Un aporte inestimable para comprender la crisis tomando en cuenta los hallazgos modernos de las ciencias de la afectividad.

* Artículo editado por Belén Becerra 

© Humanitas 93, año XXV, 2020, págs. 28 – 43.


A la hora de su repentina muerte, Ricardo Capponi [1] elaboraba un libro acerca de la crisis de los abusos sexuales en la Iglesia Católica. Una primera edición de este libro, que esperaba aumentar y mejorar con comentarios de sus primeros lectores, fue publicada en una edición limitada bajo el título “La Misión Actual de la Iglesia Católica. Una propuesta para enfrentar la crisis”. Con el permiso de su familia, Humanitas ha extractado algunas de las partes medulares de este libro, que adquirirá en su momento una forma más definitiva con las notas y agregaciones que dejó escritas después de hacer esta publicación en marzo de 2019.

Es deber de la Iglesia, que se constituye esencialmente en la proclamación y enseñanza de la verdad, incorporar en su seno todo aquello que se descubra como verdadero, y de un modo particular los hallazgos de la ciencia y del saber humano que mejoran nuestra comprensión del mundo que habitamos. Por esta razón, ignorar los hallazgos modernos de las ciencias de la afectividad se convierte en una ignorancia culposa que le ha estallado en la cara a una Iglesia demasiado orgullosa de poseer la verdad a despecho de todo el conocimiento verificado en los últimos cien años. La Iglesia no puede prescindir del esfuerzo de incorporar lo que sea verdadero y bueno en su propia doctrina y enseñanza, como lo ha hecho en muchas otras materias (por ejemplo, en su Doctrina Social) a lo largo de los siglos.


A raíz de la conducta criminal de algunos de sus miembros, la Iglesia está sumergida en una depresión. Este estado psíquico empeora su situación y la conduce por caminos regresivos que impiden su fortalecimiento. Todo esto se puede advertir en la forma en que está abordando la crisis. Presionada por la sociedad, la Iglesia ha adoptado una perspectiva judicial y legal. El acento ha estado puesto en la falencia moral de la Iglesia en su actuar injusto y delictivo.

La crisis actual se puede comprender desde tres hipótesis: 1.- Es una crisis que muestra la degeneración progresiva de los miembros que conforman la organización, donde las prácticas abusivas y el encubrimiento generalizado son un síntoma de dicha descomposición; 2.- Es una crisis derivada de la estructura de poder al interior de la organización que fomentó los abusos y el encubrimiento; y 3.- Es una crisis producto de la ignorancia en el contenido de la transgresión: la afectividad y la sexualidad. Sin excluir el papel que puedan jugar las dos primeras alternativas, en especial la segunda, creo que el factor principal yace en la ignorancia frente al tema de la afectividad y sexualidad. Ignorancia que a mi juicio se deriva de la dificultad que ha tenido la Iglesia para incorporar en su doctrina el aporte esencial de la modernidad: el descubrimiento de la subjetividad.

Propongo, entonces, un abordaje distinto, uno que perciba la crisis no como el resultado de la acción delictuosa que atenta contra la justicia, sino como resultado de la ignorancia que atenta contra la verdad. Ignorancia que, junto a una pérdida de credibilidad de la doctrina eclesiástica en lo que atañe a la moral sexual, condujo a un alto nivel de perplejidad y desorientación en los miembros de la Iglesia cuando el tema del abuso sexual empezó a ser tratado en serio por la sociedad.

De esta forma, trasladamos la responsabilidad desde un porcentaje menor de los miembros, a la Iglesia en su totalidad. Resulta más convincente desde el punto de vista del funcionamiento estructural de una institución. Ubica la responsabilidad en aquello que define a la institución de la Iglesia (su labor educativa y pastoral) y en esto le pide asumir sus responsabilidades.

La culpa persecutoria

El ánimo depresivo afecta la dinámica grupal, contamina a todos sus miembros de pesimismo, desesperanza y culpa excesiva, y refuerza una inclinación individual de desolación en círculos viciosos de retroalimentación. Al interior de la institución se divide la realidad entre quienes se sienten inocentes y acusan a los que consideran culpables de la crisis, dando pie a una polarización ideologizada. Esta dinámica impide aprovechar los recursos de los miembros de la organización, quienes deberían pensar serenamente en torno a lo que está pasando en la institución.

