Es de esperarse que la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano ahonde en estas riquísimas reflexiones que las conferencias anteriores plantearon en torno a la cultura desde un claro horizonte evangelizador, y que tuvieron su base en el Concilio Vaticano II, particularmente en Gaudium et spes, así como en el luminoso Magisterio de los Papas que tuvieron como responsabilidad la proyección del Concilio.
A las puertas de la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, surge nuevamente la necesidad de plantearse una honda reflexión sobre el sentido de la evangelización de la cultura. Tarea que resulta tanto más urgente cuando se constata que el secularismo, aquel «vivir como si Dios no existiese», se expande como una atmósfera densa sobre zonas cada vez más amplias de la cultura hodierna. Benedicto XVI lo ha señalado reiteradamente, en tono muchas veces dramático, con respecto a una cultura europea que olvida paulatinamente sus raíces cristianas. Pero se trata de un diagnóstico que es aplicable no sólo a Europa, sino a toda la cultura denominada «occidental», incluyendo a regiones que aún presentan una más arraigada y viva tradición cristiana, como América Latina, en donde, entre otras situaciones, la injusticia social –como indicaba, de modo certero, el documento de Puebla– puede ser vista como una señal de que la fe no ha venido calando suficientemente en el estilo de vida, es decir, en la cultura de sus habitantes.
La cultura es un dinamismo de humanización que, en cuanto cultivo del hombre, no es un «proceso individualista». Ello se deja ver más claramente al recordar el modo como los obispos latinoamericanos reunidos en Puebla acogieron y proyectaron las orientaciones de Gaudium et spes, de Evangelii nuntiandi y de Juan Pablo II. Decían nuestros pastores: «Con la palabra cultura se indica el modo particular como, en un pueblo, los hombres cultivan su relación con la naturaleza, entre sí mismos y con Dios, de modo que puedan llegar a un nivel verdadera y plenamente humano. Es el estilo de vida común que caracteriza a los diversos pueblos».
Lo primero que habría que destacar en este rico planteamiento es que la idea de cultura es pensada, básicamente, como cultivo de la inherente disposición relacional del ser humano. La cultura, en cuanto dinamismo de humanización, no es posible de ser desplegada de un modo autárquico. El ser humano es ser en relación. Pero esta relacionalidad no le viene dada por su inserción en una «estructura social», como pensaba Marx –quien, a partir de una perspectiva sistémica determinista, llegaba a definir al hombre como «el conjunto de las relaciones sociales»–, sino que la relacionalidad del ser humano es explicada, una vez más, desde la antropología teológica y no únicamente desde la sociología, por el hecho de que la persona es imagen de un Dios que es relación de Personas.
Ahora bien, junto a estos aspectos definidores de la idea de cultura, los obispos en Puebla acogieron y reafirmaron el sentido esencialmente dinámico de la cultura como acto de cultivar, esto es, como dinamismo de humanización. Ello se puede ver en la definición central, anteriormente citada, cuando se indica que la cultura es el «modo particular como los hombres cultivan» y, más adelante, cuando se dice que la cultura es el «estilo de vida común». Pero se deja ver, más claramente, en un pasaje poco citado de Puebla en donde se afirma, haciendo eco de Gaudium et spes, que «la cultura es una actividad creadora del hombre, con la que responde a la vocación de Dios que pide perfeccionar toda la creación y en ella sus propias capacidades y cualidades espirituales y corporales». En ese sentido, Puebla tampoco vio la cultura, en primer lugar, como un espacio o un ambiente, menos aún desligado de la persona, y tampoco como una «forma», un «modo» o un «estilo» de actividad, de cultivo, de vida humana en común.
