El tema de la participación en la celebración litúrgica nos hace realmente palpar el misterio de la salvación, la economía admirable a través de la cual el Padre misericordioso, mediante su Verbo encarnado, nos revela su designio y lo cumple mediante la fuerza del Espíritu Santo que renueva todas las cosas.
INTRODUCCIÓN
La idea de participación en la liturgia se basa en principios doctrinales, cuyo fundamento a su vez se encuentra en la eclesiología católica. Ahora bien, si las actividades eclesiásticas se ordenan, según el Concilio Vaticano II (ver Lumen Gentium, 25; Christus Dominus, 12- 16; Presbyterorum ordinis, 4-6), en torno al anuncio de la Palabra de Dios, de la celebración litúrgica y de las acciones propias del gobierno pastoral del Pueblo de Dios, sería un error considerar el aspecto activo de dichas actividades como algo dependiente tan sólo de los ministros ordenados, mientras por su parte la participación de los fieles sería únicamente pasiva. El esquema «dar-recibir» no corresponde exactamente con la naturaleza profunda de la eclesiología católica, constituyendo más bien una simplificación excesiva de una realidad mucho más rica. Ciertamente, no se trata de negar en este caso el rol necesario e irremplazable del ministerio de los Obispos y los sacerdotes, sino de dar cuenta de la sana teología católica, tal como ha sido propuesta por el Concilio Vaticano II.
He aquí, pues, algunos textos destinados a ilustrar este planteamiento: «Las acciones litúrgicas no son acciones privadas, sino celebraciones de la Iglesia, que es «sacramento de unidad», es decir, pueblo santo congregado y ordenado bajo la dirección de los Obispos. Por eso pertenecen a todo el Cuerpo de la Iglesia, influyen en él y lo manifiestan; pero cada uno de los miembros de este cuerpo recibe un influjo diverso, según la diversidad de órdenes, funciones y participación actual» (Sacrosanctum Concilium, 26). La conclusión lógica de las afirmaciones anteriores es que «siempre que los ritos, cada cual según su naturaleza propia, admitan una celebración comunitaria, con asistencia y participación activa de los fieles, incúlquese que hay que preferirla, en cuanto sea posible, a una celebración individual y casi privada» (Sacrosanctum Concilium, 27).
Y más concretamente, «en las celebraciones litúrgicas, cada cual, ministro o simple fiel, al desempeñar su oficio, hará todo y sólo aquello que le corresponde por la naturaleza de la acción y las normas litúrgicas» (Sacrosanctum Concilium, 28).
Es importante señalar que el vocabulario empleado por el Concilio refleja una preferencia por el uso de la palabra «celebración», expresión que recalca la dimensión eclesiástica y comunitaria de las acciones litúrgicas. En el nuevo Código de Derecho Canónico también emplea muy frecuentemente la palabra «celebración», sin excluir por eso el término «administración» de los sacramentos, expresión que también transmite conceptos importantes en el plano teológico con miras a una justa comprensión de la naturaleza y eficacia de los sacramentos. Así, nadie puede sorprenderse por el hecho de que la palabra «celebración» haya adquirido una importancia muy especial en la catequesis litúrgica y en el vocabulario común tanto de los sacerdotes como de los fieles.
Prosigamos con nuestra reflexión citando otros textos del Concilio Vaticano II:
«Con razón, pues, se considera la Liturgia como el ejercicio del sacerdocio de Jesucristo. En ella los signos sensibles significan y, cada uno a su manera, realizan la santificación del hombre, y así el Cuerpo Místico de Jesucristo, es decir, la Cabeza y sus miembros, ejerce el culto público íntegro» (Sacrosanctum Concilium, 7, 2).
«Realmente, en esta obra tan grande por la que Dios es perfectamente glorificado y los hombres santificados, Cristo asocia siempre consigo a su amadísima Esposa la Iglesia, que invoca a su Señor y por Él tributa culto al Padre Eterno» (Sacrosanctum Concilium 7, 1).
«En consecuencia, toda celebración litúrgica, por ser obra de Cristo sacerdote y de su Cuerpo, que es la Iglesia, es la acción sagrada por excelencia, cuya eficacia, con el mismo título y en el mismo grado, no la iguala ninguna otra acción de la Iglesia» (Sacrosanctum Concilium 7, 3).
