La oración mariana es instrumento poderoso contra el mal y escuela óptima para ser dóciles ante el llamado del Señor. Sólo queda desear que este tesoro pueda ser redescubierto, que el rosario sea tomado nuevamente con confianza en las manos y se aprecie cada vez más “la profundidad teológica de una plegaria apropiada para quienes advierten la exigencia de una contemplación más madura” (n.39).
El 16 de octubre del año 2002, comienzo del vigésimo quinto año del pontificado de Juan Pablo II, con la Carta apostólica Rosarium Virginis Mariae la Iglesia recibió un don, prácticamente un regalo con motivo de este aniversario. Difícilmente el Papa habría podido ofrecernos algo más bello y más amado por él [1]. Es un texto en el cual da testimonio vivo de fe, confianza en María y gratitud por la protección permanentemente recibida de la Virgen.
Con el anuncio del “Año del rosario”, el don se convierte para todos nosotros también en un compromiso. La humanidad, tras los atentados del 11 de septiembre del 2001, se encontró súbitamente inmersa en un clima de inseguridad y miedo. El Papa señala un medio tan sencillo como eficaz de esperanza y salvación. El creyente sabe dónde encontrar puerto seguro también en un mundo lleno de amenazas.
Para enfrentar y “contener los efectos devastadores de esta crisis epocal” (n.6), el Papa llama a redescubrir la actualidad del rosario como oración por la paz y la familia [2], dos vertientes que resumen muy bien los problemas del mundo actual: la paz, amenazada con frecuencia por el muro de separación constituido por la enemistad (ver Ef 2, 14); y la familia “cada vez más acechada por fuerzas disgregadoras a nivel ideológico y práctico, que hacen temer por el futuro de esta institución fundamental e irrenunciable, y con ella por el destino de toda la sociedad” (n. 6). El Papa invita a promover la paz desde su origen: en el corazón del hombre y la familia. La paz comienza en el seno materno, crece y se desarrolla en el hogar, en lo que es la Iglesia doméstica.
Aparece así el rosario como un medio eficaz al cual dirigirnos sobre todo en momentos de crisis. Eso lleva desde la meditación hasta la contemplación, alcanzando “la fuente pura del texto evangélica” (n. 24) y ofrece “gracia en abundancia, recibiéndola prácticamente de las manos mismas de la Madre del Redentor” (n. 1).
Una oración al alcance de la mano
El rosario es una oración sencilla, pero también exigente. Por una parte es accesible para todos. Se inserta en esa lógica de la encarnación según la cual a todo hombre se ofrece la salvación de Cristo. Cada misterio de su vida interroga nuestra vida y tiene interés para la misma. No se requieren dotes ni capacidades extraordinarias. En nuestra existencia a menudo frenética, basta encontrar un poco de espacio, un poco de silencio, para que se manifieste ese espíritu contemplativo que todos necesitamos tanto.
Se encuentra al alcance de todos, pero es al mismo tiempo exigente. A parte de la necesidad de saber detenerse y encontrar el tiempo, se requiere un mínimo de atención, de reflexión. Como ocurre con todas las cosas, también en esto es necesario aprender [3], es preciso cierto adiestramiento. La oración es una especie de “gimnasia del espíritu”. Pablo VI se dirigía a los laicos -llamados a la santidad en medio del mundo- considerándolos como alpinistas del espíritu, empeñados por tanto en llegar a Dios con el esfuerzo cotidiano en la práctica del Evangelio [4].
El “Año del rosario” constituye por tanto una invitación, un llamado a potenciar nuestra oración. La antigua práctica del rosario parece un pozo para sacar paz, alegría y fortaleza. Es el pozo de la contemplación, que puede hacer florecer nuevamente todo desierto espiritual.
Cristo, sol para contemplar con María
La carta del Papa ayuda a redescubrir, dentro de una perspectiva mariana, la belleza de esa contemplación de Cristo hacia la cual Juan Pablo II ya había llamado a los fieles en el alba del nuevo milenio [5]. Contemplar significa mirar, transformándose en aquello que se ve. Entendida así, la contemplación es el fin de toda la vida humana y cristiana [6]. Esto es el rosario: la ocasión para fijar, con María, los ojos en el rostro de Cristo.
