¿Cómo percibe usted el momento católico actual?

Imagen de portada: “Jesús ordena lanzar las redes” por Claudio Di Girolamo, 2005 (Bolígrafo sobre papel).

Humanitas 2022, C, págs. 310 - 315

Sabemos que la catolicidad es constitutiva de la Iglesia de Jesucristo porque es la realización de la unidad y a eso estamos llamados: a ser uno con el Padre. La figura del pontífice, sucesor y representante de Pedro, es la piedra angular que permite el equilibrio de fuerzas contrarias o conciliación de los opuestos; por eso funciona como fundamento de la unidad de las Iglesias particulares; es el fundamento de la catolicidad. Por consiguiente, la catolicidad de la Iglesia se realiza en la unidad entre los fieles con su obispo, entre estos con el Obispo de Roma, y todos con Cristo en unidad con el Padre.

También sabemos que la lucha por la justicia social es constitutiva de la prédica cristiana y, en consecuencia, de la catolicidad, debido a que el Evangelio de Nuestro Señor Jesucristo es acción redentora cósmica, es decir, de toda la familia humana y de toda la creación.

También sabemos que la lucha por la justicia social es constitutiva de la prédica cristiana y, en consecuencia, de la catolicidad, debido a que el Evangelio de Nuestro Señor Jesucristo es acción redentora cósmica, es decir, de toda la familia humana y de toda la creación.

Sabemos que la unidad se realiza en la oración y en la acción. Eso significa que la catolicidad consiste en la confesión de un mismo credo, y en el discernimiento comunitario sobre el quehacer histórico, a partir de un mismo magisterio social pontificio. Sabemos que unidad no significa identidad absoluta al costo de aniquilar lo diferente, sino unidad como resultado de una equivalencia en la diversidad lograda mediante la construcción de puentes que comuniquen y acorten distancias discursivas de desconocimiento, evitando caer en fundamentalismos sostenidos por un mito, y no por una teología.

La catolicidad no es un tribunal que dice, juzga y castiga, sino una común-unidad que escucha, discierne y festeja.

Uno es Dios trino, una es la Iglesia Católica en sus Iglesias particulares, una es la familia humana en su diversidad. Uno y trino es Dios, uno en muchos es su pueblo. Se trata de buscar el equilibrio, de poder ser una sola Iglesia de Cristo en muchas comunidades, y no de hacer uno de muchos eliminando la diferencia. Esa es la forma católica, un poliedro cuya unidad articuladora está en la persona del pontífice, uno de entre nosotros ahí, presente.

​​Se trata de buscar el equilibrio, de poder ser una sola Iglesia de Cristo en muchas comunidades, y no de hacer uno de muchos eliminando la diferencia. Esa es la ‘forma’ católica, un poliedro cuya unidad articuladora está en la persona del pontífice, uno de entre nosotros ahí, presente.

La catolicidad es la forma de unidad que constituye a los cristianos en Pueblo de Dios orante y laborante. Para atender este desafío, bajo el pontificado de Francisco se publica la nueva Constitución de la Curia Romana: Praedicate Evangelium (PE). Esta no es la reforma de la Iglesia de Cristo, sino de la estructura curial, necesaria para poner en marcha la conversión misionera de la Iglesia hacia la misericordia.

Sabemos cuál es la misión que el Señor ha dado a sus apóstoles cuando los envió a predicar el Evangelio de la unidad bautizando en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Este envío constituye “el primer servicio que la Iglesia puede ofrecer a cada ser humano y a la humanidad entera en el mundo” (PE n.1). La Iglesia Católica es sacramento de unidad cuando da testimonio de la unidad en la diferencia, en palabras y en obras; de lo contrario no realiza la catolicidad. Por mor de esa unidad es que “La comunidad evangelizadora se mete en la vida cotidiana de los otros mediante obras y gestos, corta las distancias, se rebaja hasta la humillación si es necesario, y asume la vida humana, tocando la carne sufriente de Cristo en el pueblo -EG n.24-” (PE n.1). No se trata de un programa político-económico, ni tampoco de un ensayo ético. Es mística, es misión, es pueblo al que la pasión mueve a la acción comunitaria. Así se mueve, “el Pueblo de Dios, al comando del Señor, el cual pidiendo de anunciar el Evangelio, solicitó curar de los hermanos y hermanas más débiles, enfermos y sufrientes” (PE n.1).

