Conferencia pronunciada por S.E Mons. Dominique Mamberti, Secretario para las Relaciones con los Estados, en la Pontificia Universidad Cátolica de Chile (Santiago, 12 de diciembre de 2011).

Ilustrísimo Rector,
Preclaros Profesores del Senado Académico,
Queridos estudiantes,
Señoras y Señores

He aceptado con alegría su invitación y deseo expresar profunda gratitud al Rector, Dr. Ignacio Sánchez Díaz; a los Docentes, a ustedes queridos jóvenes, que acuden a esta prestigiosa Universidad, por el recibimiento cordial y fervoroso que me han dispensado.

Esta benemérita Universidad está abierta a hombres y mujeres procedentes de diversos países del mundo, con diferentes culturas y experiencias, convirtiéndola así en lugar de encuentro, de confrontación y enriquecimiento recíproco. La universidad es una realidad vital, porque cada uno, sin renunciar a la propia identidad, tiene la posibilidad de formarse y realizarse a sí mismo en la relación con el otro. De este modo, la universidad ofrece una propuesta formativa de calidad, articulada en las diversas disciplinas del saber, y permite al mismo tiempo la interacción entre los diferentes ámbitos de la cultura. Además, el mundo universitario católico ha de satisfacer necesariamente la exigencia más innata y arraigada en el ser del hombre: buscar la verdad y dar razón de la propia fe. El itinerario académico debe poner a la persona en condiciones de encontrar al final de la formación una orientación que respalde el ser humano unitario, y también su valor universal. De este modo, el sentido y la orientación de la oferta formativa no puede dejarse en manos de una realización cualquiera de sí mismos, y en la cual la formación consistiría en una instrucción concebida y vivida como una mera acumulación de nociones e informaciones, desligadas de la edificación de la propia identidad y del contexto social. Como afirma la Declaración conciliar Gravissimum educationis: La educación «no persigue sólo la madurez [...] de la persona humana, sino que busca que los bautizados, mientras se inician gradualmente en el conocimiento del misterio de la salvación, sean cada vez más conscientes del don recibido de la fe [...].

Ayuden a la configuración cristiana del mundo, mediante la cual los valores naturales, asumidos en la consideración íntegra del hombre redimido por Cristo, contribuyen al bien de toda la sociedad» (n. 2). En esta perspectiva la formación no puede ser considerada de manera instrumental, es decir, como algo externo a la persona, funcional para un proceso, sino que, a la luz de la fe, desvela la forma más profunda de la persona humana, una forma interior y esencial que pone al ser humano en camino hacia la definición de su propia identidad, en la búsqueda de la verdad y siendo consciente de poner en práctica todo eso en el contexto social. En efecto, toda disciplina de estudio se enmarca en un horizonte más amplio, como frecuentemente ha subrayado el Santo Padre Benedicto XVI en su Magisterio; ningún saber científico puede encerrarse en sí mismo, ignorando la dimensión religiosa y ética de la vida, así como tampoco la fe puede ignorar la contribución del mundo científico. Sin duda alguna, la cuestión más urgente es formar a personas que sepan dar razón de su fe y que animen profundamente la vida social y cultural. En este horizonte marcadamente formativo es en el que deseo situar y justificar mi reflexión sobre «La diplomacia de la Santa Sede».

1. El adjetivo más difundido y utilizado para describir el servicio que la Iglesia Católica desarrolla en el ámbito diplomático es el que se refiere al lugar de la actual residencia papal, situada junto a los restos del apóstol Pedro: la colina vaticana. Se habla así de «diplomacia vaticana» o, más generalmente, simplemente de «Vaticano» cada vez que en las crónicas de los periódicos, por ejemplo, se quiere indicar al Papa y a lo que representa como la más alta autoridad de la Iglesia Católica.

La referencia al lugar geográfico termina muy pronto por quedar asociada a la realidad estatal que ahora caracteriza el área de la colina: el Estado de la Ciudad del Vaticano. El Papa, que es también su Soberano, se convierte así, por un proceso restrictivo más o menos consciente, en el Jefe de un diminuto Estado. «¿Con cuántas divisiones cuenta el Papa?», se preguntaba irónicamente Joseph Stalin. En la lógica humana, todavía hay quien se pregunta hoy, injustamente, creo, cómo es posible que el responsable de un Estado cuyo territorio no supera el medio kilómetro cuadrado, y cuyos ciudadanos efectivos son poco más de 500, pretenda estar al lado de los grandes de este mundo.

