Tengo el privilegio de poder representar “al hombre de la calle”, al ciudadano común que todos los días escucha hablar de la mundialización. Mi labor profesional consiste en convertirme en prójimo de cada individuo, si así puedo expresarlo. Por lo tanto, procuraré ocuparme en estas líneas de las representaciones de la mundialización que pueden tener personas como el lector apresurado de un diario, el auditor vagamente atento de un noticiario en la radio o el espectador distraído de un telediario, para luego reflexionar sobre los problemas que plantea este tipo de personas.
Con este objetivo, trataré de desarrollar de manera lógica el concepto de mundialización y analizarlo tal como se presenta en la mente de muchos.
Hablamos permanentemente de la mundialización. ¿Pero es suficiente hablar de la misma para tener un concepto real? Si únicamente se tratase de la relación que se establece entre bienes y personas, no necesitaríamos este término, ya que básicamente toda sociedad cumple ya una obra de repartición, casi un inicio de mundialización, obligando a todos a salir de su ámbito restringido para ponerse en contacto con otros individuos y en situación de intercambio con los mismos. Se dirá que la diferencia reside en el hecho de que la mundialización (repito, del modo en que el público la concibe) no se limita a determinada sociedad, sino que sobrepasa toda frontera geográfica, todo límite histórico y toda caracterización sociológica, tendiendo a incorporar la totalidad de los cuerpos sociales en una entidad única.
Esta globalización sin límites no es suficiente para definir la mundialización, porque no se trata de una ambición puramente cuantitativa, sino también realmente cualitativa: toda esta acumulación de intercambios, capitales, productos y hombres ubicados “en red” pretende sobre todo abrirnos el acceso a un “mundo”. La mundialización no se contenta con abarcar de hecho todo el planeta y pretende redefinirlo en derecho como una “aldea única”. Tiene la intención de abrir una nueva era de nuestro mundo, abarcándolo, reorganizándolo, edificándolo de acuerdo con la interacción generalizada de todos sus miembros. En pocas palabras, la mundialización no se reduce a una socialización extendida a las dimensiones del mundo, sino que aspira a una visión global del mundo. Si es así, resulta inevitable la siguiente pregunta: ¿qué concepto del “mundo” establece la mundialización, consciente o inconscientemente?
Subrayemos de inmediato que el “mundo” de la mundialización se diferencia ya del mundo de la simple socialización de las sociedades constituidas por los Estados. La socialización se produce siempre bajo la égida (en mayor o menor grado pacífica y legal, pero no es este el problema aquí) de un Estado y normas políticas.
Por el contrario, la mundialización que estamos presenciando se caracteriza por la transgresión de los límites políticos y las fronteras de los Estados, y por consiguiente por su carácter ante todo apolítico, pero también económico y comercial. El Estado se ejerce mediante leyes y la mundialización mediante el intercambio y el transporte. Esta abstracción del ámbito político es la fuerza de la mundialización: ningún régimen, aun cuando fuese totalitario, resiste en el tiempo ante las presiones y constricciones de la economía, que pesa en la mundialización como la corriente de un mar en el cual ninguna tierra detiene las olas. Sin embargo, esta misma abstracción constituye también la dificultad principal: la mundialización no está dirigida y reglamentada por una decisión política que los interesados (o las víctimas) puedan ratificar explícitamente. Los individuos a los cuales atañe no son ni los sujetos (políticos, de derecho) ni realmente los actores. Aun cuando sean sus beneficiarios, están sometidos a ella o al menos se sienten como si lo estuviesen. La mundialización se extiende mediante reglamentos negociados (Ronda de Uruguay, Ronda Kennedy, etc.), pero no mediante decisiones políticas, ciudadanas, explícitas, ratificadas por los pueblos.
Este defecto, evidente en el caso de negociaciones comerciales mundiales abordadas por especialistas, explica el escaso éxito de los esfuerzos, por ejemplo, de la Comunidad Europea por despertar por la vía electoral una conciencia política común en sus habitantes. ¿De qué manera lo que no se logra en un conjunto relativamente homogéneo, ya unificado, rico y poderoso, como Europa, podría dar resultado entre regiones tan distintas como son África, Asia y las dos (o tres) Américas?
Pérdida de identidad
Las aporías de la mundialización deben considerarse seriamente, sobre todo si se pretende justificar el movimiento conjunto de la misma.
a) Se trata ante todo de un hecho impuesto (a consumidores), no decidido (por ciudadanos), de manera que desconoce el ámbito político. La difusión de la información, Internet y el correo electrónico sirven en mucho mayor medida para la venta, la adquisición y el intercambio de información que para la discusión política, la vida democrática, las decisiones colectivas, etc. Por este motivo, se requerirían nuevas reglas.
b) La mundialización así entendida no llega a la persona en su centro, en su corazón, en la libre voluntad, el poder de decisión, la iniciativa personal; no refuerza la confianza que su beneficiario debe tener en sí mismo, sino que amenaza con debilitar su polo de identidad. En particular, la normalización de las condiciones de acceso e intervención en la red o redes alimenta el sentimiento justificado de que cualquiera podría sustituir a cualquiera.