El momento actual de la Iglesia Católica es el de la reforma, donde la nueva Constitución de la Curia Romana es una parte de ese proceso. El Santo Padre Francisco llama al compromiso evangélico entendido como “conversión misionera” del Pueblo de Dios, es decir, de su Iglesia, a imagen de la “misión de amor propia de Cristo” (PE n.2). Sus discípulos son llamados a ser “luz del mundo” para reflejar “el amor salvífico de Cristo que es la luz del mundo” (PE n.2). Hoy, como siempre, se trata de llevar a la humanidad el don sobrenatural de la fe, “luz que orienta nuestro camino en el tiempo” (PE n.2). En este tiempo de conversión misionera se realiza la reforma de la Curia Romana con el fin de hacer eficaz esa conversión, y no al revés (Cf. PE n.3).

La misión se realiza en comunión, no aisladamente. Consiste en “hacer conocer y hacer vivir a todos la nueva comunión que en el Hijo de Dios hecho hombre ha entrado en la historia del mundo” (PE n.4). Esa vida en comunión es la sinodalidad. La unidad no emerge por un decreto, sino por un proceso. Emerge en la suma de momentos, en la articulación de sueños y necesidades comunes. En ese proceso histórico cada generación asume, o no, su responsabilidad comunitaria para construir colaborativamente la unidad, así en la tierra como en el cielo. “Se trata de una escucha recíproca en la que todos tienen algo que aprender [...] unos escuchando a los otros y todos escuchando al Espíritu Santo, el Espíritu de la Verdad, para conocer qué dice Dios a la Iglesia” (PE n.4).

Hoy, como siempre, se trata de llevar a la humanidad el don sobrenatural de la fe, “luz que orienta nuestro camino en el tiempo” (PE n.2). En este tiempo de conversión misionera se realiza la reforma de la Curia Romana con el fin de hacer eficaz esa conversión, y no al revés (Cf. PE n.3).

La Iglesia Católica está en un grupo de misioneros en la unidad del Espíritu Santo. Del “grupo” estable de misioneros, del cual Pedro es el jefe elegido en medio de todos, emerge el único colegio apostólico, ahora como sociedad jerárquicamente organizada (Cf. PE n.5). En Pedro puso Jesucristo el fundamento de la unidad como puente comunicador de las diferencias. Ahora el fundamento de esa unidad está en cada obispo para su Iglesia particular, y en el Papa como pontífice máximo para la Iglesia Universal.

Por eso mismo dice la nueva constitución que “La Curia Romana está al servicio del Papa, el cual, en cuanto sucesor de Pedro, es el perpetuo visible principio y fundamento de la unidad de los obispos y de la multitud de los f ieles [...] La Curia Romana no se coloca entre el Papa y los obispos, sino que se pone al servicio de ambos según la modalidad que sea propia de cada uno” (PE n.8). Ahora bien, qué significa que el Pontífice es el fundamento de la unidad. Ahí es donde cobra relevancia soberana el magisterio social pontificio destinado a enfrentar la amenaza a la unidad por parte del Enemigo –es decir, el mal, que tiene entidad pero no es persona–, dividiendo al Pueblo de Dios a través del conflicto social. Guerras, revoluciones, endeudamientos, dictaduras, apropiaciones, desempleo, analfabetismo, precariedad sanitaria, narcotráfico o trata de personas, son la modalidad mediante la cual el mal se expresa para impedir la unidad a la que nos llama Jesucristo. La unidad en la diferencia que busca el magisterio social mediante la realización de sus principios sociales no debería pensarse –si se es católico– solo en términos seculares –es decir, políticos y/o ideológicos–, sino también en términos eclesiales. De mala fe sería no reconocer que la injusticia social divide no solo a la sociedad civil, sino también al Pueblo de Dios que la constituye en gran medida. Da tristeza ver cómo católicos se niegan a acoger migrantes, distribuir riqueza o pensar nuevas formas fiscales y financieras que garanticen una protección universal para evitar poner en peligro la común-unidad. El magisterio social pontificio interpela a todo católico. Ninguno debe sentirse ajeno a su jurisdicción apelando a la legalidad de su país de residencia, ya que la catolicidad es transversal a las fronteras geopolíticas. Esa es precisamente la diferencia cualitativa del catolicismo. Los católicos, en el plano social, nos alineamos moralmente al magisterio pontificio, allende de todo sistema jurídico nacional, si este es contrario a los principios de la Doctrina Social de la Iglesia. Por ejemplo, la dignidad humana de los trabajadores debe buscarse como un fin social cristiano independientemente de que la legislación laboral del país de residencia no la contemple. Eso distingue a la catolicidad de otras prácticas religiosas, es decir, tenemos un magisterio social de jurisdicción moral universal, y es el soberano pontífice, como último legislador, quien lo promueve por la unidad de la Iglesia –antes que por intereses político y económicos–, para prevenir la guerra fratricida. La injusticia social impide la unidad de la Iglesia que es el Pueblo de Dios en los pueblos de la tierra.