Habiéndonos referido a diversos aspectos complementarios de la enseñanza de la Constitución Sacrosanctum Concilium, es necesario evocar la doctrina del Concilio Vaticano II sobre el sacerdocio común de los fieles, que retomando un tema muy antiguo, aclara de excelente manera el fundamento de la participación de los fieles en la celebración litúrgica. He aquí la cita de ese texto capital de la Constitución dogmática Lumen Gentium:
«Cristo Señor, Pontífice tomado de entre los hombres (ver Hebr 5, 1-5), a su nuevo pueblo «lo hizo Reino de sacerdotes para Dios, su Padre» (ver Ap 1, 6; 5, 9-10). Los bautizados son consagrados como casa espiritual y sacerdocio santo por la regeneración y por la unción del Espíritu Santo, para que por medio de todas las obras del hombre cristiano ofrezcan sacrificios espirituales y anuncien las maravillas de quien los llamó de las tinieblas a la luz admirable (ver 1 Pe 2, 4-10). Por ello, todos los discípulos de Cristo, perseverando en la oración y alabanza a Dios (ver Act 2, 42-47), han de ofrecerse a sí mismos como hostia viva, santa y grata a Dios (ver Rom 12, 1), han de dar testimonio de Cristo en todo lugar, y a quien se la pidiere, han de dar también razón de la esperanza que tienen en la vida eterna (ver 1 Pe, 3, 15).
El sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio ministerial o jerárquico se ordena el uno para el otro, aunque cada cual participa de forma peculiar del sacerdocio de Cristo. Su diferencia es esencial, no sólo gradual. Porque el sacerdocio ministerial, en virtud de la sagrada potestad que posee, modela y dirige al pueblo sacerdotal, efectúa el sacrificio eucarístico ofreciéndolo a Dios en nombre de todo el pueblo; los fieles, en cambio, en virtud del sacerdocio real, participan en la oblación de la Eucaristía, en la oración y acción de gracias, con el testimonio de una vida santa, con la abnegación y caridad operante (Lumen Gentium, 10).
La vida cristiana debe por tanto enfocarse como un himno de «alabanza a la gloria de la gracia de Dios» (Ef 1 1, 12-14), como una ofrenda de nosotros mismos a Dios, como víctimas vivas y santas, sabiendo lo que para Él es grato, lo que es perfecto (ver Rm 12, 1 s.). Ahora bien, el valor de esta alabanza surge del hecho de incorporarnos a Cristo a partir de nuestro bautismo y de que la alabanza perfecta que Él lleva a cabo en la Cruz trae aparejada la nuestra, o dicho en otros términos, nuestra alabanza se incorpora a la de Cristo precisamente por mediación de la presencia renovada de su Sacrificio, llevado a cabo de una vez por todas (He 7, 27; 9, 12-28; 10, 12-14) en el Calvario. Se puede por tanto afirmar que en este sentido la vida cristiana es una vida sacerdotal, es decir, una vida consagrada a la gloria de Dios, o además una «vida litúrgica», y eso no sólo durante la celebración del culto litúrgico propiamente tal, sino también, y a partir de este culto y viviéndolo como su cumbre (Sacrosanctum Concilium, 10), (...) una vida que se trasluce en todas nuestras acciones, incluidas aquellas que apuntan directamente a responsabilidades temporales o tienen la huella de lo provisorio o lo inconcluso.
LA PARTICIPACIÓN
Profundicemos a la luz de lo anterior.
El texto más explícito del Concilio Vaticano sobre la participación de los fieles en la Liturgia afirma lo siguiente:
«Mas, para asegurar esta plena eficacia es necesario que los fieles se acerquen a la sagrada Liturgia con recta disposición de ánimo, pongan su alma en consonancia con su voz y colaboren con la gracia divina, para no recibirla en vano. Por esta razón, los pastores de almas deben vigilar para que en la acción litúrgica no sólo se observen las leyes relativas a la celebración válida y lícita, sino también para que los fieles participen en ella consciente, activa y fructuosamente» (Sacrosanctum Concilium, 11).
Los tres adjetivos mediante los cuales el texto conciliar califica la participación son por tanto «consciente», «activa» y «fructuosa»; pero el texto afirma que estas tres características van más allá de la mera observancia de una celebración válida y lícita, ya que deben ser las consecuencias de la «recta disposición de ánimo» y de la «colaboración con la gracia divina».
