El estudio de la obra póstuma del padre Hurtado obliga a reinterpretar su legado y a observarlo como la obra de un pensador; ello por cierto, una vez liberada esta categoría de la semántica que reduce el pensar a la sola construcción de teorías o sistemas conceptuales. Convengamos, entonces, en que si bien Moral Social no es la obra de un teólogo de la academia, ni de un experto en ciencias sociales, sí es la obra de un estudioso de la moral social.
Parece ser propio del legado de los grandes espíritus el quedar abierto a una pluralidad posible de interpretaciones. La riqueza de sus aportes torna irreductible su contribución a sólo una de las facetas de su obra. De ahí que no sea extraño que surja un conflicto de interpretaciones. El legado de Alberto Hurtado no constituye una excepción.
Costadoat llamó la atención sobre el conflicto de interpretaciones respecto de la figura del Padre Hurtado. Éste no sólo no fue comprendido en su época, sino que arriesga también hoy el ser objeto de interpretaciones que le adscriban a una u otra categoría, en función de los marcos de sentido del intérprete. Y como quien dice interpretación no dice todo vale igual, Costadoat identifica «una serie de interpretaciones equivocadas de la espiritualidad» [1] del jesuita. No fue un ‘dominico’ (contempló a Dios en los pobres); no fue un ‘limosnero’ (no ocultó la injusticia de su sociedad con obras de una caridad hipócrita); no fue un ‘milagrero’ (no hizo más milagros que los que proceden del amor sin límites); no fue un ‘revolucionario’ (no pretendió subvertir la sociedad por la eficacia de la fuerza armada); no fue un ‘comunista’; tampoco fue un ‘beato’ (en el sentido corriente del término). «El fue un santo de los grandes, un gigante espiritual, un místico radicalmente cristiano» [2].
Para otros –tal vez para la mayoría– el Padre Hurtado no fue más que un hombre de acción. No sería aventurado pensar que la asociación semántica más espontánea respecto de la fi gura de Alberto Hurtado corresponda a una de sus obras: el Hogar de Cristo. Y ello probablemente sea así porque se ha socializado una de sus facetas: aquella que lo observa como un gran hacedor de obras de caridad. Después de todo, las interpretaciones –como ha hecho ver Ricoeur– no se constituyen sin tomar prestado algo de los modos de comprensión disponibles en una época dada [3]. El problema es que ninguna de tales interpretaciones parece devolver una imagen ajustada a la fi gura del jesuita. Sin embargo, la discusión contemporánea en torno del llamado ‘círculo hermenéutico’ no nos permite hacernos la expectativa de acceder a una interpretación única y definitiva. No es ese nuestro propósito al tratar del conflicto de interpretaciones sobre la figura de Alberto Hurtado. Lo que más bien se busca es ensayar otro ángulo de acercamiento a su legado. Se trata de explorar otra clave de interpretación precipitada por la publicación de su obra póstuma. Entre las imágenes socializadas hasta ahora sobre el Padre Hurtado no se cuenta la figura del intelectual. ¿Será sustentable esta interpretación? ¿No se agregará con ello otra interpretación reductiva e incluso equívoca de su legado?
La salida a la luz pública de la obra póstuma de un autor siempre es ocasión para revisar lo que hasta entonces se tenía entendido como su legado. En este caso, esta regla general adquiere una especial coloratura si se piensa que en este libro Alberto Hurtado incursiona en un dominio propiamente disciplinar. No es trivial que se haya podido decir que éste «es el primer Manual de Moral Social en la historia de la Teología Moral que se escribe desde Chile, como también desde América Latina» [4].
Es así que, para el moralista Tony Mifsud, este libro «desmiente el mito que Alberto Hurtado fuera tan sólo un hombre de la acción social y que su trabajo intelectual se limitaba a copiar a otros autores. No es así. Este libro –agrega–, por cierto no acabado, es la obra de un intelectual, es decir, de un hombre que, además de llevar adelante un enorme trabajo social, también encontró tiempo para pensar la acción social y articularla de manera coherente y sistemática. Piensa la acción y ésta, a la vez, le hace pensar» [5]. Ciertamente «Alberto Hurtado era un hombre de la acción social, pero también era un pensador capaz de elaborar una moral social» [6].
