Macron ante los obispos de Francia
Palabras pronunciadas por el Presidente de la República Emmanuel Macron ante la Conferencia Episcopal Francesa, en un encuentro realizado en el Collège des Bernardins, París, 9 de abril de 2018.
Agradezco enormemente a usted, Monseñor [1], y a la Conferencia Episcopal Francesa la invitación a expresarme aquí esta noche, en este lugar tan especial y hermoso del Collège des Bernardins, por lo cual también quiero agradecer a los encargados y equipos.
Para encontrarnos aquí esta noche, Monseñor, usted y yo hemos desafiado a los escépticos de cada sector. Y si lo hemos hecho es sin duda porque compartimos confusamente la sensación de que el vínculo entre la Iglesia y el Estado se ha deteriorado, y tanto a usted como a mí nos interesa repararlo. Para esto, no hay otro medio fuera del diálogo.
Este diálogo es indispensable, y si tuviera que resumir mi punto de vista, diría que una Iglesia que pretendiese desinteresarse de los asuntos temporales no llevaría a cabo su vocación, y que un presidente de la República que pretendiese desinteresarse de la Iglesia y los católicos no estaría cumpliendo con su deber.
El ejemplo del coronel Beltrame [2], con el cual, Monseñor, usted acaba de terminar sus palabras, ilustra este punto de vista de una manera que me parece luminosa.
Con posterioridad a la trágica jornada del 23 de marzo, muchas personas han procurado calificar las instancias secretas del gesto heroico del coronel: hay quienes visualizaron ahí la aceptación del sacrificio propia de su vocación militar; otros vieron la manifestación de una fidelidad republicana alimentada por su recorrido masónico; otros, por último —y especialmente su esposa—, interpretaron su acto como traducción de su ardiente fe católica, dispuesta a la prueba suprema de la muerte.
En realidad, esas dimensiones están tan entrelazadas que resulta imposible desenredarlas, y además es inútil, ya que esa conducta heroica constituye la entrega de la verdad de un hombre en toda su complejidad.
Sin embargo, en Francia, este país que no escatima su desconfianza con respecto a las religiones, no he escuchado pronunciarse voz alguna para objetar la siguiente evidencia, grabada en la esencia de nuestro imaginario colectivo: cuando llega la hora de la mayor intensidad, cuando la prueba impone agrupar todos los recursos con que se cuenta al servicio de Francia, la parte del ciudadano y la parte del católico arden, en el verdadero creyente, en una misma llama. Estoy convencido de que los vínculos más indestructibles entre la nación francesa y el catolicismo se forjaron en aquellos momentos en los cuales se comprobó el valor real de los hombres y las mujeres. No es necesario remontarse a los constructores de catedrales ni a Juana de Arco: la historia reciente nos ofrece mil ejemplos, desde la Union Sacrée (Unión Sagrada) de 1914 [3] hasta la Résistants (Resistencia) de 1940 [4], desde los Justes ( Justos) [5] hasta los nuevos fundadores de la República, desde los Padres de Europa [6] hasta los inventores del sindicalismo moderno [7], desde la gravedad eminentemente digna a continuación del asesinato del padre Hamel [8] hasta la muerte del coronel Beltrame. Ciertamente Francia ha sido fortalecida por el compromiso de los católicos.
No me equivoco al decir esto. Si los católicos quisieron servir a Francia y engrandecerla, si aceptaron morir, no es puramente en nombre de ideales humanistas. No es en nombre de una moral judeocristiana secularizada. Es también porque estaban impulsados por su fe en Dios y su práctica religiosa.
Hay quienes podrán considerar que en semejantes propósitos hay una infracción contra la laicidad; pero después de todo, también contamos con mártires y héroes de todas las confesiones, y nuestra historia reciente nos lo ha mostrado nuevamente, incluyendo ateos que en el fondo de su moral encontraron las fuentes de un sacrificio total. Reconocer a unos no es disminuir a los otros, y considero que ciertamente no es función de la laicidad negar lo espiritual en nombre de lo temporal ni desarraigar de nuestras sociedades la parte sagrada que nutre a tantos de nuestros conciudadanos.
Cegarme voluntariamente sobre la dimensión espiritual que los católicos confieren a su vida moral, intelectual, familiar, profesional y social sería condenarme a tener de Francia solo una visión parcial; sería desconocer el país, su historia y sus ciudadanos, y afectando indiferencia iría en contra de mi misión. Y no tengo en mayor medida esa misma indiferencia con respecto a las demás confesiones hoy presentes en nuestro país. Y precisamente porque no soy indiferente percibo en qué medida el camino compartido desde hace tanto tiempo por el Estado y la Iglesia está hoy sembrado de malentendidos y desconfianza recíprocos.
No ocurre, por cierto, por primera vez en nuestra historia. Es propio de la naturaleza de la Iglesia cuestionar constantemente su relación con lo político, en esa vacilación perfectamente descrita por Marrou en su Teología de la Historia [9], y la historia de Francia ha visto sucederse momentos en que la Iglesia se instalaba en el centro de la ciudad y otros en los cuales lo hacía extramuros.
Pero hoy, en este momento de gran fragilidad social, cuando el tejido mismo de la nación corre riesgo de rasgarse, considero propio de mi responsabilidad no permitir la erosión de la confianza de los católicos con respecto a la política y los políticos. No puedo optar por semejante abandono, y no podría permitir que se agrave esa decepción.
Es tanto más cierto que la situación actual es en menor medida fruto de una decisión de la Iglesia que el resultado de varios años durante los cuales los políticos han ignorado profundamente a los católicos de Francia.