Debe haber, pues, alguna otra razón para que haya actualmente cerca de 180 naciones que mantienen relaciones diplomáticas con este sujeto de derecho internacional que se llama correctamente “Santa Sede”. En efecto, como muchos saben, los Estados establecen relaciones diplomáticas con la Santa Sede en cuanto órgano central del gobierno de la Iglesia Católica, y no con el Estado de la Ciudad del Vaticano –igualmente muchas organizaciones internacionales aceptan a la Santa Sede como un miembro pleno–, salvo en casos raros que lo conciernen para las estructuras técnicas (correo, telecomunicaciones, moneda,...). La expresión «diplomacia vaticana», pues, es la menos indicada y la más engañosa en este ámbito. Los Estados y las organizaciones internacionales, en la praxis utilizada para entablar relaciones con la Santa Sede, subrayan su especificidad peculiar. En efecto, ellos desean entrar en relación con una institución que, por estatuto, se pone al servicio de la persona y la sociedad con sus propios recursos espirituales, morales y humanitarios. Se trata ciertamente de verdadera diplomacia, que acepta las reglas propias del orden jurídico internacional, pero que, a diferencia de las relaciones interestatales, se funda en el carácter específicamente religioso y moral de la Santa Sede que, como acabamos de decir, es el órgano de gobierno de la Iglesia Católica. El Papa es su Jefe. Él une ciertamente al mismo tiempo en su persona su condición de soberano de un pequeño Estado, pero cuya existencia es solamente un instrumento para el ejercicio libre, soberano e independiente de su misión.

Ciertamente, la Santa Sede no es un Estado-Nación en el sentido estrictamente sociológico del término, sino una realidad diferente. El fundamento teológico, filosófico, jurídico e histórico de la soberanía e independencia del Romano Pontífice –que se expresan dentro de la Iglesia en la libertad y la autonomía de gobierno de la Santa Sede– es diverso, precedente e independiente al de los Estados. A eso se refiere el derecho canónico clásico cuando sostenía que la Iglesia es una sociedad perfecta.

No obstante, en el mundo contemporáneo, organizado políticamente en Estados-Nación, la soberanía del Papa ha sido reconocida en el ámbito externo por los Estados y las organizaciones internacionales, que aceptan unánimemente a la Santa Sede como sujeto de pleno Derecho Internacional, en total igualdad con los Estados. Como todos los Estados, la Santa Sede tiene plena capacidad jurídica para realizar actos jurídicamente relevantes en el plano internacional, relacionarse con otros sujetos enviando y recibiendo representantes diplomáticos, participar en las conferencias internacionales, negociar y adherirse a las normas pactadas, y ser destinataria de los principios, derechos y obligaciones que el Derecho Internacional impone a los Estados.

2. Ya desde los primeros siglos de la vida de la Iglesia, ha surgido la necesidad para los sucesores de los Apóstoles, los Obispos y los Papas, de conciliar la diversidad de las culturas y los diferentes estilos de vida con la unidad de la fe y las enseñanzas morales que hacen que la Iglesia sea Católica. En numerosas ocasiones los Obispos recurrían al Obispo de Roma como sucesor del Apóstol Pedro, Príncipes de los Apóstoles, para solucionar las cuestiones que debían afrontar. Hay testimonios que confirman cómo los Papas, ya desde el siglo II, desempeñaron con eficacia este papel, asegurando así la unidad de la Iglesia. Los primeros embajadores del Papa aparecen precisamente en este contexto. Cuando los Obispos de una determinada región se reunían en asamblea, el Papa nombraba a un propio representante que lo hiciera presente en aquella reunión. Entre otros ejemplos de esta praxis, sigue siendo clásico el que se refiere a las vicisitudes del Concilio celebrado en Calcedonia el año 451. El Papa León Magno, al final de aquella asamblea de Obispos, decidió que Juliano de Cos, su legado, debía permanecer en el lugar para ayudar a los Obispos a poner en práctica las decisiones del Concilio. En aquella ocasión, León Magno envió dos cartas: una dirigida a los Obispos y otra al emperador. En ambas, el Papa pedía a los destinatarios que aceptaran a Juliano de Cos como representante suyo. Continuando con esta costumbre afianzada en los primeros siglos del cristianismo, también hoy el Nuncio Apostólico, título propio del embajador pontificio, presenta al principio de sus funciones dos Cartas Credenciales: una a los Obispos y otra a las Autoridades civiles del país al que se le envía. Esta aparente divagación histórica me da la posibilidad de afirmar más claramente en este punto que el Papa mantiene relaciones diplomáticas no porque sea un soberano temporal, sino en cuanto Jefe de la Iglesia Católica que ejerce su propia soberanía en el orden espiritual. Cuando en el curso del siglo XVI, con la fragmentación del imperio y el surgir del Estado-Nación, la diplomacia en general da un salto cualitativo y comienza a configurarse como una función estable de la administración del Estado, siguiendo el ejemplo de la República de Venecia, también el Papa se apresura a nombrar a Nuncios Apostólicos estables ante los Reinos y los Estados de entonces: España, Venecia, Francia, Nápoles, Portugal, Polonia, etc. Del mismo modo se comportan también los Estados, que comienzan a nombrar Embajadores estables ante la Sede Apostólica, con la apertura de las respectivas cancillerías.

