“Quítate las sandalias, pues el lugar que pisas es santo” (Ex 3,5). Hay hombres cuya vida posee algo de ese carácter sagrado. Quiebran la seguridad cotidiana en que se desenvuelve nuestra vida. Modifican el valor de las cosas y despiertan en nosotros la intuición de lo único que, en definitiva, es importante”. (Romano Guardini).

A partir del día del Sagrado Corazón de Jesús de este año hasta igual festividad litúrgica del 2010, transcurre el año del Sacerdocio con que el Papa Benedicto XXI ha convocado a la Iglesia Universal, para conmemorar el 150º aniversario de la muerte (natalicio para el cielo, lo llama la Iglesia) de San Juan María Vianney, patrono de los curas párrocos de todo el mundo.

A quien entró desprevenidamente a la Catedral de Santiago a mediodía del pasado viernes 19 de junio, día inicial del año del Sacerdocio, le fue dado encontrar a la mayor parte del clero con su pastor, el Cardenal, arrodillado en adoración durante una hora ante Jesucristo en el Sacramento eucarístico. El ambiente trasuntaba un silencio sonoro, propio de los que aman, como diría san Juan de la Cruz. Otro tanto acontecía en las diversas catedrales de todo el mundo. Numerosos laicos, hombres y mujeres, intuyeron la grandeza del momento y se unieron a la plegaria de sus sacerdotes, con igual actitud interior, hasta colmar la larga nave central del templo. Pocas veces ha sido dado contemplar tan sugestivo cuadro en nuestra Catedral, marco habitual de los Te-Deum patrióticos, las solemnes liturgias y las multitudinarias celebraciones devocionales.

La figura del Patrono universal de los párrocos viene a significar un tañido de campanas que apunta a la raíz misma de lo que constituye la presencia de Cristo en el mundo, y que es susceptible de hallar acogida en cualquier contexto de la historia humana.

La biografía del Cura de Ars es un elocuente testimonio.

Su nacimiento -8 de mayo de 1786,- se sitúa en los años convulsionados de finales del siglo XVIII, que acompañaron el proceso revolucionario en Francia. Su cuna, Dardilly, era humilde, campesina en la región lyonesa, y la profunda fe que la ambientaba dejó en él una huella que había de ahondArse con el correr de los años. El Cura de Ars conservó siempre el recuerdo de las misas nocturnas de esos tiempos de persecución cuando, durante el período del terror, la Iglesia de Dardilly permanecía clausurada. Los sacerdotes refractarios al juramento de la Constitución civil del clero eran acogidos en la casa paterna, donde celebraban clandestinamente los santos misterios. Su infancia y adolescencia transcurrió como pastor de rebaños en los valles de Chantemerle; según sus confidencias, allí fue donde se arraigó su anhelo de ser sacerdote para, como él decía, ganar muchas almas para Dios. La experiencia de ver perseguido al clero de Francia acabó arraigando en él una vocación de heroísmo y de sacrificio sin limitaciones.

Sin embargo, no parecía suficientemente dotado para el sacerdocio, a juicio de los superiores de los Seminarios de Verrières y de San Ireneo, cerca de Lyon.

La tenacidad campesina, aguijoneada por el amor profundo al Señor y a su madre santísima, lo sostuvo en la ascensión hacia una meta que aparecía humanamente imposible y capaz de desalentar a otros…

De no haber habido en su camino un hombre que lo comprendiera, nunca habría logrado franquear los sucesivos obstáculos que lo separaban del sacerdocio. Pero veló por él m. Balley, cura de Ecully; guiado y enseñado por él, Juan María Vianney finalmente fue ordenado sacerdote el 13 de agosto de 1815, en la capilla del Seminario mayor de Grenoble. Los primeros años los vivió como vicario en Ecully, junto a su maestro, donde acabó de formArse en una existencia sacerdotal dedicada por entero a la cura de almas y fecunda en prácticas de ascesis, flagelaciones, ayunos y cilicios. En 1818, a los treinta y dos años, era destinado a la minúscula aldea de Ars, donde permanecería cuarenta y un años seguidos, llegando a identificArse de tal modo que el nombre del pueblecito sustituyó finalmente al suyo, pues en adelante llegó a ser conocido simplemente como “el cura de Ars.”