Así, por un lado, parte de la clase política sin duda ha exagerado en cuanto al vínculo con los católicos, a menudo únicamente por motivos demasiado evidentemente electoralistas. De ese modo se redujo a los católicos a ese animal extraño llamado “electorado católico”, que en realidad es una sociología. Y de ese modo se dio base a una visión comunitarista en contradicción con la diversidad y la vitalidad de la Iglesia de Francia, pero también con la aspiración del catolicismo a lo universal —como su nombre lo indica— en provecho de una reducción de categorías bastante mediocre.
Y por otro lado se encontraron todos los motivos para no escuchar a los católicos, relegándolos por desconfianza adquirida y por cálculo al rango de minoría militante en contradicción con la unanimidad republicana.
Por razones tanto biográficas como personales e intelectuales, tengo una mejor idea de los católicos. Y no me parece sano ni bueno que el político se haya ingeniado con tanta determinación para instrumentalizarlos o ignorarlos, por cuanto lo que necesitamos para hacer que las cosas evolucionen, en el buen sentido, es un diálogo y una cooperación totalmente distintos y una contribución absolutamente de otro peso a la comprensión de nuestra época y a la acción.
Eso es lo que mostró debidamente su hermoso discurso, Monseñor. Las preocupaciones que usted plantea —y procuraré responder a algunas o contribuir al respecto con un esclarecimiento provisorio—, estas preocupaciones no son las fantasías de algunos. Sus interrogantes no se limitan a los intereses de una comunidad restringida; son preguntas para todos nosotros, para toda la nación, para nuestra humanidad completa.
Este cuestionamiento interesa a toda Francia, no por ser específicamente católico, sino porque descansa en una idea del hombre, su destino y su vocación de carácter central para nuestro devenir inmediato, porque aspira a ofrecer un sentido e indicaciones a quienes demasiado a menudo lo requieren.
Estoy aquí esta noche precisamente porque quiero hacer justicia a esas interrogantes, y para solicitar a usted solemnemente que no se sienta al margen de la República, y recupere en cambio el gusto y la sal del rol que siempre ha desempeñado. Sé que sobre las raíces cristianas de Europa se ha debatido tanto como sobre el sexo de los ángeles, y que esa denominación ha sido descartada por los parlamentarios europeos; pero después de todo, la evidencia histórica suele prescindir de semejantes símbolos, y sobre todo no son las raíces lo que nos importa, ya que bien pueden también haber muerto; lo que importa es la savia, y estoy convencido de que la savia católica debe contribuir aún y siempre a hacer vivir nuestra nación.
Estoy aquí esta noche precisamente para intentar circunscribir eso, para decirle que la República espera mucho de usted; espera, si usted me permite decirlo, que le otorgue tres dones: el don de su sabiduría, el don de su compromiso y el don de su libertad.
La urgencia de nuestra política contemporánea reside en recuperar su arraigo en la interrogante sobre el hombre o —para hablar con Mounier [10]— sobre la persona. Ya no podemos, en el mundo tal como está, contentarnos con un progreso económico o científico que no se pregunte sobre su impacto en la humanidad o en el mundo. Es lo que procuré expresar en la tribuna de las Naciones Unidas, en Nueva York, pero también en Davos o incluso en el Collège de France cuando hablé de inteligencia artificial: necesitamos dar rumbo a nuestra acción, y ese rumbo es el hombre.
Ahora bien, no es posible avanzar en esta vía sin cruzar el camino del catolicismo, que desde hace siglos profundiza pacientemente sobre este cuestionamiento. Profundiza sobre su propio cuestionamiento en un diálogo con las otras religiones. Este cuestionamiento le da la forma de una arquitectura, una pintura, una filosofía, una literatura, todas las cuales procuran expresar de mil maneras la naturaleza humana y el sentido de la vida. “Venerable porque conoció bien al hombre”, dice Pascal sobre la religión cristiana. [11] Y ciertamente otras religiones, otras filosofías han profundizado sobre el misterio del hombre; pero la secularización no podría eliminar la larga tradición cristiana.
En el centro de esa interrogante sobre el sentido de la vida, en el lugar que reservamos para la persona, en la manera como le otorgamos su dignidad, usted, Monseñor, ha situado dos temas de nuestra época: la bioética y el tema de los migrantes.
También ha establecido un vínculo íntimo entre temas que la política y la moral comunes habrían abordado gustosas por separado. Usted estima que nuestro deber es proteger la vida, especialmente cuando esa vida es indefensa. En la vida del niño por nacer y del ser que ha llegado al umbral de la muerte, o del refugiado que todo lo ha perdido, visualiza ese rasgo común de la indigencia, la desnudez y la vulnerabilidad absoluta. Esos seres están expuestos. Lo esperan todo del otro, de la mano extendida, de la benevolencia que se ocupará de ellos. Esos dos temas movilizan nuestra parte más humana y la concepción misma que adoptamos de lo humano, y esa coherencia se impone a todos.
He escuchado, Monseñor, Señores y Señoras, las inquietudes provenientes del mundo católico, y quiero aquí procurar responder a ellas, o en todo caso entregar nuestra parte de verdad y convicción. Sobre los migrantes, se nos reprocha a veces no acoger con suficiente generosidad o dulzura, permitir que se instalen casos preocupantes en los centros de retención o rechazar a veces a los menores aislados. Se nos acusa también de permitir que prosperen actos de violencia policial.
Con todo, a decir verdad, ¿qué estamos haciendo nosotros? En la urgencia, procuramos poner fin a situaciones que hemos heredado y se desarrollan a causa de la falta de normas, de su indebida aplicación o mala calidad, y pienso aquí en los plazos de los trámites administrativos, pero también en las condiciones de otorgamiento de los títulos de refugiado.
