El momento que vivimos plantea múltiples tareas a todos los católicos. ¿Cuáles son las propias de los intelectuales?

Imagen de portada: “Sermón de la montaña” por Claudio Di Girolamo, 1990 (Bolígrafo sobre papel).

Humanitas 2022, C, págs. 316 - 321

Recuerdo una conversación con Robert Spaemann (1927-2018), durante su visita a Chile para recibir el Doctorado Honoris Causa de la Universidad Católica. En esa ocasión, este filósofo alemán me decía que él concebía su tarea intelectual como una misión semejante a la que tenían los antiguos caballeros andantes, que iban a la defensa de una doncella amenazada por un dragón. Hoy, explicaba, está ante nosotros el hombre común, ese que trabaja duro, que saca adelante a su familia y se preocupa de ser un buen ciudadano. Pero llega el sofista a inquietarlo, y le dice que todo lo que hace resulta absurdo. Así, con todo tipo de argumentos falaces pretende convencerlo de que no tiene sentido ni creer en Dios, ni ser fiel a su mujer, ni dedicar la vida a la educación de sus hijos. Entonces interviene el filósofo, ese nuevo caballero andante, y le dice: “No se preocupe, usted está bien. Yo le daré las razones que muestran que su postura es correcta y que el sofista es quien está equivocado”.

Me parece que las palabras de Spaemann ilustran bien una parte importante de nuestro cometido y no solo para quienes nos dedicamos a la Filosofía. En tiempos en que cunden la duda y el pesimismo, estamos llamados a profundizar en el rico tesoro de la herencia intelectual que hemos recibido, reflexionar sobre los nuevos problemas y dar una “esperanza humana”, por llamarla de alguna manera, a tantas personas que están profundamente desconcertadas porque ven que parece haberse esfumado el mundo cristiano en el que hasta hace pocos años habían vivido.

 En tiempos en que cunden la duda y el pesimismo, estamos llamados a profundizar en el rico tesoro de la herencia intelectual que hemos recibido, reflexionar sobre los nuevos problemas y dar una “esperanza humana” a tantas personas que están profundamente desconcertadas porque ven que parece haberse esfumado el mundo cristiano en el que hasta hace pocos años habían vivido.

Los intelectuales no somos superiores a nadie, pero estamos en condiciones de mostrar a la gente el marco cultural que permite entender un poco mejor aquello que experimentan muchas veces con desazón. No les resolveremos sus problemas, pero en muchas ocasiones es de gran ayuda simplemente el saber un poco mejor en qué consisten.

La secularización avanza y vemos que muchos cristianos ceden ante ella; pero presenta un problema insalvable: es radicalmente fea. Sus propuestas pueden parecer atractivas en algún momento, pero en el fondo son grises. Su nihilismo es incapaz de llenar el corazón humano. En este contexto, los intelectuales creyentes tienen un papel muy relevante, porque pueden ayudar a mostrar la belleza del cristianismo, y no solo de él, sino de todo lo que hemos recibido de esas tres ciudades que resumen toda nuestra cultura, Atenas, Roma y Jerusalén: concretamente el valor de la razón y el derecho para configurar la vida personal y social, y la apertura a la trascendencia, representada en la idea de un Dios único y providente. Pensemos, por ejemplo, en cuánto puede influir en sus alumnos el solo hecho de que vean a un profesor que destaca en lo académico y, al mismo tiempo, lleva una vida coherente con su fe.

La difusión de una cultura que se presenta como poscristiana no puede llevar a pensar que todo lo que vemos a nuestro alrededor es malo. No se trata de asumir acríticamente el panorama cultural que nos rodea, sino de poner en perspectiva nuestros problemas y ver qué podemos hacer para superarlos. Existen muchos aspectos positivos en las nuevas corrientes de pensamiento y también en los cambios que experimentan nuestras sociedades; por eso, es necesario discernir de manera serena todo lo que hay de valioso en esas propuestas, situándonos tan lejos de cualquier encandilamiento ante lo nuevo como de toda actitud meramente reactiva. No olvidemos ese dicho viejo y sabio: “Toda verdad es cristiana”, pero eso no nos dispensa de la necesidad de buscarla y descubrirla. Aquí los intelectuales resultan imprescindibles, siempre que entiendan su tarea no como una ocasión de autoenaltecerse, sino como un servicio a los demás: se trata de poner la propia inteligencia en beneficio del pueblo cristiano y de todos los hombres.