Después de la Revolución francesa y el período napoleónico, con el Congreso de Viena en 1815 y el Acuerdo de Aix-la-Chapelle de 1818, la diplomacia pontificia vuelve a su propio vigor y recobra prestigio. En aquel tiempo se decidió también confirmar la tradición observada hasta entonces, según la cual el Nuncio Apostólico mantenía la precedencia dentro del cuerpo diplomático, como representante de la más alta autoridad moral y espiritual.

En el momento en que dejaron de existir los Estados Pontificios y Roma fue anexada definitivamente en 1870 al Reino de Italia, surgido en 1861, la diplomacia pontificia siguió corroborando su propia existencia, aun habiendo perdido la soberanía temporal. En efecto, aunque carecía de un territorio propio, el Papa no sólo continuó enviando Nuncios y a recibiendo Embajadores, sino que intervino también en arbitrajes internacionales. En 1929, se logró la pacificación entre la Santa Sede y el Reino de Italia con la fundación del Estado de la Ciudad del Vaticano y la configuración natural jurídica que se halla actualmente en vigor.

Al término de este breve excursus histórico, se puede afirmar que la Santa Sede, dentro del ámbito diplomático, a la vez que acepta las reglas que lo dirigen, se sitúa en él con toda su propia especificidad.

Decide utilizar el instrumento jurídico ofrecido por el derecho internacional para ejercer las funciones vinculadas a su misión, que Cristo mismo ha confiado a la Iglesia y a Pedro y sus sucesores, de altísimo significado, en una forma concreta de organización de la comunidad política. Este principio cardinal de la acción diplomática de la Santa Sede en el mundo contribuye a clarificar su característica presencia en el concierto de las Naciones: al confrontarse con los Jefes de Estado, los Gobiernos y las organizaciones internacionales, quiere ofrecer a todos y a cada uno esos principios morales comprensibles para la razón que salvaguardan la dignidad de la persona e inspiran la acción social. En cuanto tal, la Santa Sede es universalmente apreciada por su participación en el mundo diplomático. A este respecto, recuerdo que la Sede Apostólica mantiene relaciones diplomáticas con 179 Estados, el último es Malasia, y con las Comunidades Europeas y la Soberana Militar Orden de Malta. Mantiene además relaciones especiales con la Organización para la Liberación de Palestina, y es observador o miembro de numerosas Organizaciones internacionales.

3. Así pues, superada y abandonada la idea de que la Santa Sede esté entre las Naciones simplemente como una potencia junto a las otras, y reafirmado el principio de que su misión específica se orienta a la promoción de la dignidad del hombre, y por tanto al reconocimiento, tutela y desarrollo de su libertad, cuya máxima expresión es la libertad religiosa, y al bien común, la Santa Sede entra en diálogo con los diferentes Estados y organizaciones internacionales como instituciones al servicio del ciudadano y de la sociedad. Esta misión, precisamente por la finalidad que se propone, constituye siempre un estímulo para que todos recuerden que el orden social, como cada comunidad política, cualquiera que sea su forma, está al servicio de la persona humana y del bien común, y no al revés. En efecto, el hombre nunca es un medio, sino siempre el fin.

La acción diplomática de la Santa Sede al servicio del hombre ha dado abundantes frutos. Quisiera mencionar sólo dos ejemplos.