Nuestro trabajo, dirigido día a día por el ministro de Estado, consiste en salir de la deriva jurídica de las personas que ahí se pierden y esperan en vano, que procuran reconstruir algo aquí y luego son expulsadas mientras otras, que podrían hacer su vida donde estamos nosotros, padecen de condiciones de acogida degradadas en centros desbordados.
Es la conciliación entre el derecho y la humanidad lo que intentamos. El Papa dio un nombre a este equilibrio, lo llamó “prudencia”, atribuyendo esta virtud aristotélica al gobierno, enfrentado ciertamente a la necesidad humana de acoger, pero también a la necesidad política y jurídica de hospedar e integrar. Es el rumbo de ese humanismo realista que he observado. Siempre habrá situaciones difíciles. Habrá a veces situaciones inaceptables y en cada oportunidad tendremos que hacer juntos todo lo posible para resolverlas.
Tampoco olvido, en todo caso, que además tenemos a cargo la responsabilidad de territorios con frecuencia difíciles adonde llegan esos refugiados. Sabemos que la afluencia de poblaciones nuevas sume a la población local en la incertidumbre, empujándola hacia opciones políticas extremas y desencadenando a menudo un repliegue propio del reflejo de protección. Está apareciendo una forma de angustia cotidiana que genera una especie de competencia de las miserias.
Nuestra exigencia se encuentra justamente en una tensión ética permanente entre mantener estos principios de un humanismo que es nuestro y no renunciar a nada en particular para proteger a los refugiados. Es nuestro deber moral y está inscrito en nuestra Constitución comprometernos claramente para que se mantenga el orden republicano y esta protección de los más débiles no se traduzca por consiguiente en anomia y falta de discernimiento, ya que también hay normas que será preciso hacer valer. Y para que se encuentren lugares, como se decía recién, en los centros de hospedaje o en las situaciones más difíciles es preciso además aceptar que al asumir nuestra parte de esa miseria no podemos tomarla enteramente sin distinción de situaciones, y además tenemos que mantener la cohesión nacional del país, donde a veces ya nadie habla de esa generosidad evocada por nosotros esta noche y solo quieren ver la parte espantosa del otro, alimentando ese gesto para llevar más lejos su proyecto. Precisamente por cuanto tenemos que mantener estos principios a veces contradictorios en una tensión constante, he querido que adoptemos ese humanismo realista, y lo asumo plenamente ante usted.
Donde necesitamos su sabiduría es para mantener este discurso de humanismo realista en todas partes, para conducir hacia el compromiso a quienes puedan ayudarnos y para evitar los discursos sobre lo peor, la intensificación de los temores que seguirán alimentándose de esta parte de nosotros, ya que la afluencia masiva de la cual usted ha hablado y recién yo evocaba no va a cesar de un día para otro, y es fruto de grandes desequilibrios en el mundo. Y tanto los conflictos políticos como la miseria económica y social o los desafíos climáticos seguirán alimentando en los próximos años y décadas grandes migraciones a las cuales nos enfrentaremos, y tendremos que seguir incansablemente con este rumbo, procurando constantemente mantener nuestros principios de acuerdo con la realidad, y al respecto no haré concesiones ni a unos ni a otros, ya que eso implicaría no cumplir mi misión.
En cuanto a la bioética, a veces se sospecha que tenemos una agenda oculta y conocemos anticipadamente los resultados de un debate que abrirá nuevas posibilidades para la procreación asistida, abriendo la puerta a prácticas como la gestación subrogada, que luego se impondrán irresistiblemente. Y hay quienes dicen que la introducción en estos debates de representantes de la Iglesia Católica y de los demás cultos, tal como la he llevado a cabo desde el comienzo de mi mandato, es un cebo artificial destinado a diluir la palabra de la Iglesia o tomarla como rehén. Como usted sabe, he decidido que la opinión del Consejo Consultivo Nacional de Ética (CNNE), señor Presidente, no era suficiente, y era preciso enriquecerla con la opinión de religiosos responsables. Y he querido también que este trabajo sobre las leyes bioéticas que nuestro derecho nos impone revisar pueda nutrirse con un debate organizado por el Consejo, pero en el cual todas las familias filosóficas, religiosas y políticas, de nuestra sociedad puedan expresarse de manera plena y total.
Por cuanto estoy convencido de que no estamos frente a un problema sencillo, que podría resolverse mediante una sola ley, sino a veces frente a debates morales, éticos profundos, que llegan a lo más íntimo de cada uno de nosotros, escucho a la Iglesia cuando se muestra rigurosa en cuanto a los fundamentos humanos de toda evolución técnica; escucho la voz de usted cuando nos invita a no reducir nada a esta acción técnica cuyos límites ha mostrado perfectamente; escucho sobre el lugar esencial que atribuye en nuestra sociedad a la familia —a las familias, me atrevería a decir— y escucho también esa preocupación por saber conjugar la filiación con los proyectos que los padres puedan tener para sus hijos.
Estamos enfrentando también una sociedad donde las formas de la familia evolucionan radicalmente, donde la condición del niño a veces se confunde y donde nuestros conciudadanos sueñan con fundar células familiares con un modelo tradicional a partir de esquemas que lo son menos. Escucho las recomendaciones formuladas por las instancias católicas, las asociaciones católicas, pero también al respecto ciertos principios enunciados por la Iglesia enfrentan realidades contradictorias y complejas por las cuales están pasando los mismos católicos. Todos los días, todos los días las mismas asociaciones católicas y los sacerdotes acompañan a familias monoparentales, familias divorciadas, familias homosexuales, familias que recurren al aborto, a la fecundación in vitro, a la procreación médica asistida, familias que enfrentan el estado vegetativo de uno de sus miembros, familias donde uno cree y otro no, con lo cual se deterioran en ellas las opciones espirituales y morales, y sé que eso también es parte de su experiencia cotidiana.