Para el hombre no es fácil mirar el sol. Al hacerlo, quedamos deslumbrados. Así ocurre también en la contemplación de Cristo. Es preciso acostumbrar la mirada al esplendor de sus rayos para poder disfrutar la belleza que ilumina y embelesa. Con el esplendor del rostro de Cristo se iluminaron y embelesaron Pedro, Santiago y Juan en el monte Tabor (ver Mt 17,2), o San Pablo en el camino a Damasco (ver Act 9,3-9). Innumerables santos experimentaron algo análogo.
Con todo, el modelo por excelencia de la forma de mirar el rostro de Cristo -en la alegría y la gloria, en el dolor y la muerte- es la Virgen María. En ella encontramos el mejor arco iris de las miradas que contemplan al Hijo, se identifican con él y colaboran en su misión de salvación. Con la mirada brillante y penetrante, adolorida y ardiente, con la mirada de la madre y la discípula, Ella abarca la vida del Hijo y el Señor. Sus miradas y su corazón son espejo de los misterios de la vida de Cristo. Componen una alabanza armoniosa y perenne, un fiat (mihi secundum verbum tuum) y un magníficat (anima mea Dominum). La Virgen ofrece la fisonomía humana al rostro de Dios, permitiéndole plasmar en ella toda la belleza de la fisonomía divina.
La mirada contemplativa es la nutrición permanente de María. Da a su vida el verdadero color que resplandece en cuanto se halla expuesto al Sol de la salvación. La mirada profunda no significa únicamente dar un vistazo; tiende, en cambio, hacia una intimidad espiritual y una contemplación que transforman y edifican la memoria (zakar). Hay una belleza extraordinaria, un arrobamiento, en una experiencia que nunca más se olvida. De estos recuerdos del Hijo está entretejida la vida de María, y en la Iglesia, con el rosario. “Ella continúa desarrollando la trama de su “relato” de evangelizadora” (n.11). Con su ejemplo, esta oración nos impulsa hacia la contemplación de Cristo y nuestro corazón va asemejándose al de María, insertándonos cada vez más en la con-templatio. Para llegar a la contemplación de Dios, es necesario tender hacia la misma [7], emprendiendo diversos ejercicios, que nos abren a la verdad suprema y al amor divino. El rosario es uno de ellos, sobre todo cuando llega a ser un hábito diario. Es la práctica, por así decir, de la frecuentación “amigable” (m.15), y como tal permite la percepción contemplativa de los misterios de Dios, de los cuales el gozo de la amistad espiritual es la primera señal tangible. Cuando encontramos al amigo, somos felices y nos invade una alegría serena, edificante.
El Papa, como gran pedagogo de la oración, señala cuatro etapas a seguir. Somos llamados a “aprender de Cristo a partir de María” (m.14), a amoldarnos al mismo, a suplicarlo y a anunciarlo con María [8]. De primera discípula de Jesús, María se convierte en la Maestra más experta, dejándose modelar por el Espíritu de Cristo, el Maestro interior. Así, seguir la “escuela de María” [9] significa amoldarse al Maestro interior en un camino de creciente asimilación. La escuela del rosario es escuela de conformación de acuerdo al Señor. Cristo quiere ser formado en el corazón del creyente, como se formó en el de María.
La amistad confiada y ardiente se expresa en la súplica confiada y lleva al anuncio evangélico. María es auxilio y modelo del orante. La poderosa intercesión de María, que reza junto con la Iglesia, es un apoyo eficaz. En el rosario no estoy solo orando, María reza por mí y conmigo.
Los misterios de la luz
¿Por qué hasta ahora no se había contemplado evento alguno de la vida pública del Señor en los quince misterios? Era posible pensar simplemente que no había lugar en las 150 Ave. Era necesario elegir y se prefirieron los 15 misterios más vinculados con la presencia de María. Jamás habría imaginado asistir un día a esta sorprendente y magnífica valoración del rosario.
