A 60 años de la publicación de Pacem in terris, de 1963, la Pontificia Universidad Católica de Chile revivió el mensaje del Papa Juan XXIII en un seminario organizado por el Centro para el diálogo y la paz. En su conferencia magistral, el historiador italiano Gianni La Bella describe la encíclica como “el último regalo, de impresionante actualidad, que nos dejó el Papa bueno, y que Juan Pablo II definiría como una encíclica histórica”.
Humanitas 2023, CIV, págs. 346 - 352
En abril de 1963, pocos meses antes de su muerte, Juan XXIII firmó ante las televisiones de todo el mundo la última encíclica de su pontificado: Pacem in terris, que marcó un punto de inflexión en el plano doctrinal y pastoral del magisterio pontificio y del pensamiento cristiano, gracias al cual la Iglesia se reapropió del tema de la paz, llevando a cabo un profundo replanteamiento del vínculo entre la persona, la paz y la democracia. Con su mensaje, el Papa propone una concepción nueva y más amplia de la paz, no como mera ausencia de guerra, sino como construcción de una convivencia social fundada en los pilares comunes de la libertad, la verdad, la justicia y el amor. Esto permitirá a Pablo VI, unos años más tarde, con la encíclica Populorum progressio, definir el desarrollo como “el nuevo nombre de la paz”[1].
[‘Pacem in terris’] marcó un punto de inflexión en el plano doctrinal y pastoral del magisterio pontificio y del pensamiento cristiano, gracias al cual la Iglesia se reapropió del tema de la paz, llevando a cabo un profundo replanteamiento del vínculo entre la persona, la paz y la democracia.
Pacem in terris puede considerarse una encíclica profética con una amplia perspectiva, capaz de evocar soluciones de gran alcance y en muchos aspectos innovadoras: haciendo referencia a las relaciones entre las personas y la comunidad política, al funcionamiento de los poderes públicos, a las relaciones entre las comunidades políticas que deben estar marcadas por la justicia y la solidaridad, al respeto de las minorías, a la integración progresiva de los refugiados políticos, a la cooperación económica y financiera, al control de la carrera armamentística, a la prohibición de las armas nucleares, al sueño del desarme integral, al uso de la negociación para resolver las controversias, y a la necesidad de poderes públicos globales, establecidos de común acuerdo entre los pueblos sobre la base de la solidaridad y la subsidiariedad. La encíclica Pacem in terris representa, como la llamó el santo alcalde de Florencia, Giorgio La Pira, amigo del Papa, el “Manifiesto del nuevo mundo”, el texto de referencia en el que se inspirarán los obispos durante el Concilio para redactar dos de los documentos más importantes: Gaudium et spes y Dignitatis humanae. Es una encíclica que supera el cosmopolitismo individualista y el comunitarismo identitario al definir el principio de pertenencia común a la familia humana. El último regalo, de impresionante actualidad, que nos dejó el Papa bueno, y que Juan Pablo II definiría como una encíclica histórica.
Con su mensaje, el Papa propone una concepción nueva y más amplia de la paz, no como mera ausencia de guerra, sino como construcción de una convivencia social fundada en los pilares comunes de la libertad, la verdad, la justicia y el amor.
El autor y el contexto geopolítico
Para comprender en profundidad la génesis de esta encíclica, es necesario recordar algunos rasgos de la historia biográfica de su autor: Angelo Giuseppe Roncalli. Como muchos jóvenes clérigos de su generación, el futuro Papa vivió en primera persona los trágicos efectos de la guerra, ya que durante la Primera Guerra Mundial fue soldado en las unidades sanitarias del ejército italiano, y allí asistió a los heridos, dio la extremaunción y celebró los funerales de decenas de soldados en ausencia de sus familias. La guerra volvería a cruzarse en su vida durante la Segunda Guerra Mundial, en la que fue delegado apostólico en Turquía y Grecia, donde trabajó para salvar a cientos de judíos de la persecución nazi.[2]
Detrás de este hombre que firma la encíclica, está la convicción radical, madurada en contacto con trágicos sufrimientos, de que la guerra es la máxima expresión del mal.
