Los problemas de la relación Iglesia-Estado desde el siglo XIX sólo se entienden a partir de la aguda crisis provocada por la irrupción del Estado moderno que, asociado intrínsecamente a un monismo político-jurídico de matriz ilustrada, produjo una enorme tensión en la organización eclesiástica, acostumbrada a tener un lugar propio dentro del régimen monárquico que suponía más bien una estructura jurídicamente plural.

Con frecuencia, el laicismo político de nuestros días tiende a poner sobre el tapete el problema de la relación Iglesia-Estado en las naciones hispanoamericanas. La retrospección histórica de la cuestión muchas veces origina cierta perplejidad, si no incomprensión y hasta incomodidad, incluso entre intelectuales católicos, cuando se percibe cómo la Iglesia, presente en los diversos países americanos en el siglo XIX, luchó por la preservación de derechos que hoy no necesariamente avalaría. Por otro lado, muchas veces la cuestión eclesiástico-estatal es interpretada como un mero conflicto de intereses de poder entre dos importantes entidades del espacio público. Sin duda, el tema ha merecido la atención prioritaria de historiadores que hicieron uso del enorme material archivístico disponible y formularon explicaciones que difieren radicalmente según el aparato conceptual y valorativo subyacente. Entre los historiadores eclesiásticos tuvo una gran importancia el debate entre hispanistas y nacionalistas, preocupándose por afirmar la labor de la Iglesia en el proceso emancipador nacional. La descripción detallada de los acontecimientos entre Iglesia y Estado puso de modo natural el énfasis en la colaboración de muchos miembros del clero en las revoluciones independentistas y a la vez en los derechos eclesiásticos, cuestionados, cancelados o ignorados por los republicanos. Por otro lado, historiadores menos acostumbrados a los asuntos eclesiales han entendido el problema como una suerte de conflicto de intereses con batallas vencidas por ambos bandos pero que, en la escena final, resultó victorioso el Estado, o mejor dicho, el proyecto liberal republicano. Los primeros, en su afán de mostrar el aporte patriótico de la Iglesia, resaltaron la participación de sus miembros e instituciones en la nueva constitución cultural, política y social de las naciones hispanoamericanas; mientras que los segundos proponen en general la adscripción de la estructura eclesiástica al statu quo de «dominación colonial» y consideran las relaciones Iglesia-Estado esencialmente como un juego de poderes en el cual lo que interesa, en el fondo, es la adquisición, conservación o pérdida de derechos jurídicamente reconocidos.

Estas perspectivas, sin embargo, parecen no llegar a trascender el análisis meramente descriptivo de los acontecimientos. Resulta esencial entender por qué los nacientes estados en américa tuvieron similares problemas con la Iglesia: desamortización de bienes, continuación del patronato, control de los conventos, etc. Se intenta aquí develar, tras evidenciar las diferencias político-culturales entre el antiguo régimen y el Estado moderno, una explicación de los elementos constitutivos político-culturales de la relación Iglesia-Estado que se sitúe más allá de los detalles de tal descripción, de modo que se comprenda que la concepción misma del Estado republicano moderno tuvo un evidente impacto en su relación, más o menos tensa según el caso, con la Iglesia en Hispanoamérica.

Precisamente, los problemas de la relación Iglesia-Estado desde el siglo XIX sólo se entienden a partir de la aguda crisis provocada por la irrupción del Estado moderno que, asociado intrínsecamente a un monismo político-jurídico de matriz ilustrada, produjo una enorme tensión en la organización eclesiástica, acostumbrada a tener un lugar propio dentro del régimen monárquico que suponía más bien una estructura jurídicamente plural. En efecto, el Estado moderno, como tal, exige para sí la hegemonía sobre lo público y se transforma en el único espacio de convocación pública, desplazando así a la Iglesia, que había venido ocupando un papel determinante en el orden público.

Es evidente que el término «Estado» es utilizado aquí en sentido amplio, en referencia a la forma política general, sin entrar en consideraciones más específicas. En sentido estricto, el término sólo puede ser aplicado al Estado moderno. Como enseña la historia política, la palabra es inadecuada -o por lo menos equívoca- para aludir a la comunidad política previa al Estado moderno, concebida como un conjunto plural de potestades y normas, estructura política propia del antiguo régimen.

Un balance historiográfico del problema Iglesia-Estado exige pues reflexionar en problemas estructurales como la naturaleza de la institución del patronato regio y su sustitución por el modelo patronal republicano, la diferencia sustancial entre la estructura de una forma política plural y compleja como era el régimen monárquico y el Estado monista moderno, así como las exigencias ideológicas de un Estado fundado sobre los presupuestos ilustrados del liberalismo y de las filosofías con pretensión totalizadora y homogeneizante en el espacio público en virtud de su inmanentismo. Estos temas parecen haber sido postergados, ignorados o insuficientemente tratados cuando se aborda la cuestión específica. Pero tales problemas estructurales pueden echar luces sobre cuestiones historiográficas como la mutua legitimación, la doble mentalidad eclesial y republicana, las permanencias del antiguo régimen, la lógica del actuar eclesial o la acción de la Santa Sede en cuanto a los problemas de la Iglesia en Hispanoamérica.

Finalmente, un análisis de este tipo parece adecuado por razones coyunturales, como la reedición de posturas políticas laicistas que intentan cuestionar la legitimidad de los actuales derechos eclesiásticos dentro de un sistema democrático pluralista; la aparición de grupos religiosos de distinta índole que aspirando a gozar de la misma condición jurídica y el mismo reconocimiento político-cultural de la Iglesia Católica exigen una pretendida igualdad jurídica de credos, invocando -no sin cierta paradoja- argumentos laicistas; y, finalmente, la inminente conmemoración del bicentenario de las independencias iberoamericanas.

Patronato, Iglesia y Estado

Las relaciones entre el orden eclesiástico y el orden político en el mundo hispanoamericano se basaron jurídicamente en el regio patronato indiano, concesión jurisdiccional establecida entre la Santa Sede y la Corona por la cual la Iglesia otorgaba derechos al rey para que organizase y ejecutase la evangelización en los pueblos americanos recién descubiertos. El patronato tuvo tal proyección en el tiempo, que sirvió de paradigma jurídico para los nuevos estados americanos surgidos de las revoluciones independentistas, que, de esta manera, continuaron arrogándose el derecho de intervenir en asuntos eclesiásticos. Esta continuidad del antiguo marco legal patronal monárquico en pleno republicanismo fue posible porque permanecía una mentalidad colectiva popular que daba por supuesta la estrecha vinculación y colaboración entre la Iglesia y la autoridad política, así como el deber que ésta tenía de ayudar a aquélla en la consecución de sus fines espirituales. Conviene pues comprender, aunque sea de manera genérica, la institución del patronato, con el fin de entender su origen, propósito y particularidades, así como el contexto cultural que lo explica y su subrogación de facto en las nacientes repúblicas americanas.

Apenas descubierto el continente americano, mediante las llamadas bulas alejandrinas, el Papa Alejandro VI donó -según los usos jurídicos de entonces- a la Corona española las tierras descubiertas y por descubrir [1]. Era la respuesta al pedido real del derecho de patronato para la fundación de Iglesias, catedrales, monasterios y prioratos en granada y en las islas Canarias, territorios recién ganados para la fe católica durante la reconquista [2]. Concesiones eclesiásticas similares habían sido otorgadas a Portugal por sus descubrimientos. En 1501, a través de la bula Eximiae Devotionis, el Pontífice ordenó la concesión de los diezmos a la Corona española para el sufragio de los gastos de la evangelización y, finalmente, en 1508, con la bula Universalis Ecclesiae, el papa Julio II concedió explícitamente el derecho de patronato a los reyes de España y sus sucesores. Quedaba así definido el régimen del Regio Patronato Indiano en los inicios mismos de la evangelización americana.

