por otra parte, con una preocupación general suya expresada así: “Un cristianismo que cree su deber permanecer siempre muy piadosamente [deísticamente, podríamos traducir] por encima de los tiempos, no tiene nada que decir y nada significa. Podría retirarse tranquilamente”.[5] Se refiere, me parece, a esa dualidad deísta que varias veces ha apuntado —por ejemplo en su último viaje a Latinoamérica—, la cual hace un permanente juego al mundo y sus modas, ideológicas o de poder.
¿Se trata acaso de reivindicar, entonces, como tarea de nuestra fe los muchos moralismos que han alimentado la existencia de católicos en las pasadas décadas y hasta el día de hoy? Más allá de un lenguaje que apela a necesidades a veces reales y urgentes —justicia, paz, conservación de la naturaleza—, el camino del renacimiento no pasa a su juicio por concepciones genéricas, de confrontación partidista, que poco y nada tienen que ver con un deber personal vinculado a la vida cotidiana. En efecto, ¿qué significa justicia en el marco de los debates actuales? ¿Quién la define y en qué fuentes se la busca? Es fácil que, colocando por encima la utopía política —venga de dónde venga, sea del absolutismo tecnicista o de un solidarismo ateo—, se pase a llevar la dignidad del hombre, apreciada en su individualidad y, en nombre de grandiosos objetivos, se llegue a despreciar al hombre[6]. No debe olvidarse, ha recordado Joseph Ratzinger, hasta qué punto Marx, Freud y Marcuse son los verdaderos íconos que han alimentado a lo largo de todo el siglo pasado —y alimentan en parte todavía— la común búsqueda de una “salvación” entendida de forma materialista, como mundo sin dolor, enfermedad, ni miseria, que anima, sea reivindicaciones revolucionarias turbulentas, sea también resentimientos por expectativas no cumplidas.
Lo anterior no es ajeno, por su parte, a la actitud científica moderna, sobre todo a su base criteriológica. El horizonte puramente “fenoménico” que aquí prevalece, descarta a veces con obstinación el derecho a fundarse en lo que no sea aparente y tangible, visible y mensurable. ¡Cuántas veces la piedra angular es desechada por los arquitectos de nuestros edificios públicos por considerarse sus razones acientíficas! Esta criteriología “científica” hoy dominante se emparienta íntimamente con aquella que nos dicta que lo que es posible es verdadero, alimentando un verdadero “giro copernicano” de carácter moral. Según éste, para formular el juicio ético ya no debemos partir más de la naturaleza creada, sino situarnos en un autonomismo ajeno al orden creatural.
La raíz teológica de este trastorno de visión fue muy honda y claramente señalada por el Santo Padre Benedicto XVI en el célebre discurso que pronunciara en la Universidad de Regensburg, en septiembre del 2006. Su apelación a una ampliación del “logos” —de la razón— urge a superar una visión reduccionista donde lo moral es dominio exclusivo de la subjetividad y el tema de Dios cae en la órbita de lo precientífico. Es bien atendible pensar que uno de los principales ejes para la superación de esta situación radica en que la Universidad, como fuera antaño, devuelva el lugar debido a las ciencias teológicas. Explicando en las semanas recién pasadas el código genético de la teología católica a la Comisión Teológica Internacional, entre otros temas, el Papa ponía nuevamente el dedo en esta llaga de la cultura contemporánea, apuntando hacia algunas de sus varias consecuencias: “Sin la apertura a lo trascendente, que permite hallar respuesta a los interrogantes sobre el sentido de la vida y sobre la manera de vivir de modo moral, sin esta apertura el hombre se vuelve incapaz de actuar según justicia y de comprometerse por la paz”.[7]
Lo recién dicho no puede sino estar intrínsecamente unido con el tema de la verdad —que tanto ha ocupado al magisterio de la Iglesia en nuestro tiempo— y a fortiori con la fe. Así lo enuncia ya en 1992 Joseph Ratzinger:
Un Jesucristo que estuviese de acuerdo con todo y con todos, un Jesucristo al cual faltase la santa cólera, la dureza de la Verdad y del Amor verdadero, no sería un Jesucristo verdadero como el que nos muestra la Escritura, sino una deleznable caricatura. Una presentación del Evangelio donde no se encuentre más la gravedad de la cólera de Dios no tiene nada que ver con el Evangelio de la Biblia. El perdón verdadero es cosa bien diferente a un débil laissez-faire. El perdón es exigente y compromete, en todo su ser, tanto a aquel que perdona como a aquel que recibe el perdón. Un Jesús que aprueba todo es un Jesús sin Cruz, pues entonces ya no hay más necesidad del dolor de la Cruz para sanar al hombre.[8]
¿Cómo no ver también en estas ausencias la raíz de la emergencia educativa que recorre a la sociedad secularizada de Occidente entero? A este tenor, es visible en la cultura contemporánea la dificultad o la incapacidad para proponer proyectos creativos que contengan esos principios trascendentales, capaces de atraer a los jóvenes en la profundidad de su ser, en un momento en que, inquietos por su futuro, son tentados por propuestas empobrecedoras, como buscar lo que implica menor esfuerzo, el mínimo suficiente y el éxito inmediato, sin preocuparse de la formación. Así lo hizo ver Benedicto XVI a los nuevos embajadores que presentaron en diciembre pasado sus credenciales ante la Santa Sede. Recordemos en este sentido que ya León XIII, en la Rerum novarum, explicaba que “la verdadera dignidad y grandeza del hombre es toda ella moral, esto es, anclada en la virtud; y la virtud es patrimonio común, alcanzable por los grandes y por los menores, por los ricos y por los pobres”. Los jóvenes, insiste Benedicto XVI, tienen necesidad de verdad. Hoy, entre tanto, se tiende a vivir sin verdad y promoverla parece haberse transformado en un esfuerzo inútil.