La Iglesia presta incansablemente asistencia en esas situaciones delicadas, procurando conciliar esos principios con la realidad. Por eso, no estoy diciendo que la experiencia de lo real deshaga o invalide las posiciones adoptadas por la Iglesia; simplemente digo que ahí también es preciso encontrar el límite, ya que la sociedad está abierta a todo lo posible, pero la manipulación y la fabricación de lo vivo no pueden ampliarse infinitamente sin poner en tela de juicio la idea misma del hombre y de la vida.
Así, el político y la Iglesia comparten esta misión de ponerse manos a la obra en la realidad, de enfrentar todos los días aquello que lo temporal —si me atrevo a decir— tiene de más temporal. Y esto es a menudo difícil, complicado, exigente e imperfecto. Y las soluciones no surgen por sí mismas; nacen de la articulación entre lo real y un pensamiento, un sistema de valores, una concepción del mundo. Son muy a menudo la elección del mal menor, siempre precario, y eso también es exigente y difícil.
Por eso no nos encogemos de hombros al escuchar a la Iglesia sobre esos temas. Escuchamos una voz que obtiene su fuerza de lo real y su claridad de un pensamiento en que la razón dialoga con una concepción trascendente del hombre. La escuchamos con interés, con respeto, e incluso podemos hacer nuestra gran cantidad de sus planteamientos; pero esa voz de la Iglesia, sabemos en el fondo usted y yo, no puede ser terminante, porque es producto de la humildad de quienes constituyen lo temporal. Por consiguiente, no puede sino ser de cuestionamiento. Y en todos esos temas, especialmente los dos que acabo de citar, por cuanto se construyen en profundidad en esas tensiones éticas entre nuestros principios, a veces entre nuestros ideales y la realidad, nos vemos conducidos hacia la profunda humildad de nuestra condición.
El Estado y la Iglesia son parte de dos órdenes institucionales distintos, que no ejercen su mandato en el mismo plano; pero ambos ejercen una autoridad e incluso una jurisdicción. Así, todos nosotros hemos forjado nuestras certezas y tenemos la obligación de formularlas con claridad, para establecer reglas, ya que es nuestro deber de estado. Además, el camino que compartimos podría reducirse a no ser sino el comercio de nuestras certezas. Pero también sabemos, tanto usted como nosotros, que nuestra tarea va más allá. Sabemos que consiste en dar vida a la inspiración de lo que servimos, en hacer crecer la llama, aun cuando sea difícil y sobre todo si es difícil. Debemos constantemente sustraernos a la tentación de actuar como meros gestores de lo que se nos ha confiado. Y por eso nuestro intercambio no debe basarse en la solidez de ciertas certezas, sino en la fragilidad de lo que nos interroga y a veces nos desconcierta. Debemos atrevernos a basar nuestra relación en el hecho de compartir esas incertidumbres, es decir, compartir las interrogantes y específicamente interrogantes sobre el hombre.
Es ahí donde nuestro intercambio siempre ha sido más fecundo: en la crisis ante lo desconocido, ante el riesgo; en la conciencia común del paso por dar, de la apuesta por intentar. Y es ahí donde con mayor frecuencia la nación ha crecido gracias a la sabiduría de la Iglesia, ya que desde hace siglos y milenios la Iglesia hace sus apuestas y se atreve a correr riesgos. Es así como ha enriquecido la nación.
Eso constituye —si usted me lo permite— la parte católica de Francia. Es esa parte que en el horizonte secular inculca la interrogante intranquila de la salvación, que cada uno —creyente o no creyente— interpretará a su manera, pero todos presienten que pone en juego toda su vida, el sentido de esa vida, el alcance que se le da y la huella que va a dejar. Ese horizonte de la salvación ciertamente en general ha desaparecido completamente en las sociedades contemporáneas, pero esto es un error y se percibe en muchas señales que permanece oculto. Cada uno tiene su forma de nombrarlo, de transformarlo, de llevarlo; pero evidentemente ante la interrogante del sentido y de lo absoluto en nuestras sociedades, en todas las vidas, incluso las más resueltamente materiales, se produce una especie de estremecimiento en el sentido gráfico del término.
Paul Ricoeur [12] —si me permite usted citarlo esta tarde— encontró los términos justos en una conferencia pronunciada en Amiens, en 1967: “Mantener un objetivo lejano para los hombres: llamémoslo un ideal, en el sentido moral, y una esperanza en el sentido religioso”. Esa noche, ante un público en el cual algunos tenían fe y otros no, Paul Ricoeur invitó a su auditorio a ir más allá de lo que él llamó “la perspectiva sin perspectiva”, con esa fórmula que —no lo dudo— nos reunirá a todos aquí esta tarde: “Aspirar a más, pedir más”. Eso es la esperanza: siempre espera más que lo factible. Así, la Iglesia no es, en mi opinión, esa instancia que demasiado a menudo se caricaturiza como guardián de las buenas costumbres; es esa fuente de incertidumbre que recorre cada vida y hace del diálogo, de la interrogante, de la búsqueda la esencia misma del sentido, incluso entre quienes no creen.
Por ese motivo, el primer don que pido a usted es la humildad en el cuestionamiento, el regalo de esa sabiduría que encuentra su arraigo en la interrogante sobre el hombre y por consiguiente en las interrogantes que el hombre se plantea.