En esencia, el derecho de patronato consistía en la prerrogativa inicial concedida por la Iglesia a los monarcas de presentar personas destinadas al Episcopado [3]. Con el tiempo, diversas teorías políticas, basándose en los amplios derechos pontificios concedidos en los inicios de la evangelización, fueron atribuyéndole a la institución patronal mayores facultades, ampliando su sentido y alcance. En primer lugar, se trata de una concesión que la Iglesia otorga a la corona para que ésta se encargue de tareas pastorales propias de la institución eclesiástica. Las cargas a las que alude el acuerdo son compromisos a los que se obliga el Estado para colaborar con la Iglesia asumiendo ciertas tareas que suponen generalmente un desembolso económico [4]. por eso, la evangelización de américa, una empresa mayúscula que requería grandes e impredecibles gastos, fue ocasión para el establecimiento del patronato. El sacerdote historiador Armando Nieto Vélez resume apropiadamente la lógica que está detrás del patronato regio indiano: «Roma no estaba en condiciones, en aquella época, de asegurar un apoyo a su propio personal en tan gran escala. Carecía de recursos proporcionados; estaba comprometida en luchas políticas europeas. España sí podía hacerlo y lo hizo; con celo, perseverancia y real interés por la evangelización; empeño que se hace patente a quien estudie con detenimiento este aspecto de la obra de España en américa» [5].

Según esta lógica, esa finalidad evangelizadora es la que justifica los privilegios otorgados: presentar cargos eclesiásticos [6], recabar los diezmos, erigir nuevas diócesis y definir o modificar sus límites [7]. Esta situación legal, sin embargo, generó también problemas de conflictos de jurisdicción [8] y la intromisión del poder político en los asuntos de competencia eclesiástica. además, el régimen del real patronato dio la posibilidad a muchos gobernantes de ejercer el regalismo en diversas formas y de incorporar personas eclesiásticas al engranaje político del «Estado». La utilización del patronato como instrumento político para subordinar la Iglesia a los fines de la Corona, inclusive contra la propia institución eclesial, llegará a niveles críticos durante el llamado «despotismo ilustrado» y se agudizará con ese carácter regalista durante el período republicano [9]. Esta subordinación de la Iglesia a la autoridad política fue justificada doctrinalmente por diversas teorías políticas que otorgaban al monarca el papel de vicario pontificio (teoría del Vicariato Regio [10]) o consideraban la institución patronal como una regalía inherente (teoría del regalismo [11]) al poder monárquico [12].

No obstante lo expuesto, la Iglesia, aunque pueda haber estado administrativamente subordinada en cierto modo al Estado, no quedaba absorbida en el Estado. El patronato suponía el pleno reconocimiento jurídico de la Iglesia como sujeto de derecho público [13]. La filosofía política medieval que inspiraba el patronato reconocía la distinción conceptual entre el orden eclesiástico y el orden civil, necesarios ambos para el bien común, los cuales en virtud de su naturaleza diversa tienen diferentes finalidades (pastoral y política) y diferentes medios para obtener sus fines. Esta relativa autonomía entre ambas esferas está garantizada por las propias enseñanzas de Jesucristo: «dad al César lo que es del César y a dios lo que es de dios». Lo paradójico es que precisamente en virtud de esta autonomía eclesial, la Iglesia quedó subordinada al Estado, no en razón de la naturaleza del Estado, sino por concesión de la propia Iglesia, con el fin de favorecer la expansión del Evangelio. Se generó así un marco legal en el cual la Iglesia, actuando pastoralmente «dentro» del Estado, tenía el apoyo político de la autoridad política para la consecución de sus fines evangelizadores. La filosofía política de la época entendía esta relación como cooperación necesaria en orden al bien común, pues la salvación y el orden social eran considerados dos aspectos del bien de toda la comunidad [14].

La institución del patronato, sin embargo, puso a la monarquía como mediador obligatorio entre las disposiciones jurídicas de la Santa Sede y su cumplimiento en Hispanoamérica. Así, toda bula papal debía de recibir previa aprobación por parte de la Corona. Sería injusto decir, sin embargo, que el patronato anuló totalmente la fidelidad de los obispos a la Iglesia Universal, como lo prueba, por ejemplo, la voluntad del tercer Concilio Limense de cumplir con las disposiciones del Concilio de Trento [15]. no obstante, también es verdad que tal mediación obligatoria se constituyó en un problema para la aplicación de bulas y otras disposiciones de la Santa Sede en los momentos de recrudecimiento de la política regalista española.

«Estado» plural

Para entender adecuadamente esta particular relación cooperante entre el orden eclesiástico y el orden civil durante los siglos XVI-XVII es necesario comprender por un lado la estructura del Estado absolutista monárquico moderno y, por otro lado, el contexto cultural dominado por la idea de universalidad y restauración de la Cristiandad.

En primer lugar hay que decir que el régimen monárquico que se constituye en la península ibérica desde el siglo XV, aunque se vaya configurando como un «Estado» moderno absolutista, sigue siendo tributario de la lógica medieval de la organización estatal. En efecto, se trata de un «Estado» [16] de carácter plural [17], no monista como el actual. Es necesario evitar precomprensiones erradas o presupuestos equivocados al intentar entender el orden político originado con la unión de las coronas castellana y aragonesa a fines del siglo XV. No se trata pues del «Estado» como lo conocemos hoy [18]. La noción de «Estado» en el absolutismo clásico difiere de la idea correspondiente al despotismo ilustrado; y ésta a su vez es distinta de la nuestra [19].

Originada según la lógica del sistema feudal, la doctrina política europea de comienzos de la época moderna, basada en una concepción jurisdiccionalista [20] del poder, entendía la función del rey como coordinador entre las diversas funciones e intereses de los miembros que integran el cuerpo social, estratificados en un sistema estamental. En el plano teórico, el papel de la Corona era garantizar los equilibrios sociales establecidos y tutelados por el derecho, de lo cual se obtenía por consecuencia la paz [21]. «Todas las fuentes doctrinales de la primera época moderna nos hablan de la justicia como la primera atribución del rey. En realidad, y según la teoría corporativa del poder y de la sociedad, la función suprema del rey era ´hacer justicia´, es decir, garantizar los equilibrios sociales establecidos y tutelados por el derecho, de lo que discurría automáticamente la paz» [22]. Tanto en la teoría como en la práctica, esta concepción de Estado europeo tenía un carácter pluralista [23], según el cual el poder político del monarca concurría con otros órganos de poder: señorial, de la Iglesia, de las cámaras municipales, de las ciudades dentro de los reinos y de las corporaciones. Si bien se puede afirmar que el poder real tenía preeminencia, éste no anulaba los otros poderes. Este carácter plural del antiguo régimen era también de orden jurídico, pues el derecho real concurría con el derecho consuetudinario, el derecho romano (normalmente subsidiario del derecho real), el derecho canónico, el derecho municipal y el derecho de las poblaciones aborígenes sometidas. Entre éstos, el desarrollo del derecho canónico resultaba de especial importancia, pues no sólo regía internamente a la Iglesia sino regulaba también los derechos concernientes al matrimonio y la familia, núcleo básico de la sociedad.

En Hispanoamérica esta superposición compleja de potestades y normas se hizo aún más compleja por la normativa específica para las indias y la entidad reguladora del Consejo Supremo de indias que garantizaba la intervención del poder monárquico en los asuntos hispanoamericanos locales. El derecho indiano se va desarrollando en la medida en que aparecen situaciones concretas no previstas por los ordenamientos jurídicos de entonces, es decir, vacíos legales en relación a temas como la condición jurídica de los aborígenes en relación a la Corona o la inconveniencia del carácter hereditario de la encomienda. Por tanto, en américa se hizo más evidente la consolidación paulatina del poder monárquico sobre cualquier otro poder concurrente anulando cualquier posibilidad de poder supremo regional hereditario e imponiendo mecanismos de control burocrático y fiscalización mutua entre las autoridades locales. A pesar de todo, esta supremacía del poder monárquico no anuló la lógica estructural plural aún presente en la estructura del régimen monárquico hispanoamericano [24].

