La vida de nuestros misioneros estuvo marcada por los más grandes sacrificios, en medio de una naturaleza hostil y una población generalmente indócil a la recepción de la fe. Fallecidos en plena juventud, víctimas de la tisis o por falta de las más elementales medicinas de cualquier otra enfermedad. Sólo el testimonio de Cristo, su único objetivo, explica este esfuerzo de siglos, de pequeños y muy poco consoladores éxitos humanos, aunque grandes desde el punto de vista trascendente.
El elenco de las expediciones misioneras enviadas desde España a Chile, según lo publicara en 1977 Pedro Borges, fue de 760 sujetos. A ellos deben agregarse los pertenecientes a las órdenes mendicantes, todos llegados de España y consagrados a la misión de Chile. Si a ellos se suman los ordenados en las diócesis chilenas y en Lima, queda de manifiesto un número no despreciable de hombres dedicados, cuál más, cuál menos -muchos desarrollaron su ministerio en las ciudades-, a la evangelización de los naturales.
Las cifras y los enfoques globales sobre la misión, sus éxitos o fracasos, muchas veces impiden adentrarse en la dinámica central del proceso: quien es el actor de esta verdadera gesta, el misionero propiamente tal. Se ha tratado con frecuencia sobre el ideal manifestado en el siglo XVI expresado en la pasión por pasar a América, y ojalá lograr la propia salvación, por medio del martirio. Ello correspondía perfectamente al fervor con que aquellos hombres, en el vigor de su juventud, venciendo los mayores obstáculos, abandonando patria, familias y comunidades, venían a morir a las Indias. Con diferente intensidad este cuadro se manifestó presente a lo largo de todo el período, hasta la guerra de la independencia.
Partiendo de la realidad más concreta, es previo adentrarse en los aspectos prácticos que involucraban a quien venía desde la lejana península. Ellos han sido estudiados entre otros especialistas por Juana Gil-Bermejo García.
Por un informe de la Casa de la Contratación, escrito a fines de 1604, se calculaba el coste promedio del envío en 24.000 maravedís sin incluir el flete. Esta suma fue estimada muy baja por los comisarios de las órdenes, que detallaron los gastos con la mayor exactitud. De mayor a menor estos fueron los siguientes: para los agustinos, 30.699 maravedís; para los jesuitas, 29.849; para los dominicos, 22.408; para mercedarios, 20.935; para los franciscanos, 19.439, y para los carmelitas descalzos, 16.189. A cada uno se le daba además un “orejón” para la cama; a dominicos y agustinos una túnica, que también recibían los mercedarios, más calzas, zapatos y dos varas de crea para “zaragüelles”; a los franciscanos descalzos seis varas de lienzo, y a los jesuitas calzas y calzones, estimados en 24.5 reales, y “cernedero”, esto es cierto tejido para valonas.
Para transporte y mantención en la península, desde que salieran de sus casas al puerto de embarque, se estimó un aporte de siete reales diarios que incluían la cabalgadura a razón de ocho leguas por día. Aun se abonaba un real y medio diario, hasta por un mes, en el lugar de espera para el embarque. Los comisarios de las órdenes conceptuaron muy mezquinos estos aportes, entre otras cosas porque numerosas veces la espera en Sevilla superaba el mes o incluso un año, en tanto que era la ciudad más cara de España. Esta situación amenazaba la vuelta de los elegidos a sus conventos después de tantos gastos, fuera de lo que había costado reunirlos. Otras veces eran los mismos comisarios los que devolvían a los electos por no querer embarcar a sus hijos en condiciones de riesgo. El flete que se pagaba al llegar a sus destinos se calculó en 18.326 maravedís por persona, lo que incluía una cámara compartida y el equipaje bastante amplio por efecto de los encargos y las librerías.