Así, «participar», «formar parte de un todo», «actuar», «incorporarse» y «ponerse en común» son expresiones que no sólo apuntan a aspectos exteriores, sino sobre todo y ante todo a actitudes internas y espirituales. (...) Si no es así, inevitablemente la celebración litúrgica resulta una especie de espectáculo, o si se quiere, una expresión de tipo folklórico, o también un ritualismo vacío, ¡y hasta un ejercicio de gimnasia o coreográfico!
La disposición interna requerida para una participación fructuosa en la celebración de la Liturgia corresponde fundamentalmente con las virtudes teologales: la fe, la esperanza y la caridad.
Si es verdad, como lo afirma San Pablo tres veces, que «el justo vive de la fe» (Rm 1, 17; He 10, 28; Ga 3, 11), evidentemente la cumbre de la vida cristiana, que es la Liturgia, no puede existir fuera de la luz de la fe y sin un espíritu de fe.
También es verdad que la fe cristiana, que es la virtud propia de nuestra condición de peregrinos, va necesariamente acompañada de la esperanza. La fe nos muestra el sentido de nuestra existencia aquí abajo y los medios que debemos adoptar en este mundo para alcanzar el objetivo definitivo de nuestra vida. La esperanza, por su parte, muy consciente de nuestras debilidades y de las heridas que el pecado ha dejado en nuestra alma, mira con confianza hacia el fin último de nuestro peregrinaje con la certeza de poder alcanzarlo gracias a la ayuda de Dios, la única que puede introducirnos en una relación de «connaturalidad» con Dios, fuente del ser, la salvación y la vida bienaventurada. La fe y la esperanza deben normalmente desembocar en la caridad, cuyo objeto es de manera indisociable Dios en sí mismo, por una parte, y por otra el prójimo por el amor a Dios. Evidentemente, se trata a la vez del amor a Dios con todo nuestro corazón, con todas nuestras fuerzas y con todo nuestro ser, y del amor a nuestros hermanos, de acuerdo con las características emocionantes descritas por San Pablo (1 Co 13, 1-13).
Se puede agregar a las tres virtudes teologales otra disposición interior indispensable para una participación fructuosa en la Liturgia: la virtud de religión. Esta expresión «virtud de religión» significa el respeto profundo, la humilde adoración de Aquel que es tres veces Santo y al cual no somos dignos de acercarnos (Ex 3, 1-6; 1 Rom 19, 9-13). Se puede afirmar que la virtud de religión es como «el alma» de la Liturgia. De hecho, si bien jamás podemos olvidar que Dios es nuestro Padre, es con todo un Padre de inmensa majestad, es el Señor todopoderoso, es el Rey de eterna gloria.
La fe
Volvamos ahora a la virtud teologal de la fe para profundizar en sus distintos aspectos. Ciertamente, por cuanto las realidades divinas pertenecen al misterio de la fe, sólo podemos tener acceso a las realidades invisibles para nuestros ojos de carne mediante la fe (He 11,1), y sin ella tampoco podemos llegar a la convicción de que todo cuanto vemos proviene de lo que no vemos (ver He 11, 3). En efecto, la fe descubre lo invisible a través de lo visible, la fe trasciende las experiencias sensibles y nos permite acceder al misterio. Por último, precisamente la fe nos permite percibir la significación eficaz de los gestos litúrgicos a lo largo de toda la historia de la salvación, ya que la Liturgia no es una construcción abstracta y atemporal, sino precisamente una celebración enraizada en los hechos que constituyen el tejido de la realización del designio eterno de la salvación, tal como lo quiso el Padre, tal como se manifestó mediante el Verbo encarnado y tal como continúa realizándose mediante la acción del Espíritu Santo en la Iglesia.
Los signos
Abordemos ahora la cuestión específica de los signos litúrgicos. Es posible afirmar que, sin duda alguna, la razón de ser de los signos propios de la Liturgia proviene de la naturaleza humana, considerada en su realidad a la vez corporal y espiritual; proviene también del misterio de la Encarnación, gracias al cual el acceso al Dios invisible resulta posible a través de la humanidad real de Jesucristo. En efecto, así como la humanidad de Cristo es el instrumento de la acción salvadora del Verbo, los signos litúrgicos contienen y transmiten el poder salvador de Dios. Por consiguiente, a través de ellos la gracia de Dios se comunica o intensifica en todos aquellos que ya han recibido la justificación, la adopción divina y la incorporación a la Iglesia.
