La insistencia en la unidad de la santidad renovó en parte el rostro de nuestra Iglesia: jamás, durante su larga historia de dos milenios, el laicado se había valorizado en esa medida. El Vaticano II ya les había recordado sus responsabilidades en la construcción de la Ciudad; a partir de ese momento, la Iglesia abogó incansablemente por que los cristianos se comprometieran en las grandes causas y en los debates decisivos de nuestra época.

Se cuenta que siendo interrogado sobre la importancia histórica de la Revolución Francesa, Chou En-lai, en ese momento Primer Ministro del Presidente Mao, respondió: “Todavía es demasiado pronto para decirlo”. ¿No sería semejante prudencia algo también apropiado cuando se trata de apreciar las repercusiones del Concilio Vaticano II? Sólo es posible evaluar el impacto de los concilios con lentes de muy largo plazo. ¿Cuánto tiempo requirió la Iglesia para medir la profundidad de las reformas deseadas por el Concilio de Trento, o el alcance del IV Concilio de Letrán, de 1215, que definió la fe católica contra las herejías de los cátaros, o el de Nicea, en el cual nació el Credo, que hasta ahora sostiene nuestra fe, aproximadamente mil setecientos años después? Lo que en su momento parecía determinante se esfumó en sólo algunos años, mientras generaciones más lejanas cosechaban frutos inesperados de aquello.

El hecho de usar semejantes lentes nos obliga evidentemente a ir más allá de las pasiones del momento: ¿qué quedará mañana de las querellas del tiempo actual? Esa opción nos obliga además a perder un poco de vista el carácter pertinente de este momento único: no se trata en modo alguno de negar el carácter decisivo de este hecho, no sólo para la Iglesia, sino para el mundo moderno. El general De Gaulle, que conocía bien la historia, reconoció un día que consideraba al Concilio Vaticano II el acontecimiento más importante del siglo XX. En todo caso, ese siglo pasó. La lista de testigos directos o protagonistas es cada día más tenue, y pronto habrá desaparecido completamente. De nada serviría pretender mantener cierto espíritu del concilio más allá de las generaciones: el espíritu no sobrevive si no se encarna en escritos y prácticas. Llega indefectiblemente un día en que las reformas más profundas requieren a su vez ser reformadas. “Todo siempre debe reformarse”, suspiraba el Maestre de Santiago.

Vaticano II ante nosotros: éste es el tema que me han propuesto. Así, agradezco al Señor Cardenal Vingt-Trois por permitirme recobrar el púlpito de la catedral de Notre Dame de París, donde prediqué en Cuaresma durante tres años, y completar la serie actual titulada Vaticano II, una brújula para nuestro tiempo. Una brújula orienta nuestros pasos. ¿Qué futuro preparó y diseñó el Concilio para nuestra Iglesia, pero también en cierto modo para nuestra sociedad?

A menudo, suelo permanecer detenido ante un lienzo. Con sus amplios grises, ocres y beiges extendidos, el cuadro aspira a hacernos entrar en armonía. A la izquierda, arriba, de pie y como llevados sobre una línea musical, cuatro personajes se han puesto a hablar. No se ven sin embargo ni sus ojos ni su boca. Forman un coro, un cuarteto; cada uno de esos rostros sumamente estilizados mira en distinta dirección, tal vez un punto cardinal. A la derecha, otro personaje parece sentado sobre una segunda línea musical situada debajo de la primera; su vestimenta más oscura hace pensar que desempeña un rol central. Extiende su cráneo hacia los que están más arriba: escucha, no con sus sentidos inicialmente, sino en lo más profundo de sí mismo. Hay en esta composición cierta reminiscencia de la filosofía de Emmanuel Lévinas: el otro siempre está más arriba; venimos al mundo endeudados, al pie de ese acantilado. Tong, el pintor, puso simplemente a su obra el título El escuchar a los otros. “Escuchar”, una de las palabras más empleadas en la Biblia. “Escucha, Israel…”: así comenzaba, en la primera Alianza, toda comunicación del Señor a su pueblo.

Me pareció que ese cuadro también hablaba de nuestro último Concilio. Más aún, nos proporcionaba en cierto modo una clave de interpretación: el Vaticano II quiso situar el escuchar a los otros en el centro de la Iglesia, de la sociedad y por último de toda vida humana. Este escuchar se declina como gusto del Otro, como preocupación por el otro, por último como percepción de uno mismo como otro. Deberían producirse así “tendencias fuertes”, como dicen los economistas, que sin duda irrigarán nuestro futuro.