La comprensión personalista, y no individualista, de la cultura como cultivo y, más específicamente, el énfasis en el carácter relacional y dinámico del acto cultural, explican la relevancia que Puebla dio al tema de los valores en su comprensión de la cultura. Efectivamente, en la tradición personalista y, más específicamente, en la antropología existencial de inspiración fenomenológica, los valores siempre fueron comprendidos como el sentido al que tiende el acto humano en su intencionalidad, la cual es, por definición, dinámica y relacional. El vínculo de tal perspectiva axiológico-fenomenológica con la tradición metafísica tradicional había permitido la comprensión del valor como algo indesligable del bien mismo, es decir, del ser en cuanto apetecido por la voluntad, pero acentuando la más amplia resonancia existencial y vivencial que el bien suscita en la interioridad de la persona. Así, el mismo Karol Wojtyla y, en otras coordenadas, pensadores como Lavelle o Von Hildebrand, comprendían el valor como aquello que es significativo, cargado de sentido o importante, siendo que Von Hildebrand, por ejemplo, definía «lo importante» como «el carácter que permite que un objeto llegue a ser fuente de una respuesta afectiva o de motivación de nuestra voluntad».
Parece claro que esta perspectiva axiológica inspiró la idea de cultura esbozada por el documento de Puebla. Desde un horizonte evangelizador, resultaba indispensable la comprensión y, sobre todo, la sintonía connatural con aquello que las personas descubren como particularmente atractivo e importante para la plenitud de sus vidas. Y en esa línea, se enfatizó en la idea de cultura aquello que ya Evangelii nuntiandi había denominado «valores determinantes», esto es, «puntos de interés» o «fuentes inspiradoras», que resulta necesario conocer, comprender y luego alcanzar y transformar con la fuerza del Evangelio. Por ello, Puebla llegó a designar la cultura como un «conjunto de valores y desvalores» y, más precisamente, señaló la «zona de los valores fundamentales» como «la raíz de la cultura».
Desde esta perspectiva, evangelizar la cultura es contribuir a que la fe esté vitalmente presente en las disposiciones existenciales de las personas ante la realidad, es decir, que el dinamismo de la fe pueda encarnarse como algo esencialmente importante en cada cultura, esto es, en aquel «dinamismo de humanización» o «estilo de vida» que las personas despliegan y configuran de un modo particular y concreto. No se trata, pues, como ya advertía Evangelii nuntiandi, de hacer presente el Evangelio de manera decorativa o como un «barniz superficial», sino de lograr comunicar el Evangelio no sólo de un modo connatural, que resulte comprensible para los hombres de nuestro tiempo, sino, sobre todo, de compartirlo de un modo que permita que se descubra vitalmente su sentido de respuesta a las inquietudes y anhelos de la existencia humana.
Es por ello que al momento de describir la dinámica de la evangelización de la cultura, el documento de Puebla no ponía como primer destinatario a las instituciones o estructuras –aun cuando éstas sean comprendidas como parte de la cultura– ni tampoco únicamente a la persona individual y concreta –aun cuando ésta sea el sujeto fundante de la cultura–, sino que se refería principalmente a los valores fundamentales, es decir, a aquella «zona de encuentro» entre la interioridad de la persona y la totalidad de lo real, en donde se hace evidente aquello que se aprecia como verdaderamente importante para la propia existencia: «la evangelización busca alcanzar la raíz de la cultura, la zona de sus valores fundamentales, suscitando una conversión que pueda ser base y garantía de la transformación de las estructuras y del ambiente social».
Poniendo a los valores como raíz de la cultura, Puebla se refería a lo que en la tradición occidental se ha denominado ethos, entendido como el «carácter» o la «disposición» adquirida de una persona o de una comunidad, que configura el modo como el ser humano habita el mundo y busca desplegar lo mejor de sí. En ese sentido, la cultura revelaba una cada vez más clara dimensión ética, si se asume que la ética no es fundamentalmente reflexión sobre preceptos o normas, sino, básicamente, reflexión sobre el ethos y, más específicamente, sobre los actos humanos en cuanto orientados a su fin propio. Así, la temática de los valores o del ethos no hacía sino reforzar la comprensión poblana de la cultura como un dinamismo de humanización.