Dentro de este régimen plural, no es raro que las instituciones eclesiales actúen a través de muchas entidades y medios diversos en la consecución de sus fines pastorales. En principio, más allá de eventuales conflictos de jurisdicción, la autoridad política no veía necesidad de actuar donde la Iglesia ya lo hacía. Por tradición secular y según la mentalidad de la época, la autoridad civil solía dejar actuar a la Iglesia y la apoyaba en su amplio campo de acción evangelizadora y de promoción humana.

Finalmente, el régimen del patronato no se entiende plenamente sin comprender la idea de restauración de la Cristiandad que está en la génesis de su institución. Desde finales del siglo XV, existió en el imaginario hispánico la idea de que a los reyes Católicos les cabía el papel de asumir la restauración de la ecúmene católica mundial expresada políticamente en la unidad Iglesia-Estado y culturalmente en el barroco católico. A diferencia de la asociación formal contemporánea de estados a la que estamos acostumbrados hoy, «la idea del barroco era la de una ecúmene de pueblos que traspasaba las diferentes fórmulas políticas e institucionales» [25]. Esta universalidad presuponía la eclesialidad, pues es la Iglesia la que trasciende los estados y reinos y es, en definitiva, ella la que, en razón de su naturaleza y misión, es capaz de reconocer la naturaleza y la proyección escatológica común de los hombres. Ésta es la lógica subyacente a las discusiones sobre la legitimidad de la conquista, a la institución de la inquisición o al bloqueo de herejías e idolatrías. Era una idea general de la época la de que todos los hombres tenían derecho a conocer la fe y que la herejía o los desvíos que impidiesen su expansión debían ser controlados por el Estado. Así, la expulsión de judíos y moros que hoy se ve como intolerancia y exclusión religiosa, en ese contexto se entendía como la reinstauración de la Cristiandad. aunque los reyes Católicos y sus sucesores en el siglo XVI parecen haber puesto un gran empeño en la consecución de estos fines últimos, no sin grandes problemas, lo cierto es que en el siglo XVII el ideal de la ecúmene cristiana se quebró por los conflictos políticos con otros reinos cristianos, las guerras de religión surgidas a raíz del protestantismo, la amenaza constante del imperio otomano o el principio de cuius regio, eius religio extendido en una Europa desgastada por los conflictos político-religiosos.

Modernidad y Estado moderno

Esta situación va a cambiar en buena medida en el siglo XVIII, cuando aparece un nuevo concepto del papel de la estructura gubernamental respecto de la sociedad, según el cual al gobierno monárquico le correspondía -como caput republicae- organizar la sociedad imponiéndole un orden según fines políticos predefinidos [26]. aparece entonces con bastante fuerza la idea de que es necesario reformar la estructura gubernamental en orden a su modernización y centralización, con el fin de conducir a la nación al progreso mediante una eficiente y centralizada administración pública. En consecuencia, las reformas del período del despotismo ilustrado borbónico en España promoverán la innovación de la administración del gobierno, el mejoramiento del sistema de recaudación tributaria, la reorganización de la política económica general del imperio y del sistema comercial, la reorganización del ejército, el fortalecimiento del regalismo y la reforma de la educación. Como apunta José Subtil, el período iluminista es una época en la que se inaugura «una era de ‘administración activa’ [27], con cuadros legitimadores, métodos y agentes muy distintos de los de la ‘administración pasiva’ jurisdiccionalista. Ahora, el gobierno se legitima planificando reformas y llevándolas a cabo, inclusive contra los intereses establecidos. De allí que la administración deba ser transformada en un instrumento racional y adecuado, libre de todas las restricciones de tipo corporativo» [28], sustituyendo a la tradicional conformación de tipo empírico basada en la teoría jurisdiccionalista del poder. Como se ve, la reforma borbónica del Estado obedece en buena parte a un ideario jurídico ilustrado, aunque no descarte la tradición estamental y pluralista del antiguo régimen. Esta nueva administración fortaleció lógicamente las prácticas regalistas que se manifestaron en proyectos de nuevas leyes, la expulsión de los jesuitas, concilios provinciales convocados exclusivamente por el monarca -sin obtener jamás validez canónica- e intentos de supresión del fuero eclesiástico.

A partir de los problemas de legitimación política surgidos con la invasión napoleónica, el imaginario político racionalista e ilustrado se radicalizará en los inicios del siglo XIX y originará cambios importantes en el sistema de representaciones político-culturales que acaban por explicar la simultaneidad de los procesos independentistas hispanoamericanos y el carácter revolucionario que tuvieron [29]. La nueva concepción del Estado se configura por la cristalización de un nuevo sistema de referencias políticas y culturales, originada en los círculos restrictos de las elites de pensamiento, pero que, en un período relativamente corto, ocuparán la escena pública. En efecto, a fines del siglo XVIII y comienzos del XIX se configura progresivamente un nuevo escenario a partir de nuevos valores, imaginarios y representaciones, con nuevos actores políticos [30] y con nuevos modos de sociabilidad y comunicabilidad. El núcleo de los cambios en cuanto a valores, ideas y comportamientos fue la centralidad del individuo considerado como valor supremo y criterio de referencia con el cual deben medirse tanto las instituciones como los comportamientos [31], lo que supuso en el ámbito filosófico una notoria influencia de Descartes; en lo político, de Hobbes, Locke y Rousseau; y de Adam Smith en lo económico [32]. A partir de este enfoque en el individuo-ciudadano, en un complejo proceso en que conviven prácticas, representaciones, valores del antiguo régimen con otros ya modernos, aparecerá progresivamente un nuevo concepto de sociedad que debe surgir del pacto social [33] y de cuyo consenso procede la legitimidad de la soberanía poseída por el pueblo o por la nación.

En el marco de este nuevo sistema de representaciones políticoculturales, el Estado se convierte en el único espacio de convocación pública, progresivamente en detrimento de la Iglesia. «En la vida de las naciones, el concepto individualista de la soberanía ilimitada (absoluta), que eleva al Estado a valor absoluto y le confiere un poder sin restricciones, trajo consigo la caída definitiva de la concepción de la res pública cristiana del mismo modo que destruyó la idea de la inserción de todos los pueblos en una unidad sobre una base moral» [34]. En efecto, inspirado en el individualismo ilustrado y asumiendo la premisa de que la ley suprema no es el bien común sino la voluntad del pueblo, el Estado -elevado en la práctica a la categoría de valor absoluto- se irá arrogando el derecho de controlar la vida pública e incluso privada de los ciudadanos y de las instituciones tradicionales en el proceso homogeneizador y uniformizante del proyecto liberal. Ello explica la voluntad política de los gobiernos de inmiscuirse en asuntos que hoy nos parecerían propios y exclusivos de la vida eclesiástica: el control de la vida conventual (supresión de votos perpetuos, supresión de órdenes, etc.), la regulación de las misiones, la libre disposición de los bienes eclesiásticos, el nombramiento de obispos y párrocos, o el control sobre las circunscripciones eclesiásticas.

Como se ve, es imprescindible comprender los fundamentos ilustrados del nuevo Estado para entender los conflictos, acuerdos y negociaciones que tensaron las relaciones entre eclesiásticos y políticos durante los siglos XIX y XX. El nuevo Estado republicano, de carácter monista [35], tiene, en nombre de la soberanía popular, una pretensión totalizadora que, aun con su carácter absolutista, no tenía el modelo plural coordinador. Éste presuponía límites al poder del rey, que era concomitante y complementario con otros poderes, y se desarrollaba en el contexto del respeto al derecho natural y a la institución eclesial, ambos teóricamente considerados superiores en cuanto a su primacía moral. La concepción del Estado monista, en cambio, supone ideológicamente el poder irrestricto del Estado por legitimarse en la voluntad general (aunque en la práctica haya fluctuado entre el equilibrio de poderes y la suprema voluntad política de un caudillo o dictador vigente) y el carácter consensual de la legislación. En cuanto al Derecho Natural, en Hispanoamérica, fue asumido a fines del siglo XVIII ya en su versión racionalista con influjo protestante, carente del fundamento ontológico del jusnaturalismo escolástico [36]. El respeto a la institución eclesiástica y su reconocimiento como referente moral institucional se mantuvo en la medida en que la cultura tenía un innegable ethos cristiano, pero la Iglesia fue perdiendo derechos públicos y privados y siendo vista como útil al Estado en cuanto a su función exclusivamente moralizadora.