Con el fin de defender la dignidad y la vida humana, la Santa Sede se ha esforzado siempre en las negociaciones sobre el desarme, tanto para prohibir las armas crueles o indiscriminadas como para frenar la carrera armamentista. Ahora bien, una de las armas más despiadadas son las bombas de racimo, que provocan daños indiscriminados entre los civiles. La Santa Sede ha sido uno de los primeros Estados en pedir la prohibición de este tipo de bomba y, junto a Austria, Irlanda, México, Noruega, Nueva Zelandia y Perú, ha promovido activamente su prohibición. Junto a este «Core Group» de Naciones, la Santa Sede ha guiado la negociación que ha concluido con la adopción del Tratado sobre la prohibición de las bombas de racimo, firmado en Oslo el 2 de diciembre de 2008. Además, la Santa Sede ha estado entre los primeros Estados en firmar y ratificar esta Convención, el mismo 2 de diciembre de 2008.

En el ámbito de la salud, el trabajo diplomático de la Santa Sede ha constituido un aspecto importante en la lucha contra el sida. Las reglas de la Organización Mundial de Comercio (OMC) protegen justamente los derechos de propiedad intelectual y las patentes. No obstante, estas reglas pueden tener un efecto perverso en el ámbito de la salud. Hacia el año 2000, las compañías farmacéuticas, que habían desarrollado los fármacos para asistir a los enfermos de sida, trataron de impedir la producción de estos medicamentos en los países en desarrollo. Estos países pretendían que la OMC permitiera producirlos localmente, sin pagar licencias a las compañías farmacéuticas, y que los países más pequeños, que no tienen capacidad técnica para producir localmente dichos productos, pudieran importar medicamentos genéricos. Los países desarrollados, sin embargo, se oponían firmemente a conceder estos permisos. Las negociaciones se bloquearon. Ahora bien, la Santa Sede ha logrado convencer a los países desarrollados de que debían reconocer el imperativo ético de permitir la producción local de los medicamentos genéricos en casos de emergencias sanitarias, como la epidemia del sida. El trabajo de la Santa Sede en este ámbito ha sido reconocido ampliamente por los países africanos.

La actuación diplomática de la Sede Apostólica, por tanto, se ejerce como un servicio al hombre, para que cada uno pueda gozar, ante todo, de la libertad religiosa, que incluye todas las demás. En efecto, el derecho al ejercicio y al respeto de la propia convicción religiosa es el derecho fundamental de cada hombre. La libertad religiosa se refiere a la exigencia más profunda del ser humano: la sed de infinito que constituye su propia esencia. A partir de aquí se desarrollan después todas las otras libertades que concurren al perfeccionamiento de la dignidad de la persona humana. Como ha recordado a comienzos de este año Benedicto XVI al Cuerpo diplomático acreditado ante la Santa Sede, «la dimensión religiosa es una característica innegable e irreprimible del ser y del obrar del hombre, la medida de la realización de su destino y de la construcción de la comunidad a la que pertenece. Por consiguiente, cuando el mismo individuo, o los que están a su alrededor, olvidan o niegan este aspecto fundamental, se crean desequilibrios y conflictos en todos los sentidos, tanto en el aspecto personal como interpersonal». En este sentido, la diplomacia de la Santa Sede contribuye a defender una auténtica libertad religiosa y a promover, en favor de cada hombre y mujer, la autonomía de la dimensión espiritual y de la conciencia frente a los poderes de este mundo, excluyendo así el peligro del relativismo, el indiferentismo y el laicismo. En efecto, allí donde el hombre y la mujer son puestos por parte de la comunidad política en condiciones de desarrollar la propia naturaleza trascendente, allí habrá ciudadanos capaces de ser fieles a Dios y leales al propio país, y la sociedad podrá experimentar su contribución efectiva a la justicia y a la paz.

La Santa Sede es la primera defensora de una visión auténtica de los derechos humanos, fundada en la dignidad intrínseca del hombre y en la ley natural. Como ha señalado este año Su Santidad Benedicto XVI en el Parlamento Federal de Alemania, «sobre la base de la convicción de la existencia de un Dios creador, se ha desarrollado el concepto de los derechos humanos, la idea de la igualdad de todos los hombres ante la ley, la conciencia de la inviolabilidad de la dignidad humana de cada persona y el reconocimiento de la responsabilidad de los hombres por su conducta».

Lamentablemente, observamos en el ámbito internacional propuestas normativas y reivindicaciones subjetivas contrarias al verdadero sentido de la dignidad humana, particularmente en el ámbito del aborto y los llamados «derechos sexuales y reproductivos». Estas propuestas, promovidas incluso por algunos organismos internacionales, dejan de lado los puntales del orden moral y tratan de imponer una visión individualista, utilitarista y hedonista del hombre.

