El autor retoma el tema de la “conversación” entre el cristianismo y el hinduismo deteniéndose en los objetos de devoción. Estos ofrecen una oportunidad para entender el modus operandi de la religiosidad popular y su potencial en el así llamado diálogo interreligioso.
Foto de portada: “El carro alegórico en el que se pasea la Madre de Dios es de madera. Su estructura tiene la forma de un paralelepípedo gigante con una coronación. Las ruedas son también de madera, altas, de casi metro y medio de diámetro. Tienen exactamente la misma forma de los carros rituales hindúes”.
Humanitas 2023, CIV, págs. 288 - 309
Religiones que conversan en las cosas
En 2018 fui invitado a escribir un artículo en Humanitas sobre el diálogo interreligioso. Respondí al desafío con preguntas y provocaciones a través de un escrito titulado “El Santuario, piedra angular del sincretismo religioso”[1]. Lo releo ahora, casi cuatro años después, ya terminada mi investigación en India. El título me parece extraño y algunas afirmaciones algo exageradas. El estilo es pretencioso y me avergüenza. Sin embargo, me alegro de constatar que los enunciados nucleares no son extraviados. Presento un elenco de los planteamientos que resumen aquel documento.
En primer lugar planteaba que el término “diálogo interreligioso” es, de suyo, complicado. Primero porque la palabra diálogo no deja de contener connotaciones apologéticas que no ayudan al encuentro. Segundo, porque la misma definición de religión está hoy en crisis. Por eso proponía como alternativa al antedicho término el concepto de conversación, que en este caso ocurrirá en el ámbito intercultural de la experiencia sagrada.
Luego, reconociendo que una conversación intercultural es deseable y posible, se contemplaban dos alternativas: la que se plantea desde arriba por los expertos (académicos y sacerdotes) y que en realidad se parece mucho más a un diálogo racional o doctrinario, y aquella que se vivencia desde abajo por los propios usuarios (fieles, peregrinos, creyentes) cuando ponen en acto sus prácticas. Consideramos que ambos caminos son necesarios y complementarios. Sin embargo, la alternativa de la conversación popular, con toda su riqueza, ubicuidad y exuberancia, no es todavía cabalmente reconocida como testimonio de intercambio intercultural digno de ser estudiado.
“Una viejita intenta amarrar una corona de flores naranjas. Se lo impide el intrincado chimichurri de cosas que ya están ahí: cordoncitos de algodón color naranjo, toallas de esas que en India se usan para secar el sudor, trocitos de cúrcuma, pañuelos, rosarios”.
Por último, destacábamos la dimensión encarnada de estos intercambios entre miembros de diferentes tradiciones religiosas. El sincretismo, entendido como espacio de encuentro y pervivencia entre diversas culturas, se expresa sobre todo en el cuerpo y los objetos. La agencia de los creyentes solo es visible en la materia: las partes del cuerpo, sus movimientos, pero también velas, amarras, ropas, amuletos, alimentos, agua. Los significados originarios de estos elementos y su uso serán entonces renegociados una y otra vez, dando lugar a interpretaciones híbridas y novedosas. Este sería, entonces, el espacio de oportunidad para la producción de aquella conversación inter-cultual e inter-cultural.
En el presente artículo quisiera detenerme sobre todo en este último punto, concerniente a los objetos de devoción. Estos ofrecen una oportunidad para entender el modus operandi de la religiosidad popular y su potencial en el así llamado diálogo interreligioso. Para un tercer artículo quedará el análisis del rol del cuerpo, sus partes y movimientos, en este mismo respecto.
Fiesta de nuestra Señora de la Asunción
15 de agosto de 2019 en Tamil Nadu, sureste de la India. He viajado casi toda la mañana desde Madurai, la ciudad santuario. Costó mucho salir, conseguir el vehículo, explicar las direcciones, escapar del tráfico. Cuando llegamos al destino, resulta que es una aldea sin iglesia. He viajado para ver una fiesta religiosa católica. Y aquí no vive una sola alma cristiana. No lo puedo creer cuando descubro que hay dos lugares con el mismo nombre, y vaya nombre: Kamanayakkanpatty. No es una palabra tan simple como para repetirse. Así que continuamos viaje. Es más al sur. Seguimos atravesando la campiña sabanera.
Ya pasado el mediodía nos acercamos a destino. A la entrada del pueblo la policía tiene cerrado el ingreso a vehículos. Nos estacionamos a orilla de carretera. Me bajo y empiezo a atravesar los puestos de feria. Hay cada vez más actividad. De lejos se escuchan unos petardos. Se hacen más vivos los sones de una banda con sus bronces. Persigo la música que me lleva por un enredado zurcido de callejuelas, hasta que llego al río de la procesión.
No tengo categorías para comprender lo que veo. Es como un desfile pero de personas que están acostadas. No me explico cómo se mueve hasta que, después de unos segundos, todos se ponen de pie y caminan unos dos metros y se vuelven a tumbar boca abajo con los brazos hacia adelante. Es un grupo de mujeres, más atrás van los hombres. El ritmo de avance es lento. No se vuelven a parar hasta unos dos minutos. Es una procesión que repta. Algo que no había visto nunca. Ni siquiera lo había leído o escuchado contar.