Ciertamente, la comprensión de los signos litúrgicos está incluida en la participación consciente y fructuosa en la Liturgia. Con todo, si bien estos signos ejercen puramente con su presencia un rol pedagógico en quienes no obstante los perciben con una conciencia limitada desde el punto de vista de su contenido, exigen además la presencia de una mistagogia permanente y una formación, basada en la catequesis litúrgica, que permita tanto a los fieles como a los ministros avanzar en el conocimiento del misterio celebrado. Esta observación es especialmente importante cuando estamos en presencia de un rito no celebrado habitualmente, como las ordenaciones o la consagración de una nueva iglesia, por ejemplo. Nada es más perjudicial para la participación espiritual de los fieles en una celebración litúrgica que la actitud demasiado apresurada o distraída del celebrante, así como la realización mecánica de los gestos litúrgicos por parte de este último. Tres palabras, tomadas de una oración tradicional, resumen debidamente la actitud que debería tener todo celebrante: «digna», «atenta», «devota», de tal manera que el celebrante mismo constituye un signo. En su condición de persona consagrada e instrumento de la acción de Cristo glorioso, que es el actor principal de los actos sacramentales, el ministro ordenado, al igual que el fiel laico diputado de acuerdo con las normas del derecho, debe permitir que se trasluzca el misterio celebrado, de tal manera que la comunidad pueda estar en condiciones de percibir que el ministro en cuestión no es ni un actor de teatro ni un funcionario, sino un creyente penetrado por la presencia inefable de Aquel que no puede verse con los ojos de la carne, pero es más real que todo cuanto pertenece al universo de la experiencia sensorial.
Una celebración litúrgica «digna» debe ante todo estar impregnada de la belleza del lugar donde se realiza y de los objetos del culto empleados, aun cuando se trate de una belleza sencilla y esencial. También implica la limpieza de los hábitos litúrgicos y la calidad de los vasos sagrados. Si semejante celebración reviste, en cambio, un aspecto teatral, no puede considerarse realmente «digna». En efecto, muy lejos de ser un espectáculo, una celebración litúrgica tiene una dimensión ante todo religiosa y espiritual. Por último, esta noción de dignidad incluye la necesidad de acompañar las celebraciones con movimientos adecuados para la Liturgia, es decir, llevados a cabo sin prisa, con cierta lentitud y elegancia, pero sin afectación.
Enseguida, una celebración litúrgica debe ser «atenta», lo cual exige un esfuerzo especial de parte del celebrante para que en la medida de lo posible evite las distracciones, sobre todo de carácter voluntario. Este adjetivo «atenta» permite insistir en la voluntad de concentrar el propio espíritu, lo que exige una disciplina de los sentidos para evitar dejarse llevar por los múltiples objetos que atraen la mirada y perturban la atención. Evidentemente, la música no constituye en sí misma un obstáculo para esta atención, ya que es parte integrante de la participación del grupo coral y los fieles. Sin embargo, puede ser deplorable el hecho de que las piezas musicales que acompañan ciertas celebraciones litúrgicas no favorezcan la atención del celebrante y los participantes. En efecto hay géneros musicales demasiado marcados por un estilo teatral, que hacen destacar de manera excesiva las cualidades artísticas de los intérpretes, con lo cual se provocan distracciones en quienes participan en la celebración litúrgica. Por consiguiente es lamentable que en ciertos casos la celebración de la santísima Eucaristía se perciba en cierto modo como un elemento secundario en relación con la ejecución de un fragmento de música famoso, que hace resaltar la calidad del compositor y el virtuosismo de los intérpretes. Ciertamente, este tipo de prácticas no contribuyen a reforzar el sentido religioso y el recogimiento, y al respecto es conveniente señalar que, por el contrario, el empleo del canto gregoriano y la polifonía de gran calidad, que están al servicio de la Liturgia, no traen consigo este tipo de consecuencias especialmente nefastas.
La «atención» exige además el silencio, es decir, ciertamente y ante todo el «silencio interior», o si se quiere, un corazón sosegado, lo cual implica por supuesto el silencio exterior. La palabrería y los comentarios de los diversos celebrantes entre ellos o con los otros ministros sentados no lejos de ellos son indicadores de un espíritu indisciplinado y constituyen un mal ejemplo para los fieles. Por el contrario, la atención requerida durante una celebración litúrgica exige, como condición previa, una preparación esmerada de dicha celebración para que la misma se lleve a cabo en forma ordenada, sin dar la impresión de que sus distintos elementos están sujetos a la improvisación.