Desde esta perspectiva antropológica, esencialmente dinámica y existencial, es como se entiende uno de los mayores aportes de Puebla al señalar que «lo esencial de la cultura está constituido por la actitud con que un pueblo afirma o niega una vinculación religiosa con Dios, por los valores o desvalores religiosos». En ello Puebla hacía eco de diversas reflexiones fenomenológicas que al aproximarse a la cultura descubrían inmediatamente, en el centro de su ethos, el hecho religioso, pero también hacía eco de las diversas constataciones empíricas relativas a la evidente religiosidad del pueblo latinoamericano. Sin embargo, la razón fundamental de esta afirmación se encuentra en la visión antropológico-teológica que sustenta todo el documento y que comprende al ser humano como imago Dei y a la cultura como cultivo del hombre. Por ello, en referencia a los valores religiosos se enfatiza la siguiente cuestión antropológica: «Estos [los valores religiosos] tienen que ver con el sentido último de la existencia y radican en aquella zona más profunda, donde el hombre encuentra respuestas a las preguntas básicas y definitivas que lo acosan (...)». Y, entendiendo la cultura como prolongación o despliegue del esencial carácter religioso del ser humano, proseguía este número fundamental de Puebla de la siguiente manera: «De aquí que la religión o la irreligión sean inspiradoras de todos los restantes órdenes de la cultura –familiar, económico, político, artístico, etc.– en cuanto los libera hacia lo trascendente o los encierra en su propio sentido inmanente».
Si ésta es la «verdad sobre el hombre» y si las culturas son despliegue, aunque en diversas modalidades particulares, de esta verdad, entonces la evangelización de la cultura no podría ser vista nunca como una «intromisión» en las culturas, pues el Evangelio, Jesucristo mismo, es, por un lado, la autorrevelación de aquel Dios que las diversas culturas buscan a tientas desde su religiosidad natural, y es, por otro lado, la revelación del misterio del mismo ser humano que evidencia su deseo natural de una vida más plena precisamente mediante sus diversos despliegues culturales.
En ese sentido, el secularismo, aquel «vivir como si Dios no existiese», no es –como se ha recordado reiteradas veces en la tradición de la Iglesia– únicamente una negación de Dios, sino que es, de modo aún más dramático, una negación del hombre mismo y de sus posibilidades culturales más fontales. El hecho de que Dios no aparezca como importante en el ethos de no pocos hombres y comunidades de nuestro tiempo es, pues, un hondo drama al que la Iglesia ha querido responder a través de la convocatoria a evangelizar la cultura y las culturas.
La IV Conferencia del Episcopado Latinoamericano realizada en Santo Domingo tuvo la tarea de ahondar en esta centralidad de la fe en Jesucristo como esencialmente benéfica para las culturas, y lo hizo, de modo más específico, asumiendo el encargo papal de profundizar en el concepto de cultura cristiana que se constituyó, junto con los temas de la nueva evangelización y la promoción humana, en uno de los ejes de la conferencia. Son conocidas, sin embargo, las reticencias que en algunos ámbitos eclesiales se generaron con respecto a la noción de «cultura cristiana», creyéndose que ésta representaba una reedición de perspectivas «integristas». Entre otras razones más lamentables, tal reacción obedeció, en buena medida, precisamente a la inadecuada atención al concepto de cultura tal como ha sido delineado, desde Gaudium et spes, por el Magisterio de la Iglesia y, más específicamente, por las reflexiones y enseñanzas de Juan Pablo II en torno al tema.
Efectivamente, si se comprende la cultura desde una perspectiva exclusivamente sociológica, esto es, únicamente como estructura social, entorno simbólico o ambiente público, entonces puede surgir no sólo el infundado temor de creer que la noción de cultura cristiana constituye una propuesta integrista que busca encerrar el «sistema cultural» en otro sistema que sería la «institución eclesiástica», sino, lo que es peor, puede tornarse insustentable la comprensión de la pertinencia del Evangelio con respecto a la cultura, pues, al no descubrirse claramente la cultura como dinamismo de humanización, surgiría la pregunta acerca de por qué sería necesario abrir un «sistema cultural», que es visto como inmanente y autorreferido, a un principio trascendente que, desde esta perspectiva sociologista, termina resultando incomprensible, exógeno y hasta alienante.