Porque eso es lo mejor de la Iglesia, es la que dice “Llamad y se os abrirá” [13] y se presenta como recurso y voz amiga en un mundo donde la duda, lo incierto, lo cambiante constituyen la norma; donde el sentido siempre escapa y siempre se reconquista; es una Iglesia de la cual no espero lecciones, sino más bien esa sabiduría de la humildad ante esos dos temas en particular que usted ha querido citar y yo acabo de esbozar en respuesta, porque no podemos sino tener un horizonte común, y procurando cada día hacer algo mejor, aceptando en el fondo la parte “de intranquilidad” irreductible que se da con nuestra acción.
El cuestionamiento no implica negarse a actuar; por el contrario, es procurar que la acción esté en conformidad con principios que la anteceden y le dan fundamento, y esta coherencia entre pensamiento y acción constituye la fuerza de ese compromiso que Francia espera de usted, ese segundo don del cual yo deseaba hablarle.
Lo que afecta a nuestro país —ya tuve ocasión de decirlo— no es únicamente la crisis económica; es el relativismo, es incluso el nihilismo; es todo cuanto hace pensar que eso no vale la pena: no vale la pena aprender, no vale la pena trabajar y, sobre todo, no vale la pena extender la mano y comprometerse con el servicio, por grande que sea. El sistema ha encerrado progresivamente a nuestros conciudadanos en “el para qué”, dejando de remunerar realmente el trabajo o desalentando la iniciativa, protegiendo mal a los más débiles, poniendo en arresto domiciliario a los más desfavorecidos y más aun considerando que la era posmoderna a la cual llegamos colectivamente constituía la era de la gran duda, que permitía renunciar a todo lo absoluto.
En ese contexto de reducción de la solidaridad y la esperanza, los católicos se dirigieron masivamente hacia la acción asociativa, hacia al compromiso. Hoy son ustedes un gran componente de esa parte de la Nación que ha decidido ocuparse de la otra parte. Hemos visto recientemente testimonios muy emocionantes de eso: el testimonio de los enfermos, de las personas aisladas, de los venidos a menos, de los vulnerables, de los abandonados, de las personas con necesidades especiales, de los presos, independientemente de su condición étnica o religiosa. Bataille llamaba a esto “la parte maldita”, [14] expresión a veces tergiver-sada, pero que constituye parte esencial de una sociedad por cuanto por eso se juzga una sociedad o una familia… por su capacidad de reconocer a aquella o aquel que ha tenido un recorrido distinto, un destino distinto, y de comprometerse con el mismo. Los franceses no siempre miden este cambio del compromiso católico: han pasado ustedes de las actividades de trabajadores sociales a las de militantes asociativos a disposición de la parte frágil de nuestro país. En realidad, las asociaciones o los católicos se comprometen independientemente de ser o no explícitamente católicos, como los restaurantes del corazón [15].
Temo que los políticos se han comportado durante demasiado tiempo como si ese compromiso fuese un acervo, como si fuese normal, como si la cura aplicada de este modo por los católicos y tantas otras personas para el sufrimiento social fuese producto de cierta impotencia pública.
Quisiera saludar con muchísimo respeto a todas y todos aquellos que han optado por eso sin medir su tiempo y su energía, y permítame también saludar a todos esos sacerdotes y religiosos que han dedicado su vida a ese compromiso y que en las parroquias francesas cada día acogen, intercambian, actúan muy junto a la angustia o las desgracias o comparten la alegría de las familias cuando se producen acontecimientos felices. Entre ellos se encuentran también capellanes en los institutos armados y en nuestras cárceles, y saludo aquí a sus representantes: ellos también son personas comprometidas. Y permítame asociar asimismo a esto a todos los participantes de otras religiones cuyos representantes se encuentran aquí presentes y comparten esta comunidad de compromiso con ustedes.
Este compromiso es vital para Francia, y más allá de los llamados, requerimientos o interpelaciones que ustedes nos dirigen para decirnos que hagamos más y mejor, yo sé y todos sabemos que el trabajo que realizan no es un remedio para salir del paso, sino parte del fundamento mismo de nuestra cohesión nacional. Ese don del compromiso no solo es vital, sino también ejemplar; pero he venido a llamarlos a hacer aún más, ya que no es un misterio que la energía dedicada a este compromiso asociativo también ha estado en gran medida ausente en el compromiso político.
Ahora bien, creo que la política, por decepcionante que haya podido ser para algunos, o carente de sensibilidad para otros, necesita la energía de las personas comprometidas, la energía de ustedes. Necesita la energía de quienes dan sentido a la acción y depositan en su corazón una forma de esperanza. Más que nunca, la acción política necesita lo que la filósofa Simone Weil [16] llamaba la efectividad, es decir, esa capacidad para hacer existir en lo real los principios fundamentales que estructuran la vida moral e intelectual y —cuando corresponde— las creencias espirituales. Es lo que han aportado a la política francesa grandes figuras como el General de Gaulle, Georges Bidault, Robert Schuman, Jacques Delors [17] o también grandes conciencias francesas que han iluminado la acción política, como Clavel, Mauriac, Lubac o Marrou [18], y no es una práctica teocrática ni una concepción religiosa del poder lo que se ha manifestado, sino una exigencia cristiana introducida en el campo laico de la política. Es preciso ocupar hoy día ese lugar, no porque la política francesa requiera su cuota de católicos, protestantes, judíos o musulmanes, ni porque los responsables políticos de calidad solo se reclutarían en las filas de la gente de fe, sino porque esa llama común de la cual yo hablaba recién a propósito de Arnaud Beltrame forma parte de nuestra historia y de lo que siempre ha guiado a nuestro país. La disminución de esa luz o el hecho de ponerla debajo de la cama no es una buena noticia.