Las guerras, y la historia lo demuestra, son producto del odio, de las pasiones. [...] Las provoca el mismo príncipe del mal, que tiene el máximo interés en el desorden y en fomentar todo lo que se opone a la luz de Cristo, que es mansedumbre, perdón, fraternidad, concordia. Las guerras constituyen la disolución de estos tesoros.[3]
Esta encíclica ve la luz en una fase sin precedentes de la historia de las relaciones internacionales, dominada por la inquietante e inminente amenaza nuclear. Hasta la fecha, la historiografía no ha destacado aún la importancia del papel desempeñado por Juan XXIII durante la crisis cubana de octubre de 1962, que tuvo el mérito de contribuir a lo que los historiadores han denominado “la política del deshielo”. La crisis de Cuba puso de manifiesto ante la comunidad internacional los dramáticos efectos de la defensa preventiva, que estaba conduciendo al mundo al borde de una tercera guerra mundial. El llamamiento del Papa fue acogido por la opinión pública internacional como una salida aceptable, que permitió al secretario general del Partido Comunista Soviético, Nikita Jruschov, una “digna retirada” de su postura provocadora. Tras la crisis, el Papa maduró la idea de que la Iglesia debía enarbolar con más fuerza la bandera de la paz, superando aquella secular aquiescencia a la idea de la guerra justa.[4]
La historiografía no ha destacado aún la importancia del papel desempeñado por Juan XXIII durante la crisis cubana de octubre de 1962, que tuvo el mérito de contribuir a lo que los historiadores han denominado “la política del deshielo”. […] Tras la crisis, el Papa maduró la idea de que la Iglesia debía enarbolar con más fuerza la bandera de la paz, superando aquella secular aquiescencia a la idea de la guerra justa.
La extensión material del primer borrador de la encíclica se debe a un teólogo romano poco conocido, Pietro Pavan, rector de la Universidad de Letrán, donde había estudiado el joven Roncalli y con quien el Papa ya había colaborado en la época de la redacción de su anterior encíclica social: Mater et magistra. Pavan propuso al Papa en una carta la idea de una encíclica sobre la paz, ofreciéndose a redactar un primer borrador. Pavan estaba convencido de que un pronunciamiento del Papa en este sentido podría tener una importante resonancia en todo el mundo y en todos los círculos sociales y culturales. El teólogo romano no tardó en recibir el consentimiento papal y en pocas semanas hizo llegar el primer borrador a Juan XXIII. No podemos recordar aquí los numerosos pasos que condujeron a la redacción del documento final, ni las diversas opiniones, no siempre favorables; las observaciones y sugerencias personales del Papa, y sus correcciones personales.[5] El 1 de abril Juan XXIII hizo un preanuncio y, con algunos días de retraso respecto de la fecha prevista, el 9 de abril tuvo lugar la firma.
Los contenidos
Por primera vez, la encíclica no se dirigía solo a los obispos, al clero y al pueblo cristiano, como era costumbre en los documentos pontificios, sino también “a los hombres de buena voluntad”, introduciendo una variante nunca antes utilizada. En su texto, el Papa identifica las condiciones esenciales para la paz, a partir de cuatro requisitos precisos: verdad, justicia, amor y libertad. La verdad, dice, será el fundamento de la paz si cada individuo, con honestidad, toma conciencia no solo de sus derechos, sino también de sus deberes para con los demás. La justicia construirá la paz si cada uno respeta los derechos de los demás, esforzándose en cumplir sus deberes para con los demás. El amor será el fermento de la paz si las personas comparten con los demás lo que poseen. La libertad, por último, alimentará la paz si, al elegir los medios para alcanzarla, los individuos siguen la razón y asumen con valentía la responsabilidad de sus actos. A este respecto, décadas más tarde Juan Pablo II dará un paso importante al añadir a estas cuatro condiciones la del perdón, complemento necesario de la justicia.
Dos principios guiaron la reflexión del Papa: la unidad del género humano, de la que emanan derechos y obligaciones, en particular hacia la paz, y la conciencia de que ya es imposible pensar que en la era atómica la guerra pueda seguir utilizándose como instrumento de justicia. Roncalli señala que la relación desequilibrada que se ha creado entre medios (arma atómica) y fines (restauración de la justicia) hace ahora imposible hablar de una “guerra justa”. Pero al Papa le preocupan también las llamadas “consecuencias pastorales”, porque está convencido de que los católicos, en particular, deben comprometerse concretamente por la paz, aceptando coexistir pacíficamente con todos los hombres. Juan XXIII tiene una visión concreta de la paz, ni romántica ni idealista. Cuando algunos de sus colaboradores le sugirieron que suprimiera este párrafo del texto, escribió en sus notas: “El Papa no puede quedarse en la estratosfera, debe responder al problema de cómo los católicos pueden moverse en la sociedad”.
Dos principios guiaron la reflexión del Papa: la unidad del género humano, de la que emanan derechos y obligaciones, en particular hacia la paz, y la conciencia de que ya es imposible pensar que en la era atómica la guerra pueda seguir utilizándose como instrumento de justicia.