Un indicador del talante intelectual de un autor es su producción bibliográfica. En el caso de Alberto Hurtado se cuentan entre sus publicaciones una docena de libros entre los que destacamos: ¿Es Chile un país católico? (1941); Sindicalismo. Historia-Teoría- Práctica (1950); Humanismo Social. Ensayo de pedagogía social dedicado a los educadores y padres de familia (1947); El orden social cristiano en los documentos de la jerarquía católica (1948); su tesis doctoral: El sistema pedagógico de Dewey ante la exigencia de la Doctrina Católica y, por cierto, su obra póstuma, Moral Social. A esa producción bibliográfica hay que agregar alrededor de cien artículos publicados (varios de ellos publicados después de su muerte) y miles de páginas manuscritas que han dado origen hasta ahora a cuatro libros ya publicados (Un disparo a la eternidad, Cartas, Moral Social, Un fuego que enciende otros fuegos y La búsqueda de Dios).
Si la abundancia de sus escritos se la observa en el horizonte de su formación de pregrado (Licenciatura en Derecho) y, especialmente, de postgrado (Doctorado en Pedagogía por la Universidad de Lovaina), parece obligado concordar en que estamos en presencia de una fi gura irreductible al dominio de la sola acción social. Tanto menos cuanto concebía como imprescindible el recurso a teorías e investigaciones sociales para la búsqueda de comprensión y solución de los problemas sociales. Pero no es trivial para comprender el talante de un autor su propia autocomprensión. Como anota Renato Poblete, Alberto Hurtado «nunca se consideró un ‘escritor’» [7]. La comprensión que tiene de sí se hace explícita en una carta en que se defiende de las críticas que ha recibido sobre su libro Humanismo Social. Conviene leer este párrafo: «En cuanto a lo que me dice de Humanismo Social transmitiéndome el testimonio de un buen amigo: estoy muy de acuerdo en la redacción descuidada (¡no soy escritor!). Yo agregaría otras críticas; mucha falta de originalidad; demasiada citación; no es obra de aliento; es vulgarización. Ciertísimo. ¿Libro muy apurado? Hasta cierto punto: en los retoques de redacción, sí: pero en ‘apreciaciones apresuradas’, no creo: lo vengo pensando y preparando más de dos años» [8]. Alberto Hurtado está convencido que, más allá de los límites de su escribir, que con altura de miras está dispuesto a reconocer, «hay un público al cual aun esa manera imperfecta, pobre, sirve y aprovecha. De hecho los libros que he escrito anteriormente se han agotado todos, y alguno ha llegado a cuatro ediciones, con más de 30 mil ejemplares» [9]. ¿Por qué escribe quien no se considera un escritor? Al parecer la respuesta hay que buscarla en que Alberto Hurtado «creyó profundamente en la fuerza formadora del libro» [10]. De este modo, sus publicaciones han de situarse en el marco de lo que él llamaba, el ‘apostolado del libro’. No es el afán de novedad teórica, ni la búsqueda del prestigio académico –tan de moda entre nosotros–, ni el atractivo de la publicidad (que suele tentar a los espíritus vanos) lo que le urge. Lo que busca es comunicar una sabiduría, un saber iluminado por la fe que abra los espíritus hacia la búsqueda de una convivencia social que ponga al hombre, con su dignidad y derechos, al centro de sus preocupaciones. Como sostenía un contemporáneo suyo, toda «obra intelectual comienza por un éxtasis y sólo después se ejerce el talento organizador, la técnica de los encadenamientos, de las relaciones, de la construcción» [11]. Tal vez por ello sea justificado aplicar a Alberto Hurtado aquel criterio hermenéutico que nos sugiere el moralista Gómez Mier a propósito de la tensión entre el fundamento (la experiencia de la fe) y la fundamentación (el lenguaje de la fe): «el lenguaje (textura abierta) de las experiencias de resonancia numinosa no es compilable con los lenguajes (texturas cerradas) de los sistemas normativos estrictamente racionales» [12]. La compilación que Alberto Hurtado hace de su experiencia numinosa, profundamente signada por la contemplación de la inmediatez de la presencia de Dios en la historia, satura su lenguaje de intuiciones que se atropellan por ser comunicadas (apostolado del libro). No es en el concepto abstracto, propio del teorizar y, a su modo, del quehacer teológico, donde reside lo originario del cristianismo, sino –como hizo ver Guardini– en el acontecimiento de la autocomunicación de Dios en la historia. No es, consiguientemente, el trabajo del concepto, propio del teorizar, el que lo impulsa, sino el desborde de un lenguaje incompilable, que le mueve a pensar y repensar para hacer un bien más intenso y más extenso. Su obra se ubica, de este modo, en la trayectoria de los destellos de su experiencia numinosa.