Completando estas informaciones el autor de la Historia de la Compañía de Jesús […] agrega que cada misionero recibía un sínodo señalado por el rey, “con el habría de buscar qué comer y vestir, mula para los acarreos y andar la misión, algún criado que le sirva, quien la cocine, asee las alhajas, no preciosas, sino mesas, sillas o bancos […] ha de tener que dar de comer a los indios, principalmente a los caciques”. El desorden de las finanzas de la época generó el constante atraso de la entrega de estos medios, si no su total pérdida por efecto de guerras y piratas.
El viaje constituía una hazaña. En la expedición de los padres José María Adamo y Jorge Brandt de 1684 a 1686, en que viene el primer contingente de jesuitas alemanes a Chile, se refiere que primero sufrieron las mayores contrariedades de parte de su aprovisionador, “un viejo avaro y malhumorado; no contento con hacerlos sufrir hambre y toda clase de incomodidades, en vez de endulzarles tantos inconvenientes con buenas palabras, los increpaba y reprendía con rudeza de marino; pero Dios les dio la gracia de sobrellevar con calor tan áspera privación”. En carta a su provincial, el P. Brandt agrega que al llegar a Cartagena de Indias con la esperanza de reponerse, abatidos por el hambre, el calor y la sed, “el mareo, las injurias, las burlas y desatenciones”, la casa del lugar otrora próspera estaba tan pobre que sus recursos no alcanzaban ni siquiera para la mantención de sus residentes estables. Apenas lograron alojarse, y para ello gastaron todo lo destinado a Chile para comer y subsistir. A causa de la amenaza de no poder llegar a su destino: “por estas y otras razones nos vimos muy pronto en tal necesidad que poco faltó para que nos muriésemos de hambre […]; no pudimos ni siquiera celebrar la misa en la semana, a causa de la absoluta carencia de vino”. En el refectorio la bebida era agua tibia y maloliente y la comida “más para morir que para vivir”. Debieron buscarse alivio por otros lados: unos trabaron amistades con almas piadosas -el almirante de la flota-, otros debieron vender sus libros y su ropa, pero el recurso pronto se agotó y resolvieron “llevar la cruz del hambre con resignación y paciencia irreductibles, hasta que Dios se dignase llamarlos a sí”. Dos enfermaron gravemente mientras el procurador cumplía encargos enviando encomiendas a Portobelo, Panamá y Chile vía El Callao. “Nuestros cuerpos, en tanto, como las vacas flacas del Faraón, ya no eran más que hueso y piel”. En Portobelo se alojan en la casa de su orden, tan maltratada como la de Cartagena y el clima tan malsano que en los últimos cuatro meses habían muerto 1.600 personas. Aquí falleció de fiebre y cansancio el P. Schmidt, de origen austríaco. Le siguieron al otro mundo el P. Zúñiga, español, el P. Weidinger, también austríaco, el P. Speckbacher y el propio superior, P. Adamo. En el trayecto de Portobelo a Panamá enfermaron otros seis. Al intentar zarpar de Portobelo un descuido provocó que una chispa cayera en el polvorín de la nave capitana que voló por los aires con sus 350 tripulantes. Todos perecieron quemados o ahogados. Interrumpida aquí la narración del P. Brandt, por uno de los sobrevivientes, el P. Supettius, sabemos que falleció recién llegado a su destino.
Agréguense a las anteriores aventuras la amenaza de los piratas y la invitación que como canto de sirenas se solía hacer en Lima, en el sentido de que mejor se quedaran en aquel próspero sitio en lugar de ir a buscar la muerte segura en la guerra de Chile. Y se tendrá una idea de lo que significaba, venciendo obstáculos como en una gran carrera de postas, la llegada de misioneros a nuestra tierra.