La encíclica, como es bien sabido, aborda una serie de cuestiones, algunas de las cuales conviene recordar. La primera es la afirmación de un principio nuevo, que en la cultura de la época tiene un tono casi revolucionario: “Importa distinguir siempre entre el error y el hombre que lo profesa, aunque se trate de personas que desconocen por entero la verdad o la conocen sólo a medias en el orden religioso o en el orden de la moral práctica” (n. 158).
El segundo es el reconocimiento explícito del valor y la importancia de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, aprobada por la ONU el 10 de diciembre de 1948. Se trata de un reconocimiento significativo que abre vías inéditas al pensamiento católico, permitiéndole ir más allá de las restricciones del derecho natural.
En tercer lugar, la importancia del desarme y la necesidad urgente de poner fin a la carrera armamentística, que debe lograrse mediante el valor inalienable del proceso de negociación, fundado, como escribe el Papa, “en la confianza recíproca, la sinceridad en los pactos y el cumplimiento de las condiciones acordadas” (n. 118). En cuarto lugar, la centralidad del papel de las Instituciones Internacionales, instrumentos indispensables para garantizar la tutela del bien común de la humanidad.
Pero también es necesario recordar que una de las novedades más relevantes es el recurso al uso de la categoría evangélica de los signos de los tiempos, que supera el esquema deductivo típico de la doctrina social, dando una nueva y sólida referencia histórico-empírica a la actualización evangélica. Una encíclica que reconoce la urgencia de la promoción económica y social de las clases populares, recibiendo la entrada de la mujer en la vida pública como una necesidad inaplazable.
La Pacem in terris fue un texto que suscitó controversias, tanto en su fase preparatoria como en la de su recepción, pero fuertemente deseado por Juan XXIII con lúcida determinación, aunque con las formas corteses que le eran habituales.
Ecos y reflejos en la Iglesia y en el mundo
La encíclica tuvo un eco y una resonancia universales que desbordaron los recintos católicos habituales, superando expectativas y quebrando rigideces que parecían destinadas a perpetuarse. Moscú autorizó su publicación en ruso, reconociendo su alto valor, en un artículo oficial en Pravda. El presidente de los Estados Unidos, John Fitzgerald Kennedy, transmitió su caluroso agradecimiento al Papa. A la muerte del Papa, los barcos de la marina soviética atracados en el puerto de Génova izaron sus banderas a media asta en señal de duelo, reconociendo que aquel hombre había trabajado para unir a los pueblos, más allá de las divisiones políticas e ideológicas.
A pesar del paso de las generaciones, este documento es más actual que nunca, como nos ha recordado recientemente el Papa Francisco, sobre todo hoy, en que todos hemos caído bajo el dominio de un nuevo pensamiento mundial único y belicista, que confunde “paz con victoria”. La guerra entre Rusia y Ucrania ha borrado la palabra paz de nuestro horizonte cotidiano, político, antropológico y cultural, privándola de dignidad conceptual, y reduciéndola a una utopía abstracta, para almas ingenuas, que ignoran las razones de la geopolítica. Estamos de nuevo ante una “cresta apocalíptica de la historia”, presa de un ideal inicuo que ha adormecido nuestra conciencia colectiva. La guerra vuelve a estar de moda, y en este continente se llama polarización violenta y excluyente, que impide un futuro común.
La guerra entre Rusia y Ucrania ha borrado la palabra paz de nuestro horizonte cotidiano, político, antropológico y cultural, privándola de dignidad conceptual, y reduciéndola a una utopía abstracta, para almas ingenuas, que ignoran las razones de la geopolítica.
¿Cómo situarse ante esta rehabilitación de la guerra? Debemos tener el valor de no sentirnos marginados e impotentes, sino de atrevernos a la paz, con la convicción de que la fuerza violenta del mal puede ser vencida. El mundo ha abolido la esclavitud, un sueño que parecía imposible, y está aboliendo la pena de muerte. Juan XXIII nos invita a volver a poner la abolición de la guerra en el centro de la historia, paso a paso. Martin Luther King, profeta demasiado poco estudiado, escribió: “A lo largo de mi vida he rechazado la violencia y la guerra como instrumentos para lograr la solución de los problemas de la humanidad. Estoy firmemente convencido del poder creador de la no violencia como fuerza capaz de conducir a una fraternidad duradera”[6]. ¿Es posible la paz? Por supuesto que sí. Y es a este deber colectivo al que nos llama esta encíclica. En su autobiografía, Nelson Mandela escribe: “Tanto al oprimido como al opresor se les roba su humanidad. Desde que salí de la cárcel, ésta ha sido mi misión: liberar al oprimido y al opresor”[7]. Pacem in terris nos recuerda la necesidad de cumplir con nuestras responsabilidades y de tomarnos en serio esta enseñanza en la coyuntura actual.