Muchos creen piadosamente que la vida santa del insigne cardenal es un sugerente ejemplo para la Iglesia de hoy y un destello en la gloria de Dios, que se manifiesta en sus santos. La conmemoración de este 76° aniversario pretende relanzar el conocimiento de esta gran figura eclesial en orden a una futurible beatificación, cuando la Iglesia jerárquica así lo determine.
Un hombre completo
Cuando Dios nuestro Señor escoge a una persona para una determinada misión, la capacita convenientemente, dándole las gracias suficientes y necesarias para desarrollarla. Con Rafael Merry del Val, llamado a desempeñar un singular papel en la Iglesia, en los albores del siglo XX, Dios «se volcó» asombrosamente. Su porte sumamente distinguido, sin afectación, era el continente de una educación esmerada, un talento clarísimo, una voluntad de trabajo disciplinada y enérgica: era difícil encontrar juntas tantas cualidades en una sola persona. Cosmopolita, políglota, cultísimo, diplomático, músico, deportista, fotógrafo, profundamente espiritual, incansablemente apostólico, será, ante todo, sacerdote. León XIII supo captar su valía y le encomendó servicios eminentes a la Santa sede. Elegido Papa (no sin la providencial y oculta intervención de Merry...) el cardenal Giuseppe Sarto, tomó el nombre de Pío X. Éste, a los tres meses, el 9 de noviembre de 1903, le nombró su secretario de Estado y cardenal, con solo 38 años: tal vez el cardenal secretario más joven a lo largo de los 350 años de la existencia de esa oficina en la Curia romana. Sin embargo, su rica personalidad se impuso pronto a la consideración de todos y reveló cuán acertada fue la decisión de san Pío X, a quien sirvió como secretario de Estado durante los once años de su pontificado: de 1903 a 1914.
El cardenal Merry del Val remite, inevitablemente, a san Pío X, y este, a tiempos recios de la Iglesia con los que no es difícil hallar un paralelismo en los nuestros. La valentía de Merry es la de Pío X. El amor a la tradición y a la pureza de la fe es el mismo en el Papa Sarto que en su inseparable y fidelísimo secretario de Estado. Dos santidades que se salpican mutuamente virtudes y sufrimientos, soledades y consolaciones. Dos hombres preparados por Dios uno para el otro.
Familia, infancia y juventud
El diplomático don Rafael Merry del Val, destinado a la legación española en Londres, se casó allí, el 3 de febrero de 1863, con Jose¬fina de Zulueta y Wilcox. Según el árbol genealógico de los progenitores, los hijos traerán una mezcla de sangre irlandesa, inglesa, escocesa, holandesa y, sobre todo, española. Origen plurinacional que se traduciría en la mentalidad, en el carácter, en la elegancia innata de los cinco: Alfonso, Rafael, Pedro, María y Domingo. El padre legalizó sus apellidos en España como si fuesen uno solo. Los niños serían Merry del Val y Zulueta.
El segundo vástago, Rafael, nació en Londres el 10 de octubre de 1865, y fue bautizado al día siguiente en la capilla española. Sus primeros años discurrieron en Inglaterra. Cuando su padre fue destinado como ministro de España a Bruselas, pusieron al niño en el colegio de Baylis House, el único centro de educación católica de Inglaterra. A sus diez años, en 1875, recibió la primera comunión en la iglesia de los jesuitas de Bournemouth, y el año siguiente, ya en Bélgica, donde estaba su padre, ingresó en el colegio, también de jesuitas, de Nuestra Señora de la Paz, en Namur. Allí estuvo dos años, y de allí fue al colegio de Saint Michel, en Bruselas. Era a la vez inquieto y dócil, ingenioso y discreto, recto y simpático, natural y piadoso, obediente y diplomático, desordenado y talentoso. Llamaba la atención la limpieza transparente de su mirada. Le encantaba jugar al tenis y al cricket, nadar, montar a caballo, practicar el tiro con fusil. Asistía sin hacer melindres a las fiestas de la mejor sociedad belga.