Recuerdo que es mi intención escribir en nombre del hombre de la calle.
c) El efecto más evidente proveniente de este fenómeno es el siguiente: la desaparición, al menos en los márgenes, de las particularidades de los grupos o individuos, de manera que, por llegar todo a ser “cultural”, toda reivindicación de una diferencia es susceptible de ponerse en ridículo como “excepción” y de ese modo ser objeto de burla.
De lo anterior se desprende una paradoja: la mundialización hace gala de su intención de sobrepasar las barreras entre las naciones y comunidades para instaurar, mediante el comercio y el intercambio, la comprensión recíproca, el respeto por las diferencias y de hecho la paz; pero a menudo provoca efectos contrarios, como, por ejemplo, el temor de perder la propia identidad en una masa indiferenciada, y este temor lleva a algunos grupos (con frecuencia los más fuertes) a tomar nuevamente la iniciativa y reconquistar su identidad recurriendo a todos los medios, también los violentos. La necesidad de identidad, imposible de eliminar, emerge otra vez en todos los niveles: las tradiciones de la alimentación, las lenguas minoritarias, los particularismos culturales, la independencia de los países más pequeños, la reivindicación de la libertad religiosa. Todo esto llega a veces a poner en tela de juicio las conquistas menos impugnables de la universalidad (las leyes internacionales, la Declaración Universal de los Derechos Humanos, etc.). La mundialización ciertamente puede atenuar las diferencias en la economía, el comercio y la información (terrenos en todos los cuales las redes mundiales funcionan con gran eficacia), pero a menudo a cambio de una exasperación de las reivindicaciones de los particularismos de la identidad.
Ante semejante paradoja, es fácil, y de hecho tentador, ir más allá: la mundialización será universal y sin excepciones o no tendrá lugar; las resistencias solo son provisorias y condenadas por la historia. Sin embargo, para avanzar en este sentido, no solo es preciso asegurar un inverosímil “final de la historia” (paradoja o absurdo permanentemente desmentidos por los hechos), sino también entender la mundialización misma como un proyecto imperialista, que en definitiva deberá llevar a un gobierno mundial.
La historia debería hacernos sospechar sobre el carácter sostenible, el precio y la duración de semejante proyecto. La Iglesia, que tiene la experiencia humana más grande de la duración histórica, no podrá evitar el escepticismo, la vigilancia y de hecho una actitud de rechazo ante tal tendencia. Los imperios mueren, todos terminan por morir. Ninguno ha durado mil años, y la humanidad los ha visto caer a veces en el instante mismo de su aparente apogeo. Desde el imperio romano hasta el imperio bolchevique, la Iglesia ha podido verificarlo, y la humanidad junto con ella.
¿Qué alternativa proponer ante esta tendencia prometeica, que permita a la mundialización ir tras sus legítimos objetivos? La mundialización debería interrogarse sobre el “mundo” que materializa. Como hemos visto, este mundo está vinculado con los intercambios de información, capitales y productos industriales, y eventualmente también de estilos de vida, pero siempre mediante una abstracción de la realidad reducida a la economía. Ciertamente, la economía puede, de acuerdo con su etimología griega, entenderse como la administración de la casa, del hogar en el cual vivimos. Con todo, en su sentido moderno, la economía, la del homo oeconomicus, además de hacer abstracción de la dimensión política, ciudadana y activa del hombre (la casa es el Estado), ratifica del mismo modo aquello de lo cual también el Estado moderno hace abstracción: el carácter específico de las culturas llamadas regionales y locales, incluyendo en el mismo la lengua, el rol educador de la familia, las religiones, etc. En este aspecto, el Estado moderno todavía puede iluminarnos: mediante la descentralización y la regionalización, ha sabido dejar un lugar para las culturas y a veces para las lenguas locales; mediante la organización pluralista de la escuela, mediante la política familiar, ha sabido (o podría) reconocer el rol fundamental de la familia; mediante el laicismo (o separación de las iglesias del Estado), ha mantenido la libertad de elegir y practicar la religión elegida. En la medida en que manifiesta su carácter abstracto, la mundialización debería por lo tanto juzgarse y tal vez de hecho limitarse ella misma, a partir del modelo, difícilmente, pero definitivamente reconocido, del Estado democrático. ¿Es esta autorreglamentación de la mundialización solo un deseo piadoso o constituye una posibilidad seria?
La Iglesia, “experta” en mundialización
La respuesta a esta pregunta dependerá del acierto de los gobernantes y responsables. En todo caso, una cosa es real: semejante reglamentación es posible, porque ya es efectiva. Propongo reflexionar en el ejemplo de una comunidad “mundializada” desde hace siglos, en la cual residen, cohabitan o —mejor dicho— se comunican comunidades de países, lenguas y culturas, distintos niveles económicos y sociales, regímenes políticos absolutamente diferentes y diversificados, no sin conflictos, no sin cismas, no sin separaciones, pero siempre en definitiva en la unidad.