Hubo otra ruta, la que siguió el P. Bernardo Havestadt, S. J., alemán, del que se hablará a continuación. Venía en la célebre expedición a cargo del P. Haymhausen, en 1746. Según sus declaraciones, su máximo anhelo había sido siempre ser misionero en las Indias. Partió de Colonia el mismo 1746 a Amsterdam donde permaneció nueve días. Llegó a Lisboa el 22 de agosto. Se quedó allí diez meses, tras los que por fin se embarcó a América el 14 de marzo siguiente, desembarcando en Río de Janeiro el 17 de octubre. Desde ahí continuó en barco a Buenos Aires adonde arribó el 14 de noviembre. El 2 de febrero del año siguiente profesó su cuarto voto, partiendo cuatro días después rumbo a Chile por el camino de las pampas que atravesó en 41 días. A continuación emprendió la penosa travesía de la cordillera de los Andes que culminó con su llegada a Santiago el 5 de marzo de 1748, desde donde fue enviado por tierra a Concepción y luego a la misión de Santa Fe: un periplo de casi tres años.
“Los misioneros que ha habido en Chile -expresa el autor de la Historia de la Compañía de Jesús- o son de su patria, o son venidos de Europa; los que vienen de Europa, de Italia, Flandes, Alemania, España, vienen […] movidos de la interior vocación que los llama a la salvación de las almas por las noticias que tienen de lo que obraron nuestros primeros padres y lo que padecieron; y esto les cuesta hartas solicitaciones y cartas a nuestro padre general quien pocas veces a la primera propuesta concede lo que se le pide, porque aguarda a ver si hay constancia y perseverancia”.
El relato de la misión circular del P. Havestadt en las regiones de Malleco y Neuquén en 1751 y 1752 está en la VII parte de su célebre obra Chilidugu sive res chilensis […], traducida por el P. Mauro Matthei, O. S. B. En ella proporciona material de primera mano sobre lo que era una de sus actividades corrientes. En la de 1751 indica que bautiza 2.130 niños y bendice 800 matrimonios, entre los que se contaban el de 26 caciques “investidos de báculo y vara”, plantando en el recorrido 30 cruces altas y recorriendo 426 leguas en 108 días. En la correría del año siguiente el itinerario aumenta a más de 600 leguas, extendiéndose a 152 días comprendido el traspaso de la cordillera hasta los indios puelches. Esta vez los bautizos ascendieron a 812 y los matrimonios a 400, entre ellos cinco caciques, incluido el toqui, seis indios “destacados por su nobleza” y sus vasallos. Esta vez plantó 16 cruces altas.
La misión comenzaba atravesando el Bío Bío en balsa muy de mañana. Se pernoctaba en la noche a la orilla, una legua adelante. En las jornadas que siguen ocupa 23 leguas respectivamente, contabilizando todas las distancias siguientes hasta el 31 de diciembre en que arma su tienda en Cule, 30 leguas adelante en lo del cacique don Pedro. Entre otras aventuras, le toca una erupción del volcán Laja: “en toda mi vida no vi nada igual: junto con un terrible trueno emergían compactísimos volúmenes de negrísimas nubes de humo y ya amenazaban nuestras cabezas”. Fue su mayor cuidado retener a sus cuatro indios acompañantes que lo único que querían era volver a sus casas, lo que evitó recordándoles “que no habíamos emprendido este camino por ningún otro fin sino el de propagar, sacar adelante, y dilatar el reino de Dios”.
Continuamente es requerido por diversos caciques para que les celebre la misa. En otra ocasión llega al final de un cahuín, borrachera en que le asestan un sablazo en la cabeza “con tal vehemencia que la vista se me nubló y me parecía no ver más que innumerables centellas prorrumpiendo de los ojos”. Fue luego defendido por un indio puelche, pero enseguida falleció exhausta la yegua que encabezaba a las mulas, sin que pudiera adquirir otra que la remplazara.