La culpa puede ser un sentimiento sano, al servicio de la toma de conciencia y del reconocimiento de los daños, para luego buscar formas de reparación. Pero también puede transformarse en una “culpa persecutoria” que activa reacciones como ataque o fuga, negar la participación, culpar a otros y huir, evitando enfrentar la situación.

La Iglesia ha sido cogida por la “culpa persecutoria”. En un primer momento reaccionó negando la participación en los acontecimientos, culpando a los medios de comunicación, a la justicia implacable y a grupos odiosos interesados en su destrucción, entre otros. Luego, ha entrado en una fase autoflagelante que no contribuye a su recuperación, sino que va produciendo un daño subrepticio que le impide retomar su identidad con vigor.

Etapa de la comprensión

La comprensión de las dinámicas que subyacen a la crisis es una condición necesaria –aunque no suficiente– para salir de ella. La comprensión facilita la aceptación del daño provocado y favorece el duelo, el pesar por lo que se dañó y perdió, y mitiga las culpas paranoides, inútiles y dañinas.

La comprensión de la crisis cumple, además, otra función importante: dimensionar correctamente el daño y rescatar lo que no ha sido afectado, lo indemne, lo que sigue siendo una fortaleza, porque apoyándose en ello se puede iniciar el proceso de recuperación. Se debe tener cuidado, sin embargo, de no confundir comprensión con justificación.

En este caso, en que se trata de entender los abusos sexuales cometidos, la dimensión biológica está presente en la constitución intuitiva y pulsional de la necesidad y el deseo, su componente genético, y cómo operan los estados mentales desde la neurofisiología del sujeto, la cual se ve afectada por las situaciones vitales por las que atraviesa.

Comprender el papel que juega el componente psicológico es fundamental para entender las dinámicas enfermas del comportamiento abusivo, el grado de libertad del abusador, sus trastornos de personalidad, su cultura respecto al tema, los estados anímicos que se desencadenan al interior de la institución y cómo estos condicionan su evolución hacia procesos constructivos o destructivos, y el papel fundamental de los procesos reparatorios, sus requisitos y exigencias.

 

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“Interior de Castro”, fotografía de Luis Poirot en: Poirot de la Torre, Luis; ‘Iglesias rurales de Chile’. Editorial Contrapunto, Santiago, 2010, p. 149.

 

[También es necesario comprender] la dimensión social en cuanto a cómo esta determina la causa, la evolución y la posible resolución de la crisis, la interacción liderazgo-grupos de trabajo al interior de la organización, la dinámica de los grupos grandes y de las masas frente al conflicto, y de manera sustancial la cultura que permea la sociedad y la institución en este caso en torno a la sexualidad y afectividad.

Esta explicación comprensiva para los creyentes debe, además, integrar una mirada desde la fe, en un planteamiento que, trenzando bien la creencia y la razón, logre un discurso que se desenmarque de los lugares comunes y eslóganes que abundan en torno a este tipo de conflictos. La Iglesia debe tomar su situación de crisis derivada de los abusos como un “signo de los tiempos”.

Causas de la crisis

Son dos las variables fundamentales que han operado en el desencadenamiento de esta crisis, o si se quiere, usando las palabras del Papa Francisco, dos “raíces”, en las que los grupos de trabajo de la Iglesia no ahondaron, no pudieron ver ni manejar:

  1. La forma en que se organiza el poder al interior de la Iglesia, que facilitó la infiltración y la mantención de personas y grupos gravemente transgresores. Este es un tema tremendamente complejo que a la sociedad secular le cuesta entender en su verdadera dimensión, porque lo analiza desde las dinámicas organizacionales propias de instituciones civiles, sin considerar la tremenda dificultad que supone en cualquier institución religiosa el desafío de representar en la tierra una dimensión divina. La dimensión de autoridad –que le confiere al sacerdote su especial dedicación a Dios, y el elemento de santidad que conlleva– no debe impedir tener presentes los riesgos de un clericalismo que el mismo Papa denuncia, y que sabemos lo empobrecedor que ha resultado ser para la Iglesia como un todo.
  2. Las crisis no se producen por una deficiencia en la estructura de la institución, aunque esta puede contribuir a agravar y acelerar la dinámica desencadenada. Las crisis tienen un contenido, siendo este la manifestación visible de un problema más profundo que la organización no ha sido capaz de ver. En este caso el contenido es la irrupción de comportamientos sexuales totalmente reñidos con la conducción pastoral y educativa que representa a la Iglesia, llegando al extremo de la criminalidad.