Parte de esta contribución consistirá en recordarles que nuestras vidas tienen el carácter de una misión. En efecto, en la época presente, solo los cristianos que tengan un profundo sentido de misión estarán en condiciones de resistir el ambiente adverso que muchas veces los rodea. Por eso, para una persona así, el hecho de estar en minoría resulta tan anecdótico como podría serlo la nimia circunstancia de hallarse en mayoría. Ni lo primero puede llevar a la desazón ni lo segundo a adoptar esas posturas arrogantes que tantas veces hemos visto a lo largo de la historia.

Una parte del proceso de renovación intelectual al que estamos llamados tiene que ver con la formación de otros intelectuales. Hay que preparar a personas jóvenes para que desempeñen una tarea semejante a la nuestra, pero mejor que nosotros. Lo harán porque les habremos transmitido una experiencia que los ayudará a no cometer nuestros mismos errores (ya cometerán los suyos) y los habremos ayudado a partir desde donde nosotros hemos llegado con tanto esfuerzo. En esta tarea formativa resulta imprescindible practicar un espíritu de comunidad. La búsqueda de la verdad es una tarea cooperativa. Además, en tiempos difíciles no es bueno estar solo. La soledad es terreno fértil para que crezca el pesimismo, que es una enfermedad muy dañina.

Un intelectual cristiano no tiene derecho a transformarse en un pesimista, no solo porque debería alimentarse de la esperanza teologal, sino porque su tarea es mucho más fácil que la del resto de los creyentes: le basta con escribir y con hablar de lo que lleva en el corazón para que su acción llegue a muchos. Por supuesto que esto exige huir como de la peste de cualquier mentalidad de víctima, y no exagerar las dificultades que, inevitablemente, algunos pondrán a su tarea. Un cristianismo malhumorado es una contradicción en los términos. Un poco de Chesterton no le viene mal a nadie y quizá su lectura y la de otros grandes apologistas (la palabra no está de moda, lo que muestra su necesidad) sea hoy una medicina especialmente propicia para curar la melancolía que embarga a tantos creyentes.

Quizá ciertos pesimismos se deban simplemente a que se ha descubierto que uno debe vivir el cristianismo sin el apoyo de leyes e instituciones, y esto puede asustar, porque inevitablemente supondrá un mayor esfuerzo. Pero una situación semejante está lejos de ser una novedad en la historia.

Quizá ciertos pesimismos se deban simplemente a que se ha descubierto que uno debe vivir el cristianismo sin el apoyo de leyes e instituciones, y esto puede asustar, porque inevitablemente supondrá un mayor esfuerzo. Pero una situación semejante está lejos de ser una novedad en la historia y, además, es la que nos ha tocado vivir. Una cosa es la pena y otra muy distinta el pesimismo. Si hay que llorar, se llora: esto no sería ninguna novedad. ¿Acaso no decían los medievales que el “don de lágrimas” era un regalo muy especial de Dios? Sería un ingrato aquel que se llenara de tristeza al recibir un obsequio tan privilegiado.

Finalmente, conviene no olvidar que formar personas jóvenes –una tarea tan apasionante como necesaria en nuestra época– es algo muy distinto de fabricar clones. No se trata de que esas personas que nos rodean repitan nuestras ideas, sino de crear un ambiente donde cada uno encuentre su camino propio para seguir a Jesucristo en su quehacer intelectual. La verdad es poliédrica y hay mil maneras de expresarla y de hacer propia la idea de que la vida es una misión. Por eso, nada más opuesto al espíritu de secta que el cristianismo.

Como se ve, los intelectuales cristianos no tendremos mucho tiempo disponible para estar pesimistas. Los demás cristianos tendrán otras tareas, pero en el caso de los intelectuales parece que no tenemos un minuto que perder. La razón ya la explicó san Pablo hace muchos años: “El amor de Cristo nos urge” (2 Cor 5, 14).


* Joaquín García-Huidobro es abogado, doctor en Filosofía y en Derecho y académico del Instit|uto de Filosofía de la Universidad de los Andes, Chile.

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