“Es un grupo de mujeres, más atrás van los hombres. El ritmo de avance es lento. No se vuelven a parar hasta unos dos minutos. Es una procesión que repta. Algo que no había visto nunca”.
Pero la posición en la que están sí la reconozco: acostado con los brazos hacia adelante. La vi por primera vez en Madurai hace casi un año, al interior del Santuario de Shiva, el Dios que consuma la realidad a través del uso de la fuerza. Sus fieles se postran ante él haciendo con su cuerpo una especie de flecha. Manifiestan su devoción volviéndose enteramente a él, apuntándolo con todo el cuerpo. Pero ahora lo veo en una procesión católica. Una vez más la religiosidad popular tamil me pone los conceptos “patas para arriba”… o quizás habría que decir “boca abajo”.
Camino en dirección al fondo de la procesión. Cuando me acerco a una esquina, el sonido de la banda se siente más fuerte. Los veo dar la vuelta con sus camisas color fucsia y sus instrumentos. Detrás aparece, entonces, el inmenso carro donde llevan a la Virgen. Es gigantesco, de unos ocho metros de alto, si no más. Tiene la forma de un cubo alargado, con todas sus aristas ortogonales, y montado sobre dos inmensas ruedas de madera. Las caras del cubo son convexas y generan una especie de marco fractal. Cada rectángulo está decorado con papeles brillantes y grecas. Son cientos de trozos brillantes bajo el sol y producen un efecto de vibración. Es una escena espectacular.
En el centro del carro va una pequeña imagen de la Virgen. Ella es el centro de la fiesta, pero es tan pequeña que apenas se ve entre tanto bullicio de color y sonido (…) Las familias católicas que viven en cada vereda sacan sus santos y se persignan. Los que no son cristianos igual salen y hacen reverencias, es la fiesta del pueblo.
En el centro del carro va una pequeña imagen de la Virgen. Ella es el centro de la fiesta, pero es tan pequeña que apenas se ve entre tanto bullicio de color y sonido. La miro y le rezo por estos sus fieles. También por un par de casos pendientes que tengo y por los encargos de enfermos que me acompañan espiritualmente en cada peregrinación. Pasa en frente mío y me tengo que apartar. Las familias católicas que viven en cada vereda sacan sus santos y se persignan. Los que no son cristianos igual salen y hacen reverencias, es la fiesta del pueblo. Todos por igual lanzan flores de jazmín y sal como signo de respeto y adoración. El ambiente es precioso.
Entretanto he visto por entre unas casas la torre del Santuario. La multitud se hace más espesa conforme avanzo. Se acerca a saludarme un sacerdote que conozco. Salimos un poco a la orilla del mar humano. Mientras compartimos un té y unos snacks artesanales intercambiamos opiniones. Estamos impresionados. A él, que es tamil, este lugar también lo provoca. Está feliz, me dice. Viene todos los años para renovarse en la fe. Me explica algunos símbolos como las postraciones. Precisa que la vuelta completa de la procesión en torno al pueblo dura alrededor de dieciocho horas. Me indica que me acerque ahora al santuario, donde también hay procesiones reptadas pero en un circuito más corto. Nos despedimos.
Alrededor del poste de madera que culmina en una cruz han amarrado troncos de banano. Una viejita intenta amarrar una corona de flores naranjas. Se lo impide el intrincado chimichurri de cosas que ya están ahí: cordoncitos de algodón color naranjo, toallas de esas que en India se usan para secar el sudor, trocitos de cúrcuma, pañuelos, rosarios.
Camino al santuario. Es ya pasada la hora de comer y la misa solemne acabó hace unos treinta minutos. La masa se toma un descanso. Justo frente a la puerta de la iglesia me detengo ante una sombra, porque el sol sí que no descansa. Al medio del atrio sombreado veo un mástil. Ah, esto sí que lo conozco, me digo. Es que después de un año investigando los santuarios del sur de la India me consta que cada uno tiene su mástil donde, durante las fiestas patronales, suben la bandera del santo protector. La bandera está pero este mástil es muy diferente.
Alrededor del poste de madera que culmina en una cruz han amarrado troncos de banano. Una viejita intenta amarrar una corona de flores naranjas. Se lo impide el intrincado chimichurri de cosas que ya están ahí: cordoncitos de algodón color naranjo, toallas de esas que en India se usan para secar el sudor, trocitos de cúrcuma, pañuelos, rosarios. Hasta ahí es similar a lo que se ve en el resto de la región. Pero además hay otras cosas: saris de todos colores, pequeñas cunitas de plata, pulseras de vidrio, cuelgas de jazmín (que las mujeres usan habitualmente en el pelo) y un sinnúmero de artilugios, desde llaveros hasta hierbajos.
Me asusto cuando siento que algo me toca los dedos de los pies descalzos. Es una cabra. Está rebuscando entre los pétalos y el resto de la basura ritual que se acumula entre el mástil. Ha encontrado mis dedos del pie y me los lame. Me hace cosquillas. La cabra está también amarrada al mástil. ¡Y no es la única! Hay dos más. Afino la vista y veo también dos pollos crecidos y unos cueros de cabra –apenas sacrificadas– tirados ahí con todo lo demás.