Por otra parte, la extensa producción bibliográfica del Padre Hurtado debe ser leída teniendo en cuenta el contexto de su intensa carga laboral, lo que tal vez se deje ver en los disímiles niveles de desarrollo de los temas tratados y, a ratos, pueda revelar la rapidez con que fueron escritos. El mismo Alberto Hurtado consigna el límite que ello le imprime a todo su quehacer apostólico.
«Esta acumulación de trabajos distintos me obliga a improvisar, termina por dar fastidio del trabajo y por desacreditar al operario. La irregularidad en las horas de acostarse y levantarme ha significado gran desmedro para mis ejercicios espirituales, que han andado muy mal: acortar la meditación, supresión de puntos, exámenes y breviario del que tengo conmutación… estoy reducido a correr y hablar » [13].
Pero tal situación existencial, irreductible en Hurtado a un activismo [14], que impone limitaciones a una obra desde el punto de vista académico, puede aportar, a su modo, «una fecundidad para la teoría moral en cuanto teoría fecundada por la praxis» [15]. Es en este sentido que se puede concordar con Mifsud en que, si bien Alberto Hurtado «no fue un pensador especulativo, en el sentido de pensar lo pensado», sí puede ser considerado como «un intelectual práctico, ya que lo que le motivaba era el cambio social, es decir, pensar la realidad social para cambiarla. La realidad era el punto de partida de su preocupación intelectual y su pensamiento se dirige a su transformación» [16]. Y a mayor abundamiento, en palabras del mismo Mifsud: «Alberto Hurtado s.j. era un hombre de la acción social, pero también era un pensador capaz de elaborar una moral social. De hecho, el nombre del libro en el original aparece como Moral Social. Acción Social. Piensa la acción y ésta, a la vez, le hace pensar» [17].
Es en el tráfago de esta intensa actividad en la que Alberto Hurtado concibe la idea –y se da a la tarea– de escribir un libro de moral social. En los períodos de vacaciones dedicaba parte de su tiempo «para leer y tomar notas», en virtud de lo cual iba «poniendo, poco a poco, por escrito lo que había ido estudiando» [18]. Es con esta disposición que preparaba no sólo sus retiros, «sino también sus libros» [19], como quien sabe «que el retiro es como el laboratorio del espíritu» [20].
Pero una intensa actividad como la suya no conlleva necesariamente escasez reflexiva o falta de profundidad. Para una vocación intelectual –anota Sertillanges– no se requiere la dedicación de todo el tiempo disponible al estudio, sino que aun ejerciendo una profesión cualquiera, basta con que se reserve «como un feliz suplemento y una recompensa» un tiempo propicio para el cultivo profundo del espíritu [21]. El mismo Hurtado cuando se defiende de algunas críticas recibidas en torno de su libro Humanismo Social toma ocasión para decir: «lo vengo pensando y preparando más de dos años» [22]. La necesidad de ‘pensar’ y ‘repensar’ es sentida por Alberto Hurtado como una exigencia de la cualificación de su obra. Estando ya por concluir su «importante viaje a Europa para estudiar varias instituciones especializadas en temas sociales» [23], escribía: «es necesario de tiempo en tiempo encerrarse a pensar y repensar para hacer un bien más hondo, más intenso y más extenso» [24].