Si el rosario es realmente una “oración evangélica, centrada en el misterio de la encarnación redentora, por lo cual tiene una orientación netamente cristológica” [10], no es posible dudar de la conveniencia de incluir los misterios de la vida pública de Cristo entre el Bautismo y la Pasión [11].
Los cinco nuevos misterios luminosos se detienen en cinco momentos relevantes: 1.El Bautismo en el Jordán; 2. Las bodas de Caná; 3. El anuncio del Reino con la invitación a la conversión; 4. La transfiguración; 5. La institución de la Eucaristía.
Se definen acertadamente como misterios de la luz. Cada luz tiende a aclarar lo que está inmerso en las tinieblas y es necesaria para la vida. La luz y la vida están estrechamente unidas entre ellas, como lo están -en la vertiente opuesta- las tinieblas y la muerte.
Ahora bien, la vida y la misión pública de Jesús son las vertientes de la luz para el mundo. Nos revelan su ser Hombre-Dios. La luz de Cristo es la luz divina, una “luz blanca” (Mt 17,2). Él mismo aparece en el Apocalipsis de Juan como “la estrella brillante de la mañana” (22, 16). De acuerdo con el Evangelio según San Lucas, cuando Cristo vuelva al final de los tiempos, será como una lámpara que “fulgura desde un extremo al otro del cielo” (17, 24); entonces en ese momento también “los justos brillarán como el sol en el reino de su Padre” (Mt 13,43, ver Dn 12,3). El Papa aplica esta gran teología de la luz al rosario, ayudándonos a apreciarlo cual plegaria luminosa en su ternura.
La importancia teológica de los misterios de la vida de Cristo
Gracias a la profunda intuición del Papa, los misterios de la vida de Cristo se valorizan en la oración del rosario. Cuando San Pablo habla del misterio (mysterion), reasume el plano divino de salvación y su realización en la vida de Jesús. Cada vez que la teología olvida los misterios de la vida del Señor, resulta árida, abstracta, alejándose de la vida. Nuestra fe no se basa en una teoría abstracta de la salvación, sino en la encarnación del Hijo de Dios, en la Palabra que se hace carne.
Toda la vida y la misión de Jesús constituyen el gran misterio del amor misericordioso que Dios revela y realiza ante los ojos de su pueblo. Eso no impide que todo acontecimiento y acto de la vida de Cristo conserven para nosotros un carácter insondable en cuanto realizan y significan el absoluto misterio de Dios. En la teología de los primeros siglos se vislumbraba ya semejante convicción, retomada y desarrollada por muchos Padres de la Iglesia, entre los cuales sobresalen Ambrosio y Agustín. Más adelante encontramos una maduración y una exposición más precisa en el gran cantor de los misterios de la vida de Cristo, es decir, en Santo Tomás de Aquino. La tercera parte de la Summa theologiae está enteramente dedicada a escrutar los misterios de la vida del Salvador [12].
El Santo Padre subraya la importancia de semejante teología narrativa, que de los misterios de Cristo se remonta al misterio del Verbo hecho carne, en el cual “había corporalmente toda la plenitud de la divinidad [13]” (Col 2,9). Al respecto, él recuerda una observación del Catecismo de la Iglesia Católica: “Todo en la vida de Jesús es señal de su Misterio” [14]. El rosario transmite la teología de los misterios y le da un impulso ulterior. El Papa destaca además que el camino de los misterios de la vida de Cristo es el camino de María, es decir, el modo en que Ella, en primera persona, conocía y reconocía a su Hijo Concluye el Pontífice: “Los misterios de Cristo son también, en cierto sentido, los misterios de la Madre, también cuando no está directamente implicada en los mismos, por el hecho mismo de vivir Ella en Él y por Él” [15]. María cumple la función de custodia de una justa relación con Cristo y el misterio de su vida ofrecida para el mundo.
Del misterio de Cristo al misterio del hombre
El rosario es la oración de la vida. Desde el comienzo de su pontificado, el Papa observaba que “nuestro corazón puede incluir en estas decenas del rosario todos los hechos que componen la vida del individuo, la familia, la nación, la Iglesia y la humanidad: situaciones personales y situaciones del prójimo, y en forma especial de quienes están más cerca de nosotros. Así, en la simple oración del rosario late el ritmo de la vida humana” [16].