Creía que después de un año de exploración ya lo había visto todo en temas de expresión popular de la fe y sincretismo. La Providencia me tenía reservada una sorpresa justo al final.
Una teoría amable con lo popular Michel de Certeau (1925-1986), jesuita francés dedicado al estudio de las ciencias sociales, planteó una nueva forma de pensar la vida social. En diálogo con los clásicos modernos (Freud, Marx, Kant), y alimentado por las nuevas propuestas de las renovaciones posestructuralistas (Lacan, Bordieu, Foucault, Lefevre), articula una investigación de las praxis cotidianas[2]. En su observación aparece un “prójimo” frágil pero al mismo tiempo poseedor de una inteligencia táctica que le permite subvertir los usos previstos por el sistema de poderes y sus estrategias[3]. Se aparta así del manido análisis contemporáneo: “Allí donde el consumismo solo veía consumo pasivo, allí donde el vocabulario marxista hablaba en términos de explotación, masificación y uniformación, Michel de Certeau proponía como primer postulado la actividad creadora de practicantes de lo ordinario”[4].
Sin desconocer los aportes de los clásicos en el estudio de la religión, los avances de De Certeau son geniales para analizar fenómenos como el descrito más arriba. En el prefacio de su obra central, “Las prácticas de la vida cotidiana”, nos presenta el concepto de agencia: la acción improvisada del héroe anónimo que subvierte el uso de las cosas para lograr sus objetivos.
Sin desconocer los aportes de los clásicos en el estudio de la religión, los avances de De Certeau son geniales para analizar fenómenos como el descrito más arriba. En el prefacio de su obra central, Las prácticas de la vida cotidiana[5], nos presenta el concepto de agencia: la acción improvisada del héroe anónimo que subvierte el uso de las cosas para lograr sus objetivos. Se trata de una acción performativa por la cual la persona se apropia de la realidad mediante prácticas híbridas. En ellas va “cocinando” soluciones de acuerdo con lo que tiene más a mano. Se trata de artes relacionales, de la combinación de elementos disparejos que empiezan a sintonizar en un nuevo ensamblaje. Incómodo de que otros le muestren modelos de comportamiento y productos bien diseñados para operar en los distintos sistemas, este “prójimo” toma en sus manos la conducción y comienza a ser protagonista de la vida social desde su propia perspectiva y con sus propios objetivos.
Estas prácticas de la vida cotidiana no nos son ajenas. Cada día nos vemos enfrentados a situaciones similares. Compramos un mueble y no tenemos todas las herramientas. Tomamos un robusto cuchillo que usamos para sacar malezas y hacemos palanca para encajar las piezas. Ni qué decir del famoso alambrito encontrado a la orilla del camino: asunto solucionado. Nos saltamos así, olímpicamente, todo el sistema de mercado, de diseño industrial, y muchos otros. Pasamos por el lado del control social con nuestra solución casera, suma y sigue. De Certeau hablaba del bricolaje, aquella operación artística de composición de técnica libre en la cual se van combinando convenientemente los elementos más diversos con el fin de comunicar una nueva realidad ajena a cada una de sus partes. Las prácticas de la vida cotidiana son así, operan en la frontera de los géneros, cruzándolos generosamente, con el fin de tomar las riendas de la comunicación y ofrecer una supervivencia de los sentidos populares.
Encontramos una hermosa analogía de estos procesos en la historia de David y Goliat (1 Samuel 17). El gigante Goliat es fuerte. Goza, además, de toda la tecnología de defensa. Es amenazante, conoce las estrategias de ataque, se impone de presencia, pero también tiene un historial de temor y terror. El joven pastor David tiene poco más que buena presencia y la unción de su infancia. Lo que tiene es ese poder de los débiles, la inteligencia de recoger una insignificante piedra, la maestría de su oficio en el que lanzar guijarros habrá sido imprescindible, y sobre todo la picardía de clavársela al gigante en la frente. Es el poder de los pequeños que para sobrevivir toman las riendas del asunto desde su propia altura y con las herramientas tácticas que tienen a la mano.
Una teoría que considera esta perspectiva “desde abajo” nos viene como anillo al dedo para estudiar la religión popular. Con esta mirada es posible ver a los devotos como agentes y no como pobre gente sin formación, como muchas veces son caricaturizados. No solo se reconoce una inteligencia práctica al creyente, sino que además se dispone el investigador a un acercamiento delicado para aprender de aquellas prácticas que encierran un gran poder transformador.
Una teoría que considera esta perspectiva “desde abajo” nos viene como anillo al dedo para estudiar la religión popular. Con esta mirada es posible ver a los devotos como agentes y no como pobre gente sin formación, como muchas veces son caricaturizados.