Ars, donde “no había mucho amor de Dios”, según le dijera el vicario general al extenderle su nombramiento, al cabo de algunos años “ya no era Ars”.

Su biografía se lee con creciente interés y deleite, más de cuanto algún prejuiciado llegara a temer.

Gabriela Mistral llegó un día a la aldehuela y quedó cautivada por la figura humilde del santo Cura de la que nos dejó una bella descripción en su característica prosa. De allí espigo algunos párrafos:

“Los otros curas de estudios relucientes, más cuidadosos que él del manteo sin arruga (nuestro cura no llevó manteo nunca), se pasearán por Francia, del curato al arzobispado; él tenía lo suficiente en el perímetro de una iglesita y lo que tapa la sombra de un sub-campanario; donde decir y redecir su Evangelio, donde usar derecho de corrección sobre el siglo, que lo llenaba de disgusto, donde hacerse, también, santo sin quererlo. (…) Se ganó la estimación de la parroquia con el método que es el natural: de la conducta primero, el sermón como añadidura (…) Se demoraron poco tiempo los Arseses, sin embargo, en saber que era un santo, así, en golpe seco de sustantivo: un santo. Predicador: apuntaba siempre a los temas medulares, al tuétano del Evangelio: amor de dios, caridad en el minuto y no en el año, una esperanza con el temor de Dios a la vista, contrición aguzada en penitencia, gobierno de Cristo sobre la costumbre (…); pocas veces el cristianismo ha dado un son más rotundo sin enredo del badajo en la cordonería retórica (…). El pueblo se va re creando con el loco de dios, semana a semana, en orfanatorio, hospital y casas de socorro (…). Maneja sobrenaturalmente una cosa que es sobrenatural, los oficios humanos, y sabe cuál es el falso y cuál el verídico. Ve, como el Dios dueño de las vocaciones, las que andan confusas y equivocadas, y las ordena, dando ya con eso dicha a las gentes, pues la dicha de este mundo no sale sino del oficio para el que nos pensó la mente de Dios (…). El confesor: Es del tiempo del fabuloso confesar: Ars le ha crecido delante del confesonario, primero se le volvió provincia y después país, la Francia. Hebras de hormigas penitentes vienen por todos los caminos y se paran en Ars. Diecisiete horas por día confiesa, cuatro horas defiende para las obras parroquiales y las otras tres las duerme. (…). Su milagro no es el del granero ni aun el de las curaciones, sino este de tener colgados de su boca en espera de la absolución a media Francia, durante cuarenta años (…). Confesor con más oreja de corzo no lo ha habido, para justipreciar en la voz la contrición falsa y la de veras y tampoco otro con el consejo dividido en un millón de especies diferenciadas que él se tenía prontos para el millón de maneras de pecar a que ha alcanzado la criatura (…). Los profesores del Cura de Ars se han llevado el fiasco más escocedor de su tiempo y no tuvieron paño suficiente con el que taparse la cara, cuando el orador, el hombre del púlpito y el confesor, sacudieron con su éxito el cuadrilátero de Francia (…).

“Sus tiempos habían sido los de Thiers, M.Pasteur y M.Anatole France. Los cronistas echan atrás de un empellón la maravilla del pueblo de Ars, vuelto Jerusalén, las peregrinaciones en masa medioevales, todo el caso Juan María Vianney, para contar las otras cosas fundamentales de la república… Lo que no impide que lo ocurrido haya ocurrido, o sea que, hacia 1850, un hombrecito insignificante, sin jerarquía eclesiástica a su favor, ni metáfora lujosa en su haber del sermón, batiese a Francia entera como cosa licuada, le soplase el milagro y le levantase la pesadez de rata de su racionalismo, creando durante el largo tiempo que le duró el aliento, una Edad media nueva en el cuadrilátero de Francia” [1].

No deja de llamar la atención esa fama, verdaderamente plebiscitaria, de santidad que nimbó su vida ya a los pocos años de iniciar su curato en Ars, hasta su muerte. Los curas párrocos elevados a los altares no son numerosos en la historia de la Iglesia, no porque escaseen entre ellos los modelos de abnegación, heroísmo pastoral y santidad de vida, sino porque suele ser poco llamativa la fidelidad cotidiana a los afanes que parecieran de evidencia indesmentible; además el párroco normalmente ha sido identificado en las escalas de figuración jerárquica, sea ésta civil, militar, eclesiástica o política, como un grado de importancia inferior. Se asimila al milagro silencioso del germinar de la tierra, madre nutricia que cada año provee de sustento al género humano, sobre el cual posaba su mirada el genio de San Agustín (sermones 130,1; 247, 2).

