Como extranjero residente en Chile por más de treinta años, y como creyente, Nello Gargiulo, editor del periódico quincenal Presenza –entre otras notables labores– nos comparte su visión y reflexiones a partir del momento país que estamos viviendo.
No solo me impresionó, sino que sentí cierto orgullo cuando se inició el ciclo de vacunación a principios de febrero y, en unos pocos días, dos personas conocidas recibieron la primera dosis de la vacuna allí mismo en Panguipulli donde estaban de vacaciones, con las indicaciones precisas sobre cómo y dónde acercarse en Santiago para la segunda dosis, que ya han podido cumplir según los tiempos indicados.
La vacuna aún es escasa en algunos países, pero se puede decir que en Chile es un Bien Común. Nadie está excluido y todo el mundo accede ritmo estipulado desde un principio por las autoridades sanitarias. Un signo de esperanza incluso en medio de los contagios que aún prevalecen.
El hecho de que el país esté por delante de otros en este frente, y no solo del continente latinoamericano, nos lleva a reconocer la efectividad de la estructura de salud pública primaria y hospitalaria que tiene tradición en Chile.
Las infecciones todavía se consideran un problema que sigue siendo una preocupación común, pero la prevención y el tratamiento se ven hoy bajo la lupa de la esperanza. La abnegación del personal de salud ha contribuido a este sentimiento, y siguen siendo un ejemplo de entrega ante la batalla diaria de hospitalizaciones aún muy elevadas.
Desde esta perspectiva, y bajo este marco, hay diversas ideas que confluyen en mi mirada sobre el Chile de hoy.
La ruptura de la fraternidad y la necesidad de paz
En este doloroso momento de pandemia, estamos aprendiendo con el Papa Francisco lo que significa el cuidado, no solo desde un punto de vista material. El gran valor de hacerse cargo del cuidado partiendo por los más débiles, nos responsabiliza ante esta nueva e inesperada verdad de la Historia: el poder destructor de un virus con una difusión nunca antes vista. Una realidad que ha transformado todos los escenarios de certezas provocando inestabilidad y mucha angustia.
Se hace patente que la anhelada paz es antagónica a la guerra, a la destrucción, a las desconfianzas. Los caminos para alcanzarla han sido objeto de estudios en las Ciencias Sociales durante gran parte del último siglo. La Iglesia misma ha generado una pedagogía y un método para que la paz sea efectiva. Con mucha agudeza, el recordado San Juan XXIII, en la Encíclica Pacem in Terris de 1963, señala que el camino hacia la paz es el fruto de una apasionada búsqueda de la verdad y la aplicación con rigor de la justicia, y si además ambas marchan por los senderos del amor y de la solidaridad, la meta, si no se alcanza totalmente, por los menos se puede “acariciar”.
Al comienzo de los años 30 del siglo pasado en un intercambio de cartas entre Einstein y Freud, se da un pasaje muy significativo: “todo lo que promueve la evolución civil trabaja en contra de la guerra”. El camino de la Humanidad está siempre en marcha en la búsqueda de la paz y las armas tampoco se acallan frente a los miedos y consecuencias de esta pandemia. Las guerras son localizadas y el virus ha globalizado en poco tiempo sus efectos devastadores. El conocido actor italiano Vittorio Gassman en uno de sus monólogos afirmaba que “nuestras imperfecciones nos ayudan a tener miedo, tratar de resolverlas nos ayuda a construir valor”. Nos hace falta recuperar el sentido de esta expresión también para alinearnos en este tiempo de desconcierto y fragilidades y reconocer nuestras imperfecciones para llegar a comprender el sentido bíblico del temor de Dios como el camino para reencontrarnos con los valores eternos del Absoluto y con el mismo Dios Creador.
En el mensaje por la Jornada Mundial de Paz de este año, hay un párrafo que vale la pena reflexionar sobre el sentido mismo de la fraternidad, cuya ruptura es causa de injusticias y muerte como pasó entre los hermanos Caín y Abel:
El nacimiento de Caín y Abel dio origen a una historia de hermanos, cuya relación sería interpretada —negativamente— por Caín en términos de protección o custodia. Caín, después de matar a su hermano Abel, respondió así a la pregunta de Dios: «¿Acaso yo soy guardián de mi hermano?» (Gen 4,9). Sí, ciertamente. Caín era el “guardián” de su hermano. “En estos relatos tan antiguos, cargados de profundo simbolismo, ya estaba contenida una convicción actual: que todo está relacionado, y que el auténtico cuidado de nuestra propia vida y de nuestras relaciones con la naturaleza es inseparable de la fraternidad, la justicia y la fidelidad a los demás” (Laudato si’ n.70).
Desde el comienzo de su pontificado el Papa Francisco invitó a la Iglesia a salir, a volcarse hacia las periferias existenciales, para hacerse cargo de los problemas de marginación y pobreza. Hoy esta invitación vuelve a ser necesaria, para rescatar y actualizar con la cultura del cuidado los fundamentos de la construcción de la paz. Estamos frente a un camino difícil. Más necesario que nunca es recurrir a los testimonios por sobre las teorías, y a los maestros que justamente son tales cuando son testigos de sus mismas propuestas de vida.
La hora de los testigos
Ejemplos y testimonios de la cultura del cuidado hay muchos. Quiero detenerme en dos.