Algo muy parecido a eso es lo que intuyó el Equipo de Reflexión Teológico-Pastoral del Cono Sur en los años 70[6]. Lucio Gera, Alberto Methol-Ferré, Joaquín Alliende, Pedro Gutiérrez, Hernán Alessandri, Pedro Morandé y otros generaron un nuevo acercamiento al estudio y la valoración de los fenómenos populares del catolicismo latinoamericano. Se inspiraban en algunos movimientos políticos de su época que rescataban la cultura popular. Por aquellos años hacían su agosto los análisis del materialismo dialéctico y las experiencias de la ingeniería social. A los miembros del equipo les parecía que aquello era insuficiente, y para alguno extraviado, si no se consideraba el elemento más relevante, el cultural[7]. La opción preferencial por los pobres tenía que encaminarnos hacia la generación de unas relaciones sociales más justas, cierto. La escandalosa miseria de los barrios de emigrados rurales lo exigía. Pero si no se atendía la perspectiva histórica y vivencial religiosa, se corría el riesgo de atropellar las fluidas identidades tradicionales, único patrimonio de los desheredados. Así lo plantearon con fuerza en su aporte al Sínodo que cristalizó en Evangelii nuntiandi[8] y en la preparación y redacción del Documento de la Conferencia del Episcopado Latinoamericano de Puebla[9].
La opción preferencial por los pobres tenía que encaminarnos hacia la generación de unas relaciones sociales más justas, cierto. La escandalosa miseria de los barrios de emigrados rurales lo exigía. Pero si no se atendía la perspectiva histórica y vivencial religiosa, se corría el riesgo de atropellar las fluidas identidades tradicionales, único patrimonio de los desheredados.
Se dieron a la investigación de peregrinaciones, bailes y payas. En ellas descubrieron un caudal de vida. Se encontraron con mucho más que con un conjunto de tradiciones estáticas. Descubrieron, quizás en paralelo con De Certeau, una ratio y un arte, un modo de pensar y un modo de hacer. Por medio de ellos los devotos laicos tomaban de vuelta en sus manos la religión cristiana, permanentemente controlada y mezquinada por nosotros, los curas. Así ofrecían una resistencia en los límites[10], donde es posible actuar fuera de las miradas inquisidoras, una agencia lateral, no-violenta, fronteriza y liminal, amalgamadora, cuyo fin es la expresión de la fe en el Creador y Redentor del mundo, la esperanza de mejores condiciones en esta vida y la futura, y el amor apasionado a todo el mundo de Dios “en sus ángeles y en sus santos”. La manda, el zurcido de unos trajes de baile, el vestir a una niña con los colores del Carmen resultaron ser mucho más que supersticiones, incluso más que una catequesis, toda una espiritualidad y una mística[11]. En otros rincones del mundo surgieron por aquellos mismos años estudiosos y pastores que se preocuparon del estudio de estos fenómenos. En el sureste de la India se destacó Selva J. Raj, quien puso especial atención a la cuidadosa mezcla (blend) de identidades de la religiosidad popular tamil[12].
“La cabra está también amarrada al mástil. ¡Y no es la única! Hay dos más. Afino la vista y veo también dos pollos crecidos y unos cueros de cabra –apenas sacrificadas– tirados ahí con todo lo demás”
Entrando en materia: el cuerpo y las cosas en la religión del pueblo
Quisiera ahora volver al trabajo de campo con las categorías recién planteadas. Vamos a mirar las prácticas de los fieles en la fiesta de la aldea para apreciar su agencia, ese saber-hacer religioso en el que se acumulan siglos de experiencia familiar y comunitaria. Se trata de atender a la cultura religiosa popular con sus tradiciones no escritas, con sus símbolos, tradiciones e improvisaciones.
La realidad corporal, para nada despreciable en el relato etnográfico que presentamos, la dejaremos para un futuro artículo. Aquí solo damos cuenta, a modo de aperitivo, de su protagonismo e hibridez. En Kamanayakkampatti lo que golpea al observador es la cantidad de cuerpos desparramados por el piso, como si se tratara de una instalación artística. No están en un caos, sino en un cierto orden: en procesión, separados por género, gobernados por estrictas convenciones. Se mueven coordinadamente como si hubiera una coreografía. La semántica de los movimientos es clara. Se trata de una postración de adoración correspondiente a la cultura religiosa hegemónica en la región; esa especie de federación de cultos ancestrales que hemos dado en llamar Hinduismo. Los que procesionan, católicos y otros más, usan este modo de oración encarnado con una soltura infinita. Lo que vemos es el producto de siglos de negociación simbólica: se usa un gesto, una retórica que pertenece a un sistema religioso, para operar en otro. De este modo se preservan las múltiples identidades o, más bien, se navega cómodamente entre ellas.
En Kamanayakkampatti lo que golpea al observador es la cantidad de cuerpos desparramados por el piso, como si se tratara de una instalación artística. (…) Se mueven coordinadamente como si hubiera una coreografía. La semántica de los movimientos es clara. Se trata de una postración de adoración correspondiente a la cultura religiosa hegemónica en la región; esa especie de federación de cultos ancestrales que hemos dado en llamar Hinduismo.