Por lo tanto, el problema Iglesia-Estado debe ser visto no tanto como un conflicto de poderes, sino como la tensión provocada por la irrupción de un nuevo sistema político que, al tiempo que exalta la libertad del individuo-ciudadano, reclama para sí progresivamente la exigencia de totalidad en el espacio público. La Iglesia ve muchas veces negada o limitada su participación y expresión en el espacio público y es relegada paulatinamente al ámbito íntimo y privado. Surge así un paradigma laicista liberal según el cual se exige progresivamente la separación de la religión y la cultura; de la Iglesia y el Estado. Esto se ve por ejemplo cuando se limitan las funciones eclesiales de servicio público, se impugna su competencia en el tema del divorcio o se fomenta la disolubilidad del matrimonio. Sin embargo, también es verdad que el Estado en américa Latina comienza a reconocer derechos eclesiásticos que no había tenido necesidad de normar y que en la práctica permiten la continuidad de las representaciones, imaginarios y observancias anteriores a las revoluciones independentistas.

Las consecuencias de esta nueva política del Estado con respecto a la Iglesia variaron según las diferentes naciones hispanoamericanas [37]. Siguiendo las nuevas ideas secularizantes, y a veces bajo la influencia de logias masónicas, algunos gobiernos impusieron un laicismo radical que se tradujo en el desconocimiento jurídico de la Iglesia Católica, la secularización de obras caritativas, la prohibición de la enseñanza religiosa, el destierro de obispos y hasta la persecución de católicos, como en el caso de México [38]. Sin embargo, en líneas generales -y especialmente en países como Perú, Ecuador, Colombia, Venezuela o Bolivia- no se trata de un proceso que haya cancelado las representaciones políticas y culturales del período pre-republicano, pues es claro que hubo una continuidad en la unidad y cooperación del Estado con la Iglesia [39]. Los diferentes estratos sociales, especialmente los sectores populares, reconocían a la Iglesia como la única instancia religiosa y la referencia ética por excelencia y veían como obligación del Estado la cooperación con sus fines según el antiguo modelo patronal. La mentalidad colectiva no concebía otro modo de relación Iglesia-Estado y, por lo menos en los inicios, fue el Estado el que tuvo necesidad de legitimarse utilizando a la Iglesia, pues ésta ya contaba sobradamente con legitimación popular. Tampoco en los comienzos el liberalismo del nuevo Estado tenía amplia aceptación entre las clases populares, pues éstas eran antes cristianas que «republicanas». Así, mientras los sectores populares conservaron la memoria óntica del cristianismo a través del rito, la tradición y las costumbres religiosas, las elites ilustradas sólo preservaron la memoria ética de la religión, reduciendo a la institución eclesial a un mero aparato de control moral que garantizaba el orden social [40]. Tales premisas moralistas de fondo aparecen como postulados liberales durante el proceso de secularización institucional desarrollado durante el siglo XIX.

La pervivencia de facto de la institución patronal prolongó en el período republicano la relación de dependencia que el acuerdo de suyo implicaba. Mientras los republicanos exigían para sí los derechos del antiguo patronato, convencidos de que para la construcción del nuevo Estado era necesario incorporar en sus proyectos a la Iglesia, sustentando el principio regalista de que el Estado retenía por sí mismo tales regalías, la Santa Sede sugería que los derechos patronales habían sido revertidos a la propia Iglesia, por ser una concesión eclesiástica, ante el vacío provocado por la caída de la corona española en américa [41]. La mentalidad de la época hacía que esta idea no sonase descabellada. Tres siglos habían afirmado culturalmente la idea de que la autoridad política debía proteger a la Iglesia y ésta estar sujeta a aquélla. En varios casos, la legislación positiva acompaña esta percepción colectiva usando la misma terminología y aludiendo a la misma lógica implícita del patronato. Sin embargo, los hechos posteriores desencadenaron una ruptura entre la institución colonial y la republicana. Mientras el patronato regio permitía la cooperación entre la Iglesia y el Estado para los fines pastorales (que están en consonancia con el bien público perseguido teóricamente por el Estado) y dentro de una estructura legal y cultural que secularmente había funcionado sin mayor perjuicio de los fines espirituales, la nueva versión del Patronato se servía de las regalías estatales para someter a la Iglesia a su dominio político y a sus fines temporales. Así, algunos gobiernos hispanoamericanos se atribuyeron facultades patronales como el nombramiento de los obispos y de todos los beneficios eclesiásticos, la supresión de canonjías, la reducción de las rentas de los capítulos y las dietas episcopales, y la modificación de las circunscripciones eclesiásticas.

A pesar del gran número de miembros del clero que en muchos países apoyó la emancipación y participó en la nueva política y aunque muchos de los nuevos estados proclamaron su confesionalidad católica y la intolerancia de culto, la versión patronal republicana (el así llamado Patronato Nacional) funcionó muchas veces como medio de control y no necesariamente de cooperación con la Iglesia. Esto ocurrió pese a que muchos gobernantes tuvieron una relación distensa e inclusive amigable con la Iglesia. Como consecuencia de la confesionalidad del Estado, las instituciones estatales continuaron teniendo referencias católicas y en general los derechos que le asistían a la Iglesia fueron respetados. Sin embargo, en virtud de las exigencias ideológicas del liberalismo, sus impulsores, invocando la necesidad de la secularización institucional en orden al progreso modernizante, fueron derogando progresivamente durante los siglos XIX y XX las prerrogativas eclesiásticas: fuero eclesiástico y diezmos, secularización de cementerios, intolerancia de culto y legalización del divorcio absoluto [42]. Bajo esta lógica, la intolerancia de culto y la confesionalidad del Estado acabaron finalmente también siendo abolidas. La documentación eclesial, sin embargo, muestra que la Iglesia no se oponía a la modernización en sí, sino a las premisas ideológicas secularistas que se presentaban como intrínsecas a algunos proyectos modernizadores.

Por otro lado, las autoridades eclesiásticas veían con naturalidad la relación de patronazgo y consideraban que tal institución era necesaria e imprescindible para la acción pastoral de la Iglesia. Al respecto, durante los primeros años de la república, coexistieron dos mentalidades contrapuestas: mientras las autoridades políticas implementaban políticas destinadas a afianzar la supremacía del Estado sobre la institución eclesial como exigencia del paradigma de reforma liberal del propio Estado, muchas autoridades eclesiásticas permanecieron ancladas a la idea de un antiguo sistema del patronazgo que, con sus cortapisas, garantizaba los derechos eclesiásticos [43]. Hubo además eclesiásticos que apoyaron la permanencia del modelo patronal en el período republicano y el rechazo al fidelismo monárquico, motivados tanto por la adopción de las ideas políticas liberales como por la postura antieclesiástica de las revoluciones liberales en España o los abusos regalistas del despotismo ilustrado [44].

Así pues, la Iglesia se vio sometida a la inseguridad del carácter cambiante, y a veces errático, de los regímenes de turno. no hay una política constante en los gobiernos en relación con el tema eclesial. Esto hizo que los eclesiásticos buscaran asegurarse una buena relación con los regímenes diversos. El nuevo modelo patronal no garantizaba a la Iglesia la estabilidad y seguridad jurídica que el patronato regio otorgaba, así que las negociaciones eran replanteadas cuando el régimen de turno las ponía en cuestión. Esta inseguridad legal y política no sólo ponía en riesgo los privilegios y prerrogativas de la Iglesia, sino también las obras eclesiales, que en más de una ocasión fueron parcial o totalmente paralizadas por acción de los gobiernos.