“¿Quién podrá apartarnos del amor de Cristo?” exclama San Pablo en su carta a los Romanos, enumerando a seguir las calamidades que lo cercan.[9] Todavía una década antes de subir al solio de Pedro, Joseph Ratzinger advierte que quien ejerce hoy autoridad en la Iglesia se encuentra confrontado con el poder dominante, “contra la fuerza de una opinión para la cual la fe en la verdad constituye una perturbación insoportable a la conciencia”. Ese poder no dudará en golpear a quien le contradiga, no obstante —se lo recuerda a sus hermanos en el episcopado— para San Pablo ésta es justamente la condición del apóstol, del testigo de Cristo en el mundo (1 Co 4, 12). La del mártir, quisiera en este punto agregar, esto es, en sentido etimológico, del testigo, que en su plenitud vivencial y escatológica entrega también enteramente su vida.
A la luz de la eclesiología que nos lega el Concilio y que conocemos a través de la Constitución Lumen gentium, sabemos muy bien hoy que también los laicos deben estar conscientes de compartir esta misión con sus pastores. Se habla allí, en los capítulos 4 al 7, de los laicos, de la vocación universal a la santidad, de la orientación escatológica de la Iglesia. Está aquí presente el fin intrínseco de la Iglesia, lo más esencial a su existencia, nos recuerda el entonces estrecho colaborador del beato Papa Juan Pablo II.
Es decir —expresa— se trata de la santidad, de la conformidad con Dios. Que, en este mundo, haya un espacio para Dios, que Él lo pueda habitar y que así el mundo se transforme en su Reino. La santidad es algo más que una cualidad o condición moral. Ella es la presencia de Dios entre los hombres, de hombres con Dios, la ‘tienda’ de Dios entre nosotros y en medio de nosotros (Jn 1,14). Se trata de un nuevo nacimiento, no ya a partir de la carne o de la sangre, sino de Dios (Jn 1, 13). La orientación hacia la santidad es idéntica a la orientación escatológica y, de hecho, a partir del mensaje de Jesús, ella es en adelante fundamental para la Iglesia. La Iglesia existe para llegar a ser la casa de Dios en el mundo y para ser así ella misma santa.[10]
Esta santidad apela a la reunión de los cristianos como un rebaño bajo un solo pastor, siendo la dimensión ecuménica cristiana —y también la interreligiosa— uno de los grandes impulsos dados por el Concilio. Todavía en 1997 Joseph Ratzinger cree que no se llegará muy rápido a grandes “reunificaciones de confesiones”.[11] Alienta entre tanto a ensayar, en los temas esenciales, un testimonio conjunto, tanto para la organización del mundo como para responder a las grandes cuestiones sobre Dios y el hombre. Lo hemos visto realizarse así muchas veces en los últimos años, especialmente haciendo un frente común contra la embestida secularista, así por ejemplo en Francia en el pasado reciente, defendiendo la integridad de la familia tradicional y del matrimonio entre un hombre y una mujer.