A sus dieciocho años, terminados sus estudios de humanidades, siguió con filosofía en el colegio-universidad de San Gutberto en Ushaw, de Inglaterra. El primero en los juegos y el más ingenioso en las bromas estudiantiles, era al mismo tiempo tan ecuánime que resultaba punto menos que imposible sorprenderlo en un momento de mal humor o brusquedad. Sin pretenderlo, se imponía con su natural sonrisa. Su señoril porte exterior sin afectación era el continente de una educación esmerada, un talento clarísimo, una voluntad de trabajo disciplinada y enérgica: un alma bella en un cuerpo bello. Dios se había volcado con él. Y Dios no hace nada al acaso.
«Cursus honorum» a la fuerza
El sueño de toda su vida es la conversión de los protestantes de Inglaterra. Por eso, el deseo de ser sacerdote, perfilado desde su infancia, se dibuja en él con nitidez creciente; como ministro del Señor podrá poner en juego todos los resortes de familia, educa¬ción, talento, trabajo, voluntad... para ganar la Iglesia de Inglaterra para el Papa. En 1885, recién cumplidos sus veinte años, recibe en Ushaw la tonsura y las cuatro órdenes menores: ya era clérigo. Personalmente, León XIII dispone que vaya a la Academia de nobles eclesiásticos, donde será el alumno más joven y el único no sacerdote. Entonces, con sólo 22 años, el Papa le hace monseñor, antes de ser sacerdote, para ir a Londres con la legación pontificia con ocasión del jubileo de la reina Victoria. El 27 de mayo de 1888 Rafael recibe en Roma el diaconado y, el 30 de diciembre, el presbiterado. Se agranda en su pecho la suprema aspiración de su vida: «Señor, dame almas, y quítame todo lo demás».
Doctor en teología y derecho canónico, el 31 de diciembre de 1891 es nombrado camarero secreto participante de Su Santidad. Sólo tiene veintiséis años: ¡es la voluntad del Papa! Tendrá que vivir en adelante en el palacio apostólico vaticano. Irremisiblemente abocado a una carrera que siempre había mirado con aversión y temor, ve derrumbarse sus sueños apostólicos entre los protestantes ingleses. Pero León XIII le nombra secretario de la Comisión especial para la unión de las Iglesias disidentes, y secretario de la Comisión especial pontificia para el examen de la validez de las ordenaciones anglicanas. Para Merry, el da mihi animas se convertía en da mihi anglos...
A sus 31 años, ampliamente manifiestas sus cualidades excepcionales de prudencia, tacto y habilidad diplomática, el Papa le nombra su prelado doméstico para enviarlo como delegado apostólico a Canadá, donde dejará pacificada la Iglesia, mereciendo, en la encíclica Affari vos, los elogios del Pontífice, que en 1899 le nombra presidente de la Pontificia Academia de nobles eclesiásticos. A sus 34 años, el 6 de mayo de 1900, Merry es consagrado arzobispo titular de Nicea en la iglesia española de Montserrat de Roma.
«Trabajaremos juntos y juntos sufriremos»
A la muerte de León XIII, Merry fue designado secretario del cónclave que eligió Papa a Pío X. Es deliciosa la narración de su primer encuentro con el santo cardenal Sarto, llorando arrodillado en la capilla Paulina al ver que los votos se concentraban en él. «Ánimo, eminencia, el Señor le ayudará...», se atrevió a decirle, llegando a él. Elevado el Papa Sarto al supremo pontificado, quiso tener junto a sí, ante el general asombro, a aquel jovencísimo prelado: «Trabajaremos juntos y juntos sufriremos por amor a la Iglesia», le dijo el Papa, como una profecía, al nombrarle su secretario de Estado. Cardenal secretario de Estado, Merry ofreció la oblación de sus 38 años, transformados en una joven víctima de holocausto por la Iglesia, tan amada. Por el Vicario de Cristo, tan querido. Por Pío X, tan entrañable, tan padre, Il mio Merry, se complacía en llamarle san Pío X.