Ahora quisiera detenerme en los objetos y sus usos. Hemos visto en el relato que los objetos son muy variados: desde instrumentos musicales hasta mástiles de madera, desde carros alegóricos hasta animales de cría, todo tipo de souvenirs y mal llamados amuletos.
Ilustres miembros de la Iglesia me dicen cuando relato estas cosas: “Bah, pero si esas son puras supersticiones”. Es la queja que escucho una y otra vez. Claro, así se han catalogado las agencias populares por siglos, pero hoy tenemos la oportunidad de mirar aquello desde otro ángulo y descubrir un tesoro religioso, es decir, un patrimonio vivo de conexión con lo sagrado. Y si la duda está puesta en la ortodoxia de los creyentes, pues tengo malas noticias para los puristas: hasta las asambleas católicas más analfabetas gozan de una intuición teológica en la que no están ausentes profundas reflexiones perfectamente alineadas con el magisterio y, mejor aún, con los contenidos centrales de los evangelios.
Para entrar en materia –nunca mejor dicho–, dividiré los objetos de devoción entre aquellos que forman parte del mobiliario del santuario y aquellos que son traídos por los peregrinos (ofrendas). Este ejercicio nos permitirá observar de manera más detenida las agencias.
Objetos del Santuario (mobiliario)
La acción ritual de los peregrinos gira en torno a algunos de los objetos patrimoniales del santuario: la imagen principal de gracias, su altar, los objetos decorativos que la adornan y aquellos que sirven para la devoción (candelabros, material de sacristía, etc.). Asimismo, forman parte de esta tipología los elementos del ajuar del santo o la Virgen: sus vestimentas, joyas y accesorios.
También debemos considerar como parte del mobiliario los altares laterales y aquellos que se encuentran en otros sectores del pueblo o del campus, con sus respectivas estatuas sagradas y decoraciones. En el caso de Kamanayakkanpatty, forman parte de este conjunto los carros alegóricos, aquellos más antiguos que están en exposición, el más nuevo que se ocupa en la fiesta para llevar la imagen de la Virgen, los carros secundarios que llevan imágenes de segundo orden y también los que vienen de aldeas cercanas. También el mástil que se instala frente al santuario, del que se irán colgando muchos de los objetos-ofrenda.
De este inmenso conjunto quisiera destacar los tres objetos en torno a los cuales suceden las mayores prácticas de fe: la imagen de gracias, el mástil y el carro alegórico.
“Al medio del atrio sombreado veo un mástil (…) después de un año investigando los santuarios del sur de la India me consta que cada uno tiene su mástil donde, durante las fiestas patronales, suben la bandera del santo protector”.
La imagen de gracias original es una estatua pequeña de la Virgen María de unos 80 centímetros aproximadamente. Es la más antigua y las tradiciones la remontan al tiempo de la fundación del santuario. Ella trae a la memoria los personajes históricos que están unidos a la tradición: san Francisco Javier, san Juan de Britto, Roberto de Nobili y Constantino Beschi, todos jesuitas ilustres e importantes colaboradores en la función evangelizadora e intercultural de este distrito[13]. La Virgen –se entiende, su imagen– está vestida con una capa típica de las tradiciones católicas costeras. Lleva corona y aureola doradas. Normalmente la imagen descansa sobre lo alto del altar de la iglesia parroquial. Pero para la fiesta la Virgen sale a dar la vuelta al pueblo montada sobre uno de los carros alegóricos. Bendice, así, a sus hijos locales y foráneos.
La tradición cuenta que este santuario fue el primero de Tamil Nadu en tener procesiones católicas al estilo local. Es comprensible que en su momento, cuando apenas llegaban los primeros jesuitas, hayan arreglado la procesión con los carros, colores y formas culturales presentes de antemano en el territorio. Fue un primer ejercicio de inculturación (…)
El carro alegórico en el que se pasea la Madre de Dios es de madera. Su estructura tiene la forma de un paralelepípedo gigante con una coronación. Las ruedas son también de madera, altas, de casi metro y medio de diámetro. Tienen exactamente la misma forma de los carros rituales hindúes. La tradición cuenta que este santuario fue el primero de Tamil Nadu en tener procesiones católicas al estilo local. Es comprensible que en su momento, cuando apenas llegaban los primeros jesuitas, hayan arreglado la procesión con los carros, colores y formas culturales presentes de antemano en el territorio. Fue un primer ejercicio de inculturación, o como lo habrá llamado Nobili, de accomodatio –acomodación del evangelio a la religión originaria–. Hoy por hoy el carro es decorado con papeles plásticos de textura brillante, de todos los colores disponibles. Los motivos son geométricos, con guirnaldas también relucientes, que van formando marcos sucesivos cada vez más pequeños que acaban por generar un encuadre fulgurante en torno a la imagen de gracias. En la parte baja del carro hay una hornacina con una imagen más pequeña de la Virgen. Es como una imagen-proxy. Como no es posible tocar la imagen de gracias que está en alto, se puede tomar contacto con esta que está a la altura de los ojos. Los peregrinos se acercan para tocarla y persignarse. Conforme el carro va avanzando por las calles del pueblo, los habitantes van saliendo para a-proxy-marse a la Virgen. Se genera así una cadena semiótica que llega hasta el cielo mismo: mi mano→imagen proxy→imagen de gracias histórica→La Virgen del cielo→Dios mismo.