La ignorancia

La crisis actual no se da por falencias en la misericordia ni en la justicia. Su actitud misericordiosa y justa no está en tela de juicio, y la constatamos en los muchos sacerdotes que hacen un trabajo fraternal en contacto real con los pobres y marginados. La crisis actual se da por la dificultad de integrar el aporte al conocimiento que ha hecho la sociedad secular en estos últimos cien años para entender el mundo interno, esto es, la afectividad y la sexualidad. Es posible que en la base de esta dificultad se halle un enorme malentendido. La Iglesia cree que la ciencia cuestiona y desautoriza el pensamiento del misterio (propio de la religión), cuando lo que en realidad la ciencia ha venido a cuestionar y a desautorizar en la religiosidad es el pensamiento mágico.

Conocimientos que facilitaron el delinquir

La verdad es que esta ignorancia en los temas de sexualidad y afectividad no constituyó un gran problema durante miles de años; primero, porque en un principio fue un desconocimiento que abarcó a toda la sociedad, y segundo, porque hasta finales del siglo XIX la cultura victoriana mantuvo la sexualidad contenida por los diques de la represión, mecanismo que favoreció la forma de enfrentar este tema por parte de la Iglesia.

Lo que la Iglesia no imaginó fue que, junto con el descubrimiento del rol de la sexualidad en el desarrollo de la mente, se produciría una liberalización de las costumbres. El fenómeno de la expansión de una cultura que echó por la borda el mecanismo de represión para controlar el impulso y que favoreció la exploración del deseo con un alto nivel de permisividad –al que inevitablemente se vieron arrastrados los mismos clérigos–, al no ir acompañado de una elaboración a la altura del desafío, les explotó en la cara, quedando en evidencia la gigantesca inconsecuencia entre lo que predican y lo que practican.

Los malentendidos que acabo de describir, más el temor de que la exploración de estos temas pudiera debilitar el poder tal como lo había concebido la Iglesia, tuvieron como consecuencia la no integración a su saber de todo lo que tiene que ver con la importancia del condicionamiento instintivo del ser humano. Y dentro de ello, el manejo del impulso sexual, el rol que juega en el desarrollo psíquico del niño y del adolescente y su papel esencial como factor de fortalecimiento del vínculo en la relación de pareja. Este desconocimiento, entre otras de-ficiencias, se reflejó –como pronto veremos– en una incapacidad total para considerar los aportes científicos en relación con la pedofilia, y así entender el componente criminal de los abusadores. Al respecto, en el año 2012, Charles J. Scicluna debió precisar para no continuar con estos malentendidos: “El abuso sexual a menores no es solo un delito canónico o la vulneración de un código de conducta interno de una determinada institución ya sea religiosa o de otro tipo. Es también un crimen que debe ser procesado por la ley civil”. [2]

 

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A la hora de su repentina muerte, Ricardo Capponi elaboraba un libro acerca de la crisis de los abusos sexuales de la Iglesia Católica. Con el permiso de su familia, Humanitas ha extractado algunas de sus partes medulares.

 

Esta ignorancia en el tema facilitó los mecanismos de frivolización: se le consideró como una transgresión más, como tantas otras, y como tal formaba parte de las limitaciones de nuestra naturaleza pecaminosa. Si bien eran conductas penadas por la Iglesia, consideradas “indebidas”, estaban muy lejos de entenderse como actos criminales que dejaban huellas irreparables en la víctima. [3] Y esto no es sino consecuencia de la ignorancia. Aquí cabe una precisión: uso el término ignorancia sin el sentido despectivo que con frecuencia denota; lo utilizo, más bien, en su sentido etimológico: de in: no, y gnoscere: conocer, o sea, no conocer, no saber. 