Sinceramente humilde, de vista amplia y capacidad sintética, devoto incondicional del Pontífice, ajeno a todo compromiso y obligación, Merry del Val fue ministro fiel de un Papa santo, en uno de los pontificados más difíciles de la historia. Las virtudes de Merry –diría años después el Papa Pío XII– eran «las de la raza española, cuando ésta conserva prístinas sus esencias de cristiana e intachable caballerosidad». Ecuánime en sus juicios y deliberaciones, su diplomacia era expresión sincera de su sinceridad, que no admitía ni el simple subterfugio de una frase, tanto en las conversaciones particulares como en los asuntos de Estado. Una diplomacia tejida de bondadosa longanimidad, de señorial afabilidad, de férrea firmeza, como el honor de la Iglesia y del Papado exigían.
Hay que destacar la contribución del cardenal a la solución de los problemas que tuvo que afrontar en aquel período Pío X. Tuvieron que sufrir juntos –se lo había avisado el Papa– trabajando por «la cuestión romana» (Merry tendría un papel nada desdeñable en la preparación del Tratado de Letrán, con el que, en 1929, surgirá el Estado del Vaticano); por la valiente defensa de la libertad en Francia, Alemania, Portugal, México, Rusia...; y por el estallido de la gran guerra , que hizo morir de pena a Pío X: «Deseé evitarlo y no pude. Sólo me queda mi dolor...». Merry escribió entonces a un amigo: «Mi corazón está destrozado. Le amaba con todas las fibras de mi alma; era para mí más que un padre y siento como si no pudiera vivir sin él. Era verdaderamente un santo».
Pero no por ello ha de ser visto Merry del Val principalmente como un estadista o un estratega político. Fue inestimable su estrechísima colaboración con el Papa a nivel pastoral, que trajo consigo consecuencias preciosas y trascendentales para fortalecer la vida cristiana y así contrarrestar la difusión del laicismo: la reforma de la música sacra (Merry era un excelente pianista y un finísimo compositor); la invitación a la comunión temprana de los niños, y diaria en todos; el impulso del catecismo y de los estudios bíblicos, limpios de excrecencias naturalistas y de errores luteranos, con la fundación del Pontificio Instituto Bíblico; la codificación del derecho canónico; la reforma de la Curia romana; la promulgación de leyes para la mejor disciplina del clero, con la reforma de los seminarios; el fomento de la santidad sacerdotal, con la exhortación apostólica Haerent animo... Especialmente, Pío X y Merry del Val tuvieron que sufrir juntos librando la batalla contra el modernismo, «cifra de todas las herejías».
La lucha contra el modernismo
Algunos ven en Pío X un arquetipo de intransigencia doctrinal frente a las corrientes intelectuales de su época. Pero, como se trata de un santo canonizado, se presenta a su secretario de Estado como verdadero responsable de la política vaticana. Tejida la leyenda negra, Merry sería así un inquisidor implacable.
A la muerte de León XIII la Iglesia vivía con una relativa tranquilidad externa; sin embargo, ciertas corrientes teológicas amenazaban la unidad de la fe católica. Ya León XIII lo había previsto, condenando el Americanismo (reviviscencia de la herejía pelagiana, traducida en un activismo naturalista), orientando los estudios bíblicos con su encíclica Providentissimus, y dando nuevo empuje a la teología de santo Tomás. Pero el modernismo no mostró su descaro hasta los días de san Pío X, constituyendo el ambiente agresivo y complejo dentro del cual debió moverse su pontificado. La firmeza del Papa marcó una etapa renovadora. Los de su pontificado fueron once años de vigorización del espíritu religioso que produjeron una fecunda floración de vida cristiana. La condenación del modernismo con la publicación de la encíclica Pascendi y del decreto Lamentabili orientó a los católicos en un tiempo en que, más que rebrotar las herejías de antaño, se adulteraba la genuina doctrina católica de manera que poco a poco se confundiese con la parte más caduca y viciada del progreso moderno.