La Iglesia, consciente de esta situación, procuró reconstituir las relaciones entre los diversos Estados latinoamericanos y la Santa Sede mediante concordatos que dotasen a la Iglesia de la seguridad jurídica de que había gozado durante el régimen pre-republicano, pero también de una mayor independencia. Esto no fue posible de conseguir de inmediato debido a la prudencia con que la Santa Sede actuó en relación al problema de las independencias latinoamericanas. La Sede apostólica sabía que en toda Hispanoamérica había muy pocos obispos que residieran y actuaran pastoralmente en sus diócesis y que había muchos «cabildos sin canónigos, parroquias sin párrocos, misiones y doctrinas abandonadas, desaparición de candidatos al sacerdocio: todas las Iglesias golpeadas por la lejanía de roma y el turbión emancipador, su pastoral estaba reducida al mínimo cuando no a nada» [45]. Consciente de los problemas surgidos en la Iglesia a raíz de las revoluciones independentistas [46] y después de convocar infructuosamente a los pueblos hispanoamericanos a la fidelidad monárquica [47], la Santa Sede tuvo entonces un doble actuar respecto de éstas: 1) prudencia frente al desenlace de los acontecimientos, pues la situación de las independencias aún se consideraba incierta y se hallaba presente la idea de restauración según la política internacional de la Santa Alianza; y 2) ayuda velada y negociaciones privadas, ante la urgencia de la situación pastoral de las poblaciones católicas de las nacientes repúblicas, como lo demuestra la misión Muzzi. A esto se suman las diferencias entre un sector de la Curia, los Politicanti, que consideraban ventajoso mostrarse accesible a ciertas ideas modernas, mientras no se viera afectada la fe, actuando con prudencia con los Estados para sacar el máximo provecho posible, y los Zelanti, partidarios del absolutismo en política, del retorno a una religión de Estado y adversos a las instituciones modernas [48]. A lo largo del siglo XIX, la Iglesia fue asumiendo el carácter irrevocable de la nueva situación política y decidió primero erigir vicariatos apostólicos en toda Hispanoamérica y después elevarlos a la categoría de residenciales. Conocedor de la realidad latinoamericana por los diversos legados pontificios, el papado -y particularmente Pío IX [49]- tendrá un papel fundamental en el desarrollo de los acontecimientos eclesiales en américa Latina y en general los obispos tendrán como referente permanente la reflexión magisterial en su acción pastoral local.

El desenlace de los acontecimientos, es decir, la afirmación del sistema republicano en Hispanoamérica, forzó a las autoridades eclesiásticas locales a buscar un acuerdo con la Santa Sede similar al del patronato. Ello explica el grado de concesión otorgado en el proyecto de concordato de 1852, presentado por el peruano Bartolomé herrera ante la Santa Sede. Con ello, sin embargo, se acentuaba la idea de sujeción de la Iglesia al Estado, en una representación ideal similar a la del antiguo patronato. Pero teóricamente el Estado no estaba ya asociado como tal a la idea de cooperación necesaria con la institución eclesial. Las ideas liberales portan en sí el germen de la uniformización y homogeneización, lo que conducía al fin de las consideraciones especiales y diferencias de trato, y enfatizan la idea de que el Estado ejerce, de forma monopólica, la hegemonía de lo público. Tales premisas condujeron a un agresivo proceso de secularización en américa Latina, atenuada en algunos países y radicalizada en otros. A estas ideas contribuyeron las filosofías de la historia que acompañaron a muchas de las iniciativas secularizantes.

En la medida en que durante los siglos XIX y XX hubo una radicalización progresiva de los postulados liberales, de matriz ilustrada, que inspiraron los cambios sociopolíticos en el siglo XIX, hubo también un proceso de maduración y adaptación de la Iglesia a las nuevas circunstancias. La Iglesia acepta progresivamente el nuevo sistema de referencias políticas y culturales y acepta la idea de la secularización institucional como conveniente no sólo para el Estado sino para la propia Iglesia [50]. La nueva situación acentuaba el carácter sacramental y de misterio de la Iglesia que enfrentó numerosos problemas por su vinculación teórica y práctica al aparato estatal. Después del Concilio Vaticano II, las exigencias relativas al problema Iglesia-Estado no son vistas tanto en términos de confesionalidad sino de cooperación.

Algunas consideraciones historiográficas

El historiador Horst Pietschmann tiene razón cuando dice que el tema de la relación Iglesia-Estado es el que más se ha desarrollado en la historiografía relativa a la Iglesia en Hispanoamérica [51]. La abundancia de material histórico disponible ha permitido muchos trabajos en este campo. Establece además una pertinente distinción entre los historiadores eclesiásticos que han abordado el tema y los que no lo son. Según Pietschmann, exigencia metodológica imprescindible para el historiador de la Iglesia es un profundo conocimiento teológico filosófico y al mismo tiempo formación de historiador. Conjugación nada fácil pero que evita ciertos hermetismos disciplinarios y vacíos explicativos en el ámbito de la historia de la Iglesia. «Hay pocos historiadores seglares e incluso no católicos que saben manejarse en un campo como, para mencionar sólo un ejemplo, la eclesiología, mientras historiadores más versados en teología tienen problemas de identificar determinadas corrientes historiográficas. De ahí, por ejemplo, que resulta una confusión muy frecuente en la historiografía sobre américa Latina de los siglos XIX y XX: al tratar de los conflictos entre Iglesia y Estado muchos historiadores califican de forma genérica las posturas eclesiásticas como «conservadoras» llana y lisamente, mientras historiadores teólogos a menudo tildan a todo lo que tiene olfato de liberalismo como «liberalismo masónico antirreligioso» [52].

Un segundo problema metodológico que se observa en la historiografía relativa a las relaciones Iglesia-Estado es la hodierna hegemonía del liberalismo como forma mentis. Se trata de una dificultad, tal vez más práctica que teórica, de entender en su contexto la acción de la Iglesia ante las disposiciones políticas de un Estado en pleno proceso de secularización institucional, pues hoy se ha universalizado la mentalidad liberal y democrática. Cabe al historiador, por tanto, tener cuidado de no incurrir inadvertidamente en anacronismos o juicios de valor inadecuados en función de las categorías actuales que, aunque a veces en el uso común parezcan tener validez política en un amplio espectro de tiempo, están de hecho situadas en un contexto histórico determinado.

Por otro lado, también es cierto que algunas antiguas convicciones filosófico-políticas, principalmente las que estaban vinculadas con referencias políticas y culturales del antiguo régimen, han sido objeto de discernimiento y maduración teológica posterior por parte de la Iglesia Universal y particularmente del Magisterio Pontificio. Convicciones del clero post-colonial que motivaron el pensamiento y la acción respecto a lo político han sido evidenciadas posteriormente como accidentales, transitorias, superfluas o inclusive falsas. Esto implica una doble tarea: 1) comprender el proceso de autoafirmación y autocomprensión de la Iglesia respecto de su propia situación espacio-temporal y no desde categorías actuales, inclusive eclesiales; 2) comprender el proceso de maduración teológica respecto de los temas políticos y del papel que le compete a la Iglesia en relación a éstos. Aunque la Iglesia no esté exenta de ser sometida al juicio crítico del historiador, el afán de comprensión debe evitar inadecuados anacronismos.

Hechas estas observaciones preliminares, podemos abordar algunos temas pendientes relativos a la historiografía actual sobre las relaciones Iglesia-Estado. Pietschmann afirma que el material examinado respecto del tema es fundamentalmente estatal y no eclesial. Observación interesante, pues revela un problema común sobre esta cuestión: en las diversas crisis entre Iglesia y Estado hay vacíos relativos a la lógica del actuar de la Iglesia. Aunque es verdad que no se trata de elaborar una historia «encubridora» y legitimadora de las actitudes y comportamientos de la Iglesia [53], tampoco es posible, en orden a obtener una intelección más integral del problema, reducir la acción de la Iglesia a la protección de «espacios de poder» y a la defensa de determinados intereses (también de poder), es decir, de antiguos privilegios obtenidos.