En un tiempo en que el ‘pensar’ ha sido sustituido por el ‘teorizar’; tiempo en el cual «el pensar abandonó su casa y se transformó en teoría de los entes» [25]; tiempo en el cual en el lenguaje usual «el vocablo teoría ha perdido su campo semántico original de contemplación o pensar del ser» [26], se torna difícil –cuando no imposible– concebir a alguien como intelectual si no puede exhibir el repertorio de teorías e investigaciones que ha desarrollado. Si bien Alberto Hurtado puede exhibir hoy su tratado de moral social, es cierto que él no es un constructor de teorías; ni sociales, ni teológicas. Su obra no es la de un teólogo de oficio. Tampoco lo es de alguien que haya realizado «estudios especializados en sociología ni economía», como tan reiteradamente se le recuerda a la hora de perfilar su espiritualidad. La competencia principal que se le suele reconocer se sitúa más bien en el campo de la educación, «en lo que –se dice– sí tenía competencia» [27]. Pero que el trabajo del concepto no sea su oficio, no obsta para que cultive un pensar a la luz de la fe, como es patente en su escrito hasta hace poco inédito.
Es así que la publicación de su obra póstuma aporta un antecedente del que no disponíamos para calibrar el talante intelectual de Alberto Hurtado. Desde bastante tiempo era conocido que entre sus muchos escritos inéditos –cartas, notas, apuntes, entre otros– se encontraba un texto al que se solía aludir, cuando se hacía la lista de sus obras, como un «texto inédito e inconcluso». Y en verdad cumplía las dos condiciones, sólo que se encontraba en un nivel de desarrollo mucho mayor del que se pensó en principio. En sendas cartas inéditas el Padre Hurtado deja ver que se encuentra abocado, entre sus múltiples actividades, a escribir un libro sobre la moral social católica. Le escribe a un amigo preocupado de su salud: «Que Dios te lo pague! Mi salud, mejor –gracias a Dios– y así estoy escribiendo mi libro Moral Social, que discutiremos juntos este año».
Y en otra carta del mismo año, escribe a otro amigo:
«Estoy escribiendo un libro que llamaré Moral Social, por no llamarlo Doctrina Social Católica [28]; y si me da el tiempo quisiera garabatear algo que tengo muy adentro, el ‘sentido del pobre’».
En esta obra, en la que se encontraba trabajando Alberto Hurtado en el año de su muerte, y que debió esperar más de cincuenta años para ser conocida, es posible observar algo más que el ‘apostolado del libro’. Aparece la fi gura de un moralista social que se adentra en el esfuerzo intelectual de elaboración de una disciplina formalmente teológica, como lo es la ética social cristiana / teología moral social. Ello, por cierto en el formato histórico y categorial en el que se encontraba la disciplina en la época.
Un recorrido mínimo por el campo temático que abarca en su obra, muestra no sólo su amplitud de registro, sino también la ampliación en la comprensión de la cuestión social (no la reduce a la sola consideración de las relaciones socio-económicas). Moral Social se organiza en dos grandes partes, constituidas por cinco capítulos cada una.
El capítulo primero tiene un carácter introductorio y está dedicado a tratar de la distinción de objeto entre la moral individual y la moral social, así como de las fuentes de la moral social. El capítulo segundo presenta un desarrollo histórico que va desde la época patrística a la época moderna. El capítulo tercero lo centra en la sociabilidad humana y su expresión en distintos niveles de la convivencia, comenzando por la familia, siguiendo por la sociedad civil y extendiéndose a las relaciones internacionales. El capítulo cuarto tiene como tema central la cuestión social: su significado, sus causas y aspectos que la constituyen. El fantasma de una tercera guerra mundial, la lucha de clases, el fenómeno de la cesantía, las dificultades del comercio nacional e internacional, el éxodo del campo a la ciudad, la injusta distribución de las riquezas, la desorientación social, constituyen aspectos de la cuestión social que analiza detalladamente. El capítulo quinto lo dedica in extenso a examinar los ‘sistemas para resolver la ‘cuestión social’ (liberalismo, capitalismo, socialismo y marxismo).