Pero esta ignorancia no se reduce a la sexualidad, es más amplia; por eso prefiero hablar de un desconocimiento general de los procesos afectivos en juego. La Iglesia no ha incorporado a su cultura la idea de que la mente funciona movida desde la fuerza de instintos biológicos determinados genéticamente, los cuales requieren ser elaborados a través del desarrollo psicológico, con todas las dificultades y limitaciones que eso implica. Este desarrollo es imperfecto y, por lo tanto, la mente del sujeto individual funciona como un mosaico de aspectos más logrados y otros menos logrados. Es decir, con un alto nivel de error y con un equilibrio frágil entre sanidad y enfermedad, que depende de la interacción entre el nivel de fortaleza psíquica y el grado de exigencia de la realidad, que muchas veces, al ser devastadora, no encuentra capacidad mental que pueda con ella. A la Iglesia le cuesta aceptar estas limitaciones, que provienen de la naturaleza primitiva del componente biológico del ser humano, porque siente que atenta contra su concepción de hombre, creado por Dios “a su imagen y semejanza”.

La no consideración de estas limitaciones tiene tres consecuencias nocivas:

Primero, invita a seguir modelos de excelencia que son un despropósito, porque inducen a caminos perfeccionistas ficticios que, a la larga, generan profundas crisis que terminan en conductas autodestructivas. [4] El cumplimiento de estos modelos, o “caminos de santidad”, se basa en voluntarismos agotadores que resultan ser inconducentes. [5]

Este voluntarismo, que a primera vista parece ejemplar, muchas veces es una defensa mental tranquilizadora que ordena y da sentido (en un estilo un tanto farisaico), pero que, en el fondo, evita el verdadero trabajo emocional que exige el encuentro afectivo auténtico con el otro.

Segundo, la cultura respecto de un determinado tema moral al interior de una organización determina los mecanismos de control sobre esta por la vía de que su existencia de por sí empodera a los agentes más éticos e íntegros que la conforman. Por un lado, estos con su sola presencia inhiben las tendencias psicopáticas de los transgresores, y por otro, sus conductas denunciantes construyen un marco de referencia claro.

¿Por qué la Iglesia no se dio cuenta del papel regulatorio de la cultura? Porque su capacidad de considerar el funcionamiento mental con todas sus limitaciones e imperfecciones condujo a un pensamiento omnipotente (que lleva a considerar que en base a la fuerza de voluntad se puede dar cumplimiento a esa anhelada perfección), omnipotencia que minimiza el papel que juega la cultura en el control de la tendencia a la transgresión que tiene nuestro funcionamiento mental.

El Papa Francisco está plenamente consciente del importante papel regulador de la cultura al interior de los grupos, las instituciones, las organizaciones y la sociedad en general, y por eso hace un llamado reiterativo a que debemos ser capaces de desterrar “la cultura del abuso” que infiltra tanto a la institución de la Iglesia como a la sociedad en general.

Tercero, cuando no existe conciencia de la vulnerabilidad propia de nuestro funcionamiento mental imperfecto, se cree posible cumplir con modelos de entrega propios de superhombres, radicales y absolutos, en amor sin límites, en altruismo puro y servicio constante, sin tener presente las consecuencias neurofisiológicas que dicha exigencia extrema produce. Esto último termina siendo muy cansador, produciéndose lo que se ha llamado el síndrome de la “fatiga por compasión” [6] que deja a quienes lo sufren en una situación de mayor vulnerabilidad emocional y proclives a retrocesos en el funcionamiento mental que los lleva a “actuaciones regresivas”, muchas veces delictivas, que en otro estado mental habrían sido consumadas.

El desconocimiento de la vida afectiva tiene otra consecuencia que también ha contribuido a la expansión de las conductas abusivas. Los pastores no consideran la fuerza avasalladora que tienen los afectos y emociones que se despiertan en el encuentro íntimo con otro. Esto se aprecia en cómo, en un camino de dirección espiritual, construyen vínculos de gran intimidad, sumergiéndose en los problemas emocionales del feligrés con total ingenuidad.

El manejo de las emociones requiere un entrenamiento y una supervisión que los pastores no reciben ni en su formación en el seminario ni, tampoco, durante el ejercicio de sus direcciones espirituales en su práctica diaria, creyendo minimizar así los riesgos de un encuentro que, fácilmente, puede atascarse, confundirse o perder el rumbo y adentrarse en oscuros confines. ¿Cuántos abusos sexuales podrían haberse evitado si muchos de estos sacerdotes hubieran estado preparados para enfrentar la complejidad de un encuentro en intimidad?