Por último, la celebración debe ser «devota», lo cual significa una actitud impregnada de respeto, amor a Dios, sentido religioso y atención a lo que es «lo único necesario» (Lc 10, 42). Es posible definir el término «devoto» de la siguiente manera: «una persona devota es alguien que tiene conciencia de que su vida no tiene sentido alguno si no está vinculada íntimamente con Dios», o en otros términos, es la actitud de aquel que desea vivir de manera totalmente coherente con su consagración bautismal y siguiendo el programa resumido por San Pablo en unas pocas palabras: «Si vivimos, para el Señor vivimos, y si morimos, morimos para el Señor. En fin, sea que vivamos, sea que muramos, del Señor somos» (Rm 14,8). Eso significa por lo tanto que una persona devota está «totalmente dedicada al Señor».
Aquel que participa en un acto litúrgico no debería entrar sin transición en la celebración sagrada, pasando de sus ocupaciones profanas, aun cuando sean respetables y buenas, a la oración comunitaria. Es necesario respetar cierto lapso, aun cuando sea breve, que debe estar marcado por el silencio, el recogimiento y la oración. Un ejemplo notable al respecto es el de los monjes que antes de entrar en la iglesia del monasterio para celebrar allí el Oficio Divino —llamado además Liturgia de las Horas– permanecen de pie y en silencio en el claustro para así recoger su espíritu antes de entregarse a la salmodia. Apuntan a esta misma finalidad las oraciones que recita el celebrante al ponerse los ornamentos litúrgicos inmediatamente antes del comienzo de la celebración.
Como conclusión, se puede afirmar que las reflexiones que se acaban de formular provienen de la primera disposición requerida para una participación auténtica en la celebración litúrgica: se trata de la fe, que por sí misma revela las diversas significaciones, sumamente ricas, de los signos litúrgicos; la fe, que por sí sola permite al ministro ordenado cumplir su rol sagrado de instrumento de Cristo y servidor de su Cuerpo, que es la Santa Iglesia.
La gracia de Dios
Es indispensable ahora estudiar otro elemento esencial de la plena participación en la celebración litúrgica: se trata de la gracia de Dios, o más precisamente, el estado de gracia.
El objetivo de la participación en los actos litúrgicos es obtener la gracia que aún no se posee (como ocurre en el bautizo de los niños pequeños y en el acceso al sacramento de la penitencia de quienes están en pecado) o reforzar la gracia en quienes ya están justificados. La gracia es la expresión concreta de la salvación, el fruto de la redención y el testimonio de la gloria que nos espera en el Reino de los cielos.
El hecho de estar presente en una acción litúrgica en pecado mortal y sin tener al menos un deseo de conversión no constituye una verdadera participación, aun cuando la persona en cuestión intervenga en los movimientos, los cantos, las aclamaciones u otros actos durante la celebración, porque en este caso esa persona carece de la orientación fundamental hacia Dios y su gloria, que constituye el alma de la Liturgia. Eso no significa, en todo caso, que sea preciso excluir a quienes no tienen la disposición interior requerida, ya que una presencia, no obstante no poseer todas las condiciones para ser calificada de verdadera participación, puede constituir sin embargo un instrumento de la gracia actual, que conducirá a la persona en cuestión a la conversión. Es preciso, con todo, excluir de los ministerios, que intervienen durante la celebración, a las personas en estado público de pecado conocido, pues de lo contrario se constituirán en contra testimonios, que provocarían escándalo y confusión entre los fieles. Ciertamente, la evaluación de los distintos casos concretos requiere gran prudencia pastoral, así como una forma de proceder llena de delicadeza; pero es conveniente no atenuar jamás las exigencias incluidas en los principios determinados por la moral y el derecho de la Iglesia.