Por ello, sostener que la Iglesia tuvo primariamente la función de legitimar el poder político secular es reducir a priori, gravemente, la acción y las motivaciones eclesiales. La Iglesia perdió muchísimas batallas en diversos planos (político, intelectual, moral) precisamente por ser fiel a sus convicciones y principios «meta-políticos» (por ejemplo, el divorcio). Resulta indispensable conocer los razonamientos teológicos que inspiran muchas de las decisiones socio-políticas de la Iglesia, pues no son sólo una «coartada» para mantener sus privilegios, sino los fundamentos de su actuar público. Por ello, parece ser un grave reduccionismo querer reducir la acción de la Iglesia a un juego meramente político.

A estas observaciones habría que añadir que los historiadores eclesiásticos, normalmente tributarios de una historiografía tradicional que considera a la Iglesia como sujeto histórico, se enfrentaron a desafíos explicativos propios de su tiempo. Ignoraban interpretaciones posteriores que asumirían a la Iglesia como un agente histórico partícipe de los mecanismos y juegos de poder político, así como de las tensiones y distensiones que implican: una visión histórica deudora de un enfoque que en el fondo sostiene la idea de la voluntad de poder como constructora de la realidad [54]. Según esta perspectiva, el Estado se habría visto obligado, por necesidades estructurales, a un proceso de secularización necesario para la modernización de la sociedad, mientras que la Iglesia se las habría ingeniado, de diversas maneras y por diversos medios, de conservar los privilegios que tenía desde el antiguo régimen. Sin embargo, estas explicaciones de tipo estructural, si bien tienen la capacidad de enseñar los mecanismos operativos del problema, omiten gravemente la lógica de la Iglesia (que muchas veces -esto se ve especialmente hoy- difiere o se opone frontalmente a tales mecanismos de poder) y con ello pierden capacidad de intelección integral.

Un segundo punto que parece conveniente integrar mejor en los esfuerzos explicativos es la necesidad de comprender la lógica del liberalismo para un mejor entendimiento del proceso de secularización que no respondió simplemente a necesidades estructurales del Estado (mayores ingresos fiscales, por ejemplo, ante las presiones de una economía deprimida), sino que tienen su origen en un proceso secularista de alcance internacional inspirado en las ideas liberales de matriz ilustrada. De otro modo no se entiende por qué se cierran conventos, por qué se pide que regulares estén sujetos a seculares (en virtud de la idea de que el Estado debe controlarlo todo) o por qué el Estado debía encargarse de la moral social. El Estado moderno tuvo como objetivo el progresivo control sobre la vida del individuo y de la sociedad. El afán de secularización, visto como necesidad, sólo se explica plenamente desde la comprensión de la ideología ilustrada hegemónica que tiende a homogeneizar la realidad política y social. El Estado se erige como rector único y legítimo de la vida pública y privada y va sustituyendo a la Iglesia en sus tareas, pues proclama para sí el monopolio de la vida pública. La organización del clero y de los laicos católicos en la reflexión y propagación de los principios doctrinales es una reacción inspirada no tanto por la recuperación de «espacios de poder perdidos», sino por la respuesta desde la fe a filosofías inmanentistas que se presentan como sustitutorias de la cosmovisión cristiana.

Sobre el tema del patronato, es necesario advertir que la subrogación de facto por parte del Estado republicano sólo fue posible porque existía una mentalidad colectiva que simplemente no concebía al Estado sin la Iglesia. Las formas patronales republicanas no sólo son el resultado de la necesidad de controlar y sojuzgar a la Iglesia, sino de la «necesidad popular» de seguir contando con la Iglesia como parte del «mundo popular». La cultura era cristiana y no necesariamente republicana o democrática; por lo que había que ir ganando terreno sobre todo en los sectores rurales. La idea bastante difundida de que el Estado y la Iglesia se legitimaron en los primeros años de la república [55] es en realidad sólo parcialmente cierta, pues la Iglesia no necesitaba mayormente de legitimación dado que era hegemónica su influencia tanto en los sectores populares como en las elites. Es el nuevo Estado, con nuevas representaciones políticas, sociales y culturales, el que necesitaba legitimarse y para ello utilizó a la Iglesia arrogándose para sí paulatinamente los derechos que ésta detentaba secularmente. Además, en los países de mayor tradición católica, falta aún explicar cómo se resolvió el hiato entre la asimilación de la cultura popular cristiana -con todas sus deficiencias y con algunos sincretismos- y la apropiación de las nuevas representaciones políticas de corte liberal en los sectores rurales. Parte de esta nueva asimilación se debe a la privación de los servicios religiosos en las zonas rurales por la disminución del número de sacerdotes en la iniciación de la república (sea por la emigración de sacerdotes o por falta de nuevas vocaciones) y por la falta de apoyo estatal al clero.

En tercer lugar, parece conveniente recordar que la Santa Sede y, en general, el pensamiento católico universal son esenciales para entender la reflexión y el actuar de las Iglesias locales. Hay una permanente referencia al Magisterio Pontificio en el clero local. La prueba de ello no reside solamente en los testimonios de las autoridades eclesiásticas, sino incluso en los aislados pensadores disidentes que siguen constantemente el pensamiento y la acción de la Sede apostólica [56]. De hecho, una vez consumadas las independencias americanas, la Santa Sede se convirtió en el punto de referencia más importante para los eclesiásticos ante el vacío provocado y ante la necesidad de que los nuevos estados adquiriesen legitimidad [57]. no en vano la Santa Sede fue ampliamente reconocida en el ámbito diplomático, acreditando delegados apostólicos y reconociendo embajadores de diversos países. tal acreditación era considerada importante para el reconocimiento jurídico de los Estados-nación en el orden internacional, y ello se mantuvo vigente incluso cuando el Papado careció de hecho de territorio tras la unificación italiana. En el ámbito eclesial, la Santa Sede reunió en roma en 1899 a obispos de toda américa Latina en el Concilio plenario Latinoamericano, cuya importancia se puede percibir no sólo en los propios documentos y resoluciones, que constituyeron una suerte de guía pastoral en muchos países latinoamericanos, sino también en las acciones pastorales subsecuentes e inclusive en la normativa canónica posterior [58].