Los otros, ¿pero quiénes son esos otros? El otro es en primer lugar el Otro, con mayúscula, como habría dicho también Lévinas, el Todo- Otro, Dios. Si hubiesen preguntado a los Padres, el 8 de diciembre de 1965, en la clausura solemne, cuáles textos tendrían la repercusión histórica más duradera, no es seguro que la mayoría hubiese respondido: Dei Verbum. Cuarenta años después, esa Constitución es considerada como una obertura musical. Es lo que otorga al Concilio su tonalidad dominante. El escuchar religiosamente la palabra de Dios –así comienza la Constitución– proporciona el gusto del Otro, el gusto de Dios en primer lugar, luego el gusto del otro hecho a imagen de Dios, y por último el gusto de toda la obra divina, de la creación entera Dios habla. ¿Cómo escucharlo? ¿Cómo interpretar la Escritura?

El Sínodo de los Obispos de 2008, La Palabra de Dios en la vida y en la misión de la Iglesia, profundizó sobre una distinción metodológica esencial ya esbozada en la constitución conciliar. Dios habla a la altura del hombre. Es normal por consiguiente que el hombre utilice todos los recursos de su inteligencia científica, gracias a la exégesis académica, para escuchar los textos. Como se trata en primer lugar de una Palabra divina, es conveniente utilizar lo que se podría llamar la exégesis canónica, apoyándose en la tradición viva de toda la Iglesia. La fe está en primero y último lugar; le corresponde guiar el ejercicio de discernimiento. Cuarenta años después del Concilio, habiéndose reforzado el individualismo de las interpretaciones, debemos decir nuevamente: sí, lo Divino interviene en la historia de los hombres. No, los episodios referidos no se reducen a una mera construcción literaria o teológica. Sí, los hechos relatados son hechos verdaderos mediante los cuales el Dios creador pone de manifiesto su bello proyecto de amor para salvar a todos los hombres. Sí, el Verbo realmente se ha encarnado, no es un mito. Sí, el Cristo ha compartido nuestra condición humana, no es una hermosa historia escrita para niños o espíritus simples deseosos de lo maravilloso.

Muchos podríamos aquí dar testimonio del gran entusiasmo que se ha manifestado desde hace cuarenta años. Libros, revistas, colecciones, sesiones de formación: el pueblo de Dios se ha apasionado con la Escritura. Los grupos bíblicos han florecido de alguna manera en todas partes, hasta en las parroquias más desprovistas. La Escritura era el alma de la teología, recordaba el Concilio; desde entonces ha llegado a ser familiar para un número considerable de bautizados. Esa primera tendencia duradera ha sido estimulada por la reforma litúrgica, que ha llevado a escuchar una selección más amplia de textos bíblicos en la misa.

El éxito suele dar lugar a excesos. Así, el despliegue exagerado de la liturgia de la Palabra condenaba a la liturgia propiamente eucarística a convertirse en una especie de apéndice. Por este motivo, en un lapso de sólo cuatro años, la Iglesia Católica se ha provisto de un cuerpo impresionante en relación con la Eucaristía. El día 17 de abril de 2003, el Papa Juan Pablo II ponía su firma en la encíclica Ecclesia de Eucharistia, que trataba sobre la relación de la Eucaristía con la Iglesia. Poco después, inauguraba un año dedicado a la Eucaristía con la carta apostólica Mane nobiscum Domine. Por último, después de celebrarse un Sínodo dedicado al mismo tema, Benedicto XVI entregó al público su exhortación apostólica Sacramentum Caritatis, el 13 de marzo de 2007. Esta insistencia debe interpretarse como manifestación de un deseo de fidelidad al Concilio, que ya había abordado ampliamente la Eucaristía en su constitución dogmática sobre la Iglesia y en su constitución sobre la liturgia.