Por ese motivo, desde mi punto de vista, un punto de vista de jefe de Estado, un punto de vista laico, debo preocuparme de que quienes trabajan en el seno de la sociedad francesa, quienes se comprometen para curar sus heridas y consolar a sus enfermos tengan también una voz en el escenario político tanto nacional como europeo. Esta noche quiero llamarlos precisamente a comprometerse políticamente en nuestro debate nacional y europeo, porque la fe de ustedes es parte del compromiso que ese debate necesita y porque históricamente siempre lo han alimentado, ya que la efectividad implica no desconectar la acción individual de la acción política y pública.
Al respecto, debo recordar la claridad perfecta del texto propuesto por la Conferencia Episcopal en noviembre de 2016 a raíz de la elección presidencial, titulado “Volver a encontrar el sentido de la política”. Algunos meses antes yo fundé “En Marche” [19], y sin pretender, Monseñor, entrar en una querella por derechos de autor, leí en esa ocasión una frase cuya consonancia con lo que guio mi compromiso me impresionó. Cito lo que estaba escrito: “No podemos permitir que nuestro país vea correr riesgo de deteriorarse gravemente aquello que constituye su fundamento, con todas las consecuencias que puede experimentar una sociedad dividida. Es un trabajo de reestructuración al cual debemos dedicarnos juntos”.
Búsqueda del sentido, nuevas solidaridades, pero también esperanza en Europa: ese documento enumera todo cuanto puede llevar a un ciudadano a comprometerse, y se dirige a los católicos vinculando con sencillez la fe con el compromiso político mediante esta fórmula, que cito: “El peligro residiría en olvidar lo que nos ha construido, o por el contrario soñar con el retorno a una edad de oro imaginaria o aspirar a una iglesia de puros y una contracultura situada fuera del mundo, en posición de desplome y de jueces”.
Desde hace demasiado tiempo, el campo político se convirtió en un teatro de sombras, y aún hoy día el discurso político se nutre con demasiada frecuencia de los esquemas más gastados y reductores, pareciendo ignorar la inspiración de la historia y lo que exige de nosotros el retorno de lo trágico en nuestro mundo contemporáneo.
Por mi parte, pienso que podemos construir una política efectiva, una po-lítica que escape al cinismo común para registrar en lo real lo que debe constituir la primera obligación del político, quiero decir la dignidad del hombre.
Creo en un compromiso político al servicio de esa dignidad, que la reconstruya donde ha sido escarnecida, que la preserve donde es amenazada, que la convierta en el verdadero tesoro de cada ciudadano. Creo en aquel compromiso político que permite restaurar la primera de las dignidades, que consiste en poder vivir del propio trabajo. Creo en ese compromiso político que permite enderezar la dignidad más fundamental, la dignidad de los más frágiles, aquella que justamente no se reduce a fatalidad social alguna —y ustedes han sido magníficos ejemplos, los seis, hace un momento— y considera que hacer acción política y de compromiso político es también modificar las prácticas de la sociedad y su mirada en el lugar donde nos encontramos.
Las seis voces que hemos escuchado al comienzo de esta reunión son seis voces de un compromiso que contiene en sí mismo una forma de compromiso político, que supone seguir este camino para encontrar también otras salidas, pero en el cual siempre he querido vislumbrar un rechazo de una fatalidad, un deseo de ocuparse del otro y sobre todo ese deseo, por lo considerado de su propósito, de una conversión de las miradas. Eso es el compromiso en una sociedad: es dar el propio tiempo, la propia energía; es considerar que la sociedad no es un cuerpo muerto modificable únicamente por políticas públicas o textos, o sometida puramente a la fatalidad de los tiempos; es la posibilidad de que todo pueda cambiar si uno decide comprometerse, y mediante la propia acción hacer cambiar la mirada; mediante la propia acción dar una oportunidad al otro, pero que también pueda revelarnos que ese otro nos cambia a nosotros mismos.
Hoy en día se habla mucho de inclusividad. No es una palabra muy bonita y no estoy seguro de que siempre la comprendan todas y todos; pero significa lo siguiente: aquello que procuramos hacer sobre el autismo, sobre el hándicap, lo que deseo que busquemos para restaurar la dignidad de nuestros prisioneros, lo que quiero que busquemos para la dignidad de los más frágiles de nuestra sociedad, es simplemente considerar que siempre hay otro que en un momento dado de su vida tiene ante todo algo que aportar a la sociedad, y por determinados motivos algo puede hacer o no puede hacer nada. Vayan a ver una clase o una guardería infantil en la cual estábamos hace algunos días, donde se pone a niños pequeños con problemas de autismo, y verán su aporte para los demás niños. Y se lo digo a usted, señor, no piense simplemente que lo ayudamos... hemos visto recién en la emoción de su hermano todo lo que usted aporta para él y nadie más habría podido aportar. Esa conversión de la mirada solo la hace posible el compromiso, y en lo esencial de ese compromiso una indignación profunda, humanista, ética, y nuestra sociedad política necesita esto. Y ese compromiso que usted asume lo necesito para nuestro país, así como para nuestra Europa, porque hoy nuestro principal riesgo es la anomia, es la atonía, es la dejadez.
Entre nuestros conciudadanos, son demasiados los que piensan que lo adquirido se ha vuelto natural; que olvidan los grandes vaivenes a los cuales nuestra sociedad y nuestro continente hoy se encuentran sometidos; que quieren pensar que eso nunca ha sido distinto, olvidando que nuestra Europa solo está viviendo el comienzo de un paréntesis dorado con solo un poco más de 70 años de paz, ella, que siempre fue zarandeada por las guerras; donde demasiados conciudadanos nuestros piensan que la fraternidad de la cual se habla es una cuestión de dinero público y de política pública, y que no obtendrían de ahí su parte indispensable.