Hasta hoy día, Ars es un poblado de escasa importancia demográfica, a pocos kilómetros de Villefranche, en la región de Lyon. Sigue en pie la misma iglesita parroquial del santo Cura, que además es la puerta obligada para acceder a la basílica que alberga la urna con sus restos mortales. En esa iglesita adquiere animación lo que tan vivamente describe Mons. Trochu, en su clásica biografía basada en las actas del proceso de canonización: allí está el confesionario, testigo de la anónima serie de resurrecciones interiores que sacudían las costras impenitentes de largos años; en ese inconfortable encierro transcurría la mayor parte de su jornada a partir de la una de la madrugada, al toque del avemaría: ya a esa hora se abalanzaban los peregrinos venidos de toda Francia, que habían vigilado el precario descanso que el santo Cura se concedía; a medida que el peregrino avanza por la estrecha nave, le es dado ver las capillas laterales con las que el santo Cura fue ensanchando el oscuro rectángulo inicial, con sus altares e imágenes, el púlpito, la tarima para la catequesis diaria, la sacristía… a un costado de la Iglesia, después de atravesar el pequeño cementerio, está la modestísima casa parroquial, a cuya entrada se ve la chimenea: su fogón servía de cocina y comedor; al subir por una estrecha y crujiente escalera de madera, se llega al rústico dormitorio con el camastro, al pie del cual reposan sus zapatones, casi más bien … zuecos, la mesa con sus lentes, a un lado el amplio sombrero y el paraguas… todo está en su lugar, como si el dueño de casa de hace más de un siglo y medio acabara de salir para sus trajines habituales.

Ars no suele ser meta de peregrinaciones multitudinarias; para que el mensaje que brota de allí sea captado interiormente, es aconsejable la visita por una entera jornada como mínimo y, en lo posible, silenciosamente. Todo allí habla de un sacerdote y de un contexto, a primera vista desconcertantes, donde todo parecía confabulado para una historia sin protagonismo ni proyecciones en la vida de la Iglesia: más allá de la pobreza de humanas dotes que retardaron su ordenación, la oscuridad del lugarejo unida a la dureza de corazón de sus escasos habitantes, los tiempos aciagos que corrían, una voz nos acicatea interiormente: y sin embargosin embargo

Al momento de su muerte, en agosto de 1859, el resplandor de la vida santa del humilde párroco se había esparcido por toda Francia. Al poco tiempo, en previsión de una futura y deseable canonización, el obispo de Belley, diócesis que incluía la parroquia de Ars, ordenaba recoger por escrito y de manera no oficial, las declaraciones de los viejos feligreses que lo habían conocido a lo largo de los decenios de su curato de almas y de quienes le habían estado más cercanos [2]. Poco antes de cumplirse los cincuenta años, y culminadas las etapas del riguroso proceso canónico, era beatificado en la Basílica Vaticana, el 8 de enero de 1905.

Eran tiempos difíciles para la Iglesia en Francia aquellos años iniciales del siglo XX, testigos de la abrupta ruptura del concordato por parte del gobierno de Combes y de la confiscación del patrimonio eclesiástico. Gobernaba la Sede Romana Pío X, cuyo pontificado, en medio de ese mar embravecido, estuvo caracterizado por su dimensión netamente pastoral. El Papa Giuseppe Sarto había ejercido la cura de almas a lo largo de toda su vida, desde la capellanía en Tombolo (Treviso), a través de todos los grados de la jerarquía eclesiástica, hasta su elección a la Sede de pedro en 1903, siendo por entonces patriarca de Venecia. Me ha resultado sugerente una biografía de pío X, editada a los tres años del inicio de su pontificado, que abunda en detalles, inéditos en su mayor parte. Allí es dado ver a página entera una fotografía del Papa y otra del cardenal Rafael Merry del Val, su Secretario de Estado: en ambas preside la respectiva mesa de trabajo la imagen de bronce del Cura de Ars, recientemente beatificado [3]. Es una comprobación de la misteriosa afinidad que encontró el nuevo Beato en el corazón pastoral del Papa, también él canonizado (1954), y del joven cardenal, hábil diplomático, apóstol entre los muchachos pobres del Trastevere y, asimismo, en proceso de beatificación.