Los padres acercan a sus hijos al carro. Las casas están decoradas para celebrar el paso de la lenta procesión. Con el calor de locos que hace, algunos se ponen a descansar a la apacible sombra del carro que no avanza más que unos pocos metros cada diez minutos. Y es que el recorrido completo demora un día entero. Sale el día 14 de agosto después de la misa de medianoche y no vuelve hasta el 15 por la tarde. La sombra del carro es doblemente reparadora, porque aparta del sol y porque se está bajo el manto maternal de la patrona.
Vale la pena mencionar que junto al carro principal avanzan otros carros. Unos llevan otros santos. Otros vienen de localidades aledañas y traen las imágenes de sus propias capillas. Van junto al carro de la Virgen, como decía al inicio, compañías de cientos de hombres y mujeres que reptan por las calles durante la maratónica jornada.
El mástil ritual de la fiesta de la Virgen se encuentra frente a la fachada del santuario. Es muy simple comparado con otros, hechos de bronce, a semejanza de los santuarios hindúes. Este es de palo y ni siquiera se asemeja al mástil de un barco, como lo hacen en la costa tamil. Sin embargo, la sencillez de su factura no lo hace desmerecer en valor. En torno a este objeto que opera como Axis Mundi de la fiesta es donde hallaremos una mayor concentración de objetos ofrenda, de los que ya hablaremos. Este elemento vertical hecho de madera está coronado con la cruz y en su cima no ondea una bandera de temática religiosa, como en otros lugares. Más bien, de su cima se desprende una especie de guirnalda de banderines de diversos colores. Los peregrinos valoran el mástil como un objeto de altísima sacralidad y dan variadas interpretaciones de su significado. El mástil, para ellos, opera como una especie de antena que conecta con los poderes celestes, como un lugar de intensificación de la señal salvífica. Una segunda versión indica que es como un puente que comunica con el cielo, dada su verticalidad. Así, este objeto es visto como un medio de comunicación, un auténtico portal con la santidad. Los peregrinos se incorporan al movimiento espiritual ascendente y descendente del mástil adhiriendo objetos que representan sus propias vidas, intenciones y relaciones. En torno al mástil encontramos, tanto como en el altar de la Iglesia y en el carro de procesión, una horda numerosa que realiza sus prácticas con atención y profunda devoción.
Los peregrinos valoran el mástil como un objeto de altísima sacralidad y dan variadas interpretaciones de su significado. El mástil, para ellos, opera como una especie de antena que conecta con los poderes celestes, como un lugar de intensificación de la señal salvífica. Una segunda versión indica que es como un puente que comunica con el cielo, dada su verticalidad.
Objetos del peregrino (ofrendas y souvenirs)
Además de los objetos canónicos, quizás más masivos y solemnes, tenemos otros más pequeños y sencillos. Estos van a servir para operar transformaciones emotivas de carácter religioso.
Ya los enumerábamos más atrás. Hacemos aquí un elenco un poco más completo, para tenerlo a mano: toallas, saris, chales, pañuelos, cordones de algodón, rosarios, medallas, exvotos en plata con diversas formas (especialmente cunas), pulseras de vidrio, trozos de cúrcuma, ramas de hierba (tulsi), guirnaldas de jazmín, caléndula y rosas, troncos y hojas de banano, pollos y cabras, trocitos de papel con intenciones, velas, inciensos.
Una primera mirada a esta lista nos muestra que los pobres rezan con lo que tienen más a mano: su ropa, sus objetos de devoción cotidiana, algunos adornos para el pelo, joyas sencillas, los animales, sustancias y plantas que forman parte de su subsistencia. Se toma algo del cotidiano y se subvierte su uso para vincularse con Dios, hacerle una petición o darle gracias. Extrañamente aquí lo sagrado no es algo “separado” en sí mismo, sino algo del ámbito ordinario que se separa para Dios.
Algunos objetos son menos cotidianos. Ejemplo de esto son los exvotos: objetos de plata con la forma de un órgano que está fallando, una cunita para pedir un hijo o una casita de metal para pedir que la construcción del hogar acabe pronto. Si bien no son objetos cotidianos, hablan de las necesidades familiares y de los problemas domésticos que los aquejan. Son un símbolo de las preocupaciones cotidianas.
(…) los pobres rezan con lo que tienen más a mano: su ropa, sus objetos de devoción cotidiana, algunos adornos para el pelo, joyas sencillas, los animales, sustancias y plantas que forman parte de su subsistencia. Se toma algo del cotidiano y se subvierte su uso para vincularse con Dios, hacerle una petición o darle gracias.
Podemos clasificar estos objetos que se amarran al mástil, y eventualmente a las rejas del altar u otro sector sagrado, de acuerdo con su duración. Los hay de al menos tres tipos: comestibles, perecibles y durables.