El desconocimiento de las fuerzas pulsionales y emocionales que impregnan las relaciones afectivas no induce necesariamente al abuso en quien no tiene la predisposición. No obstante, de igual forma contribuye a que el sacerdote lleve mal su condición de célibe (sea heterosexual u homosexual) y tenga una vida desordenada y contradictoria con lo que quiere testimoniar. Si bien hace algunas décadas era más fácil ocultar estas contradicciones y la comunidad era más indulgente con dichos comportamientos, los medios de comunicación actuales –que nos exponen sin reservas– y el clima de juicio implacable que hoy nos rodea, más aún para la Iglesia que está en el “banquillo de los acusados”, hacen que dichas inconsistencias sean severamente censuradas, acrecentando así la desconfianza hacia la institución.

Una ignorancia compartida con toda la sociedad

La Iglesia, desde su ignorancia en el tema sexual, no estableció una moral que generara convicción al interior de sus miembros. Una moral sólida es una moral con sentido, con una clara opción por la vida y un rechazo drástico a las conductas que generan daño y destrucción. En estos temas la Iglesia veía estos actos como excesos, conductas indebidas e impropias, términos vagos con los que condenaba los abusos sexuales. No tenía claridad respecto de dónde estaba el elemento destructivo que produce la condena moral y que hace que la acción sea delictiva. Sin embargo, esto no le sucedía solo a la Iglesia; era una cultura que atravesaba toda la sociedad por miles de años, con un agravante para el siglo XX: el destape sexual que se inicia a partir de los años 30. Esta liberalización de la sexualidad vino a confundir más las cosas y la Iglesia no quedó exenta de dicho fenómeno.

Los años de conocimiento y abordaje serio del tema

La conciencia real del problema del abuso sexual infantil tiene varios hitos. El primero fue la publicación en 1962, en la revista médica de la Asociación Americana de Psiquiatría, del trabajo del pediatra Henry Kempe y el psiquiatra Brandon F. Steele, El síndrome del niño abusado.

Este fue el primer paso en la preocupación académica por el tema. Antes de la publicación de este artículo los abusos perpetrados en los niños, incluyendo el daño físico, no eran reconocidos como resultado de una conducta intencional. Sin embargo, las investigaciones de los estudiosos del tema como disciplina académica comenzaron a publicarse a partir de los años setenta.

En la década de los noventa se produjo un nuevo cambio significativo, con la Convención Internacional sobre los Derechos del niño, proclamada por la UNICEF el año 1989. Pero el cambio más importante en torno a este tema ocurrió en la década del 2000, con la realización de una serie de estudios de seguimiento que confirmaban el daño a largo plazo que produce el abuso sexual en todos los momentos del ciclo vital de un adulto.

La transgresión de la Iglesia: “La ignorancia culposa”

Nos damos cuenta de que la Iglesia estaba inmersa en la misma falta de claridad sobre el tema de los abusos sexuales que afectaba a toda la sociedad occidental. Pero el juicio extremo que la ciudadanía hace se basa en la responsabilidad que tiene la institución de esta ignorancia. Pues, pese a que existía este ambiente ambiguo sobre el tema en la sociedad convencional, hace ya más de cincuenta años que los expertos en desarrollo mental venían describiendo el problema y alertando de sus dañinas consecuencias. Una institución cuyo principal rol es la educación, la orientación y la dirección espiritual, debería haber estado al día en estos progresos del conocimiento.

Con un agravante: que su transgresión delictiva, además de ocurrir en torno a la educación y la formación de los futuros ciudadanos adultos, irrumpe en el ámbito de lo sagrado, representado en el clima divino que rodea al sacerdote –y que él mismo ha alentado–, clima que facilita una enorme idealización. Para los católicos, los sacerdotes son personas “consagradas”, es decir, pertenecen de alguna manera al ámbito de lo divino, se los respeta y venera. Cuando estas personas, a las que se les ha conferido tal potestad, son descubiertas en una maldad y crueldad siniestra, fácilmente se transforman en demonios, y el ataque es furibundo. Engañar en aquel espacio personal y social de lo sagrado constituye una profanación, un sacrilegio, y es, por cierto, merecedor de un rechazo visceral.