Todos estos combates propios de lo esencial del compromiso político contemporáneo los llevan consigo en su parte de verdad los parlamentarios aquí presentes, ya sea tratándose de luchar contra el calentamiento climático, de luchar por una Europa que protege y revisa sus ambiciones o por una sociedad más justa; pero no serán posibles si en todos los niveles de la sociedad no van acompañados por un compromiso político profundo, un compromiso político al cual llamo a los católicos para nuestro país y para nuestra Europa.
El don del compromiso que pido a ustedes es el siguiente: no permanezcan en el umbral, no renuncien a la República que han contribuido con tanto vigor a forjar; no renuncien a esta Europa cuyo sentido han alimentado; no dejen sin cultivo las tierras que han sembrado; no retiren de la República la rectitud preciosa que tantos fieles anónimos tienen en su vida de ciudadanos. En lo esencial de este compromiso, nuestro país necesita la parte de indignación y confianza en el porvenir con la cual ustedes pueden contribuir.
Sin embargo, para tranquilizarlos, les digo que no he venido a proponerles un reclutamiento y he venido también a pedirles un tercer regalo que pueden hacerle a la Nación, y es precisamente el de su libertad. Compartir el camino no es siempre caminar al mismo paso. Recuerdo ese hermoso texto en el cual Emmanuel Mounier explica que en la política la Iglesia siempre ha estado al mismo tiempo adelantada y atrasada, jamás totalmente contemporánea, jamás totalmente de su época. Eso hace rechinar algunos dientes, pero hay que aceptar este contratiempo; hay que aceptar que en nuestro mundo no todo obedece al mismo ritmo, y la primera libertad con la cual la Iglesia puede hacer un don consiste en ser intempestiva.
Algunos la encontrarán reaccionaria; otros, en otros temas, demasiado audaz. Creo simplemente que debe constituir uno de esos puntos fijos que nuestra humanidad necesita en el fondo de este mundo que se ha vuelto oscilante, una de esas señales que no ceden ante el humor de los tiempos. Es por eso, Monseñor, Señoras y Señores, que tendremos que vivir dando tumbos con el lado intempestivo de ustedes y la necesidad que yo tendría de estar en el tiempo del país. Y es este desequilibrio constante lo que juntos haremos avanzar.
“La vida activa —decía Gregorio— es servicio; la vida contemplativa es libertad” [20]. Recordando la importancia de esa parte intempestiva y de ese punto fijo que usted puede representar, quisiera esta noche tener un pensamiento para todos aquellos y aquellas que se han comprometido en una vida de reclusión o una vida comunitaria, una vida de oración y trabajo. Aun cuando a algunos les parece a destiempo, ese tipo de vida también es ejercicio de una libertad; demuestra que el tiempo de la Iglesia no es el del mundo y ciertamente no es el de la política como se está dando... Y eso está muy bien así.
Lo que espero que nos ofrezca la Iglesia es también su libertad de palabra. Hemos hablado de las alertas lanzadas por las asociaciones y por el episcopado. Pienso también en las admoniciones del Papa, que en una adhesión constante a lo real encuentra con qué recordar las exigencias de la condición humana. Esa libertad de palabra, en una época en que los derechos están en boga, suele presentar la particularidad de recordar los deberes del hombre consigo mismo, con su prójimo o con nuestro planeta. La mera mención de las obligaciones que se nos imponen es a veces irritante: esa voz que sabe decir lo que enoja, nuestros conciudadanos la escuchan aun cuando estén alejados de la Iglesia. Es una voz no desprovista de esa “ironía a veces tierna, a veces helada” de la cual hablaba [21] Jean Grosjean en su comentario sobre Pablo, una fe que sabe como pocos más subvertir las certezas hasta dentro de sus filas. Esa voz que se vuelve tanto revolucionaria como conservadora, y a menudo ambas al mismo tiempo, como decía Lubac en sus “Paradojas” [22], es importante para nuestra sociedad.
Hay que ser muy libre para atreverse a ser paradojal y hay que ser paradojal para ser realmente libre. Es lo que nos recuerdan los mejores escritores católicos, desde [23] Maurice Clavel hasta Alexis Jenni, desde Georges Bernanos hasta Sylvie Germain, desde Paul Claudel hasta François Sureau; desde François Mauriac hasta Florence Delay, desde Julien Green hasta Christiane Rance. En esa libertad de palabra, de mirada, que es la de ellos, encontramos una parte de lo que puede iluminar a nuestra sociedad.
Y en esa libertad de palabra incluyo la voluntad de la Iglesia de iniciar, mantener y reforzar el libre diálogo con el Islam que tanto necesita el mundo y usted ha evocado, ya que no hay comprensión del Islam que no pase por clérigos, así como no hay diálogo interreligioso sin las religiones. Estos lugares son el testigo de eso. El pluralismo religioso es un dato fundamental de nuestra época. Monseñor Lustiger [24] lo intuyó en gran medida cuando quiso hacer revivir el Collège des Bernardins para acoger todos los diálogos. La Historia le dio la razón. Hoy día no hay paso más urgente que incrementar el conocimiento mutuo de los pueblos, de las culturas, de las religiones; no hay otros medios para eso fuera del encuentro mediante la voz, pero también mediante los libros, mediante el trabajo compartido, todas cosas sobre cuyo arraigo en el pensamiento cisterciense habló Benedicto XVI al pasar por aquí en el año 2008.