Respecto de los primeros, si bien en este caso no nos encontramos con platos preparados, hay ingredientes tales como la cúrcuma, el tulsi, la sal y los animales. Los dos primeros son típicos de la constelación sacrificial hindú. Representan elementos dignos de la dieta surindiana. La cúrcuma es una raíz anaranjada vital para la preparación de los curris y preciada por su pureza y capacidad nutritiva. Su semántica está vinculada a la relación amorosa: los novios se vuelven esposos cuando el marido ata al cuello de su mujer un cordoncillo de algodón naranjo con un trocito de raíz de cúrcuma. Es común ver a los devotos atando objetos similares para pedir un pronto matrimonio para sí mismos o un familiar. El tulsi, albahaca india, es una hierba venerada por sus propiedades curativas y gastronómicas, y sobre todo consumida junto al té. La sal es signo de abundancia y bendición. Por su parte, los animales se usan para preparar comidas en la fiesta religiosa. Después de estar amarrados en el mástil, son llevados a un matadero y preparados para alimentar a los peregrinos en una comida cuasi-ritual con fuertes componentes de comensalidad. Se unen, por este símbolo animal, la cultura religiosa cristiana e hindú[14].
Podemos clasificar estos objetos que se amarran al mástil, y eventualmente a las rejas del altar u otro sector sagrado, de acuerdo con su duración. Los hay de al menos tres tipos: comestibles, perecibles y durables.
El sacrificio del animal opera simbólicamente en este espacio sagrado católico como una connotación del sacrificio pascual de Cristo. Por otro lado, y a pesar de la asentada noción del veganismo hindú, existen registros de rituales comunitarios que incluyen el sacrificio de un animal y su consumo festivo. Al nivel de la práctica ritual, para los fieles que traen sus animales como ofrenda existe una profunda relación entre el animal sacrificado y el santo a quien es ofrecido. Una abuela decía a su nieto cuando este jugaba con la cabra que la iban a llevar a San Sebastián: “Cuidadito con los empujones a la cabrita, mira que San Sebastián se va a enojar”. Aquí están fundidos en un objeto la personalidad del santo y el animal doméstico al que se debe respetar en vistas al destino que le espera. Operan aquí múltiples estrategias retóricas, metáforas y metonimias, pero sobre todo un fuerte simbolismo del sacrificio y la dinámica mediacional del alimento compartido.
Aquí están fundidos en un objeto la personalidad del santo y el animal doméstico al que se debe respetar en vistas al destino que le espera. Operan aquí múltiples estrategias retóricas, metáforas y metonimias, pero sobre todo un fuerte simbolismo del sacrificio y la dinámica mediacional del alimento compartido.
Los objetos perecibles, como flores, hojas y hierbajos (si miramos un poco más allá del mástil, vemos también velas), hablan de lo efímero del momento sagrado. El devoto es consciente de que su vida se consume como aquellos bienes que por un corto tiempo embellecerán el mástil. Es otra dimensión de la ofrenda, distinta a la comestible que se comparte; aquí estamos frente a lo que se sacrifica para Dios. Las hermosas y fragantes guirnaldas de jazmín, caléndula y rosas solo sirven para embellecer temporalmente el espacio, significan una especie de atención a la persona sagrada, a quien se adorna y regala como si fuera un estupendo huésped. A la Virgen en este caso se ofrecen bienes dignos por su color y aroma, bellos como ella, que es hermosa. Este mismo rol tienen los saris ofrecidos a la Virgen, que aun no siendo perecibles, sirven y se ofrecen para adornar su figura. En el fondo opera una estrategia retórica de tipo metafórico: se identifica la belleza de un objeto ofrecido con la belleza imaginada de María.
A la Virgen en este caso se ofrecen bienes dignos por su color y aroma, bellos como ella, que es hermosa. Este mismo rol tienen los saris ofrecidos a la Virgen, que aun no siendo perecibles, sirven y se ofrecen para adornar su figura. En el fondo opera una estrategia retórica de tipo metafórico: se identifica la belleza de un objeto ofrecido con la belleza imaginada de María.
Los objetos durables son muy variados, desde prendas de ropa hasta joyas. Ellos se usan para diversos fines. Como todas las ofrendas, sirven sobre todo para pedir o agradecer un favor. Pero existe una connotación oculta a la primera mirada. Se deja un objeto que es parte de la vida del fiel, o que ha sido comprado con su esfuerzo. Es un bien personal que se deja de manera permanente a disposición de la persona sagrada. Aquí opera una estrategia retórica de metonimia; es como si el peregrino se quedara para siempre en el santuario a través de ese objeto que le ha pertenecido o que ha comprado con su esfuerzo. Eso sin perjuicio de que en la trastienda funcionen una serie de dinámicas económicas de reciclaje para la mantención del santuario, su personal y los proyectos sociales asociados.
El reverso de estos objetos que quedan como un testimonio de la presencia de un devoto serían los objetos religiosos de souvenir: aquello que me llevo del santuario como un recuerdo, testimonio de mi presencia en ese lugar. Estos bienes son para el fiel una presencia permanente de las personas sagradas que lo acompañan después que ha partido. Ejemplo de ellos son los rosarios, los pétalos de una guirnalda que otro ha dejado, un trocito del mismo mástil, o una estampita. Esos objetos representan el hecho de que “la Virgen vuelve conmigo a casa y me acompaña en la vida cotidiana”.