Como he señalado, esta exigencia de conocimiento no solo se la plantea la sociedad a la Iglesia, sino que se la ha estado planteando a todas las instituciones de poder. El desconocimiento de estas exigencias no es una “ignorancia excusante”, involuntaria, como podría haberlo sido hace cien años; hoy constituye una “ignorancia culposa” sobre la cual recae el peso de la ley.

Podemos afirmar, entonces, que el contenido de la crisis de la Iglesia tiene que ver con la negligencia en el conocimiento de la verdad: abandonó y traicionó su vocación de sabiduría como fuente de esperanza.

El delito que más contribuye a la pérdida de confianza en la Iglesia: el encubrimiento

Son tres los delitos de los que se le acusa a la Iglesia: el abuso sexual a menores o pedofilia, el abuso sexual de púberes y adolescentes, o efebofilia, y el encubrimiento de estos delitos por los miembros de la Iglesia que en ese momento dirigían la institución. La transgresión ética y moral que más indigna a la sociedad es el encubrimiento, porque la cuantía de abusos que sorprendió a la Iglesia solo pudo haber sido posible gracias a este ocultamiento.

¿Degeneración, ansias de poder o ignorancia?

Dado que este es el factor más significativo en la crisis actual de la Iglesia, debemos precisar cuáles fueron los factores que contribuyeron a este encubrimiento delictivo, lo que abre tres posibilidades que no son excluyentes entre sí.

Una es la que concibe el encubrimiento como producto de una contaminación generalizada de conductas degeneradas y perversas que fue invadiendo a los miembros de la Iglesia, transformándola en un antro de delincuentes. [7] Esta es una alternativa que, a pesar de estar muy lejos de la verdad, resulta muy atractiva para los detractores iracundos de la Iglesia, y una “cabeza de turco” a través de la cual se canalizan rabias y odios por parte de la masa hacia las instituciones que representan autoridad y que, habitualmente, despiertan sentimientos que oscilan entre la idealización (son buenos y perfectos) y la persecución (son malos y malditos).

La segunda posibilidad concibe el encubrimiento movido desde el placer egocéntrico y narcisista de mantenerse en el poder. Una variante de lo mismo es no querer denunciar a los criminales para no dañar a la institución en la cual ellos ostentan el poder.

Y la tercera posibilidad también proviene del placer narcisista, de ese placer al ego que provoca la omnisciencia, el sentirse poseedores de la verdad. Cuesta creer que la incapacidad de ver la realidad en su verdadera dimensión sea capaz de provocar tanto daño, pero no es así.

Esta es mi hipótesis, sin descartar que las dos anteriores también tienen un peso relativo. Este factor se considera en los análisis de la crisis por todos quienes han abordado el tema, pero se tiende a dejar como un factor secundario y no se pondera su real preponderancia en el proceso en cuestión. Mi planteamiento, al centrarse en el área del conocimiento, conduce a cambios más reformistas centrados en la doctrina de la Iglesia, y las necesarias modificaciones en la estructura de la organización se supeditan a ellos.

Consecuencias de la ignorancia

Cuando se trata de dimensionar conductas que tienen un carácter delictivo y que uno no ha presenciado, pero conoce de alguna manera, la intuición ocupa un rol primordial. Pero cuando los temas son desconocidos y además considerados tabú, la mente, al verse enfrentada a las señales que despiertan sospecha, se inhibe. Si el sujeto ha sido educado en que todo aquello relacionado con el sexo le está prohibido conocer, explorar y experimentar, [8] no puede usar aquellas facultades que son básicas para una correcta apreciación intuitiva de lo que sucede: la imaginación y la fantasía. [9] Por lo tanto, su marco es estrecho y, en este caso, cualquier señal que pudiera insinuar la presencia de un abuso –como no está familiarizado con el deseo sexual, sus posibles vicisitudes, su fuerza y su tendencia transgresora y perversa– no la toma en consideración porque no es capaz de imaginarse las escenas horrorosas que pueden acontecer cuando un adulto siente esos deseos perversos por el cuerpo de un niño, no es capaz de intuir la gravedad del hecho, de ver toda la dimensión de la maldad, del daño, de la devastación producida.