Por fin llega a Malalhue, quince leguas al sur de Mendoza, donde encuentra una junta integrada por indios y tránsfugas españoles cuyo mantenimiento es asaltar y robar. Lo ejecutan primero bebiéndole todo el vino de misa, amenazándolo de muerte y llevándole siete mulas. De este modo, se ve obligado a volver sin haber alcanzado a Mendoza. Pero no faltan aventuras al regreso: beber aguas malignas, comer las cabalgaduras y yerbas venenosas; fallecen un mulo, dos caballos y uno de sus perros; padece una tempestad de nieve, otro caballo se precipita montaña abajo; participa en el funeral de un cacique, cuyos familiares asisten a la catequesis; atraviesan la cordillera y finalmente el 25 de marzo, recorridas 649 leguas, arriba a su misión de Santa Fe.
El apresto de la misión de Havestadt ilustra documentalmente lo referido por el P. Walter Hanisch, a quien se ha citado antes. El dibujo que acompaña el texto muestra, junto con el plano del recorrido, la carpa con su altar portátil, el atuendo del padre revestido de manta indiana en lugar del clásico manteo de la orden. El texto revela una cantidad impresionante de cabalgaduras: seis caballos y veinticinco mulas. Fuera de las que se pierden, fallecen, o son robadas aún le quedan siete. Punto no menos interesante es el relativo al perro que debe ser “vigilante, atrevido e impávido, capaz de espantar a otros perros”. Su traductor destaca “la entereza de un hombre que no sólo no se arredra ante los mayores obstáculos y peligros derivados de una geografía tan áspera como los hombres que la poblaban, sino que además es capaz de animar a sus acompañantes indígenas en los momentos álgidos […]: ante todo, su extático amor a Chile”.
El relato de la misión de los padres Tomás Calderón, Jorge Olivar y Antonio Campusano, enviados en enero 1720 por el obispo Juan de Nicolalde desde Purén a Valdivia, adonde llegan con grandes trabajos, temporales y peligros, manifiesta que revalidan 132 bautizos y administran 437 comuniones.
Cómo era, luego, el desempeño de las actividades aquí, lo describe el P. Antonio Fanelli, S.J.: “viven [los misioneros] en medio de las campiñas, sin otro palacio que un rancho o choza, como las casas de los indios […], expuestos a las inclemencias de las estaciones, a los vientos, lluvias y nieves, por ser el clima donde estos viven muy riguroso”; los indígenas “aborrecen a los españoles como al mismo demonio, pero respetan a los misioneros y los reverencian, viendo que no les hacen daño, [que] por el contrario, procuran su bien y los defienden de los españoles, y por esta caridad de los nuestros por ellos, es la causa que muchos dejan esa vida de bestias, viven como personas razonables, entrando en el número de los fieles a recibir el bautismo”.
En un informe contemporáneo se refiere que la razón de lo poco que se aprovecha en la misión no es la falta de misioneros, pues son muchos apostólicos varones que “han habido y hay hasta ahora para buscar en estos desiertos gente tan dura, con tantas incomodidades, pasando mares, peligrando en ríos, con continuo riesgo de morir, algunos derramando su sangre, muchos perdiendo su salud y otros su libertad”. “En el tiempo que el misionero se está en casa -refiere el autor de la Historia de la Compañía de Jesús-, no está ocioso […] debe recibir los indios con agasajo y amor, para que también ellos oigan al misionero, que si no ven agrado, ellos también le despreciarán con todo lo que les dijera, y ganándoles la voluntad oyen con atención, aunque no lo hagan; a todos los que vienen se les dice algo de Dios; los domingos se les avisa que vengan a misa, donde también se les reza y se les platica; suelen acudir los que viven cerca, como en Toltén el Bajo y Boroa e Imperial; desde la casa se atiende si hay noticia de algún enfermo para ir a verle o si hay otra necesidad de socorrer algún pobre o componer sus diferencias, porque no haya entre ellos muertes o malocas”.
El obispo de Concepción, José de Toro Zambrano, al solicitar el envío de 40 jesuitas confirma que “la mayoría de los padres mueren jóvenes por el excesivo trabajo”. Mártires propiamente tales, con procesos de beatificación, los hubo y varios, tanto entre el clero secular, las órdenes mendicantes y los mismos jesuitas.