Lo señalado en este momento parecerá apoyar una opinión que ha llegado a ser común: el Vaticano II fue un concilio esencialmente cristocéntrico. Se podría mostrar que también procuró reaccionar contra un cristocentrismo latino excesivo con el fin de recobrar parte de la riqueza neumática tradicional. Ciertamente, no existe un texto conciliar dedicado a la tercera persona de la Trinidad; pero ya está preparado el terreno para señalizar los caminos del mañana. Después de todo, únicamente en el Espíritu se puede alcanzar a Cristo en su ser mismo. La asamblea cristiana se recibe y reconoce como sacramento de Cristo precisamente en el Espíritu. Es él quien guía a los hombres en su camino hacia el Reino del Padre, él quien ayuda a los bautizados a interpretar las señales de los tiempos, él quien “conduce el curso de los tiempos y renueva la faz de la tierra”. La brújula sobre la cual trata esta serie de conferencias es él en definitiva. Como lo deseaba Pablo VI: “A la cristología y especialmente a la eclesiología del Concilio, deben suceder un estudio nuevo y un culto nuevo del Espíritu Santo, justamente como complemento indispensable de la enseñanza del Concilio” (Audiencia del 6 de junio de 1973).

Será largo el camino que queda por recorrer. Visité un día a un sacerdote muy enfermo de edad avanzada. “Con Cristo –me confió– siempre he estado al mismo nivel. Por eso, la misa diaria representa la esencia de mi espiritualidad. Al seguir a Cristo, no es posible no dirigir la mirada hacia el Padre. Y a menudo mis oraciones comienzan con esta evocación: Padre. ¿Pero el Espíritu? Me pregunto si alguna vez le he rezado realmente al Espíritu Santo. Para mí, el Espíritu es el Gran Discreto”. Desde hace mucho tiempo me pregunto si en realidad el Espíritu no es el Gran Discreto de la vida de nuestra Iglesia latina.

¿Cómo dar el gusto del Espíritu Santo? Sostengo que en esto se trata de una segunda tendencia fuerte lanzada por nuestro Concilio. Juan Pablo II procuró llenar este vacío con la magnífica encíclica Dominum et vivificantem, publicada en 1986; pero ésta al parecer cayó en una especie de gran indiferencia. Desde ese momento, le correspondía al Espíritu manifestarse a su manera: provocó, a partir de la década posterior al Concilio, un florecimiento de movimientos y comunidades en los cuales, en la comunión más estrecha, a veces también compartiendo la vida, sacerdotes, religiosos y laicos aspiraban a dar testimonio de los carismas recibidos y volver a encontrar el modelo de las primeras comunidades cristianas. Se habló entonces de una nueva primavera para la Iglesia.

A partir del Vaticano II, el magisterio reciente de la Iglesia ha insistido en la acción universal del Espíritu en el mundo: es que el gusto del Espíritu Santo, como acabamos de esbozarlo, conduce naturalmente a la preocupación por el otro. ¿Quién es ese otro? El otro es en primer lugar el más alejado al cual es preciso acercarse y apreciar. En las relaciones del cristianismo con las religiones que no se refieren a Cristo, el Concilio provocó una especie de revolución copernicana. Dos documentos promulgados en 1965 ilustran este viraje decisivo: la declaración Nostra aetate sobre las relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianas, que con el tiempo llegó a ser uno de los textos más decisivos del Concilio, y la declaración Dignitatis humanae, que se refiere a la libertad religiosa. El Concilio aludió a dos nociones en realidad muy tradicionales: la de las “semillas del Verbo”, que inspira la acción de los hombres de buena voluntad más allá de la diversidad de confesiones, y la del respeto a las conciencias, que no podrían ser obligadas, por una presión externa, a adherirse a una fe determinada. Llama a una fraternidad universal. Varios hechos de gran alcance comenzaron a construir esta fraternidad: pienso en el famoso encuentro de Asís del 27 de octubre de 1986, seguido de otros parecidos. Desde las declaraciones de Pablo VI hasta el viaje de Benedicto XVI a Tierra Santa, el año pasado, la enseñanza magisterial aboga con una continuidad notable en favor de un diálogo respetuoso y sincero entre los seguidores de las distintas religiones.

Esta preocupación por el más alejado, en la cual advertimos una tercera tendencia fuerte, enriquece los conocimientos mutuos y purifica, en determinados puntos, la comprensión que los fieles tenían de sus propias creencias. Sin embargo, no deja de someter la teología cristiana a temibles interrogantes: ¿cuál es el lugar de Cristo en la acción salvífica de las religiones no cristianas? ¿Podría Dios haber elegido otros mediadores fuera de Jesucristo, como hoy sostiene la llamada corriente pluralista? En contra de esta última, la Congregación para la Doctrina de la Fe emitió en el año 2000 la declaración Dominus Iesus, en la cual se recordaba “la unicidad y la universalidad salvífica de Jesucristo y la Iglesia”.