La segunda parte tiene como pórtico un primer capítulo centrado en examinar los presupuestos de una moral social católica. Partiendo de la premisa que los diversos sistemas de moral social se diversifican por una diferente concepción acerca de Dios, del hombre y del mundo, el Padre Hurtado examina los dos grandes principios de la moral cristiana: Dios y el hombre. El segundo capítulo lo dedica a examinar los principios fundamentales de la moral social, a saber: justicia, caridad y bien común. El tercero –el más extenso de los capítulos de esta parte– lo centra en analizar las cuestiones ético-morales que surgen en el campo de la vida económica y laboral. En el ámbito del trabajo, por ejemplo, aborda cuestiones múltiples: su sentido, su mística y su obligación; los diversos regímenes de trabajo; el contrato de trabajo, el monto del salario y los derechos y deberes de los trabajadores; el sindicalismo y las corporaciones. En el ámbito de la economía trata del problema del precio justo, de la justa ganancia en las relaciones de compra y venta, de la moneda y los negocios y del préstamo y el interés. El capítulo cuarto lo dedica a examinar la relación entre reforma social y reforma moral. Partiendo de la urgencia de una reforma social, llama la atención sobre el carácter moral que implica tal reforma, deteniéndose luego a examinar el aporte de la fe cristiana a una reforma social y moral de la sociedad. A modo de colofón de su Moral Social, concluye, en el último capítulo, tratando de la vida sobrenatural. Es la comunión de los santos la que –dirá– estimula todos sus trabajos y lleva a comprender el aspecto eminentemente social de la Iglesia.
Como se puede apreciar, la obra póstuma hurtadiana alcanza un amplio registro que permite sostener que estamos, sin duda, en presencia de todo un tratado de moral social que da cuenta de los desarrollos que estaba experimentando el pensamiento social del Padre Hurtado. Allí reside la originalidad de esta obra respecto de sus publicaciones anteriores.
Ahora bien, la teología moral social / ética social cristiana como disciplina teológica es relativamente joven. En «la primera mitad del siglo XX –sostiene Gómez Mier– (precisamente en la época en la que escribe Alberto Hurtado su moral social), existió, primero, la denominada ‘sociología cristiana’; después la denominada ‘doctrina social de la Iglesia’, pero no moral social propiamente dicha» [29]. De la moral social se ha dicho que tiene un breve pasado y un amplio futuro [30]. Tan breve que, incluso, como observa Aurelio Fernández, la nomenclatura ‘moral social’ «apenas si tiene un cuarto de siglo de empleo» [31]. Incluso se postula que el origen de la moral social como disciplina, es reconocible como tal en los catolicismos, sólo después de 1965. Antes «habrían existido esbozos prehistóricos (proto-formulaciones) sobre temas puntuales de moral social» [32], pero no una disciplina constituida como tal. Si bien tal datación es discutible si se consideran obras como Moral Social de Tanquerey (1955) o, en francés, el texto, muy citado por el Padre Hurtado en su obra póstuma, Morale Sociale de J. Folliet (1937), lo importante de destacar es que estamos en presencia de una disciplina relativamente joven. De este modo, que su obra sea el primer tratado de moral social en Chile y en América Latina adquiere a la luz de este hecho, una signifi cación inesperada.
¿Quiere decir esto que el Padre Hurtado se anticipa desde estas latitudes en el desarrollo de la moral social como disciplina? Sin duda se trata de una cuestión compleja que requiere de estudios especializados de los cuales no podemos dar cuenta aquí, pero lo cierto (cuestión muy relevante para nuestro propósito) es que Alberto Hurtado incursiona en un dominio específicamente disciplinar. Concibe y escribe, aunque no alcanza a concluirlo, un libro que trata de manera sistemática y orgánica no sólo cuestiones sociales en perspectiva de ética social cristiana, sino también –y he aquí una novedad con relación a sus publicaciones anteriores– de la especificidad de la moral social católica. Si bien Hurtado duda de si debía llamarle a su libro Doctrina Social Católica en vez de Moral Social, con lo que pone de manifiesto cierta tensión en la diferenciación de la disciplina respecto de la doctrina social de la Iglesia, él mismo es consciente de la novedad disciplinar de la obra que está emprendiendo. Más allá del vocablo, la novedad está asociada al hecho de que no es sino en la edad moderna cuando la «moral aparece constituida como disciplina propia, distinta de la teología dogmática» [33].