Los últimos, para edificación de sus lectores, tuvieron una verdadera política de relatar los rasgos edificantes de sus miembros. Destaca en esto el P. Diego de Rosales, tanto en su Flandes Indiano cuanto en su escrito sobre las vidas de sus contemporáneos, sin omitir detalles pintorescos. A modo de muestra, del hno. Francisco Rondón refiere que “se distinguió siempre por su gran obediencia: su cama era una tabla, su comida un poco de carne asada o mal guisada y unas tartas cocidas en el rescoldo y hechas de su mano”. Del capellán Ignacio Burger cuenta que en 1696 el cacique Javier Lanamayeo, que parecía era el que más escarnio hacía de nuestra Santa Fe, en su muerte no quiso soltarse de su lado con las ansias de no morir sin bautismo y yo se lo dilaté hasta la postrer hora, en que se bautizó y casó”. Andrés Calderón refiere que fue cautivado a los 10 o 12 años hasta los 40, estando a punto de ser sacrificado en una fiesta. Liberado, ingresó a la Compañía de Jesús donde demostró gran humildad y obediencia. Enviado al colegio de Concepción se ocupó del cuidado de una granja del colegio, falleciendo santamente en 1639. De un cuarto, el P. Torrellas, cuenta que formó entre los indios una cofradía del Niño Jesús.
No fue menor el fervor de los franciscanos de Propaganda, herederos del campo misional de los jesuitas después de su expulsión. Fray Alejandro García consigue el envío de una misión de 50 religiosos sacerdotes y un número correspondiente de hermanos legos, de los cuales sólo pudo recolectar 41. Entre ellos nueve murieron, dos en el viaje, y tres a principios de 1780. Se envió otros para reponerse a Tarija y Ocopa. Los restantes aprendieron la lengua con empeño, fundando en 1776 las misiones de Arique y Toltén en la jurisdicción de Valdivia, para luego internarse en las parcialidades indígenas. “Con tanta facilidad en sus entradas que pidieron fueran más misioneros para allá”. Se fundó Niebla, Guanehue y Quinchilca. Al Padre presidente, establecido en Valdivia, “acuden los misioneros con sus planillas para obtener víveres y demás cosas que se citan, a cuenta del sínodo que les da S. M”. Los religiosos han aderezado los caminos, haciendo mudar las cosas “no sólo al paisanaje, sino a la tropa de S. M. […]; los infieles consideran gran dicha que algunos sacerdotes penetren los umbrales de sus casas y en sus enfermedades solicitan con vivas ansias que los padres vayan a visitarlos por muy distantes que estén y viven expresando que sólo la presencia del misionero servirá para curarlos”. El P. Sors, refiriéndose a la evangelización de sus indígenas da las siguientes notas en 1780: más que misa y predicación dominical, escuelas en todas las reducciones y en ellas dar la doctrina y enseñar a leer y escribir la lengua española.
Hasta 1783 se han efectuado desde que asumieron las misiones 1.152 bautizos, 269 matrimonios y 342 entierros; 628 indios cumplen anualmente con la comunión pascual. Todos los citados, sin comprender a los catecúmenos, que sólo en Toltén ascienden a 243. La corona aplaudió estos avances, autorizando el envío de nuevos misioneros.
La misión franciscana se diferencia notablemente de su precedente jesuita. Aparte, el cambio pastoral en la esfera del bautizo de párvulos se caracteriza por un enfoque más realista de la realidad de su grey. Si puede decirse, la vasta literatura jesuítica sobre sus éxitos pastorales -sin duda para estimular vocaciones para su misión-, el estilo en cierta manera cándido con que la ven tan positivamente, contrasta con la crudeza con que los franciscanos ven sus resultados y el de los que les precedieron. Por otra parte llama la atención la exactitud de las estadísticas de los franciscanos en materia de número de feligreses, administración de sacramentos e informaciones concretas de todo género que anotan en su misión. Cuando éstos (los franciscanos) juzgaron que la praxis jesuítica había sido exitosa, no vacilaron en asumirla de inmediato. En Chiloé se mantuvo sin variaciones la misión circulante, agregándose tan sólo nuevas y exitosas devociones como el santo Cristo de Caguach, a la vez que en la construcción de capillas. Muchas de las que se les asigna a la iniciativa de los jesuitas fueron en realidad obra de los franciscanos.