Las sociedades marcadas por el pluralismo cultural, como la francesa, ya no podrán prescindir del diálogo interreligioso, que ha llegado a ser un elemento esencial de la paz social. ¿Han percibido los poderes públicos que al recurrir al mismo han entrado en un camino de revisión de las prácticas del laicismo? Las religiones han llegado a ser verdaderos participantes sociales, lo que desde hace un tiempo se llama el “laicismo positivo”. Ya no es posible relegarlas al mero ámbito de las convicciones personales. Las comunidades confesionales han adquirido así el derecho a expresarse en cuanto tales en la plaza pública.

El otro es también el hermano separado. La preocupación por el otro apunta entonces a superar progresivamente las barreras dejadas por la Historia y el pecado. El Vaticano II afirmó que el restablecimiento de la unidad entre todos los cristianos era una de sus principales preocupaciones. La Iglesia fue fundada una y única por Cristo; las divisiones entre los cristianos constituían por tanto un rechazo de la voluntad del Señor y un escándalo para el mundo. Cuatro décadas de diálogo ecuménico han hecho caer numerosos prejuicios; se han establecido puentes entre puntos de vista considerados inicialmente irreconciliables.

Se adoptó una cantidad impresionante de documentos. Pienso en particular en la Declaración conjunta sobre la doctrina de la justificación de 1999, que permitió a los católicos y a los luteranos superar conflictos de importancia crucial, que se remontaban al siglo XVI. Esta preocupación por la comunión llegó a ser como un leitmotiv del catolicismo desde hace cuarenta años. La encíclica Ut unum sint de Juan Pablo II, publicada en 1995, recordaba que el Concilio veía en el movimiento ecuménico una obra del Espíritu Santo que suscitaba en el corazón de todos los fieles de Cristo un deseo ardiente de unidad. Sin embargo, esta cuarta tendencia parece marcar el paso hoy día: el entusiasmo de los comienzos ha dado paso a gestiones más sobrias y moderadas. Hay quienes han llegado a hablar de crisis; pero, como explicaba el Cardenal W. Kasper, “una situación de crisis es una situación en la cual los métodos antiguos han llegado a su fin, pero se abren espacios para nuevas posibilidades”. La intercomunión en la verdad no es para mañana; han surgido nuevos obstáculos, como la ordenación de las mujeres por los anglicanos. El ecumenismo sigue siendo un ardiente llamado a la conversión de los corazones.

El otro es también todo el que viene, todo hombre que habite en este mundo. La preocupación por el otro se extiende entonces a una preocupación por el mundo. Un concilio nunca tendrá el poder de un Josué: no detiene la Historia. Ha llegado a ser algo muy común reconocer que en el curso de los últimos cuarenta años la aceleración de esta última no ha tenido parangón. El Concilio adivinaba sólo apenas el advenimiento de la globalización de las economías y las culturas; no podía prever la desaparición de las ideologías ni la caída del muro de Berlín ni la aparición de tesis aludiendo a un conflicto de las civilizaciones ni los prodigiosos avances de la biología dedicada al cuerpo humano ni por último las inquietudes cada día mayores por la salud de nuestro planeta. Hablaba todavía de ateísmo cuando el mayor desafío lanzado a las religiones sería mañana el de la indiferencia y la pérdida de interés en las cosas del sentido. Sin embargo, podemos sostener que el Vaticano II inculcó a los cristianos lo que yo llamaría un principio de benevolencia para con el mundo tal como es, en lo cual podemos advertir una quinta tendencia de largo plazo. Es precisamente en ese mundo, tan concreto, tan carnal, tan oscuro a veces, y de ninguna manera en aquel idealizado de las utopías, donde, como decía Gaudium et spes, el Espíritu sigue escribiendo la hermosa historia de la salvación. Dios ama ese mundo: ¿cómo podríamos no estar llenos de solicitud por el mismo?