Esta forma de compartir se ejerce en plena libertad, cada uno con sus términos y sus referencias. Es el zócalo indispensable del trabajo que el Estado por su lado debe conducir para pensar siempre en nuevos gastos, el lugar de las religiones en la sociedad y la relación entre religión, sociedad y poder público. Y para eso cuento en gran medida con ustedes, con todos ustedes, para nutrir ese diálogo y arraigarlo en nuestra historia común, que tiene sus particularidades, pero cuya particularidad es justamente haber siempre atribuido a la Nación francesa esa capacidad de pensar en los universales.
Esta forma de compartir mantenida por ustedes es de tal manera importante que los cristianos dan su vida por su adhesión al pluralismo religioso. Estoy pensando en los cristianos de Oriente.
El político comparte con la Iglesia la responsabilidad de esos perseguidos, ya que no solo hemos heredado históricamente la obligación de protegerlos, sino también sabemos que dondequiera se encuentren constituyen el emblema de la tolerancia religiosa. Quiero aquí reconocer el trabajo admirable realizado por movimientos como L’OEuvre d’Orient, Caritas Francia y la comunidad de San Egidio [25] para permitir la acogida en el territorio nacional de las familias de refugiados, para acudir con ayuda en terreno, con apoyo del Estado. Como dije durante la inauguración de la exposición “Cristianos de Oriente”, en el Instituto del Mundo Árabe el 25 de septiembre pasado, el porvenir de esta parte del mundo no tendrá lugar sin la participación de todas las minorías, de todas las religiones y en especial de los cristianos de Oriente. Sacrificarlos, como desearían algunos, olvidarlos, significa estar seguros de que ninguna estabilidad y ningún proyecto podrán tener duración en esta región.
Existe finalmente una última libertad que la Iglesia debe regalarnos, y es la libertad espiritual, porque no estamos hechos para un mundo que solo tenga objetivos materialistas. Nuestros contemporáneos necesitan, independientemente de ser o no creyentes, escuchar hablar de otra perspectiva del hombre fuera de la perspectiva material. Necesitan aplacar otra sed, que es una sed de absoluto. No se trata aquí de conversión, sino de una voz que, junto con otras, se atreva todavía a hablar del hombre como un ser vivo dotado de espíritu; que se atreva a hablar de algo fuera de lo temporal, pero sin descartar la razón ni lo real; que se atreva a entrar en la intensidad de una esperanza y que a veces nos haga palpar con el dedo ese misterio de la humanidad que se llama santidad, sobre la cual el Papa Francisco dice, en la exhortación que apareció en estos días, que es “el más bello rostro de la Iglesia” [26].
Esa libertad consiste en ser ustedes mismos sin procurar complacer ni seducir, sino cumpliendo con su obra en la plenitud de su sentido, con la norma que le es propia, y qudesde siempre nos proporciona pensamientos vigorosos, una teología humana, una Iglesia que sabe guiar tanto a los más fervientes como a los no bautizados, a los establecidos y a los excluidos.
No pediré a ninguno de nuestros conciudadanos no creer ni creer moderadamente. No sé lo que eso significa. Deseo que cada uno de ellos pueda creer en una religión, en una filosofía que le sea propia, con o sin una forma de trascendencia, que pueda hacerlo libremente; pero que cada una de esas religiones, de esas filosofías, pueda aportarle esa necesidad de absoluto en lo más profundo de sí mismo.
Mi rol consiste en asegurarme de que él tenga la libertad absoluta tanto de creer como de no creer; pero siempre le pediré asimismo respetar absolutamente y sin concesión alguna todas las leyes de la República. Eso es laicidad, ni más ni menos, una regla de bronce para nuestra vida juntos, que no admite concesiones, una libertad de conciencia absoluta y esa libertad espiritual que acabo de evocar.
“¿No debería una Iglesia que triunfa entre los hombres inquietarse por haber ya comprometido todo por elección habiendo contraído un compromiso con el mundo?”. Esta interrogante no es mía, son palabras de Jean-Luc Marion [27] que deberían servir de bálsamo a la Iglesia y a los católicos en las horas de duda sobre el lugar de los católicos en Francia, sobre la audiencia de Iglesia, sobre la consideración que se les otorga.
La Iglesia no es en absoluto del mundo ni debe serlo. Nosotros, que enfrentamos lo temporal, lo sabemos y no debemos tratar de atraerla integralmente hacia eso, como no debemos hacerlo con ninguna religión. No es nuestro rol ni el lugar de ellas.
Pero eso no excluye la confianza ni el diálogo. Sobre todo, eso no excluye el reconocimiento mutuo de nuestras fuerzas y de nuestras debilidades, de nuestras imperfecciones institucionales y humanas, ya que vivimos en una época en que la alianza de buenas voluntades es demasiado preciosa como para tolerar que pierdan el tiempo juzgándose entre ellas. Debemos de una vez por todas admitir la incomodidad de un diálogo que descansa en la disparidad de nuestras naturalezas, pero también admitir la necesidad de ese diálogo, porque cada uno de nosotros, dentro de nuestro orden, apunta a fines comunes, que son la dignidad y el sentido.
Ciertamente, las instituciones políticas no tienen las promesas de la eternidad; pero la Iglesia misma no puede correr antes de tiempo el riesgo de segar simultáneamente el buen grano y la cizaña. Y en este intervalo en que nos encontramos, en que hemos recibido la carga del legado del hombre y del mundo, ciertamente, si sabemos juzgar las cosas con exactitud, podremos realizar grandes cosas juntos.
Tal vez es asignar a la Iglesia de Francia una responsabilidad exorbitante, pero es a la medida de nuestra historia, y nuestro encuentro de esta noche da testimonio —yo creo— de que ustedes están listos para eso.
Monseñor, Señoras y Señores, sepan en todo caso que yo también estoy listo para eso.
Gracias a ustedes.
Traducción de José Liborio Bravo M. Edición y notas de Humanitas