Veinte años más tarde, en los esplendores de la celebración del año Jubilar, el 31 de mayo de 1925, Pío XI proclamaba Santo de la Iglesia Universal a Juan María Vianney, y poco más tarde, patrono universal de los curas párrocos.

A partir de la beatificación su ejemplo ha sido invocado en forma constante por los Papas como encarnación del ideal sacerdotal vivido sin limitaciones. Entre estos numerosos documentos papales, destaca la encíclica de Juan XXIII Sacerdotii Nostri primordia (1º de agosto 1959), al conmemorarse el primer centenario de su muerte; tampoco puede echarse en olvido la Carta que el Papa Juan Pablo II dirigió a los presbíteros de todo el mundo el Jueves Santo de 1986 y el hecho absolutamente inédito en la vida de la Iglesia, cuando pocos meses más tarde, el 6 de agosto, el Papa, peregrino en Ars, tenía a su cargo las tres meditaciones de un retiro espiritual predicado a varios miles de obispos, presbíteros y seminaristas allí congregados; una larga homilía del Pontífice en la concelebración eucarística fue el punto culminante de aquel inolvidable encuentro. El Papa quiso así conmemorar el bicentenario del nacimiento del santo Cura. El Año del Sacerdocio, convocado por el actual Pontífice, y su reciente Carta que ha dirigido a los presbíteros con este motivo (16 de junio 2009) se añaden a esta rápida enumeración. Las abundantes notas que enriquecen cada uno de estos documentos ayudarán a profundizar en las motivaciones propuestas por los Papas.

Más numerosas son las biografías y escritos de diversa índole que presentan las múltiples facetas del santo párroco, algunas de las cuales han superado con creces las quince ediciones. Gabriela Mistral, a su paso por Ars, nos dejó la bella prosa nacida de su genio y de su meditación profunda, de la que acabo de recoger varios trozos [4].

En esta parte de nuestra reflexión, y a partir del trasfondo ya mencionado del magisterio pontificio, puede ser bueno destacar un rasgo propio del patrono de los párrocos (y de todos los presbíteros, a partir de este año del Sacerdocio), que constituye la médula de la espiritualidad del clero diocesano, también llamado “clero secular”: la caridad pastoral.

Juan María Vianney fue sacerdote en un pueblo y para un pueblo. Y tal vez esto mismo es lo que hace su ministerio tan actual en nuestros días. El Concilio vaticano ii ha valorizado ampliamente este arraigo del ministerio presbiteral en la misión de toda la Iglesia. El sacerdote no es la Iglesia, sin más. Ni es el dueño de su vocación ni de los poderes que le han sido conferidos. Mediante la ordenación Sacerdotal, Cristo lo hace suyo, lo envía al pueblo de dios, y le repite como al apóstol pedro: “Si me amas, apacienta mis ovejas” (cf. Jn 21, 17).

El sacerdote construye la Iglesia y la Iglesia lo construye a él. Tal vez con mayor claridad que en los tiempos del Cura de Ars, los cristianos han tomado conciencia de la importancia de su bautismo y confirmación. Todos tenemos la unción del Santo [5] y somos enviados en misión. Una comunidad cristiana, una parroquia donde cada uno asume su responsabilidad en el apostolado, manifiesta mejor a los ojos del mundo y a los suyos propios, que Dios a quien adora es don y comunión. La parroquia ofrece, al mismo tiempo, un ejemplo luminoso de apostolado comunitario, fundiendo en la unidad todas las diferencias humanas que allí se dan e insertándolas en la universalidad de la Iglesia [6].