Esta solicitud no se ha desmentido con posterioridad. Apoyándose en la constitución conciliar, los cristianos han desplegado una ética de los derechos humanos, que ha dado a este mundo como un nuevo peso de gracia. El comunismo soviético ha exhalado el último suspiro de un alma que jamás tuvo; las dictaduras han cedido ante la presión de los pueblos. Pienso con mayor frecuencia especialmente en América Latina, donde la Iglesia se encontró entre las fuerzas de la renovación social. Sin embargo, surge el riesgo de convertir ahora esos derechos en una retórica un poco vacía, cuando el más fundamental de ellos, el derecho a la vida, como lo recordaba la encíclica Evangelium vitae de 1995, es negado cada día a miles de miles de seres humanos inocentes en el comienzo de su existencia. Por último, esta solicitud con el mundo moderno exige a la Iglesia revisar completamente su misión y su modo de presencia. La secularización ha dado forma a sociedades cuyo carácter nunca habíamos conocido en el pasado: por consiguiente, es preciso que los cristianos inventen –y la expresión no es demasiado fuerte– una “nueva evangelización”, una evangelización de la cultura y por la cultura. Desgraciadamente, me parece que todas las fuerzas vivas de nuestra Iglesia todavía no le han tomado el peso a esta tremenda obligación.

El propósito de Benedicto XVI es aún más audaz. Recordamos que la modernidad se edificó a partir de un acto de fe en la razón humana. Ahora bien, a partir de Auschwitz, esta razón experimenta un eclipse que sumerge a esta modernidad en la amargura de las dudas y las tentaciones del nihilismo. Para salvarla de su propio desencantamiento, se requiere por lo tanto restablecer la confianza en el uso de la razón humana pura y simple, en su capacidad de alcanzar un orden de verdad. Es precisamente esta tarea gigantesca de cambio total, ya esbozada por la encíclica Fides et ratio de 1998, lo que el pontificado actual ha elegido como línea directriz de su misión.

Al hombre que le preguntaba qué debía hacer para ser feliz, Jesús le recomendaba amar a Dios con todas sus fuerzas y al prójimo como a sí mismo. El Concilio no ha procedido de distinta manera al hablar del gusto del Otro, de Dios y de la preocupación por el prójimo. Amar al prójimo como a uno mismo, recibirse a uno mismo como a otro, para retomar una imagen de Paul Ricoeur: falta entonces evocar ese último tipo de amor, el amor primordial de los bautizados a su Iglesia. Si no se ama la Iglesia, en realidad, ¿por qué se confiaría en ella? ¿Por qué se creería en los dogmas que define y por qué se seguiría la moral que enseña? Si no amamos la Iglesia, ¿de dónde sacaríamos el valor y el orgullo de llamarnos cristianos en sociedades que ya no recuerdan en absoluto los orígenes cristianos de su cultura? Amar la Iglesia como una madre, como escribía Juan XXIII en una encíclica famosa, él que iba a convocar un concilio para que la Iglesia tomara conciencia de su misión de luz, luz para los suyos y luz para el mundo, Lumen gentium.

Sólo se ama lo que se comprende. En la constitución que tiene este nombre y sobre la cual trato aquí, en una última etapa, el Vaticano II procura dar mayor profundidad a nuestra comprensión de la Iglesia y, si puedo decirlo, un carácter más “afectivo”. Mientras el acento se había puesto durante mucho tiempo en el aspecto jerárquico de la sociedad Iglesia, el Concilio parte del misterio de la Iglesia, que únicamente la fe puede captar. Precisamente en este misterio ella acoge la comunión que une a las personas de la Trinidad y aspira a hacerla pasar a sus miembros antes que brille en el mundo. Cada uno de los miembros del pueblo nuevo, el Pueblo de Dios caminando con los hombres, es incitado a recibir esta comunión divina y a vivirla, ya que absolutamente todos son llamados igualmente a la santidad.

La insistencia en la unidad de la santidad renovó en parte el rostro de nuestra Iglesia: jamás, durante su larga historia de dos milenios, el laicado se había valorizado en esa medida. El Vaticano II ya les había recordado sus responsabilidades en la construcción de la Ciudad; a partir de ese momento, la Iglesia abogó incansablemente por que los cristianos se comprometieran en las grandes causas y en los debates decisivos de nuestra época. La preocupación por la justicia y el apoyo a los más débiles no son para ellos materias optativas. Ella explica a los gobernantes que la fe cristiana, cuando apelan a ella, debe iluminar con la misma luz tanto sus decisiones políticas como su vida privada. A tiempo y a destiempo sostiene que nada podría reemplazar a la familia, porque sabe, con un saber a menudo milenario, que la salud de una sociedad despierta en la cuna de una comunión de personas, como decía Juan Pablo II en su exhortación apostólica Familiaris consortio, en 1981. Por último, la Iglesia envió a los laicos a la vanguardia de la misión. El llamado del decreto Ad Gentes fue lanzado nuevamente en dos documentos importantes, la exhortación apostólica de Pablo VI, Evangelii nuntiandi, en 1975, y la encíclica Redemptoris missio de Juan Pablo II, que apareció en 1990: “Veo el despertar de una nueva era misionera –escribía este último–, que un día llegará a ser rica en frutos si todos los cristianos (…) responden con generosidad y santidad a los llamados y a los desafíos de nuestra época”.