En 1906 escribía el Cardenal: «No me sorprendería nada que, más pronto o más tarde, el Santo Padre deba denunciar las modernas herejías, que están haciendo un daño incalculable, destruyendo la fe a derecha e izquierda... Yo veo el juego... Intentan hacer ver que muchas de sus opiniones pueden clasificarse como la doctrina de Newman, y así se colocan tras este gran nombre para eludir la censura». Las modernas herejías que denuncia aparecían como moderadas, y sus argumentos especiosos convencían a muchos y lograban condescendencias y hasta complacencias. Merry del Val, con Pío X, desenmascara los peligrosos sofismas que tratan de presentarse como modernas conquistas de la cultura.
Un personaje de plena actualidad
Así pues, es un personaje de plena vigencia para la Iglesia de hoy, cuando ciertos sectores progresistas, creyendo haberse liberado de muchos lastres multiseculares de la tradición católica –que estaría plagada de ignorancias, errores y falsificaciones-, y apartándose ostensiblemente del infalible magisterio del Romano Pontífice, están convencidos de que han llegado a descubrir el verdadero cristianismo.
Rafael Merry del Val tenía sangre irlandesa, inglesa, escocesa, holandesa y, sobre todo, española: las mejores cualidades de cinco naciones, a las que habría que sumarles Italia, su segunda patria.
Era realmente un hijo de Europa, de la que conocía lenguas y tradiciones culturales. Todo un hombre de su tiempo. Por ello, en buena medida, Pío X lo nombró su secretario de Estado. Y ambos –ha escrito recientemente mons. Justo Mullor, arzobispo español sucesor de Merry como presidente de la Academia pontificia eclesiástica– «trataron de ser testigos de una Iglesia contemplativa y activa en uno de los momentos más complejos y determinantes de la moderna historia europea: esa en que el racionalismo exacerbado, de una parte, y los intereses nacionalistas, de otra, pusieron las coordenadas que, en el interior de la Iglesia, habrían de crear desasosiegos profundos, y en el ancho mundo –sobre todo en Europa– dos absurdas y sangrientas guerras mundiales y una larga guerra fría».
Hoy, cuando se nos quiere imponer una Europa sin Dios, despojada de sus raíces cristianas, en que el materialismo de rostro capitalista y el liberalismo agnóstico acaban negando la ley natural y conducen a increíbles aberraciones morales bajo capa de modernidad; hoy, cuando la Iglesia es ninguneada, si no ridicu¬lizada o abiertamente perseguida como la oscura representante de posiciones atávicas, ya superadas; hoy el ejemplo de Merry del Val nos recuerda la frase de Juan Pablo II en su última visita a España: «Se puede ser moderno y profundamente fiel a Jesucristo». El venerable cardenal, a los 76 años de su muerte, nos repite que la Iglesia católica, contra la que no prevalecerán las puertas del infierno, es aún hoy portadora de la radiante luz de Jesucristo, Salvador del mundo.
Sobre todo, sacerdote
Como si presumiera su cercana muerte, el 14 de enero de 1914 Pío X había nombrado arcipreste de la basílica de San Pedro a su cardenal. Instalado en la modesta palazzina di Santa Marta, a espaldas del ábside de la basílica vaticana, con Benedicto XV, Merry del Val será secretario del Santo Oficio, trabajando, además, en otras muchas Sagradas Congregaciones. No deja su Trastévere, sus predicaciones, su confesionario... Como arcipreste, mimó el decoro del culto en la basílica vaticana.
El 26 de febrero de 1930, de la manera más prosaica –una operación urgente de apendicitis–, fue a reunirse para siempre con su Papa. «Hay que morir alguna vez», dijo con una sonrisa, mirando a la Dolorosa ante la que tantas veces había orado. Sin ruido. Como quiso vivir, en medio de todo. Como Jesús, manso y humilde de corazón. Tejiendo, con sus trabajos y sus días, una sobrecogedora letanía de humildad.