No me cabe duda de que el narcisismo del poder jugó un papel importante en el encubrimiento, pero en sí mismo no basta. Fue la ignorancia, y la arrogancia que de esta se deriva, la que les impidió a los encubridores de la Iglesia cumplir con sus obligacio-nes. Su negación les impidió ver la gravedad de los hechos, facilitó la minimización y la trivialización de los actos, la impunidad de los victimarios y el manejo tedioso hacia las víctimas.

No basta con hacer justicia, es necesario comprender la profundidad de la crisis en la Iglesia. El temor al pensamiento científico llevó a un desconocimiento en las áreas de la afectividad y la sexualidad que facilitaron el delinquir. Es cierto que esta era una ignorancia compartida con toda la sociedad; sin embargo, cuando los grupos de trabajo pensantes se abocaron a estudiar, conocer y tomar medidas al respecto, la Iglesia llegó tarde. Esta es la recriminación que le hace la sociedad. El colectivo cambió su forma de hacer justicia. Mucho más exigente y empoderada ahora, le reclama en forma retrospectiva su “ignorancia culposa”. Pues, más que el abuso sexual en sí mismo, es el encubrimiento por parte de la jerarquía lo que más ha contribuido a la pérdida de confianza en la Iglesia. 


 Notas

[1] Ricardo Capponi (1952-2020), Médico Cirujano de la Universidad de Chile, Bachiller en Filosofía, Psiquiatra de la Universidad de Chile, Psicoanalista de la IPA. Exprofesor del Departamento de Psiquiatría y de la Escuela de Psicología de la Pontificia Universidad Católica de Chile. Autor de los siguientes libros: “Psicopatología y Semiología Psiquiátrica”, Editorial Universitaria; “Chile: Un Duelo Pendiente”, Editorial Andrés Bello; “El Amor después del Amor”, Editorial Random House Mondadori; “Vida Sexual Sana”, Editorial Mercurio-Aguilar; “Repensando la Felicidad”, Editorial Caligrama-Sevilla, y Felicidad Sólida, Editorial Caligrama-Sevilla.
[2] “The quest for truth in sexual abuse cases”, en Towards healing and renewal: The 2012 symposium on the sexual abuse of minors held the Pontifical Gregorian University, eds. Charles Scicluna, Hans Zollner y David John Ayotte (Nueva York: Paulist Press, 2012).
[3] Esto no solo en los perpetradores que por su condición psicopática tienden a este tipo de disociaciones, sino también en quienes los rodeaban y son acusados de encubridores por acción u omisión.
[4] El canon 277 dice, literalmente: “Los clérigos están obligados a observar una continencia perfecta y perpetua por el Reino de los Cielos y, por lo tanto, quedan sujetos a guardar el celibato, que es un don peculiar de Dios, mediante el cual los ministros sagrados pueden unirse más fácilmente a Cristo con un corazón entero y dedicarse con mayor libertad al servicio de Dios y de los hombres”. Nótese que el celibato debe ser “perfecto” y “perpetuo”.
[5] En el catecismo se llama a un modelo general de “vocación a la castidad”, y en el texto se multiplican expresiones tales como “dominio de sí”, “control de las pasiones”, “liberación de la esclavitud”, “resistir las tentaciones”, “templanza”, “obediencia”, “esfuerzo”, “tarea”, etc.
[6] La “fatiga por compasión” es un trastorno del sistema nervioso central producido por las actividades que exigen empatía, compasión y escucha a personas que padecen estados de dolor, angustia, rabia y otros sentimientos. Estos activan estados emocionales en quien los recibe que, vividos por períodos largos, terminan fatigando su sistema nervioso central. Se requiere imponer un límite, que es una sana agresión al servicio de la defensa propia.
[7] Esta explicación es usada con frecuencia por grupo ateos y agnósticos que se solazan en presentar a la Iglesia como una institución corrupta. Una expresión elocuente de esto es el libro del periodista francés Fréderic Martel “Sodoma: poder y escándalo en el Vaticano”.
[8] Pecado de pensamiento.
[9] De hecho, el amor sexual maduro, que ayuda a mantener una sexualidad en lealtad con una misma persona por años o para toda la vida, demanda cultivar el atractivo para no fastidiarse. Esto se logra cuando se es capaz de integrar los “derivados perversos polimorfos” al encuentro sexual sin carácter de exclusividad, lo que requiere capacidad de explorar, imaginar y fantasear. El temor al pecado de pensamiento mata esta capacidad.

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