HablaPeter Seewald, quien entrevistó a Benedicto XVI
Nuestro último encuentro se remonta a hace unas diez semanas. El Papa me recibió en el Palacio Apostólico para continuar con nuestros coloquios orientados a trabajar sobre su biografía. Su audición se había resentido; por el ojo izquierdo ya no veía bien. No parecía enfermo, pero el cansancio se había apoderado de toda su persona.
En agosto, durante un coloquio de hora y media en Castelgandolfo, le pregunté cómo le había afectado el caso Vatileaks. “No me dejo llevar por una especie de desesperación o dolor universal”, me respondió.
Nunca le había visto tan exhausto, casi postrado. Con las últimas fuerzas que le quedaban concluyó el tercer volumen de su obra sobre Jesús, “mi último libro”, me dijo con una mirada triste, cuando nos despedimos. Mientras dos años atrás, a pesar de los primeros achaques propios de su edad, parecía aún ágil, casi joven, ahora recibía cada bandeja que llegaba a su escritorio, de parte de la Secretaría de Estado, como un golpe.
“¿Qué debemos esperar aún de Su Santidad, de Su pontificado?”, le pregunté. “¿De mí? De mí, no mucho. Soy un hombre anciano y las fuerzas me abandonan. Creo que basta lo que he hecho”. ¿Piensa en retirarse? “Depende de lo que me impongan mis energías físicas”. Ese mismo mes, escribió a uno de sus doctorandos que el siguiente encuentro sería el último.
Llovía en Roma, en 1992, cuando nos encontramos por primera vez. Los años le pusieron duramente a prueba. Se le describió como perseguidor mientras que era perseguido, el gran inquisidor… Sin embargo, nunca nadie le oyó quejarse. Nadie ha oído salir de su boca una mala palabra, un comentario negativo sobre otras personas, ni siquiera sobre Hans Küng.
Cuatro años después pasamos juntos muchas jornadas para hablar del proyecto de un libro sobre la fe, la Iglesia, el celibato… Mi interlocutor no daba paseo por la sala, como suelen hacer los profesores. No había en él la más mínima huella de vanidad. Me impresionó su superioridad. Su pensamiento no salía al paso de los tiempos y me sorprendió oír respuestas pertinentes a los problemas de nuestra época, aparentemente casi irresolubles, tomadas del gran tesoro de la Revelación.
Joseph Ratzinger es el hombre de las paradojas. Lenguaje suave, voz fuerte. Mansedumbre y rigor. Piensa en grande, pero presta atención al detalle. Encarna una nueva inteligencia al reconocer y revelar los misterios de la fe; es un teólogo, pero defiende la fe del pueblo contra la religión de los profesores… Es el pequeño Papa que, con su lápiz, ha escrito grandes obras. Nadie antes que él ha dejado al pueblo de Dios durante su pontificado una obra tan imponente sobre Jesús.
Ratzinger nunca buscó el poder. Se sustrajo al juego de las intrigas en el Vaticano. Siempre llevó una vida modesta de monje, el lujo le resultaba extraño. Pero vayamos a las pequeñas cosas, a menudo más elocuentes que las grandes declaraciones. Me gustaba su estilo pontificio, que su primer acto fuera una carta a la comunidad hebrea, que retirara la tiara de su escudo, símbolo del poder terreno de la Iglesia… Con Benedicto XVI, por primera vez, el hombre de arriba ha participado en el debate, sin hablar de arriba abajo, sino introduciendo esa colegialidad por la cual luchó en el Concilio. Corregidme, decía, cuando presentaba su libro sobre Jesús. La abolición del besamanos fue la más difícil de llevar a cabo. Una vez tomó del brazo a un antiguo alumno que se inclinó para besarle el anillo y le dijo: “Comportémonos normalmente”.
Ratzinger es un hombre de la tradición, se confía voluntariamente a lo que está consolidado, pero sabe distinguir lo que es verdaderamente eterno de lo que es válido sólo para la época en que emerge. Y si es necesario, como en el caso de la Misa tridentina, añade lo viejo a lo nuevo, porque estando juntos no reducen el espacio litúrgico, sino que lo amplían.
No lo ha hecho todo bien, ha admitido errores, incluso aquellos (como el escándalo Williamson) de los que no tenía ninguna responsabilidad. Ningún fracaso le ha hecho sufrir más que el de sus sacerdotes, aunque ya como Prefecto tomó las medidas que le permitieran descubrir los terribles abusos y castigar a los culpables.
Benedicto XVI se va, pero su herencia se queda. El sucesor de este humilde Papa seguirá sus pasos. Será uno con otro carisma, con otro estilo, pero con la misma misión: no incentivar las fuerzas centrífugas, sino aquello que mantenga unido el patrimonio de la fe, que infunda coraje, que anuncie un mensaje y dé un auténtico testimonio. No es casual que el Papa haya elegido el Miércoles de Ceniza para su última gran liturgia. Mirad, parece querer decir, era aquí adonde os quería llevar desde el principio. Desintoxicaos, serenaos, liberaos de la zozobra, no os dejéis devorar por el espíritu del tiempo, desecularizaos… Aligerar la carga para aumentar el peso es el programa de la Iglesia del futuro. Privarse de la grasa para ganar vitalidad, frescura espiritual.
“¿Usted es el final de lo viejo —pregunté al Papa en nuestro último encuentro—, o el inicio de lo nuevo?” La respuesta fue: “Las dos cosas”.