No deben desconocerse los errores ni los contrasignos que tuvieron la misión y sus actores. Esto tampoco debe separarse de la dura disposición de gran parte de nuestros naturales. Ilustra lo primero los enfoques de las dos grandes órdenes que trabajaron en la Araucanía, jesuitas y franciscanos de Propaganda, sobre la metodología a aplicarse y sus discusiones sobre el bautizo de los niños. Entre los contrasignos debe mencionarse la tentación de recurrir a la compulsión en materia de conversión, escasamente manifestada en los primeros siglos, pero extrañamente resucitada a principios del XIX.
En efecto, en pleno 1804 los franciscanos de Propaganda, comprensiblemente exasperados por la contumacia de su grey, solicitaron la ayuda del brazo secular, en este caso, al gobernador de Valdivia, para obligarlos. “Está de manifiesto -expresaba el P. Javier de Alday- que pues no bastan todas las diligencias de los misioneros para atraer al cumplimiento de los deberes cristianos a los que voluntariamente se sometieron al suave yugo del evangelio, se hace forzoso que la justicia real los compela”.
El gobernador Juan Clarke, que a fuer de fiel católico era irlandés, se opuso de manera ejemplar, respondiendo que “los indios se miran como independientes de nuestro gobierno: sus caciques voluntariamente admitieron las misiones dando gratuitamente el terreno suficiente, como por favor, pero de ningún modo con la idea de sujeción a nuestras leyes; el indio adscrito en el número de catecúmenos y que se niega al llamamiento de la Iglesia no está convertido y corresponde al misionero completar su obra y toda compulsión por parte del gobierno sería exasperarlos, y quizá al cabo resultaría en daño y ultraje de las mismas misiones”. En la práctica, agrega, el gobierno apoya a los padres a proceder con suavidad, persuadiendo a los caciques que conservan su influjo sobre los indios, y sugiriendo que se gratifique al de la Plaza y protector de la misión con cuarenta o cincuenta pesos mientras cumpla con su deber de proteger la misión y mover a sus indios a concurrir a ella.
De ninguna manera satisfecho con esta respuesta, Alday elevó su recurso a la audiencia, obteniendo opinión favorable de parte del fiscal, no así de los oidores, que se basaron en la categórica opinión de Clarke. Alday intentó elevar su propuesta al rey, de lo que lo disuadió el consejo, invitándolo a tener paciencia: “lo que no se puede en un año se puede en otro […], y si no hay remedio, venerar los juicios de Dios que son incomprensibles”. El real patronato, tan criticado, en esta ocasión manifestó brillantemente su utilidad.
La vida de nuestros misioneros estuvo marcada por los más grandes sacrificios, en medio de una naturaleza hostil y una población generalmente indócil a la recepción de la fe. Fallecidos en plena juventud, víctimas de la tisis o por falta de las más elementales medicinas de cualquier otra enfermedad. Sólo el testimonio de Cristo, su único objetivo, explica este esfuerzo de siglos, de pequeños y muy poco consoladores éxitos humanos, aunque grandes desde el punto de vista trascendente. En 1798 el citado Javier de Alday refería al presidente marqués de Avilés que sus trabajos obligaban a los misioneros a “dormir en el barro, andar descalzos de pie y pierna, a estar metidos en el agua hasta la cintura, otras veces sin desayunarse todo el día, casi siempre mojados y siempre aplicando el hombro al trabajo”, sin que se encontrara ningún fundador de misión que no esté cargado de achaques y casi inutilizado, cuando la experiencia y la edad le hacían más útil para el ministerio.