La verdadera defensa de los derechos humanos requiere una referencia continua al derecho natural, como presupuesto de un diálogo que reconozca a su vez la verdad fundante común a todo el género humano. En este ámbito, la diplomacia de la Santa Sede está llamada a proclamar y a defender continuamente la dignidad de la vida humana desde el momento de la concepción, así como el relieve de la familia y la importancia del matrimonio.

4. Entre los instrumentos que los sujetos de derecho internacional utilizan para ponerse en relación entre sí, están las Convenciones que, según el grado y los contenidos, pueden asumir muchas definiciones: Tratados, Concordatos, Acuerdos... En el ámbito eclesiástico, su origen se remonta al Concordato de Worms de 1122 entre el emperador Enrique V y el Papa Calisto II. Con este pacto se quiso poner punto final a la lucha de las investiduras.

Así pues, también la Santa Sede se sirve de estos instrumentos para afianzar la libertad de la Iglesia y encontrar un acuerdo con el Estado sobre las materias mixtas, o sea, de interés común, que conciernen a la vida de los católicos en un determinado país. A este respecto, se entiende que, a diferencia de los acuerdos bilaterales entre Estados, los que se hacen con la Iglesia tienen una particularidad. En efecto, éstos conciernen a dos autoridades diferentes, la religiosa y la política, que actúan sobre el mismo pueblo y el mismo territorio.

La Iglesia ha sido siempre consciente de que el cumplimiento de la misión que Nuestro Señor le ha encomendado ha de ejercerse en un contexto de libertad, sin estar sometida a una autoridad política superior. Esta convicción implica lo que ya se ha puesto de relieve en el punto anterior, es decir, que la Iglesia es una organización jurídica unitaria y universal, a cuya cabeza está el Romano Pontífice que la representa, siendo su visible y perpetuo fundamento, en su conjunto y en cada país. Además, como también se ha dicho, la conciencia de haber tenido ya desde la antigüedad independencia y soberanía es un ulterior presupuesto jurídico de la actividad de establecer pactos. Con la estipulación de convenciones con el Estado, la Santa Sede trata, pues, de asegurarse jurídicamente esa libertad necesaria para ser ella misma, cooperando con el Estado al desarrollo de la persona y la sociedad en las competencias que le son propias. Al ser un pacto de carácter formal entre dos sujetos de naturaleza internacional, la convención está sujeta a las normas del derecho internacional y obedece al principio según el cual «pacta sunt servanda».

Los temas que pueden ser objeto de la convención varían según los países y las condiciones en que en ellos se encuentra la Iglesia. Generalmente, pueden referirse a la personalidad jurídica de la Iglesia y de los entes canónicos (diócesis, parroquias, seminarios...), el libre nombramiento de los Obispos, las escuelas y las universidades católicas, la asistencia espiritual a los militares y a los enfermos, el reconocimiento civil del matrimonio religioso, el uso de los medios de comunicación social, la tutela de los bienes artísticos y culturales.

Una novedad significativa a partir del Concilio Ecuménico Vaticano II es la capacidad de las Conferencias Episcopales de establecer relaciones jurídico-formales con las autoridades civiles. Estos acuerdos son enmarcados previamente, en sus principios fundamentales, dentro de la convención superior entre la Santa Sede y Estado, y son sucesivamente desarrollados y aplicados en el ámbito establecido por el acuerdo entre la Iglesia local y la comunidad política.

Se puede añadir también que las modalidades utilizadas para regular las cuestiones religiosas de interés común entre el Estado y la Iglesia Católica, se convierten en bastantes casos, por su eficaz congruencia, en ocasión para reflexionar sobre el fenómeno religioso en sentido más amplio, que caracteriza un determinado país, y que también pueden servir de ejemplo para la aplicación de ciertas soluciones a problemas comunes también con otras confesiones religiosas. Esto ha ocurrido en Italia, por ejemplo, a propósito de la contribución económica estatal garantizada a la Iglesia Católica y, sucesivamente, a otras instituciones reconocidas por el Estado.

5. Mi intervención, que llega aquí a su fin, ha ofrecido una visión sintética de algunos aspectos importantes de la diplomacia pontificia, aunque, por brevedad, ha descartado otros también de considerable relevancia. En todo caso, espero que haya servido para hacer apreciar su belleza, su plausibilidad, a este ilustre auditorio, y a recordar que la actividad diplomática pontificia, que se atiene a un orden y una metodología propia, desea ofrecer a la comunidad internacional un servicio desinteresado, sin ambiciones terrenales y sin buscar ventajas de parte, por el bien común de toda la familia humana, consciente de que no hay bienestar temporal sin comunión con lo eterno.


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