Los actos exteriores de participación
En la actualidad, en ciertos medios poco ilustrados y que además no se han formado en la escuela de la buena teología, se considera que la «participación» equivale únicamente a la expresión de ciertas actitudes corporales. Ciertamente éstas constituyen una serie de expresiones de la participación, pero jamás debemos olvidar que son expresiones exteriores de la participación interior. En otras palabras, (...) se puede decir que estos elementos son la parte «material» y visible de la participación, mientras el elemento «formal», en el sentido fuerte de esta palabra, es decir esencial, e invisible está constituido por las virtudes teologales –la fe, la esperanza y la caridad-, por la virtud de religión y por el estado de gracia. Ahora bien, únicamente este último establece a la criatura humana en un estado de consagración a la gloria de Dios, sobre la base de la coherencia entre la fe profesada y el amor a Dios y al prójimo, vivido en forma concreta en todas las opciones de la existencia.
El Concilio Vaticano II indica cierta cantidad de elementos destinados a promover la participación activa. He aquí la lista. Sin embargo, antes de citarlos conviene hacer esta observación sumamente importante: estos elementos no constituyen por sí solos y en sí mismos la participación litúrgica; únicamente la expresan y la favorecen. En efecto, siempre es preciso recordar que la participación que puede calificarse como «substancial» proviene de los elementos presentados en lo anteriormente expuesto como «elementos formales».
He aquí el texto del Concilio Vaticano II:
Para promover la participación activa se fomentarán las aclamaciones del pueblo, las respuestas, la salmodia, las antífonas, los cantos y también las acciones o gestos y posturas corporales. Guárdese, además, a su debido tiempo un silencio sagrado.
En la revisión de los libros litúrgicos, téngase muy en cuenta que en las rúbricas esté prevista también la participación de los fieles. (Sacrosanctum Concilium, nn. 30 y 31).
Ciertamente, los elementos exteriores de la participación, citados en el texto conciliar, no podrían despreciarse, por cuanto la persona humana, cuya naturaleza es a la vez espiritual y corporal, necesita expresiones sensibles. Por último, por tener el hombre una naturaleza que lo lleva a vivir en sociedad, necesita expresiones sensibles para ayudarlo a vivir esta experiencia de vida comunitaria y manifestar el culto como una realidad social y no puramente individual. Por eso es absolutamente imposible imaginar un culto católico desprovisto de elementos sensibles. Además, si por ventura se procurase eliminar de ese culto expresiones tan connaturales a la naturaleza humana, eso redundaría en despojarlo de una parte esencial de lo que es por naturaleza. Tampoco es justo imponer en forma excesiva y desproporcionada ciertas expresiones exteriores, corriendo el riesgo de convertir la celebración litúrgica en una sucesión de gestos realizados en forma mecánica y por consiguiente de alguna manera sin alma. Al respecto, debemos comprender que situaciones subjetivas diferentes pueden conducir a algunas personas a no adoptar una actitud rigurosamente uniforme en un momento preciso; pero eso no equivale, sin embargo, a un alejamiento en relación con lo que hemos calificado anteriormente como «participación formal». Sería entonces un error pensar que por el hecho de no respetarse rigurosamente semejante acto exterior, la persona en cuestión no posee la disposición requerida para una participación real y auténtica. De hecho, puede ocurrir, desgraciadamente, que ciertos actores de la Liturgia, que llevan a cabo muy minuciosamente y con rigurosa disciplina los actos exteriores, requeridos por las rúbricas, permanecen en realidad bastante alejados de la verdadera participación interior.
Los ministerios
El n. 30 de la Constitución Sacrosanctum Concilium, citado en un párrafo anterior, considera las formas de participación «comunes» en el conjunto del pueblo de Dios. Con todo, existen también formas especiales de participación en cuanto estas últimas no constituyen una necesidad para todos los fieles y no implican el ejercicio de un «derecho» propiamente tal; en cambio, presuponen ciertas cualidades, incluso un llamado explícito de parte de quien ejerce la responsabilidad del buen orden de la celebración litúrgica. El principio general establecido por la Constitución litúrgica Sacrosanctum Concilium es que «en las celebraciones litúrgicas, cada cual, ministro o simple fiel, al desempeñar su oficio, hará todo y sólo aquello que le corresponde por la naturaleza de la acción y las normas litúrgicas (Sacrosanctum Concilium, 28).
Entre los diversos ministerios litúrgicos, es conveniente citar en primer lugar las funciones propias de quienes mediante la ordenación sacramental pertenecen al clero: los Obispos, los sacerdotes y los diáconos. Corresponde a estos ministerios ordenados «estructurar» la Iglesia, Cuerpo visible de Cristo, en la cual la jerarquía sagrada es simultáneamente signo de salvación, proveniente de lo Alto como un don gratuito, e instrumento de la acción salvadora, cuya primera fuente es el Señor Jesús, Pontífice único de la Nueva Alianza, quien ejerce su rol mediador a través de los ministros ordenados. Estos ministerios son tan necesarios que San Ignacio de Antioquía declara que sin Obispo ni sacerdotes ni diáconos, no se puede hablar de Iglesia (ver ad Trall.).