Esta comunidad es la que represento: se trata de la Iglesia cristiana. No digo solamente la Iglesia Católica romana, sino la Iglesia de todos los cristianos, divididos en cuanto Iglesias, pero unificados con todo en cuanto creyentes en Cristo, que los in-corpora a sí mismo mediante el bautismo. La existencia “mundializada” y la experiencia secular de la Iglesia de Cristo no deberían enfocarse como un epifenómeno cultural y de culto, marginal respecto a las masas en cuestión en la mundialización.
En la raíz de su experiencia, encontramos la Revelación bíblica. Esta última da una visión unitaria del hombre, que la ciencia confirma actualmente cuando hace el inventario del genoma humano, una visión coherente del destino de la familia humana, puesto que, como dice la Biblia, toda la humanidad está destinada a encontrarse nuevamente en una comunión plena y total; el hombre está hecho “a imagen y semejanza de Dios”; cada hombre es un hermano para todos los hombres. La diversidad y las diversidades humanas son consecuencia de la libertad humana. El tema de Babel nos ofrece una interpretación. ¿Negativa? Tal vez. Con todo, el evento de Pentecostés en Jerusalén, relatado en los Hechos de los Apóstoles, nos hace redescubrir de qué modo esta diversidad no es suprimida, sino congregada por el Espíritu de Dios esparcido en los hombres de todas las lenguas y culturas.
Pedro, a la cabeza de los doce, comprende de inmediato que debe anunciar la Resurrección de Cristo no a un grupo, sino a todos los grupos: romanos, griegos, hebreos de Israel y hebreos helenistas, habitantes de la actual Turquía, de la actual Rumania, del actual Magreb, etc. La diferencia de lenguas no fue obstáculo para la mundialización del anuncio. De pronto esta Buena Nueva se entregó universalmente, de acuerdo con la esperanza ya anunciada por los Profetas. Y en el curso de los siglos, el Evangelio fue efectivamente recibido universalmente.
La Iglesia, “experta en humanidad”, como decía el Concilio Vaticano II, es también experta en mundialización, puesto que su mensaje ha contribuido de manera nueva a crear una comunión a partir de la diversidad de los pueblos, sin imponer por esto la unidad de un imperio políticamente, porque esta universalidad del anuncio jamás ha puesto en tela de juicio las identidades específicas de quienes lo escuchaban. Las lenguas litúrgicas se multiplicaron de pronto, del mismo modo que las traducciones de la Biblia (traducciones que en muchísimos casos por primera vez plasmaron por escrito dialectos y lenguas que hasta ese momento solamente se hablaban). Las iglesias locales se apoyaron, tan pronto como fue posible, en un clero autóctono, radicándose por inculturación en las culturas más diversas, a pesar de las tentaciones de poder hegemónico de algunas de estas culturas. Aun cuando tiene gran conciencia de sus falencias y sus límites, la Iglesia ejerce su misión, que no puede compartir con otras instancias ni imponerla a las mismas, obviamente. Con todo, al ejercer su misión, produce un modelo de comunión universal que respeta la individualidad de todos. Esta dignidad fundamental es la fuente misma de una unidad posible.
Es de esperar que el deseo de no confundirlo todo no nos lleve al peligro de nada comparar. En cierto sentido, la Iglesia no deja de trabajar por la mundialización, un cierto tipo de mundialización, y con buenos resultados. Este modelo vivido por la Iglesia podría ser tomado en serio por los interesados en la mundialización concreta, de la cual suelen preocuparse. Indudablemente, no se trata en ambos casos del mismo “mundo”; pero se trata de los mismos hombres, de sus deseos, su vida y su muerte, de nuestro destino común.
Sobre el autor
Nacido en París en septiembre de 1926, en una familia de origen judío polaco emigrada a Francia. Fue cardenal de la Iglesia Católica y arzobispo de París. Durante la ocupación nazi de Francia, sus padres fueron deportados y su madre murió en las cámaras de gas de Auschwitz en 1943. Lustiger sobrevivió al ser acogido por una familia en Orleans. Se convirtió al catolicismo y fue bautizado el 25 de agosto de 1940. Estudió en el Liceo Montaigne de París, luego en Orleans, y más tarde en La Sorbona. En los años de estudios universitarios, fue un miembro activo de la Unión de Jóvenes Estudiantes Cristianos. Entró en el Seminario Carmelita en París. Obtuvo una licenciatura en el Instituto Católico de Teología y se licenció en letras y en filosofía en La Sorbona. Fue ordenado sacerdote el 17 de abril de 1954. En 1979 fue nombrado obispo de Orleans. En 1981 sucedió al cardenal Marty en la Arquidiócesis de París. Fue creado cardenal por Juan Pablo II en febrero de 1983. Fue presidente delegado de la primera Asamblea Especial para Europa del Sínodo de los Obispos en 1991. Fue arzobispo emérito de París desde el 11 de febrero de 2005. Falleció el 5 de agosto de 2007. Entre sus obras se cuentan La misa, Europa sé tu misma, y La elección de Dios.
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