Alberto Hurtado propone dos razones para explicar el lento proceso de formación de la moral social. La primera reside en el hecho de que la moral cristiana «ha sido exclusivamente individual» [34], lo que lógicamente le ha restado capacidad para ocuparse de un objeto, lo social, irreductible en su constitución y dinámica a las solas interacciones de individuos, a las solas relaciones intersubjetivas. Hurtado amplía la comprensión de los niveles de constitución de los vínculos sociales. La segunda razón, por la cual la moral ha tardado en formarse como un cuerpo organizado, la vincula con el hecho de que «el actual planteamiento social es de época reciente» [35]. Éste «coincide con la revolución del descubrimiento de las modernas maquinarias, con la formación de los grandes núcleos urbanos y de las grandes industrias con la formación de las asociaciones obreras y patronales. En ninguna época faltan en la moral las enseñanzas sociales, pero la moral social como rama propia es de origen reciente por los motivos indicados» [36]. Es en esta época de transformaciones sociales profundas cuando emerge la moderna cuestión social que –al decir de Hurtado– consistió en llamar a cuentas al orden social [37].
Como observa Gómez Mier, la constitución de una disciplina supone un proceso complejo de autocomprensión que no se puede dar por supuesto por la existencia de la sola denominación. Tampoco basta con escribir sobre los aspectos éticos de los problemas sociales para que se pueda hablar de la emergencia de la moral social como disciplina. Antes bien, se requiere un proceso de reflexividad que intente delimitar el estatuto del saber de que se trata, sus métodos, sus fuentes; en fi n, una constelación de elementos que permiten perfilar diferenciadamente un discurso ético [38]. Moral Social da cumplida cuenta de este requisito.
Con su moral social Alberto Hurtado se abre, de este modo, a consideraciones disciplinares para definir la perspectiva desde la cual trata de la ‘cuestión social’ y de los sistemas para resolverla (liberalismo, capitalismo, socialismo, marxismo, catolicismo social). Allí donde la «moral individual estudiará los actos de la persona individualmente considerada, (…) [la] moral social los tratará en cuanto el hombre forma parte de una organización social» [39]. De ahí que considere «absolutamente necesaria una doctrina moral que señale los derechos y deberes del hombre en su vida familiar, económica, política, internacional; que enseñe cómo el hombre puede desarrollar su personalidad en el campo económico, intelectual y moral sin lesionar los derechos de los demás» [40]. «El hombre es el centro de la moral social. La dignidad de la persona humana es el fundamento de sus derechos: por eso es necesario comprenderla adecuadamente» [41].
Ahora bien, para poner de relieve la anticipación hurtadiana en los procesos de constitución disciplinar de la moral social es preciso ofrecer una mínima consideración sobre los modelos de moral social existentes en la época en que Hurtado escribe su obra. En la primera mitad del siglo XX se identifican dos modelos como dominantes. La moral social «en el inmediato preconcilio se alberga en un doble receptáculo: en la manualística y en la DSI con las sistematizaciones que provocó» [42], observa Querejazu. Además de estos dos modelos teológico-morales propios del período preconciliar, hay que considerar la nueva sensibilidad de la teología católica desarrollada en Europa con la llamada nouvelle théologie [43]. En la obra póstuma de Hurtado estos tres referentes dejan su impronta, ya sea por semejanza o por diferenciación.