Lo que no se llegó a percibir suficientemente fue que el documento de Santo Domingo significó, precisamente, una superación de esta concepción exclusivamente sociologista e, incluso, ideológica de la cultura. Y, así, en la perspectiva del Concilio Vaticano II, del Magisterio Pontificio y de los aportes de la III Conferencia del Episcopado Latinoamericano, se enfatizó la comprensión de la cultura como «cultivo del hombre», asumiéndose los cuatro sentidos que antes se ha intentado mostrar que se encuentran contenidos en esta rica noción de cultura.
Aunque sin delinear el concepto de cultura de un modo tan amplio y detallado como ocurrió en el documento de Puebla, el texto de Santo Domingo es más enfático y sintético en la acentuación de la «carga humanista» del término cultura al definirlo como «cultivo y expresión de todo lo humano». El uso constante en el documento de términos como «humanización», «humanizador» o, simplemente, «humano» para hacer referencia a la temática de la cultura, muestra que la definición antes citada no fué episódica, sino que correspondía a la perspectiva esencialmente antropológica y cristológica que anima el conjunto del texto dominicano.
Es esta comprensión de la cultura la que «abre puertas» a la evangelización, pues deja ver claramente, por un lado, que en la base de toda cultura se encuentra el ser humano, anhelante de vida en plenitud, y que, por otro lado, en toda manifestación cultural resulta necesario hacerse la pregunta no sólo acerca de lo que hay de verdaderamente humano en ella, sino también acerca del modo de conservarla, promoverla y tornarla más plenamente humana. Precisamente, desde esta comprensión de la cultura, Juan Pablo II había planteado, en el discurso inaugural que abrió la conferencia, el sentido del vínculo entre el Evangelio y la cultura, que fue programáticamente profundizado por los obispos en las sesiones subsiguientes: «La Iglesia, que considera al hombre como su ‘camino’, ha de saber dar una respuesta adecuada a la actual crisis de la cultura (...) Si la verdadera cultura es la que expresa los valores universales de la persona, ¿qué puede proyectar más luz sobre la realidad del hombre, sobre su dignidad y razón de ser, sobre su libertad y destino, que el Evangelio de Cristo?».
Esta perspectiva, que se remonta a Gaudium et spes, está presente a lo largo del texto de Santo Domingo, como, por ejemplo, cuando se afirma que «Jesucristo es la medida de todo lo humano y por tanto también de la cultura» o cuando se enfatiza que «Jesucristo se inserta en el corazón de la humanidad e invita a todas las culturas a dejarse llevar por su espíritu hacia la plenitud». En ese sentido, la expresión cultura cristiana debe entenderse de un modo amplio y dinámico, que contiene en sí nada más, pero también nada menos, que lo que la Iglesia ha querido expresar reiteradamente al constatar la necesidad de una renovada síntesis entre fe y razón, fe y vida, fe y cultura, para responder a un secularismo que adquiere formas nihilistas cada vez más inquietantes.
Evidentemente, si se pierde de vista el sentido humanista de la cultura, se pierde también la urgente pertinencia de una perscomprensión ideológica del «Reino de Dios», como «sociedad inmanentemente igualitaria», podrían asomarse de modo impropectiva cristocéntrica, y, peor aún, si la cultura es reducida a una mera «estructura objetiva», sin clara referencia a la persona, entonces, al hablarse de «cultura cristiana», la concepción integrista de «cristiandad», como «civilización material clericalista», o la cedente con todo su dinamismo anacrónico.