El rasgo más saliente es su honda espiritualidad sacerdotal. Alma de oración, aunque era de familia noble, vivió con gran sencillez y austeridad, y su amor a los necesitados se manifestó de mil modos. En su testamento dejó todo lo que poseía a la Congregación de Propaganda FIDE para las misiones más pobres. Aun teniendo grandes dotes intelectuales, se hacía pequeño con los pequeños.
Aquel hombre principesco, diplomático, cultísimo, de una elegancia tan desaceitada como sobrecogedora, nunca dejó de tener un alma de niño, de hacerse «pequeño con los pequeños». Donde de veras se sentía a gusto era entre las almas sencillas, esas que él pedía cada día al Señor, aun a trueque de que le quitase todo lo demás. Ocupando altísimas dignidades, no dejó de desarrollar, todas las tardes durante cuarenta años, un apostolado oculto y muy fecundo entre las familias menesterosas y los jóvenes del Trastévere, empujado por su amor a Dios y su celo por las almas. Una suerte de voluntaria y gozosa esclavitud. En 1890 fundó, con siete chicos, el Oratorio del Sagrado Corazón. De él salió poco después la «Pía Asociación del Sagrado Corazón de Jesús in Trastévere», que fue durante largos años una de las más florecientes y mejores asociaciones juveniles de Roma. Incluso siendo secretario de Estado, el Cardenal quiso seguir encontrándose todos los días con sus chicos.
Sumamente piadoso, sin concesiones a lo melifluo, aunque estaba tan en boga en su tiempo, es la suya una devoción viril, maciza, sólida, tan sincera como espontánea. Traducida, por eso hay que creer en ella, en virtudes reales. Escribió hermosas plegarias, que rezaba a diario. Aquella por la que, casi únicamente, muchos conocen a Merry del Val es la oración impresionante que él recitaba diariamente al terminar el santo Sacrificio.
La Eucaristía era el centro de su vida. Hasta el último día de su existencia, a horas fijas, se encerraba en su capilla privada para rezar, hincado ante el Tabernáculo. Renovar el aceite de la lámpara del Santísimo fue un honor que jamás delegó en nadie, porque se lo reservó celosamente. De sus labios y de su pluma brotaban sin cesar consejos y exhortaciones que animan a acercarse a Jesús sacramentado: «Nuestras mejores comuniones no son aquellas en las cuales nos parece experimentar un gran sentimiento de ternura hacia Jesús en su santa Eucaristía, sino aquellas en las cuales nos acercamos a él con mayor humildad, contrición y confianza».
La Sagrada Congregación de seminarios y de las universidades de estudios envía para su distribución a los directores espirituales de los seminarios regionales de Italia, con la recomendación de distribuirlo a los alumnos y de inculcarles aquella profunda piedad eucarística que debe ser el módulo principal de su formación, el Acto de comunión espiritual que Monseñor Merry del Val, entonces arzobispo titular de Nicea y presidente de la Pontificia Academia de nobles eclesiásticos, compuso en lengua francesa. Tiene fecha del 14 de junio de 1902, y reza así: «A vuestros pies, ¡oh mi Jesús!, me postro y os ofrezco el arrepentimiento de mi corazón contrito, que se hunde en la nada ante vuestra santísima presencia. Yo os adoro en el Sacramento de vuestro amor, la inefable Eucaristía, y deseo recibiros en la pobre morada que os ofrece el alma mía. Esperando la felicidad de la comunión sacramental, yo quiero poseeros en espíritu. Venid a mí, puesto que yo voy a Vos, ¡oh Jesús mío!, y que vuestro amor inflame todo mi ser en la vida y en la muerte. Creo en Vos y espero en Vos. Así sea».
La pasión del Señor era su refugio. Esta devoción desborda también en sus escritos y notas ascéticas: «Jesús, con sus padecimientos, ha querido enseñarnos el valor del sufrimiento, y con sus dolores ha merecido que suframos con paciencia nuestras penas. Amemos o, al menos, aceptemos padecer por amor a él, que nos lo envía, con tanto amor como si fuese un tesoro para conquistar una feliz eternidad; no olvidando que un modo de agradar a María santísima es meditar y contemplar a su Jesús pensando en la cruz».