Alberto Hurtado asume que desde sus inicios como disciplina independiente de la teología dogmática, la moral católica «tomó un carácter más bien casuístico» [44]. ¿Es ese el carácter de la moral social hurtadiana? La respuesta es enfáticamente negativa. La sola inspección óptica de la estructura de contenidos de los manuales de la época y de Moral Social permite observar una diferencia sustantiva. En efecto, a la luz del contraste con los ‘diseños curriculares de contenidos’, se puede constatar que el Padre Hurtado en su Moral Social se distancia de los universos de moralidad percibidos por los autores de los manuales de teología moral. En su estructura de contenidos –como sí es apreciable en el ‘diseño curricular de contenidos’ de la manualística–, no hay base para sostener la desinformación que Gómez Mier plantea como propia de los moralistas de la primera mitad del siglo XX. Tal desinformación la refiere tanto a los hechos de la industrialización y tecnificación, que estaban creando un nuevo contexto para el juicio moral, como a las perspectivas abiertas por las ciencias económicas y por las ciencias sociales. Importa recordar aquí que entre los límites que impuso a la moral social la casuística, Aurelio Fernández releva «un mal considerable, cual fue el que los Manuales de Teología Moral desde el siglo XIX no supieron asumir las nuevas circunstancias sociales, de forma que sus enseñanzas van en paralelo en relación a los graves problemas que se suscitan en el campo social» [45]. Para mejor apreciar la distancia de Hurtado respecto del casuismo conviene reproducir in extenso el juicio de Fernández:
«No es fácil disculpar a los moralistas de los dos últimos siglos de que no hayan prestado la atención debida a esos graves y urgentes problemas que planteó la llamada ‘revolución industrial’. El hecho es que estos Manuales continuaron con el estudio de los pecados de injusticia entre los individuos –justicia conmutativa– mientras que los grandes problemas de la justicia social no tuvieron el lugar que les correspondía en la enseñanza escolar y, por consiguiente, dejaron un vacío en la formación intelectual de los futuros sacerdotes, que se dejó sentir en la actividad pastoral de la Iglesia» [46]. Por cierto, este no es el caso de la moral social hurtadiana. De ahí que se pueda sostener que Moral Social de Alberto Hurtado abandona las reglas metódicas que habían configurado los manuales latinos de teología moral.
Con relación a la doctrina social de la Iglesia, es posible defender la tesis que postula que Alberto Hurtado reformula la ética social cristiana mediante el desarrollo de virtualidades existentes en ella. No podemos ofrecer aquí todos los elementos necesarios de prueba de esta tesis. Bástennos algunos señalamientos. Ya en el modo de uso, muy intensivo por lo demás, que hace de los pronunciamientos magisteriales en materia social, exhibe una anticipada comprensión hermenéutica. En efecto, su pensamiento no sólo exhibe claridad en que la Iglesia no tiene competencia técnica ni programas para proponer, sino que tampoco incurre en la reducción del ‘magisterio social’ al solo Magisterio Pontificio. Además, entre las fuentes de su moral social abre espacio a las diversas formas de ejercicio del magisterio eclesiástico. En la misma dirección de una conciencia hermenéutica, el P. Hurtado no reduce la fidelidad a la doctrina social de la Iglesia a la sola repetición canónica de lo dicho. El recurso que hace a los documentos del Magisterio social de la Iglesia no adolece de la conciencia de la historicidad de los textos, ni del riesgo de aislar un planteamiento del conjunto de las enseñanzas sociales. Por el contrario, el comprender, por ejemplo, las formulaciones eclesiásticas en materia social como «una enseñanza circunstancial que obedece a razones propias de una época determinada», constituye in nuce una clarificación epistemológica del estatuto de la doctrina social de la Iglesia. Ni la Sagrada Escritura, ni la doctrina social de la Iglesia son tratadas como un ‘depósito’ del que se sacan soluciones prefabricadas para resolver los problemas sociales.
Aún más, la moral social hurtadiana se abre tempranamente a la consideración de la experiencia en la articulación de una mirada ética de los problemas sociales. La estructuración epistémica de su modo de pensar lo social desde una perspectiva ético-teológica, se deja observar en su tematización de las fuentes.
«A más de la revelación, la moral social se funda también en la razón y en la experiencia. La razón nos presenta los principios de derecho natural que nos declaran el orden de las cosas establecido por Dios. La revelación confirma y completa estos datos y agrega las prescripciones positivas de la ley divina, en particular de la moral evangélica. La experiencia interviene para escoger aquellas soluciones inmediatas que parecen más aptas para la aplicación. Esta experiencia es la historia entera de la humanidad, y a veces reviste el carácter de una experimentación conducida técnicamente. Una verdadera ciencia moral católica evitará los escollos de un apriorismo teórico, o de un pragmatismo que mira únicamente a los resultados sin preocuparse de sus fundamentos» [47].