En el ámbito de la enseñanza conciliar y la encíclica Redemptor hominis, el Papa recuerda que en el misterio de Cristo es donde se capta el misterio del hombre mismo, de su verdad fundamental. Así, únicamente en el Hijo de Dios, “que en cierto modo se unió a todos los hombres” [17], se puede comprender la persona humana. Esta perspectiva consoladora -verdadero despliegue antropológico del cristianismo- se encuentra nuevamente en la “implicación antropológica del rosario” (n. 25). El gran hilo conductor del pontificado de Juan Pablo II aflora una vez más en esta oración. Para el cristiano cada día tiene su importancia salvadora, forma parte de la historia de la salvación. Después de la encarnación de Jesús, cada día lleva consigo su misterio. Esto fue comprendido por muchos santos, entre los cuales se puede recordar a Santa Teresita del Niño Jesús. Veía en todo la voluntad del Padre: que una coa hubiese ocurrido durante una fiesta de la Virgen o de un santo patrono jamás era casualidad par ella. Un acontecimiento de la historia cotidiana adquiría así “cierto “color” espiritual” (n. 38). También el rosario marca desde hace varios siglos con los colores de la alegría, la pasión y la gloria los días de la semana” [18].
Cierto paralelo con la tradición oriental
La historia del rosario nace en el Occidente cristiano. Los promotores fueron los frailes dominicanos. En el Oriente cristiano existe, en cambio, una oración en cierto sentido paralela a la del rosario, la “oración del corazón”, llamada también la “oración de Jesús”, como recuerda Juan Pablo II [19]. Esta plegaria oriental ofrece pautas interesantes para vivir de mejor manera nuestro rosario [20].
Una Instrucción sobre la oración de Jesús dice: “Cuando rezamos debemos permanecer mentalmente ante Dios y pensar únicamente el Él. Diversos pensamientos siguen circulando en la mente alejándola de Dios. Con el fin de enseñar a la mente a descansar en una sola cosa, los santos Padres empleaban oraciones breves y adoptaban el hábito de recitarlas incesantemente. Dicha repetición constante de una oración breve mantenía la mente fija en el pensamiento de Dios y disipaba los pensamientos vanos. Ellos adoptaron diversas oraciones breves, pero la oración de Jesús se afirmó especialmente entre nosotros y la utilizamos en general: “Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ¡ten piedad de mí, pecador!” [21].
La oración breve oral mantiene la mente fija únicamente en el pensamiento de Dios. Si se convierte en un hábito, ayuda a concentrarse y recordar a Dios sin tregua. Va acompañada de los sentimientos de reconocimiento, piedad, esperanza, confianza y abandono espiritual. Pienso que este rasgo de la oración de Jesús puede ayudar a los creyentes también para recitar el rosario. El Papa recuerda que en Oriente dicha oración “está asociada tradicionalmente con el ritmo de la respiración, que junto con favorecer la perseverancia en la invocación asegura prácticamente una densidad física al deseo de que Cristo se convierta en la respiración, el alma y el “todo” de la vida” (n.27). En estas consideraciones puede apreciarse algo de ese “respirar con los dos pulmones” [22], auspiciado con frecuencia por Juan Pablo II en relación con la tradición de la Iglesia en Oriente y Occidente.
Con todo hay una diferencia entre el rosario y la oración del corazón. Un rasgo peculiar del rosario es el hecho de recurrir a la meditación en un tema evangélico. En la base de cada decena se encuentra de hecho un misterio de la vida de Cristo y su corazón, cuyo latido se escucha con María.
Para recitar el rosario con mayor provecho
La repetición de la breve oración mariana confiere a la meditación una melodía que puede favorecer la contemplación, es decir, le momento en el cual “todas las imágenes, las palabras y los gestos de alguna manera son superados por la intensidad de una unión inefable del hombre con Dios” (n.27). La espiritualidad cristiana, aun conociendo estas formas más sublimes del silencio místico, “normalmente está marcada por la implicación total de la persona, en su compleja realidad psicofísica y de relación” (n. 27). La melodía del Ave nace de esta realidad natural humana del orante. Al repetirse con devoción, esta melodía opera como una cascada que desciende para irrigar a la persona que reza y medita. La incesante invocación de una plegaria, aun cuando en principio sea distraída, puede favorecer el recogimiento. Adquirimos así un estado espiritual que nos transforma gradualmente.
