¿Cómo percibe usted el momento católico actual?

Imagen de portada: “Bautismo de Jesús” por Claudio Di Girolamo, 1975 (Ilustración para portada. Grafito sobre papel).

Humanitas 2022, C, págs. 300 - 303

El empeño de los católicos se hace más evidente y cargado de responsabilidad cuando la sociedad se enfrenta con problemas que no admiten derogaciones, excepciones o compromiso alguno, como los principios morales. Ante estas exigencias éticas fundamentales e irrenunciables, los creyentes saben que está en juego la esencia del orden moral, que concierne al bien integral de la persona. Hoy en día esta conciencia parece fallar en muchos católicos, involucrados en un relativismo secularizado que ha quitado fuerza y claridad a los principios morales fundamentales: hay que volver a las raíces de la ley natural y del mensaje cristiano.

Hoy en día esta conciencia parece fallar en muchos católicos, involucrados en un relativismo secularizado que ha quitado fuerza y claridad a los principios morales fundamentales: hay que volver a las raíces de la ley natural y del mensaje cristiano.

El momento en que estamos viviendo actualmente está caracterizado por dos hechos diversamente dramáticos: la pandemia, causada por el Covid-19, con millones de personas que han fallecido en el mundo entero, y la guerra ruso-ucraniana, en que también han muerto miles de personas. Es una guerra que nos toca a todos, por las indudables consecuencias que tiene en el plano social, económico y geopolítico. Probablemente es muy fácil decir cuál es la responsabilidad del católico en este momento, pero muy difícil de poner en práctica. En el primer caso, nuestra principal responsabilidad es cuidar de los enfermos, intentar contener la difusión del virus, investigar científicamente: estudiar para solucionar problemas. Una verdadera obra de misericordia. En el segundo caso, frente a la guerra, el Papa Francisco nos lo recuerda todos los días: nuestra principal responsabilidad es volver a la paz. Una paz que no deja espacio ni a la violencia ni a la injusticia, y que lucha para difundir la Doctrina Social de la Iglesia con plena y digna aplicación. Y en esto se juegan las Bienaventuranzas de las que habla el Evangelio.

Así es que, simplificando, podríamos decir que, entre las obras de misericordia y las Bienaventuranzas, el católico tiene un camino muy claro al que puede recurrir con la serenidad de quien sabe que está haciendo el bien. Lo cual es posible, pero incierto… Los católicos, los laicos de la primera línea, deben participar en la vida pública como ciudadanos responsables, por el bien de todos. La solución a tantos problemas, a menudo muy difíciles, tan difíciles que nos superan, no es huir de ellos, sino participar en la búsqueda de la solución con todos los demás, sin nunca renunciar a nuestros principios cristianos. Somos sal y luz del mundo y esto se debe aplicar primero a nuestra vida, y si esta es auténtica, se manifiesta también en la vida pública, también en la política. La sal preserva de la corrupción, la luz permite que se vea la verdad. Para esto es necesario formarse. Hay una jerarquía de valores y el valor principal es el respeto a la vida humana a la luz de la ley natural, accesible a la razón cuando se busca la verdad con sincero corazón.

Desde siempre la Iglesia nos ha recordado que los políticos católicos tenemos el deber moral de mantenernos fieles a la doctrina del Evangelio, conservando un compromiso claro con la fe católica y no apoyando leyes contrarias a los principios morales y éticos como son las que atentan contra el derecho a la vida o en contra de las instituciones de la familia y el matrimonio. ¡Solo la adhesión a convicciones éticas profundas y una actuación coherente pueden garantizar una acción pública honesta y desinteresada, de los legisladores y gobernantes! Lo cierto es que, en esta época de fuerte secularización, es muy fácil para los católicos dejarse llevar por un difundido emotivismo, que deja atrás principios y valores de nuestra antigua y consolidada tradición, para convertirse a una moral de situación en la que hay que proteger al que sufre, aun cuando ya no quiera vivir. Es el caso de una ley sobre eutanasia.

Desde siempre la Iglesia nos ha recordado que los políticos católicos tenemos el deber moral de mantenernos fieles a la doctrina del Evangelio, conservando un compromiso claro con la fe católica y no apoyando leyes contrarias a los principios morales y éticos.

Cuando el hombre contemporáneo pierde su orientación cristiana, es como si flotara entre el escepticismo relativista de la razón, una voluntad autorreferencial, que no tolera imposiciones de ningún tipo y se hace ley a sí misma, y un emotivismo en que el temor a sufrir se alterna con la búsqueda de un placer a corto plazo. Hay que aprender a ordenar las prioridades. Un católico no puede eludir su responsabilidad civil, ya que eso sería cederle el paso al mal. El hecho de que haya mucha corrupción no exonera al cristiano de su responsabilidad. Más bien, le debe desafiar a trabajar más y mejor.

Como católicos estamos comprometidos a ejercer nuestra libertad para hacer el bien y nunca para violar los derechos ajenos, especialmente aquellos de los más débiles e indefensos.

Los católicos que hacemos más directamente política somos conscientes de que la vía de la democracia, aunque sin duda expresa mejor la participación directa de los ciudadanos en las opciones políticas, solo se hace posible en la medida en que se funda sobre una recta concepción de la persona. Lo recordaba una nota de hace veinte años del Dicasterio para la Doctrina de la Fe, entonces dirigido por el cardenal Ratzinger, que hoy también merecería mayor difusión. La estructura democrática se hace muy frágil si no pone como fundamento propio la centralidad de la persona. Este es el caso de las leyes civiles en materia de aborto y eutanasia (que no hay que confundir con la renuncia al ensañamiento terapéutico, que es moralmente legítima), que deben tutelar el derecho primario a la vida desde su concepción hasta su término natural. Así también, la libertad de los padres en la educación de sus hijos es un derecho inalienable, reconocido además en las declaraciones internacionales de los Derechos Humanos. No puede quedar fuera de este elenco el derecho a la libertad religiosa y el desarrollo de una economía que esté al servicio de la persona y del bien común, en el respeto de la justicia social, del principio de solidaridad humana y de subsidiariedad. Finalmente, está también el tema de la paz. La paz es siempre “obra de la justicia y efecto de la caridad”, exige el rechazo radical y absoluto de la violencia y el terrorismo, y requiere un compromiso constante y vigilante por parte de los que tienen la responsabilidad política.


*Paola Binetti es senadora de la República Italiana, neuropsiquiatra infantil, psicoterapeuta, presidenta de la Sociedad Italiana Médica, y profesora de la Academia de Líderes Católicos.

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