María envuelve su vida; su Nombre se refleja constantemente en sus palabras y en sus hechos. Aquellos primeros chicos del Trastévere recuerdan emocionados la unción del Cardenal cuando les hablaba de la Virgen: «Tened mucha devoción a la Virgen –les decía–, pues cuanta más tengáis, más os acercaréis a nuestro Señor. No se puede tener devoción a la Virgen sin amar más aún a nuestro Señor. Procurad dar a conocer y hacer amar a la Virgen santa y no os desalentéis de no ser dignos de ello. El Señor, a veces, se sirve de los instrumentos más ineptos y más humildes».
Todavía guardan el recuerdo de su plegaria los santuarios marianos de Loreto, del valle de los Pompeyanos, de Montevirgen, de Einsiedeln, y aquel, perfumado por el recuerdo de la infancia de «su Papa», de la «madonna delle Cendrole», en Riese. El amor de aquel devoro peregrino era capaz de componer a su Enamorada oraciones así de bellas: «¡Oh María, mi dulcísima María! ¡Cuánto os amo! Y, sin embargo, ¡qué poco os amo! Vos me habéis enseñado lo que me importa conocer, pues me enseñasteis lo que Jesús es para mí y lo que yo debo ser para él. ¡Oh Madre mía amantísima, qué cerca estáis de Jesús y qué plenamente unida a Dios! Por esto, a medida que conocemos a Dios os conocemos a Vos. ¡Oh Madre de Dios!, obtenedme la gracia de amar a Jesús y la de amaros también a Vos».
Sobre el altar donde celebraba misa quiso poner un cuadro de la Dolorosa que él mismo ideó, sugiriendo detalles de una delicadeza emocionante. Es sencillo, muy devoto. La Señora está erguida –Stabat...– con las manos juntas y abandonada a la inmensidad de su dolor junto a una mesa, en la cual yacen el flagelo, la corona de espinas y los clavos que sirvieron para atormentar a su Hijo. Los ojos llorosos, la lividez del rostro, la dignidad del último pliegue de su vestido, muestra la enormidad de sus penas y la heroica paciencia de su alma.
esta actitud de la Virgen. En medio del dolor y la soledad, armonía y equilibrio, naturaleza y gracia: santidad. Una santidad silenciosa Así le gustaba mirarla... Quizá porque él había sabido hacer suya y callada, a despecho de honores y grandezas.
El rasgo principal de su carácter era la sencillez. Le molestaba la pom¬pa, en contra de lo que pudiera parecer. Su único fin era Dios, y calmar la sed de almas del Redentor. En su cuaderno se lee: «Con la gracia de Dios he prometido no comenzar acción alguna sin recordar que él está interesado en ella, que él actúa conmigo y me da los medios para realizarla y no terminarla sin el mismo pensamiento, ofreciéndosela a Dios como algo que le pertenece; y si durante el curso de la acción volviese a mí la misma idea, detenerme durante un momento y reno¬var el deseo de satisfacerle a él únicamente». Cuando se le encomiaba, sacudía la mano, diciendo: «Eso no me gusta». Mientras, por dentro, repetía: «Señor, nada soy; pero esta mi nada te adora».
Aunque pareciese un cardenal renacentista; aunque, como alguien dijo, hacía falta para pintarlo el pincel de un Van Dick, no sólo fue humilde, sino pobre de verdad. Engañaba su porte, espléndido. Cuando le ofrecían cantidades que no podía rechazar, las destinaba inmediatamente a su Asociación del Sagrado Corazón de Jesús, del Trastévere.