Con todo, existen otros ministerios no ordenados, que contribuyen a la dignidad de la celebración litúrgica.
Podemos citar a los lectores, encargados de leer las lecturas de la Sagrada Escritura, con excepción del Evangelio. El lector puede ser «instituido» (en este caso se trata necesariamente de un hombre (vir): can. 230 § 1) o puramente «bendecido», o también simplemente llamado para una celebración determinada. El cargo de lector no es distintivo de honor y asimismo no constituye una especie de reconocimiento oficial de los méritos presuntos de una persona, sino ante todo y únicamente un servicio que considera el bien del pueblo de Dios que participa en las celebraciones. Es importante que el lector sea una persona honorable que dé muestras de un estatuto eclesiástico irreprochable, dotada de buena reputación y además capaz de leer bien, es decir, con una dicción clara, que permita al pueblo comprender la articulación de las frases del texto sagrado. Así, si una persona muy piadosa y respetable no es capaz de leer, es decir, hacerse comprender por el pueblo que participa en la celebración, no debe ser llamada al ministerio de lector.
Los «servidores de altar» (o «niños de coro»), también llamados «acólitos», pueden igualmente ser «instituidos» (en cuyo caso se trata de adultos y hombres (viri): can. 230 § 1), «bendecidos» o simplemente llamados a prestar este servicio en forma ocasional o más o menos permanente. Deben recibir una formación adecuada para poder cumplir sus funciones con dignidad, es decir, sin cometer aquellos errores que necesariamente perjudicarían la calidad y armonía de la celebración. Corresponde al Obispo diocesano autorizar, por motivos especiales, a personas de sexo femenino para ejercer este ministerio excepcionalmente, sin dejar de considerar la preferencia otorgada tradicionalmente por la Iglesia a los hombres y a los muchachos [1].
La música es parte integrante de las celebraciones litúrgicas. Por este motivo, desde hace varios siglos es reconocido por la Iglesia el rol de la «schola cantorum», la cual está encargada de interpretar ciertas piezas de música litúrgica. Con todo, es preciso advertir al respecto que sería un abuso conceder a la schola cantorum un lugar tal que ésta suprimiese la participación del pueblo en el canto durante la celebración litúrgica. Esto sería peor aún si los miembros de la schola procediesen de tal manera que atrajesen laatención hacia ellos en detrimento de la acción litúrgica en vez de permanecer en su rol, consistente en ser una ayuda destinada a reforzar el espíritu religioso de los participantes en las celebraciones litúrgicas. Ciertamente, el rol propio de la schola cantorum ha sido reconocido por la Constitución sobre la Liturgia como un verdadero ministerio del culto (ver Sacrosanctum Concilium 29).
La falta de ministros ordenados para la distribución de la santa Comunión justifica el servicio de ministros extraordinarios de la distribución de la santa Eucaristía. Estos ministros pueden constituirse de manera estable o pueden llamarse en un caso imprevisto. Se trata de un ministerio de suplencia, y en ningún caso de una especie de «promoción» del laicado.
Una cantidad insuficiente de sacerdotes o diáconos para la celebración del sacramento del bautismo puede llevar al Obispo a autorizar a laicos actuar como ministros extraordinarios de este sacramento (ver Código de Derecho Canónico, can. 230 § 3) [2]. Por esta misma razón, el Obispo puede designar laicos como testigos calificados para la celebración canónica del matrimonio (can. 1112) [3]; también puede dar autorización a laicos para presidir el culto dominical en ausencia de sacerdote (can. 1248 § 2; Sagrada Congregación para el Culto Divino, Directorio para las celebraciones dominicales en ausencia de sacerdotes Christi Ecclesia, 10 de junio de 1988, Preliminares, ver Notitiae 263 (1988) 366-378) [4] o para presidir las exequias (ver Ordo Exsequiarum praenotanda, n. 19) [5].