En ciertos íconos, la Iglesia es evocada con la forma de un edificio en el cual el extremo de la punta de la cúpula penetra hasta el interior de la Trinidad. La imagen hace sentir que la comunión de las personas divinas debe descender e impregnar a toda la Iglesia, llamada a convertir sus prácticas y también sus estructuras. Traduzco: las distintas administraciones de la Iglesia, desde la curia romana hasta la organización parroquial, deben siempre estar sometidas a ese primado de la comunión. ¿Ha atravesado el espíritu de algunos Padres conciliares el sueño patrístico de un gobierno de los obispos en comunión entre ellos? Hay seguridad, en todo caso, de que la exigencia de comunión ha asumido el nombre especial de colegialidad, donde advertimos una última tendencia, que lleva a los obispos a reunirse en conferencias provinciales, nacionales, a saber continentales, para intercambiar sus puntos de vista y tomar juntos las decisiones requeridas por la misión de las Iglesias locales. Sobre todo participan con regularidad en lo que viene a ser uno de los florones del Concilio: situado bajo la autoridad de Pedro, encargado de la comunión en el seno de la Iglesia universal, el Sínodo de los obispos se esfuerza por implantar en la Iglesia y el mundo lo que hemos llamado, inspirado por nuestro cuadro inicial, la cultura del escuchar al otro. Vemos ya que el diálogo frecuente, las deliberaciones y las proposiciones hechas al Papa tienden a asegurar un nuevo equilibrio entre la Iglesia universal y las Iglesias particulares.

¿Son suficientes las tendencias que hemos creído advertir -siete en total, número perfecto- para diseñar las grandes avenidas del mañana? La historia se burla a veces de los “futuribles”: alterna entre las páginas luminosas y las páginas más oscuras. El día 2 de abril de 2005 desaparecía el Papa Juan Pablo II. Su obra máxima será ciertamente el Catecismo de la Iglesia Católica. Este catecismo aspiraba a poner las grandes intuiciones del concilio al alcance de todos. Podría llamarse también Catecismo del Vaticano II. La obra reformadora del Concilio de Trento sólo logró conmover y transformar las mentalidades católicas mediante su catecismo, que se mantuvo vigente durante más de tres siglos. Ocurrirá lo mismo con el Vaticano II… ¡si se termina leyendo su catecismo! ¿Quiénes lo conocen, en realidad? ¿Quiénes hablan del mismo? ¿Qué recorrido catequístico se inspira en él? En Francia, por lo menos, este sumario de la fe sigue siendo suntuosamente ignorado En el mejor de los casos, se acepta mencionarlo como una referencia entre otras, siendo que debería ser la referencia de todas las otras… ¿Sería éste el gran fracaso de Juan Pablo II? Pero este fracaso sería también el del Concilio.

Seis días después, es decir, el 8 de abril, en la plaza San Pedro, el mundo entero se había dado cita. Nunca en la historia, en una reunión internacional, ni siquiera en la ONU, se ha visto reunido simultáneamente semejante areópago de jefes de Estado o de gobierno, todos experimentando la misma emoción. Venían, ciertamente, a saludar la memoria del pontífice que marcó su época. ¡Pero en definitiva también estaban participando en una misa! Por un instante, un momento fugaz, la eucaristía se celebraba sobre el mundo. ¡Tenía ahí lugar una cima de la caridad! Y cuando vi con mis propios ojos, en el momento del beso de paz, al Presidente sirio estrechar la mano del Presidente israelí, que a su vez le palmoteó amistosamente el hombro, me dije que en definitiva algo de ese “Concilio del escuchar a los otros”, había terminado por penetrar en la tierra de los hombres.


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