Notas 

[1] Sobre el problema de la legitimidad de esta donación papal, ver Antonio García y García, La donación pontificia de las Indias, en Pedro Borges (dir.), Historia de la Iglesia en Hispanoamérica y Filipinas (siglos XVI-XIX), Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid 1992, vol. I, cap. 3, p. 36.
[2] Ver allí mismo p. 33-34.
[3] “Aunque se ha observado por la doctrina que no necesariamente han de confundirse presentación y patronato, ya que puede darse derecho de presentación sin derecho de patronato, y viceversa, lo cierto es que, después de los siglos de evolución de la figura, el Patronato se configura esencialmente como un derecho de presentación para cubrir cargos eclesiásticos” (Alberto de la Hera, El Patronato y el Vicariato Regio en Indias, en Pedro Borges (dir.), ob.cit., vol. I, p. 65).
[4] El Patronato implicaba los deberes monárquicos de fundación y dotación.
[5] Armando Nieto Vélez, La Iglesia Católica en el Perú, Lima: Juan Mejía Baca, 1980, pp. 421. Ver también Alberto de la Hera, ob. cit. pp. 65-66.
[6] La designación e institución canónica, en cambio, eran prerrogativa exclusiva de la Iglesia. El Estado sólo tenía la potestad de presentar una lista con los nombres propuestos.
[7] Ver Alberto de la Hera, ob. cit., pp. 63-79 y Armando Nieto Vélez, ob. cit., pp. 419-423.
[8] Evidentemente el Patronato no fue un sistema ideal; su estructura misma contenía potenciales conflictos de jurisdicción. Armando Nieto Vélez llega a afirmar que el Patronato contenía en sí mismo “gérmenes de discordia entre el poder civil y eclesiástico” (ob. cit., p. 422). Por otro lado, los conflictos de jurisdicción ocurrieron en toda la administración pública, no sólo entre el poder civil y el eclesiástico, como lo evidencian los problemas entre el Virrey y la Audiencia, por ejemplo.
[9] Ver Francisco Morales Valerio, México: La Iglesia diocesana (II), en Pedro Borges (dir.), ob. cit., vol. II, cap. 8, p. 122.
[10] El principal representante de esta teoría fue Juan de Solórzano Pereira, autor de De Indiarum Iure, obra de la cual elaboró una versión resumida en español titulada Política indiana en 1647. Sin embargo, el origen primero de la tesis vicarial hay que buscarlo no en los teóricos áulicos sino en los religiosos, particularmente los franciscanos que buscaban el apoyo real para preservar los derechos cuasi-episcopales otorgados en los inicios de la evangelización.
[11] Ver Alberto de la Hera, El regalismo indiano, en Pedro Borges (dir.), ob. cit., vol. I, cap. 6, pp. 81-97.
[12] Según Alberto de la Hera, es posible distinguir tres épocas en la historia del Patronato indiano: la época propiamente patronal (siglo XVI), la época del Vicariato (siglo XVII) y la época del Regalismo (siglo XVIII). La primera época corresponde al régimen de los Austrias mayores, la segunda al de los Austrias menores y la tercera al periodo borbónico. Ver ob. cit., p. 76.
[13] Ver Juan José Ruda Santolaria, Las relaciones entre la Iglesia y el Estado a la luz de las constituciones peruanas del siglo XIX. Revista de Estudios Histórico-Jurídicos, 2002, no. 24, pp. 57-78.
[14] Al respecto, aunque nos refiramos aquí a la Edad Moderna, es ilustrativo el comentario de Christopher Dawson: “En la Edad Media, la realidad social última no era el reino nacional, sino la unidad común del pueblo cristiano, del cual el mismo Estado no era más que el órgano temporal y el rey el guardián y defensor nombrado por la divinidad. Para la mente medieval, la distinción no era pues entre dos sociedades perfectas e independientes sino más bien entre las dos jerarquías y autoridades diferentes que respectivamente administraban los negocios espirituales y temporales de esta única sociedad”. (Iglesia y Estado en la Edad Media, en Ensayos acerca de la Edad Media, cap. III, Aguilar, Madrid, 1960, p. 99).
[15] “La base católica latinoamericana fue desde siempre romana. No se desarrolló un ‘complejo antirromano’ en América Latina. El catolicismo de estos pueblos ha sido y es apostólico y romano”. Methol Ferré, La América del siglo XXI, p.52.
[16] Se utiliza aquí el término “Estado”, en sentido amplio, para significar la comunidad política previa al Estado moderno, con la conciencia de que, en sentido estricto, el término, como tal, sólo puede ser aplicado a este último. Sin embargo, como se aprecia en este artículo, se asume aquí como válida, en términos generales, la crítica al paradigma “estatalista” que presupone que el poder político se concentra por sí mismo en una instancia única, el Estado, eliminando metodológicamente el pluralismo político propio del Antiguo Régimen. Ver Antonio M. Hespanha, O debate acerca do “Estado moderno”, en J. Tengarrinha (coord.), A historiografia portuguesa, hoje, Hucitec, São Paulo, 1999; Carlos Garriga, Orden jurídico y poder político en el Antiguo Régimen en Istor, año 4, no. 16, primavera de 2004, pp. 13-44. Sobre consideraciones teóricas generales acerca del concepto de Estado moderno, puede ser útil la visión panorámica que ofrece Luis María Bandieri en Patria, nación, estado “et de quibusdam aliis”, Revista de la Facultad de Derecho y Ciencias Políticas, vol. 37, n. 106, p. 13-53, Medellín, Colombia, enero-junio de 2007.
[17] Sobre problemas teóricos acerca de la estructura plural del “Estado” pre-moderno, es útil ver los trabajos compendiados en Antonio M. Hespanha (comp.), Poder e instituições na Europa do Antigo Regime. Coletânea de textos. Lisboa, 1984, Fundação Calouste Gulbekian, 399 pp. Pertinente también el concepto de “composite monarchies”, acuñado por H. G. Koenigsberger y abordado por John H. Elliot, A Europe of composite monarchies, en Past and Present, n. 37, The Cultural and Political Construction of Europe. (Noviembre 1992), pp. 48-71.
[18] “La aparición del concepto de Estado –con la influencia que eso tuvo en los planos de la ideología política y de la dogmática jurídica– es el reflejo en el discurso de un proceso que ocurría contemporáneamente en el proceso político e institucional: la progresiva expropiación por parte de la corona de los poderes políticos de las entidades superiores (Papado, Imperio) o inferiores (señoríos, ciudades, corporaciones, familias) y la consecuente irrupción de una entidad monopolizadora del poder político, (...) contrapuesta a una sociedad expropiada de ese poder”. Antonio M. Hespanha, Para uma teoria da história institucional do Antigo Regime, en Antonio M. Hespanha (comp.), ob. cit., pp. 27-28. (Original en portugués, traducción del autor).
[19] Antonio Hespanha llama la atención sobre la fundamental alteridad estructural de las instituciones jurídico-políticas del Antiguo Régimen y el cuidado que la historiografía contemporánea debe guardar en relación a las instituciones premodernas, que “reinterpretadas a la luz de los cuadros dogmáticos e ideológicos modernos, perdían su autonomía estructural y funcional y eran reducidas a ‘anticipaciones’ de las instituciones del Estado burgués-liberal”. Ob. cit., p. 27-28. (Traducción del autor).
[20] Ver ob. cit., p. 29. Ver también Antonio M. Hespanha y A. Serrano González, Cultura jurídica europea: síntesis de un milenio. Madrid: Tecnos, 2002.
[21] Ello explica por qué la principal función del Estado era, en el período temprano del absolutismo, establecer justicia. De allí la importancia atribuida a la Audiencia, órgano judicial-administrativo, en el caso de América hispánica.
[22] José Subtil, Os poderes do centro, en José Mattoso (dir.), História de Portugal, 4to volumen, Editora Estampa, p. 157.
[23] Otto Brunner ya proponía un reencuentro entre la historia jurídico-constitucional y la historia social que redescubra el carácter global e indiferenciado de los mecanismos de poder en el periodo “pre-estatal” y que deje de nuevo aparecer el carácter “plural” del sistema político del llamado Antiguo Régimen. Ver también Antonio Hespanha (comp.), ob. cit., p. 32 y Otto Brunner, Estructura interna de Occidente, Alianza Editorial, Madrid 1991.
[24] Como se aprecia por ejemplo en la vigencia de la legislación canónica sobre la familia.
[25] Pedro Morandé, La síntesis cultural hispánica indígena en V Centenario de la llegada de la fe, VE, Lima 1991, p. 79. “Ella se expresó en el derecho de gentes desarrollado por la Escuela de Salamanca y que inspiró la legislación de Indias. La convivencia entre pueblos obligaba ciertamente a algunas concesiones, pero no era lícito desconocer su propia identidad cultural u obligarlo a renunciar a ella, puesto que todos formaban parte de la misma ecúmene. La idea de proteger a los pueblos indígenas y a sus culturas inspiró parte importante de la obra misionera de la Iglesia”.