El presbítero descubre así que su vocación es para su pueblo. Ha sido dado como servidor, ministro de Dios que da vida. Junto con los demás bautizados es discípulo del único maestro y para ellos Dios lo ha llamado a fin de actualizar en la Iglesia la presencia de su hijo, redentor del hombre. Para poder decirles con toda verdad en su nombre y con la fuerza del Espíritu: “Yo os aseguro…Yo te bautizo… Yo te perdono…Esto es mi Cuerpo…”. El presbítero descubre en cotidiano asombro que él ha sido constituido signo tangible, sacramento de la vitalidad comunicativa de Jesucristo Salvador. Y este signo tiene como destino los otros; y también los otros han de acompañar al presbítero en el camino. Como sucedió al niño campesino que en medio de la neblina de una mañana de febrero de 1818, ayudó al nuevo Cura a encontrar el camino de Ars, adonde se dirigía por primera vez. En ese mismo lugar, no lejos de la aldea, es dado ver hoy un monumento que muestra al joven párroco con una mano en alto y la otra en la cabeza del pequeño pastor, mientras se leen, esculpidas en el mármol, las palabras del Cura: “Tú me has mostrado el camino de Ars, yo te mostraré el camino del cielo”.

Un gran estímulo para el pastor de almas se da cuando católicos adultos en su fe, lo buscan en su condición de tal y exigen lo mejor de su propia vivencia sacerdotal. a la inversa, no es fácil vivir como ministro de Cristo cuando jamás se percibe el llamado a entregar el Evangelio o los sacramentos o se recurre a él sólo para fines distintos de su vocación. Con todo, hay un mundo que lo interpela, incluso a través de su propia ausencia y llamado explícito: “Al ver a la muchedumbre, Jesús sintió compasión de ella, porque estaban vejados y abatidos como ovejas que no tienen pastor” (Mt 9, 36). Podemos imaginarnos al Cura de Ars mirando a sus feligreses con los ojos de Jesús.

El Papa Benedicto XVI ha hecho notar que la esencia del sacerdocio ministerial comprende tanto una dimensión social-funcional, como una que es sacramental-ontológica. No son dimensiones contrapuestas y cualquier tensión entre ellas debe resolverse desde dentro. El presbítero -usando una terminología agustiniana- es voz de aquel que es la palabra; pero esto no es un aspecto meramente funcional, pues la predicación no proclama palabras sino la palabra y el anuncio coincide con la persona misma de Cristo; esto supone en el sacerdote la unión cada vez más creciente con el que es verbo del padre, que al encarnarse se hace siervo. Precisamente porque pertenece a Cristo, está radicalmente al servicio de los hombres. En la oración ha de madurar progresivamente la voluntad de Cristo y participar en el ofrecimiento sacramental de la Eucaristía y la obediencia dócil a la Iglesia [7]. Esto es lo que hace siempre actual la vida del Cura de Ars, aun cuando tanto han cambiado las condiciones históricas y sociales en las que él ejerció su ministerio.

En una forma u otra, el Espíritu Santo impulsa el apostolado del pastor y lo encamina: habla en las Escrituras, anima a toda la Iglesia y trabaja silenciosamente en el corazón de cada hombre. El sacerdote ha de ser hombre de discernimiento del Espíritu y de respuesta a sus multiformes llamadas.

Sin duda que para el Cura de Ars el llamado del Espíritu se expresaba ante todo en las multitudes que se apretujaban en su iglesita y delante del confesonario.

Hoy día son todos aquellos a quienes hay que buscar allí donde se hallan. Pero, ayer, como ahora, ser presbítero es siempre un modo de entregar la vida a Cristo, siguiéndolo por los caminos de los hombres. La Encarnación, que es todo lo contrario de una huida del mundo, sigue siendo el modelo de la misión. Lo que lleva a amar apasionadamente a la Iglesia en nuestro tiempo es el impulso misionero que la pone entera en movimiento. Todas las renovaciones que ha vivido nuestra generación han tenido su fuente en este deseo de dar a conocer y de hacer vivir a todos, especialmente a quienes aparecen como más lejanos, la buena nueva: en Jesucristo, Dios se ha hecho prójimo de cada hombre para hacerlo vivir, revivir…

La misión es la fuente de conversión de la Iglesia, moviéndola a alimentarse en los misterios que ella celebra. También es la misión la que convierte al presbítero en pastor, impulsándolo a sumergirse en la caridad pastoral de Cristo, que él ha de encarnar para los hombres de hoy. Esta es la característica del sacerdote diocesano, pastor de los redimidos por la sangre del redentor, aun cuando ellos mismos lo ignoren. Es la caridad pastoral la que da razón y estilo al modo de seguir a Cristo, asumiendo también los consejos evangélicos, cuyas virtudes son patrimonio de todos los bautizados, de acuerdo a su propia espiritualidad [8]. El vaticano ii ha enseñado luminosamente: “Los presbíteros conseguirán de manera propia la santidad ejerciendo sincera e incansablemente sus ministerios en el Espíritu de Cristo[9].