Para evitar estos mal entendidos, parece conveniente recordar el modo como la expresión cultura cristiana fue explicada por quien la propuso como reflexión a los obispos latinoamericanos. En la II Asamblea Plenaria de la Pontificia Comisión para América Latina, Juan Pablo II decía que de lo que se trata es de «tutelar, favorecer y consolidar una ‘cultura cristiana’, es decir que haga referencia y se inspire en Cristo y en su mensaje». No se trataba, pues, de una absorción de las culturas particulares en una única forma cultural cristiana sino, más bien, de que la fe cristiana impregne, desde sus raíces, los dinamismos de configuración cultural, esto es, de humanización, de las diversas personas y pueblos, favoreciendo que estas formas culturales particulares promuevan más hondamente aquello que tienen de más propio y de más específicamente humano. Ya años antes, en la visita adlimina de los obispos uruguayos, había explicitado el sentido de esta expresión de la siguiente manera: «Esa cultura engendrada por la fe es una gran tarea a realizar. Es la cultura que podemos llamar cristiana, porque la fe en Cristo no es un mero y simple valor entre los valores que las varias culturas describen, sino que para el cristiano es el juicio último que juzga a todos los demás, siempre con pleno respeto a su consistencia particular».
En el documento conclusivo de Santo Domingo, precisamente por haberse planteado una comprensión de la cultura como «cultivo del hombre», no se observan dificultades para asumir y proyectar la expresión «cultura cristiana». Recogiendo la lógica de la evangelización de la cultura tal como había sido propuesta por el documento de Puebla se indica que «podemos hablar de una cultura cristiana cuando el sentir común de la vida de un pueblo ha sido penetrado interiormente, hasta situar el mensaje evangélico en la base de su pensar, en sus principios fundamentales de vida, en sus criterios de juicio, en sus normas de acción y de allí se proyecta en el ethos del pueblo (...) en sus instituciones y en todas sus estructuras».
La misma atención que Puebla dirigió a los valores y al ethos, como núcleo relevante de la cultura, se percibe en el documento de Santo Domingo al plantearse, aún con más énfasis, desde una perspectiva cristocéntrica, el acápite titulado «Valores culturales: Cristo, medida de nuestra conducta moral». La conexión entre cultura y ética, preanunciada en Puebla, se hace más explícita no sólo al comprenderse el vínculo entre ambos conceptos por razón de su dinámica humanizante, sino también por la perspectiva cristocéntrica desde la cual ambos son formulados. Así, la ética o moral cristiana es vista no como una normatividad extrínseca sino, de un modo dinámico y existencial, como «la forma de vida propia del creyente», como un «caminar hacia Él», y, así, se trata de «presentar la vida moral como un seguimiento de Cristo (...) difundir las virtudes morales y sociales que nos conviertan en hombres nuevos, creadores de una nueva humanidad». Este vínculo cristocéntrico entre la cultura y la ética como dinamismos de humanización hace, finalmente, que se resalte que «solamente la santidad de vida alimenta y orienta una verdadera promoción humana y cultura cristiana», pues el santo es aquel que por una «radical conformación con Jesucristo» consigue ser más plenamente hombre, desplegando, así, un profundo dinamismo humanizante, es decir, hondamente cultural.
Es de esperarse que la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano ahonde en estas riquísimas reflexiones que las conferencias anteriores plantearon en torno a la cultura desde un claro horizonte evangelizador, y que tuvieron su base en el Concilio Vaticano II, particularmente en Gaudium et spes, así como en el luminoso Magisterio de los Papas que tuvieron como responsabilidad la proyección del Concilio.
El drama del secularismo, que se ha agravado en el mundo hodierno desde la realización de la última conferencia episcopal en Santo Domingo, hasta llegar a mostrar más incisivamente sus dolorosos efectos deshumanizantes, y, por otro lado, el hecho de que, por primera vez, un evento episcopal de esta magnitud tenga lugar en un santuario mariano, llevan a anhelar que la evangelización de la cultura sea un dinamismo que nuestros Obispos proyecten con renovada vitalidad, para que la Iglesia en nuestras tierras latinoamericanas pueda estar en mejor capacidad de responder a los inmensos desafíos culturales que se presentan en estos inicios del tercer milenio de la fe y para que, así, pueda compartir mejor la «razón de su esperanza» con tantos hermanos que, a través de diversos signos, claman por ella.