Las vicisitudes sobrellevadas a través de los siglos por el primado de Pedro, materia de la fe católica, son muchas y provienen de antiguo. En medio de su compleja historia, la Providencia nos regala entre tanto bellas paradojas. Piénsese, por ejemplo, en la atribulada situación que vivió el papado romano en el siglo XIX, sea a causa de Napoleón Bonaparte como de la unificación italiana, que dejó inconcluso al Concilio Vaticano I. ¿Podría imaginarse alguien, desde esa perspectiva histórica, la inmensa gravitación que habrían de llegar a tener los romanos pontífices a lo largo de todo el convulso siglo XX y hasta ahora? A este mismo respecto, en 1993, Joseph Ratzinger hacía esta interesante observación:
A pesar de todo, encontramos, incluso hoy día, una tendencia positiva en cuanto a que numerosos no católicos sostienen la necesidad de un centro común de la cristiandad. Se hace evidente que un centro de esa naturaleza puede ser un núcleo eficaz frente al deslizamiento hacia una dependencia en relación a las sujeciones culturales que imponen los sistemas políticos: es la única manera para la fe de los cristianos de hacer oír claramente su voz en la confusión de las ideologías.[12]
Adauge nobis dem!
Podemos concluir estas consideraciones en torno al Año de la Fe convocado por el Papa Benedicto XVI, apelando —en orden a nuestra común misión como americanos— al legado que nos dejó el beato Papa Juan Pablo II con la exhortación apostólica Ecclesia in America, deteniéndome a recordar, sin enumerarlas, lo que me parece hoy un deber no olvidar: las varias tareas comunes que ese santo Pontífice (y los obispos reunidos antes por él en el Sínodo) formularon para nuestras cristiandades a través de ese gran documento. Sin duda que la convergencia de nuestras distintas tradiciones en un solo territorio continental, en el marco globalizado en que vivimos, podría, como Iglesias, ayudarnos y fortalecernos.
Cuánto, en efecto —en medio de la confusión de las ideologías que amenaza muchas veces la estabilidad de nuestros sistemas políticos y jurídicos—, puede servirnos a los latinoamericanos buscar inspiración en el trasfondo cultural que animó el Farwell Adress de George Washington, primer presidente de los Estados Unidos de América, donde se enuncia que la religión y la moralidad son un soporte indispensable para todas las disposiciones y virtudes que conducen a la prosperidad política, convicción en que se fundó la grandeza de esta nación.[13] Asimismo, cuánto puede enriquecer y enriquece ya a los norteamericanos la fe de esa América del sur, morena y sobre todo mariana, realidad que sin duda inspiró al recordado Papa Juan Pablo II a ponernos a todos, los americanos del norte y del sur, bajo el patronazgo y manto protector de Santa María de Guadalupe.
A ella pues pidámosle que fortalezca en estos momentos nuestra fe.
Sancta Maria, adauge nobis dem!
Notas
[1] Benedicto XVI, Discurso a la Conferencia Episcopal italiana, 24.05.12.
[2] Benedicto XVI, Discurso a la Curia romana, diciembre 2005.
[3] Benedicto XVI, Castelgandolfo 02.08.12 – Fiesta del santo obispo Eusebio de Vercelli.
[4] Como ha sido informado en estas páginas (cfr. Humanitas 69, sección Panorama), replicando el orden seguido por los documentos del Concilio, el primer volumen de la Opera Omnia de Benedicto XVI, lanzada a fines del 2012 por la Librería Editrice Vaticana en lengua italiana y por la BAC en español, comienzan por sus textos referidos al tema litúrgico.
[5] J. Ratzinger, Les príncipes de la theologie catholique, Tequi, 1985, pp.59-60.
[6] J. Ratzinger, Discurso al recibir el Premio Europa, Subiaco 02.04.05.
[7] Benedicto XVI,Discursoalaplenaria de la Comisión Teológica Internacional, 07.12.12.
[8] J. Ratzinger, Regarder le Christ, Fayard 1992, p.110.
[9] “¿Quién podrá apartarnos del amor de Cristo?: ¿la aflicción?, ¿la angustia?, ¿la persecución?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿el peligro?, ¿la espada? Pero en todo esto vencemos fácilmente por aquel que nos ha amado. Pues estoy convencido de que ni muerte, ni vida, ni ángeles, ni principados, ni presente, ni futuro, ni potencias, ni altura, ni profundidad, ni criatura alguna podrá apartarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro” (Romanos 8,35.37–39).
[10] J. Ratzinger, La eclesiología de la Constitución conciliar Lumen gentium, Roma, 27.02.2000.
[11] J.Ratzinger, La sal de la tierra, Sudamericana, 2005.
[12] J. Ratzinger, Appelés à la commu- nion, Fayard 1993, p.39.
[13] Es de interés registrar la positiva atención prestada por los romanos pontífices a esta posición sustentada por el Farwell Adress. Así por ejemplo León XIII en Longinqua oceani (1.1.1895) y Pio XII en Sertum laetitiae (1.11.1939).