La vida del Cura de Ars es una ilustración exacta de esta enseñanza. Fue santo en cuanto presbítero, pastor, cura párroco. A través de su ministerio el Espíritu Santo lo fue identificando con Jesucristo, incluso cuando su responsabilidad pastoral lo espantaba y hubiera preferido quedar descargado de ella, para no preocuparse sino de la salvación de su alma.

En tres oportunidades el santo Cura experimentó la tentación de abandonar su parroquia. Y cada vez que su anhelo de soledad lo impulsaba a dejar atrás la responsabilidad de pastor, que él juzgaba demasiado pesada, fue la llamada de su pueblo la que lo hacía desandar el camino. “¿Es la voluntad de Dios? -se preguntaba a sí mismo angustiado, una noche en que emprendió la fuga, solamente con su breviario en la mano-, ¿la conversión de una sola alma no vale más que todas las oraciones que yo pueda hacer en soledad?”. Hasta Dardilly, en casa de su hermano, donde se había refugiado en septiembre de 1843, acudieron los delegados de su parroquia con el alcalde a la cabeza, hasta que lograron decidirlo a retornar a Ars. Y en la tormentosa noche del 4 al 5 de septiembre de 1853, mientras el santo Cura proyectaba huir para encerrarse en la trapa de La Neylière, las campanas tocaron a rebato y todo el pueblo corrió a cerrarle el paso. Ese pueblo que incansablemente lo llamó una y otra vez, a pesar de su rudeza y sus pecados, fue el instrumento de Dios para la santificación de su cura.

El ministerio por el cual el presbítero participa de modo tan íntimo en la misión de Jesús y en la acción del Espíritu es, pues, al mismo tiempo el lugar de su ascensión a la vida de santidad. A fuerza de actuar y hablar en nombre de Cristo, el presbítero se va configurando con Él. Nadie puede decir una y otra vez “Esto es mi Cuerpo”, sin que su vida entera se deje transformar; ni repetir en nombre de Cristo, en primera persona: “Yo te absuelvo”… sin que ese mismo perdón lo traspase… Como ministro de tantos nacimientos y resurrecciones, él mismo se revitaliza al hacer visible para los otros la paternidad de dios. Al tomar conciencia de ser compañero de Cristo pastor, ministro de su Espíritu Santo, ¿por qué tendría que ir a buscar la fuente de su espiritualidad en algo distinto de lo que constituye el centro de su vida? Siendo testigo de tantos sufrimientos que le son confiados solamente por ser sacerdote, y al mismo tiempo de tantas maravillas que obra la gracia en los hombres y mujeres de buena voluntad, en esta compasión y en este estupor descubre el manantial para su propia intercesión.

La Exhortación Apostólica “Pastores dabo vobis” (25-iii-1992), acerca del Sacerdocio y de la preparación a él, venía a coronar los trabajos del Sínodo de los obispos celebrado en roma durante octubre de 1990; llego a pensar que tal documento papal constituye casi una glosa de la vida del Cura de Ars. Al examinar las intervenciones de los padres sinodales a lo largo de las sesiones de trabajo, es dado advertir la extrema diversidad de situaciones y la dificultad de promover un modelo ideal del presbítero, con validez para todos los continentes, civilizaciones en tiempos de acelerada transformación. El sacerdote, sin embargo, aparece en todos los casos como “el soldado de infantería, sumido en el fango, en las primeras filas de la evangelización”, según la llamativa descripción del cardenal francés Roger Etchegaray. Sin embargo, la respuesta parece radicar en lo que va más allá del acontecer de cada día y que hace siempre actual la figura del humilde párroco de Ars. El secreto de su aventura fue la semilla del Evangelio, la presencia de Cristo por la acción de su Espíritu, de la que él mismo se hizo transparente.