Cuando en 1908 un espantoso terremoto arruina Calabria, Regio y Mesina, la caridad del Cardenal encuentra campo propicio para desbordarse. Él encabeza la lista de donantes; los donativos, que su¬peraron los seis millones de liras, pasan todos por su mano; él prepara las listas para remitirlas al Santo Padre, juntamente con el dinero, y cuando la suma no es redonda, la completa él de su propio peculio. En 1926 socorrerá también a los damnificados por las inundaciones del valle de Rieti. Durante la guerra, para hacer una obra de beneficencia, al no tener dinero vende en Londres un anillo episcopal.
El cuartito donde el Cardenal se concedía el reposo nocturno parecía la celda de un cenobita. El catre de hierro, esmaltado de negro, de su habitación, con un duro jergón, era su antiguo lecho de estudiante, que adquirió en Roma en 1885, y sobre el cual pasó las noches du¬rante cuarenta y cinco años. La cocinera afirmaba, después de mucho tiempo a su servicio, no haber recibido nunca la menor observación, ni acerca de la calidad de las comidas ni sobre la forma de guisarlas. Cualquier cosa era buena para él.
Mortificado en todas las cosas, no expresó nunca deseo alguno, ni se lamentó jamás de que algo le faltase, ni llamaba a las personas de servicio si no era un caso de suma necesidad. Y esto, no tanto por aquel sentimiento de delicada cortesía, que era innato en él, cuanto por aquel espíritu de mortificación que había aprendido a ejercer sobre sí desde su primera juventud.
En un cajón de su escritorio, y entre sus objetos personales, se encontraron dos instrumentos de penitencia: una disciplina de pequeñas puntas de hierro, casi consumidas por el uso, que presentaba huellas de sangre seca, y dos cilicios, hechos de un tupido tejido de hierros enlazados. La penitencia, por la noche, en su cuarto, sin que nadie lo supiese, le ayudaba a mantener el encanto de su humilde sencillez en medio de tantas glorias humanas. Su piedad, tierna y dulce como la de un niño, recia y madura como la de un monje, se encendía con la espuela del dolor, que le asemejaba a su Maestro crucificado por amor. Su valentía, su firmeza, su indoblegable espíritu de servicio a la Iglesia, siendo blanco de murmuraciones y calumnias, se fortalecía en el palenque de esa mortificación. Por ello mantenía su admirable ecuanimidad, era amable con todos, no se quejaba nunca, siempre sonreía aquel humilde Cardenal que quiso que en su tumba, en la cripta vaticana, se escribiera solamente su nombre con estas palabras: «Da mihi animas, caetera tolle», «Dame almas, y quítame lo demás», «la aspiración de toda mi vida».
Su proceso de beatificación
El Pontificio Colegio Español de San José de Roma –regido por la Hermandad de Sacerdotes Operarios Diocesanos del Corazón de Jesús–, en cuya fundación tanto valió la colaboración del joven monseñor Merry del Val con el beato Manuel Domingo y Sol, fue comisionado por el Episcopado español para encargarse de los trámites en orden a la glorificación del Cardenal. La súplica del Episcopado a Pío XII, rogándole se dignase incoar el proceso de beatificación, terminaba así: «La fama de su santidad no ha disminuido entre el pueblo ni entre el clero, que le miran como a un sacerdote santo, digno de merecer el honor de los altares». Con el rector del Colegio, don Jaime Flores, como postulador de la causa, el proceso se abrió el 26 de febrero de 1953, aniversario de la muerte del siervo de Dios. L’Osservatore Romano, y los periódicos de España mostraron su admiración por el gran Cardenal, cuya proyección española fue trascendental, a pesar de que nunca vivió largas temporadas en España.
El Colegio Español, actor del proceso, es destino, aún hoy, de cartas de España, Italia, Inglaterra, América, Canadá, Polonia..., pidiendo material sobre Merry. Muchos creen piadosamente que la vida santa del insigne cardenal es un sugerente ejemplo para la Iglesia de hoy y un destello en la gloria de Dios, que se manifiesta en sus santos. La conmemoración de este 76° aniversario pretende relanzar el conocimiento de esta gran figura eclesial en orden a una futurible beatificación, cuando la Iglesia jerárquica así lo determine.