Cosas de Dios - objetos para conectarse con Él
¿Con qué nos quedamos al final de esta visita narrativa a Kamanayakkanpatty? Creo que podemos sacar varias cosas en limpio. Todas ellas se relacionan con la valoración religiosa que los creyentes hacen de los objetos en su relación con el mundo sobrenatural. Apuntamos así, desde una perspectiva católica, al misterio de la Encarnación. Es en la materia donde Dios se revela y es en la misma materia donde el hombre sostiene esa relación graciosa con Dios y su mundo.
Enuncio sucintamente algunos puntos que se desprenden de lo trabajado. Su denso contenido teórico, sin duda, debiera ser exprimido en futuros desarrollos.
La religiosidad popular, tal como se presenta en la fiesta que revisamos y en otros ejemplos similares de otros continentes, se muestra como un fenómeno heterogéneo y dinámico. Se trata de un ámbito de expresión rico y profundo, con diferentes fuentes, objetivos y funciones, donde no caben caricaturas simplonas ni generalizaciones moralizantes de corta vista.
En primer lugar reconocemos las variadas raíces históricas en las que se cruzan diversas matrices culturales y religiosas. Pero también tenemos el ejercicio constante de los fieles que van copiando, adaptando y creando prácticas. He aquí la riqueza generativa del sincretismo.
La heterogeneidad y polisemia de los fenómenos híbridos en el campo de la religión popular tienen, a su vez, un origen mixto. En primer lugar reconocemos las variadas raíces históricas en las que se cruzan diversas matrices culturales y religiosas. Pero también tenemos el ejercicio constante de los fieles que van copiando, adaptando y creando prácticas. He aquí la riqueza generativa del sincretismo. Muchas veces la semántica permanece estable –un signo religioso mantiene sus contenidos ideológicos basales dentro de su tradición–, pero las sintaxis y, sobre todo, la retórica, se desplazan con mayor facilidad cuando se trata de las agencias peregrinas. Es decir, un signo proveniente de una tradición religiosa puede ser usado, estratégicamente, en otra tradición si se cuidan algunos detalles. Es en este contexto que advertimos a los operadores oficiales de la religión, que tienden a asustarse con este arte mestizo, sobre lo mucho que pueden ganar si antes de juzgar se toman el tiempo para contemplar la vitalidad y fuerza traductora presente en estos fenómenos.
La fortaleza de esta religión formulada desde la vivencia y la agencia tiene por soporte la materia: el cuerpo y los objetos. Naturalmente unidas a la materia tenemos las palabras. En ellas y en los gestos es donde pervive la experiencia de fe. En este artículo destacamos los objetos como sustrato donde se asientan procesos, y donde podemos observar el florecimiento de relaciones personales verticales (con el mundo sobrenatural) y horizontales (entre personas, a nivel familiar, local, eclesial y universal en la Communitas).
Los objetos usados en las prácticas religiosas, estas cosas de Dios, no son estáticas. Se mueven, se mezclan, hacen cosas, producen significados, cuando los usuarios las toman en sus manos. Con ellas se pueden formular peticiones, anhelos, llorar penas y agradecer con el corazón lleno.
Los peregrinos “cocinan” (producen sentido) con los objetos, preparan con todo cuidado sus ritos. En una mano tienen “la receta” (ritos y tradiciones variadas) para entablar relaciones y conseguir objetivos.
Los peregrinos “cocinan” (producen sentido) con los objetos (…) siguen los modelos (de y para) de forma más o menos libre, poniendo los “ingredientes” que tienen a mano (…) Aquí nos encontramos con la dimensión dramática y performativa de las agencias. Los devotos ponen en escena los nodos vitales de sus familias y al presentar las intenciones en la práctica agencial, su vida misma se transforma.
Sin embargo, siguen los modelos (de y para[15]) de forma más o menos libre, poniendo los “ingredientes” (objetos) que tienen a mano: mezclan un cordoncillo con un mástil, los unen con una oración en los labios, con una señal de la cruz sobre el propio cuerpo. Aquí nos encontramos con la dimensión dramática y performativa de las agencias. Los devotos ponen en escena los nodos vitales de sus familias y al presentar las intenciones en la práctica agencial, su vida misma se transforma.
Los códigos que gobiernan esta creatividad son múltiples: los de su propia cultura nacional, regional, lingüística, y religiosa. Cuidadosamente los peregrinos van mezclando los componentes en el marco religioso del santuario. Lo hacen con delicadeza, buscando marcar sus identidades, que son también mixtas, informados por su robusta formación catequética y familiar.
Cuando los objetos del santuario y los del peregrino se encuentran y los ritos familiares se desenvuelven, emerge un contacto, un vínculo. Es el momento del símbolo en el que dos o más realidades se unen, lo mío y lo de Dios, lo individual y lo social. Se produce entonces una conexión personal, una relación[16]. Eso me suena. ¿No solíamos llamarlo religión, re-ligare?