No es por acaso que Hurtado plantea una crítica tan lapidaria de lo que denomina el ‘simplismo de los moralistas’. «Algunos moralistas –sostiene– son demasiado simplistas. Afirman que la cuestión social es un problema moral; que basta vivir el Evangelio, o realizar las encíclicas para solucionarlo, y hacen con esto un daño inmenso. Lo menos que se les puede echar en cara es su simplismo» [48]. Propio de tal simplismo es la desafección de la experiencia histórica y de los saberes que tratan de la explicación y comprensión de las problemáticas sociales. Es por su viva atención a la historia, por el enraizamiento vital en su tiempo, por lo que se puede afirmar que Alberto Hurtado, en su interpretación de las enseñanzas de la Iglesia en materias sociales, se percata tempranamente de su carácter inacabado, de su carácter de «sistema abierto» [49].
La moral social hurtadiana innova tanto respecto de la doctrina social de la Iglesia como de una ética cristiana formulada en los moldes de la casuística. De manera que bien se puede decir que Alberto Hurtado se inserta, desde suelo latinoamericano, en los nuevos dinamismos del pensar teológico que iban a encontrar una explícita confirmación en el Concilio Vaticano II. Sus estudios en Lovaina, donde –al decir del Padre Lavín– «comenzó a dar muestras de una gran capacidad intelectual» [50], y, muy particularmente, su estadía en Francia, parecen haberle brindado la ocasión de confrontar sus adelantadas intuiciones con los desarrollos del emergente catolicismo social.
De las consideraciones precedentes no se deriva ni la fi gura del ‘intelectual orgánico’ gramsciano, ni el tipo de intelectual que pulula en las universidades herederas de la Enciclopedia (los nuestros), sino la fi gura de un intelectual profundamente enraizado en su experiencia numinosa (a cierta variante de la Ilustración, le bastaría este solo hecho para objetarle su condición de intelectual). Un pensador de y en la acción social que, en el ejercicio de una razón crítica a la luz de la fe, se proyecta sobre los aspectos éticos de la convivencia social con la urgencia de suscitar un sano ‘sentido del escándalo’. «El estudio –decía a propósito de la misión social del universitario– de nuestra doctrina social ha de despertar en nosotros, antes que nada, un sentido social hondo, y antes que nada, inconformismo ante el mal, lo que Henri Simon ha denominado admirablemente el sentido del escándalo» [51]. Sentido del escándalo que, en Moral Social, se asocia al «hecho de ver tantos hombres, incluso católicos, que parecen ignorar esta horrenda tragedia [se refiere a los graves problemas sociales de la época], y lo que es peor, que una vez conocida permanecen indiferentes ante ella, la creen un hecho absolutamente irreformable, critican como utópicas o aun como malintencionadas las denuncias de nuestros males (...)» [52]. A tal sentido del escándalo podría corresponderle hoy día el imprescindible discernimiento ético-social para evitar que la idea de lo social como algo irreformable se instale como un presupuesto indiscutido.
A modo de conclusión
Todo lo dicho nos permite tomar distancia de la tesis que durante tanto tiempo ha sostenido que Alberto Hurtado, en su trabajo intelectual, se limitaba a copiar a otros autores. Por cierto, si tal fuera la condición de sus escritos sería discutible considerarlo como una figura intelectual. Pero el estudio de su obra póstuma conduce en otra dirección. Obliga a reinterpretar su legado y a observarlo como la obra de un pensador; ello por cierto, una vez liberada esta categoría de la semántica que reduce el pensar a la sola construcción de teorías o sistemas conceptuales. Convengamos, entonces, en que si bien Moral Social no es la obra de un teólogo de la academia, ni de un experto en ciencias sociales, sí es la obra de un estudioso de la moral social. De ahí que no podamos sino concordar con Mifsud cuando sostiene: «Este libro, por cierto no acabado, es la obra de un intelectual, es decir, de un hombre que, además de llevar adelante un enorme trabajo social, también encontró tiempo para pensar la acción social y articularla de manera coherente y sistemática» [53]. Y ello en nada obsta a la consideración que de él hace Costadoat al tenerlo como un «apóstol y un profeta» [54]. No se trata de elegir entre lo uno y lo otro, sino de integrar en una perspectiva más complejizadora la diversidad de facetas propia de los grandes espíritus.
De este modo, parece de justicia tener que contar a Alberto Hurtado no sólo entre los moralistas (eticistas, diríamos hoy), sino también entre las figuras intelectuales del Chile de la primera mitad del siglo XX.