Entre los ministros que ayudan a los ministros ordenados durante la celebración litúrgica, sobre todo en la santísima Eucaristía, conviene citar al «maestro de ceremonias», encargado de velar por que la celebración se efectúe en forma ordenada y cada uno de los ministros cumpla exactamente su rol. Esta función no está reservada estrictamente para un ministro ordenado, sacerdote o diácono, aun cuando es conveniente elegir al maestro de ceremonias entre ellos.
Por último, no hay que olvidar al «comentador», que mediante indicaciones muy breves y discretas ayuda a la comunidad a comprender las distintas partes de la celebración litúrgica. Obviamente, el comentador debe conocer el sentido de los textos litúrgicos, lo cual implica que haya recibido una formación de gran calidad, ya que no debe dar interpretaciones arbitrarias o fantasiosas de ritos celebrados, sino referirse únicamente a los textos y gestos litúrgicos aprobados por la Iglesia. El comentador no ejerce su ministerio en el púlpito o lugar de anuncio de la Palabra, sino en otro sitio discreto y apropiado.
Evidentemente, todas las personas que participan en la celebración litúrgica ejerciendo un «ministerio» de este tipo deben prepararse cuidadosamente, tanto desde el punto de vista espiritual como litúrgico y a nivel de los conocimientos propiamente tales tanto de las normas que rigen las ceremonias como de aquellas que permiten llevar a cabo una celebración ordenada e impregnada de espíritu religioso.
Conviene insistir una vez más en el hecho de que los ministerios de suplencia no pueden ejercerse sino en ausencia de ministros ordenados o cuando no hay una cantidad suficiente de estos últimos como para llevar a cabo una celebración en un lapso razonable. Por lo tanto es indispensable tener muy presente en el espíritu la Instrucción interdicasterial Ecclesiae de mysterio sobre la colaboración de los fieles laicos en el ministerio de los sacerdotes, del 15 de agosto de 1997 (AAS 89 (1997) 852-877; traducción francesa: ver La Documentation Catholique 2171 (1997) 1009-1020).
CONCLUSIÓN
La Liturgia tiene una dimensión «ascendente», ya que hace realmente subir hacia la Majestad de Dios la alabanza que le es debida como Creador y Redentor. Esta alabanza de toda la Iglesia, Cabeza y Cuerpo, es a la vez personal y comunitaria: ciertamente incluye a cada fiel, pero al mismo tiempo cada fiel forma parte del Cuerpo místico de Cristo, y por cuanto el Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia, tiene una estructura establecida por Cristo mismo, su divino Fundador, la alabanza litúrgica es presidida por quienes, habiéndose insertado en la sucesión apostólica mediante la ordenación sacramental, pueden actuar in persona Christi. Ahora bien, la cumbre de esta dimensión ascendente se encuentra en la celebración del Sacrificio eucarístico. Con todo, ciertamente la Liturgia tiene también una dimensión «descendente», puesto que a través de las celebraciones, especialmente de los sacramentos, la salvación llega a los hombres mediante la gracia santificante y todos los dones que la acompañan. Dios, en su designio eterno de salvación de la humanidad, quiso que actos visibles sean portadores de la gracia invisible. Estos actos, aun cuando están destinados a la santificación de la persona, toman la forma de las celebraciones litúrgicas en el seno de la comunidad de los creyentes, que expresa la realidad concreta de la Iglesia.
Me parece aquí oportuno volver al texto inicial de la Constitución del Concilio Vaticano II sobre la santa Liturgia:
« ... la Liturgia, por cuyo medio «se ejerce la obra de nuestra Redención », sobre todo en el divino sacrificio de la Eucaristía, contribuye en sumo grado a que los fieles expresen en su vida, y manifiesten a los demás, el misterio de Cristo y la naturaleza auténtica de la verdadera Iglesia. (...) Es característico de la Iglesia ser, a la vez, humana y divina, visible y dotada de elementos invisibles, entregada a la acción y dada a la contemplación, presente en el mundo y, sin embargo, peregrina; y todo esto de suerte que en ella lo humano esté ordenado y subordinado a lo divino, lo visible a lo invisible, la acción a la contemplación y lo presente a la ciudad futura que buscamos» (Sacrosanctum Concilium, 2).
El tema de la participación en la celebración litúrgica nos hace realmente palpar el misterio de la salvación, la economía admirable a través de la cual el Padre misericordioso, mediante su Verbo encarnado, nos revela su designio y lo cumple mediante la fuerza del Espíritu Santo que renueva todas las cosas.