Precisamente el hecho de ser siempre igual la oración que se recita favorece el recogimiento. Un principiante prestará más atención a las palabras, pero con la mente cada vez más profundamente en el corazón.
Es necesaria la concentración mientras se recita. Ésta es el guardián de la mente, las ideas y las preocupaciones que nos asaltan. El recogimiento equivale a sumergirse en el misterio de meditar, después de haber alejado todos los pensamientos e imágenes extraños. Por este motivo es importante la enunciación clara del misterio. En esto se diferencia el rosario de la oración el corazón. Para el orante es importante también el elemento visual e imaginativo (la composito loci, como decía San Ignacio de Loyola). Por consiguiente, puede servir de ayuda fijar un icono del misterio o examinar en el corazón la palabra de Dios que revela el misterio y es útil proclamar para la adecuada meditación del rosario [23].
Una de las objeciones hechas al rosario es el carácter repetitivo del Ave María. Si ésta fuese irreflexiva y automática, sin participación interior, no faltarían razones para objetar. Si en cambio la repetición del Ave María viene a ser como una lluvia que irriga el alma, en ese caso se entra en el camino de la contemplación, del exigente arte de la oración. Para los enamorados, repetir interminablemente “¡Te amo!” jamás ha sido un fastidio, una reiteración automática sin valor. Nuestra relación con Dios es un enamoramiento sin fin y la oración no es otra cosa que un frecuentarse son el anhelo de conocer cada vez mejor la vida del amigo hasta identificarse con él [24].
El rosario, comentario del último capítulo de la Lumen Gentium
Juan Pablo II ha señalado que “el rosario es en cierto modo un comentario-oración del último capítulo de la constitución Lumen gentium del Vaticano, capítulo que trata de la admirable presencia de la Madre de Dios en el misterio de Cristo y la Iglesia” [25]. La oración implica abrirse para acoger la luz divina en el corazón y la mente. En este sentido, no se puede imaginar una inteligencia de la fe sin la sabiduría de la plegaria. La teología de escritorio debe armonizar con la de rodillas.
El rosario, como oración cotidiana, introduce la mirada de María en la realidad de cada día. La doctrina sobre la madre de Dios no es una teoría, por bella y fascinante que sea, sino un camino que Ella ha llevado ya a cabo.
La doctrina mariana y mariológica de la Iglesia no se desprende del hecho de confiar Cristo su madre al discípulo más amado. Y María continúa cumpliendo fielmente la misión que se le ha confiado en la casa de su Hijo. Una misión, una presencia materna es una intercesión permanente [26]. Precisamente por su carácter repetitivo, el rosario permite madurar en el cristiano la percepción de la acción constante de la historia de la salvación, con la guía de Aquella en quien todo se llevó a cabo perfectamente.
Conclusión
Hans Urs von Balthasar ha observado que en la Iglesia es posible distinguir dos principios: el petrino, de autoridad apostólica, en el anuncio de Cristo, y el mariano, de generosa acogida del Verbo [27]. Me parece posible decir que en esta Carta del Papa los dos principios se han unido en el testimonio de oración del sucesor de Pedro, dando lugar a un cántico armonioso que impulsa hacia la contemplación. El Pontífice, como tantos antecesores suyos, ha levantado en sus manos la cadena dulce que une con Dios, como solía llamar al rosario León XIII, el Papa del rosario [28]. La oración mariana es instrumento poderoso contra el mal y escuela óptima para ser dóciles ante el llamado del Señor [29]. Sólo queda desear que este tesoro pueda ser redescubierto [30], que el rosario sea tomado nuevamente con confianza en las manos y se aprecie cada vez más “la profundidad teológica de una plegaria apropiada para quienes advierten la exigencia de una contemplación más madura” (n.39).