[26] Esta nueva ciencia administrativa de carácter esencialmente pragmático aparece ya a finales del siglo XVII con el cameralismo y la ‘ciencia de la policía’.
[27] José Subtil, ob. cit., p. 160. “Al fin del Antiguo Régimen surge, por parte del poder, una intención nueva de organización activa –y no sólo de salvaguarda de una organización natural-tradicional de la sociedad–, intención que es producto de circunstancias históricas (…). Esta nueva intención recibe el nombre de “policía” y tiene como objetivo imponer ante el desorden de los intereses particulares una disciplina que persigue el interés público, que surge, de este modo, como algo contradictorio u opuesto al interés de los particulares”. Antonio Hespanha (comp.), ob. cit., p. 30.
[28] Subtil, ob. cit., p. 160. Traducción del autor.
[29] François-Xavier Guerra sostiene que las explicaciones exclusivamente económicas o sociológicas son insuficientes para comprender el complejo fenómeno de las independencias hispanoamericanas y señala la necesidad de entender la mutación ideológica producida por un nuevo sistema de referencias políticas y culturales (Ver Modernidad e independencias, Fondo de Cultura Económica, México 2000, 405pp.)
[30] La nueva mentalidad se va constituyendo a partir de la aceptación, rechazo o modificación de los nuevos paradigmas de pensamiento por parte de estos nuevos agentes políticos americanos, que fueron caracterizándose como absolutistas, constitucionalistas o modernos. Los tres tipos de actores se interrelacionan, encuentran puntos en común y se apoyan mutuamente en posiciones específicas. Los absolutistas y los modernos tienen en común su rechazo a las estructuras corporativas del Antiguo Régimen y la relación binaria entre Estado e individuos; los constitucionalistas históricos coinciden con los absolutistas en el imaginario de una sociedad conformada por estamentos y legitimada por la historia; los modernos concuerdan con los constitucionalistas en el rechazo al poder absoluto y en la necesidad de representación de la sociedad. (Ver François-Xavier Guerra, ob. cit., p. 29).
[31] Ver ob. cit., p. 23.
[32] Ver Jean Jacques Chevalier, Las grandes obras políticas: Desde Maquiavelo hasta nuestros días, traducción de Jorge Guerrero, Temis, Bogotá 1997.
[33] A pesar de que las teorías del pacto social surgieron bajo una clara inspiración ilustrada, no se debe soslayar tampoco las teorías medievales del pactismo, estudiadas entre otros por O. Carlos Stoetzer, El pensamiento político en la América Latina durante el periodo de la Emancipación (1789-1825), vol. I. Instituto de Estudios Políticos, Madrid 1966, 245 pp; y Las raíces escolásticas de la emancipación de la América Española, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Colección Estudios Políticos, Madrid 1982, 480 pp.
[34] Johannes Messner, La cuestión social, Ediciones Rialp, Madrid 1976, 2da edición, p. 63.
[35] Se trata de un monismo político que, sin embargo, tiene sus raíces en un proyecto cultural más amplio. En efecto, el proyecto del Estado moderno se entiende sólo en el contexto de la utopía cultural ilustrada, dominada por una fundamental voluntad o principio de inmanencia que excluye per se todo lo que no se ajuste a su funcionalidad intrínseca. El pretendido “pluralismo” propugnado por los liberales dentro del Estado moderno en realidad no es tal pues en el fondo tal pluralidad está circunscrita a la negación de un fundamento real común. Subyace así un monismo filosófico de carácter inmanentista sobre el que se basa el sistema político moderno.
[36] Ver Fernando Valle Rondón, Teología, filosofía y Derecho en el Perú del XVIII: Dos reformas ilustradas en el Colegio de San Carlos de Lima (1771-1787), Revista Teológica Limense, vol. XV, n. 3, pp. 337-382.
[37] Ver J. Lloyd Mecham, A Survey of Church-State Conflict in Latin America during the First Century of Independence. En: Fredrick B. Pike, The Conflict Between Church and State in Latin America, Alfred A. Knopf, New York, 1967.
[38] Véase por ejemplo las medidas anticlericales de los gobiernos de Benito Juárez o la Constitución de Querétaro de 1917, que no reconoce personalidad jurídica a la Iglesia, establece la educación laica en las escuelas, niega a la Iglesia y a las congregaciones religiosas el derecho de propiedad, declara propiedad del estado los bienes de las parroquias, hospitales y otras instituciones. La Iglesia y los eclesiásticos son destituidos de todo derecho político, del derecho de toda enseñanza pública y aún de toda la actividad benéfica.
[39] Ver J. Lloyd Mecham, Church and State in Latin America. A History of Politico-Ecclesiastical Relations, The University of North Carolina Press, 1966, pp. 42-43.
[40] Sobre el moralismo de las elites y la experiencia popular del misterio cristiano, ver Pedro Morandé, Iglesia y cultura en América Latina, VE, Lima 1990, pp 92-98.
[41] J. Lloyd Mecham, ob. cit., p. 61-62.
[42] Tradicionalmente la Iglesia se ocupaba de asuntos que después han sido entendidos como propios de la función estatal: registro de nacimientos, defunción, matrimonio civil, etc.
[43] Sobre la mentalidad del clero frente a la Independencia, ver el interesante trabajo de Ernesto Rojas Ingunza, El báculo y la espada. El obispo Goyeneche y la Iglesia ante la «Iniciación de la República», Perú 1825-1841, IRA-PUCP - Fundación Bustamante de la Fuente, Lima 2007, 293 pp.
[44] José Luis Mora Mérida, Iglesia y Estado ante un nuevo modelo político, en Inge Buisson, Günther Kahle, Hans-Joachim Köenig y Horst Pietschmann (eds.), Problemas de la formación del Estado y de la nación en Hispanoamérica, Inter Nationes, Bonn 1984, p. 236.
[45] Ver Alberto Gutiérrez, Las estructuras eclesiales y la realidad pastoral de la Iglesia latinoamericana, en Pontificia Comissio pro America Latina, Los últimos cien años de la evangelización en América Latina. Centenario del Concilio Plenario de América Latina, Simposio Histórico, Ciudad del Vaticano 21-25 de junio de 1999, Actas. Librería Editrice Vaticana, Ciudad del Vaticano, 2000, p. 129.
[46] Problemas como la falta de provisión de cargos porque los nombramientos dependían de la Corona, escasez de sacerdotes, expulsión del clero extranjero pro causa realista o carencia de recursos económicos.
[47] León XII en su carta Etsi iam diu de 1823 que fue considerada en Madrid como una justificación de la recuperación de las colonias. No obstante, León XII hará en realidad un doble juego: “seguir solicitando informes directos de personas claves y empezar a admitir, con las debidas restricciones, en secreto y sin ningún carácter oficial, a informadores presenciales o legados de los gobernantes de hecho” (Alberto Gutiérrez, allí mismo).
[48] Ver Roger Aubert, La Iglesia Católica y la Restauración, en Hubert Jedin, Manual de Historia de la Iglesia, VII, Herder, Barcelona 1978, pp. 176s.
[49] Sobre la política eclesial de Pío IX en Hispanoamérica, ver Alberto Gutiérrez, ob. cit., p. 129.
[50] Ver Gaudium et Spes, 76; Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, 424-427.
[51] Horst Pietschmann. Historiografía sobre la Iglesia en América Latina, en Los últimos cien años de la evangelización en América Latina, Actas del Simposio Histórico, Ciudad del Vaticano, 21-25 de junio de 1999, Librería Editrice Vaticana, Ciudad del Vaticano 2000.
[52] Ob. cit., p. 1158.
[53] Ver Pilar García Jordán, Iglesia y poder en el Perú contemporáneo, 1821-1919, Centro de Estudios Regionales Andinos “Bartolomé de las Casas”, Cusco 1991, p. 14.
[54] En efecto, la historiografía reciente parece tributaria de los fundamentos filosóficos y epistemológicos subyacentes que se perciben en pensadores como Michel Foucault, que a su vez ha recibido fuerte influencia de Nietzsche.
[55] Ver por ejemplo la obra ya citada de Pilar García Jordán. Resultan interesantes también las consideraciones teóricas de Anthony Gill en Rendering unto Caesar. The Catholic Church and the State in Latin America. The University of Chicago Press, 1998.
[56] Como por ejemplo el caso del sacerdote peruano Francisco de Paula González Vigil.
[57] J. Lloyd Mecham, ob. cit., p. 62.
[58] Ver Antón Pazos; Diego Piccardo. El Concilio Plenario de América Latina. Roma 1899. Madrid: Iberoamericana, Frankfurt am Main: Vervuert, 2002; ver también Héctor Rubén Aguer. Los documentos del Concilio Plenario de América Latina. En: Pontificia Comisión para América Latina (ed.), ob. cit., p. 235-254

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