Fue con la Compañía de la Inmaculada que comenzó la Congregación Salesiana en Turín, entre 1854 y 1859, cuando el joven sacerdote Juan Bosco parte con el cuidado de los niños más débiles, apoyado por el grupo de veintidós jóvenes que habían comenzado la aventura del Oratorio junto a él, y que luego serán los cofundadores de la Congregación. En la base del camino del amor y de la solidaridad está el cuidado de los más débiles, que fue en su minuto una respuesta clara a la injusticia social desencadenada por los efectos de la revolución industrial, muy poco atenta a las consecuencias de los conflictos entre el capital y el trabajo. Don Bosco detecta esta problemática y comprende que los jóvenes no pueden esperar, y con eso, a partir del año 1859 la experiencia del Oratorio se multiplica en otras ciudades italianas, europeas y en el mundo. El cuidado, en este caso, se transforma en una efectiva prevención que construye un ambiente de paz y de crecimiento humano, espiritual y profesional.
Más cerca de nosotros, pero siempre con el estilo de san Juan Bosco y toda la experiencia de la Doctrina Social de la Iglesia, en 1975 el entonces arzobispo de Santiago, Mons. Silva Henríquez, da vida a la Vicaría de la Solidaridad, brazo de la Pastoral de la Iglesia que persigue hacer efectivo el ejemplo del Buen Samaritano en el desconcierto histórico de los años ‘70. Para mantener el alma libre, religiosa, solidaria y disciplinada del Pueblo de Chile, se necesitaba transitar por los caminos de la justicia y de la verdad, sin prescindir del ejercicio efectivo de la solidaridad y del amor, indispensables para reducir los odios y las venganzas, y construir la paz y el progreso.
Padre Nuestro
Para superar los enfrenamientos ideológicos en aquella realidad, importantes sectores de la Iglesia en Chile se hicieron cargo del día a día: dar de comer, promover iniciativas de trabajos también artesanales, pero sobre todo cuidar y promover el entendimiento y la concordia nacional que los apegos a las ideologías alejaban en lugar de acercar.
Durante esta pandemia la Iglesia misma, con todos los centros de acogida, de entrega de alimentos y de acompañamiento espiritual, es un signo visible de la vitalidad del mensaje del Evangelio y de retomar plenamente el rumbo de su vocación: ser un signo tangible y sacramento vivo de la oración por excelencia, el Padre Nuestro.
La recomposición social y de hermandad del pueblo, en la experiencia de enfrentar esta pandemia con valentía y colaboración con todos los tropiezos que persisten, podrá ganar puntos significativos. Hoy no hay en primer lugar luchas ideológicas, sin embargo, el consumismo y el individualismo son en gran parte responsables de los procesos de fragmentación de grupos y culturas.
La curación y la vacuna en el Chile de hoy
Hoy Chile está logrando una vacunación rápida, ordenada y sin exclusiones, gratuita. Es un buen ejemplo para repetirse en otros frentes, especialmente cuando las necesidades y urgencias deben dejar de ser privilegios de unos para transformarse en bienes comunes.
La madurez de un país y un pueblo también se mide en la cohesión social para unirse en tiempos de crisis. Esta experiencia está trascendiendo lo que son desastres naturales porque es una crisis que ha puesto de relieve diversas fragilidades en todas partes: desde la del mismo tratamiento sin la vacuna, del medio ambiente cuando se rompe el equilibrio ecosistémico, hasta la de la economía, sometida al ritmo de las finanzas especulativas y perdiendo fuerza y eficacia para su sostenibilidad en el tiempo. Hoy necesitamos las finanzas al servicio del cuidado, la recuperación de los equilibrios ambientales impulsando las energías renovables y el desarrollo de la nueva economía post-covid, que sabemos tardará mucho tiempo. La economía requiere modelos de circularidad para reutilizar y reducir la contaminación y crear más y mejores puestos de trabajo. Se avecinan muchas innovaciones necesarias dentro del mundo del trabajo y las profesiones.
Estos aspectos se pondrán en juego en las múltiples elecciones que se celebran este año. Junto a ellos, un eje fundamental deben ser también los jóvenes: la política tiene por delante el desafío abierto de una mirada atenta a las nuevas generaciones, desde su formación hasta su inserción laboral. Y atender a los mayores, no dejarlos solos y desprotegidos en el tramo final de la existencia. Solo una mirada de cariño y el reconocimiento de su valor podrá reducir su marginación.
Revivir la Historia y las minorías proféticas
Es bueno revivir la historia para iluminar la experiencia del presente, a partir de la efectividad de grupos cohesionados y unidos en la construcción del bien y los bienes comunes. En este sentido, a partir de nuestra propia Iglesia habrá que recorrer el camino de las Órdenes Religiosas, Congregaciones y Movimientos Apostólicos modernos, que operan en el país. Siempre alrededor del carisma de los fundadores se han congregados hombres y mujeres, por lo general en grupos pequeños, pero con un fuerte empuje renovador y revitalizador.
Los cambios de épocas tienes sus propios signos carismáticos que tenemos que aprender a reconocer. Las minorías proféticas –como llama Benedicto XVI a los grupos pequeños–, tienen la fuerza para producir cambios. Hoy más que nunca todos necesitamos de fuerzas carismáticas y proféticas, para revitalizar nuestras propias existencias. El miedo y las incertidumbres han abundado y lo seguirán haciendo.
La perspectiva post-covid es una oportunidad para encontrarse con un mayor grado de adhesión a las verdades mismas de la vida y para tender puentes regenerativos de sinceridad, justicia y solidaridad. La voz profética que más clama es la del Papa Francisco.
Abrámonos a reconocer estos signos de fuerza y esperanza, para no perder la oportunidad de ser constructores de paz y promotores de una cultura del encuentro y de una expectativa de bondad que no sea una quimera de difícil alcance.