De mala fe sería no reconocer que la injusticia social divide no solo a la sociedad civil, sino también al Pueblo de Dios que la constituye en gran medida. Da tristeza ver cómo católicos se niegan a acoger migrantes, distribuir riqueza o pensar nuevas formas fiscales y financieras que garanticen una protección universal para evitar poner en peligro la común-unidad.

De acuerdo con lo dicho, resulta entonces que “el Papa, los obispos y los otros ministros ordinarios no son los únicos evangelizadores en la Iglesia” (PE n.10). La nueva constitución dice que “cada cristiano, en virtud del bautismo, es un discípulo-misionero en la medida en que se encuentra con el amor de Dios en Cristo” (PE n.10). La reforma, por lo tanto, debe tender al compromiso de laicos y laicas, incluso en el rol de gobierno y responsabilidad. ¿Por qué Francisco los promueve? No porque sean mejores cristianos que los clérigos, sino porque su conciencia de la realidad social –por vivir y tener que sobrevivir en el mundo secular–, sumada a la virtud teologal de la fe que les permite descubrir, mediante el sensus fidelium, qué dice Dios hoy, puede contribuir valiosamente tanto a la unidad de la sociedad civil como de la Iglesia. Su creatividad laboral, legal, científica y organizativa es parte de la catolicidad que busca la salvación cósmica, es decir, de las personas y de toda la creación. El Evangelio también actúa como fermento de la realidad temporal, ya que es el fundamento a partir del cual se hará el discernimiento de lo que es bueno y lo que es malo para la dignidad de los pueblos en los que habita el Pueblo de Dios.

Estamos en el momento de ‘constitución católica de la conciencia’, a lo que los cristianos llamamos conversión. Se trata de la puesta en marcha de la espiritualidad del Concilio; un proceso histórico, antes que un conjunto de reglas.

La reforma de la Iglesia Católica no es una reingeniería industrial, sino un compromiso, una “reforma interior”, y esta depende de cada uno de los fieles. Estamos en el momento de constitución católica de la conciencia, a lo que los cristianos llamamos conversión. Se trata de la puesta en marcha de la espiritualidad del Concilio; un proceso histórico, antes que un conjunto de reglas. La reforma como conversión, finalmente, no es otra cosa que poder llegar a reconocer el rostro de Cristo en cada rostro de la humanidad (Cf. PE n.11).

“La reforma [de la curia] no es un fin en sí mismo, sino un medio para lograr un firme testimonio cristiano; para favorecer una evangelización más eficaz; para promover un más fecundo espíritu ecuménico; para iniciar un diálogo más constructivo con todos”. Ese es el estado actual de la Iglesia católica abierto por el Papa Francisco, un “ejercicio con el cual se fortalece la unidad de la fe y de la comunidad del pueblo de Dios y se promueva la misión propia de la Iglesia en el mundo” (PE n.12). Es un proceso; por eso requiere tiempo. Para llegar hace falta hacer un recorrido; hace falta determinarse a hacer ese recorrido; hace falta dejarse conducir por el Espíritu “que es la verdadera guía de la Iglesia” (PE n.12).


* Emilce Cuda es laica, argentina, especializada en teología política, actualmente secretaria de la Pontificia Comisión para América Latina.

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