Este año del Sacerdocio, bajo el patrocinio del Santo párroco de Ars, me aparece además como un llamado a los hombres de nuestro tiempo para que revisen las razones de su vacío interior y de la sed de lo absoluto que agobia a quienes son sinceros consigo mismos; y ¿no será, en fin de cuentas, un llamado a las comunidades cristianas y a todos los hijos de la Iglesia, a considerar la angustiosa escasez de vocaciones al sacerdocio como un problema que concierne a todos y que interpela la calidad de nuestro cristianismo?

Hace años, un peregrino de Tierra Santa, mientras rumiaba las palabras del Evangelio en las riberas del lago de Genesaret, frente a las ruinas de Cafarnaum, escribió:

Sueño con una Iglesia rejuvenecida por profetas y sacerdotes.
Sueño en un retorno al Evangelio, que sea un retorno a la aurora
del Evangelio, antes que toda polémica farisaica
y toda teología… cartesiana.
Sueño en ver que el Evangelio
–que mientras más envejezco más me rejuvenece–,
se predique y se reciba como una felicidad.
Sueño en que sea para todos mis hermanos, una gozosa nueva,
un fuego maravilloso de “Bienaventuranzas”.
Sueño en que, después de haber escuchado tanto de Marx,
Nietszche, Freud, Bultmann, Bonhoeffer y tantos otros,
recobremos, simplemente, todos juntos, a Jesucristo.
Sueño para los tiempos (llamados “de confusión”)
que vivimos, en una espiritualidad de Cafarnaum, donde Jesús,
entre dos noches de oración, fue de pueblo en pueblo,
muy alegre, alejándose cuando quieren retenerlo demasiado,
escapándose cuando quieren lucirlo.
Sueño en un Papa, en un obispo, en un sacerdote que no sea
entre los pobres (sus verdaderos compañeros) un caudillo,
un doctor, un pontífice o un tribuno, sino que comience por sentArse
en la hierba, y haga sentar a su mundo, para hablar, compartir la Palabra
y las parábolas, compartir el Pan como los cinco mil hombres
(sin contar el séquito), justamente aquí, frente a Cafarnaum”.


Notas 

[1] Luis Vargas Saavedra, Prosa religiosa de Gabriela Mistral: Juan María Vianney, Cura de Ars, Santiago, 1978,163-170.
[2] Proceso Ne pereant… (para que no se pierdan…).
[3] ac.Dott.Luigi Danelli, PIO X. Cenni Biografici, Bergamo 1906, pp.357 y 379.
[4] Cf. Luis Vargas Saavedra, l c. (nota 2).
[5] Cf. Conc. Vaticano II, Const.Lumen Gentium (Iglesia), 12.
[7] Cf. Catequesis del 24-VI-2009.
[6] Cf. Conc. Vaticano II, Decr. Apostolicam actuositatem (Apostolado de los laicos), 10.Por su parte, Juan Pablo II añadía, acerca del papel de la Parroquia: “El hombre se encuentra perdido y desorientado; pero en su corazón permanece siempre el deseo de poder experimentar y cultivar unas relaciones más fraternas y humanas. La respuesta puede encontrarse en la parroquia, cuando ésta, con la participación viva de los fieles laicos, permanece fiel a su originaria vocación y misión : ser en el mundo el “lugar” de la comunión de los creyentes y, a la vez, “signo e instrumento” de la común vocación a la comunión; en una palabra, ser la casa abierta a todos y al servicio de todos, o, como prefería llamarla el Papa Juan XXIII, ser la fuente de la aldea, a la que todos acuden para calmar su sed” (Exhort. Apost. Christifideles laici, -30-XII- 1988 (nº 27).
[8] Cf. Exh. Ap. Pastores dabo vobis (25-III-1992), nº 27 – 30. En el Sínodo de los Obispos celebrado en Roma en octubre de 1994, acerca de la Vida Consagrada, el arzobispo de Santiago, Mons. Carlos Oviedo Cavada, mercedario, se refirió a la vivencia de los consejos evangélicos, pobreza, castidad y obediencia, como elemento integrante de la espiritualidad del clero diocesano ( martes 11-X-1994).
[9] Conc. Vaticano II, Decr. Presbyterorum Ordinis Presbíteros), 13.Esto mismo es reiterado en el c.276 & 2,1º, del Código de Derecho Canónico.

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