En la doctrina de la fe y en nuestra experiencia cristiana, María no es una figura marginal: no podemos ser verdaderamente cristianos sin ser también marianos.
La clave de todo cuanto la Iglesia enseña en relación con María se encuentra en las siguientes palabras: “Lo que la fe católica cree acerca de María se funda en lo que cree acerca de Cristo, pero lo que enseña sobre María ilumina a su vez la fe en Cristo” [1]. La doctrina mariana está enteramente construida en referencia a Cristo, en una doble dirección (por así decir): todo cuanto la Iglesia cree de María, lo cree como consecuencia de lo que ella cree de Jesucristo; pero también es verdad que la doctrina mariana orienta hacia una fe más profunda en Cristo. Es ésta la perspectiva con la cual siempre debemos ver la persona de María: su relación con Cristo Señor. Ahora bien, ¿de qué está constituida esta relación? Fundamentalmente de la maternidad. Ella es la madre de Jesucristo, el Hijo Unigénito del Padre hecho hombre.
Debemos por tanto iniciar nuestra reflexión precisamente a partir de esta afirmación central de la fe de la Iglesia en relación con María, que siempre pronunciamos al profesar nuestra fe: “que fue concebido por obra del Espíritu Santo y nació de María Virgen”.
La divina Maternidad
El título de Madre de Dios fue proclamado solemnemente en un Concilio Ecuménico: el Concilio de Éfeso (431). Esta proclamación atañe en primer lugar a Cristo, en el sentido indicado a continuación. Desde sus comienzos, la Iglesia sabía que María era la madre de Jesús (Gal 4). Y por cuanto Jesús de Nazaret, nacido de María, es el Verbo Unigénito Dios, María debe ser proclamada verdadera Madre del Verbo-Dios. En suma, proclamar Madre de Dios a María significa proclamar que Jesús de Nazaret y el Verbo Unigénito Dios no son dos personas, sino una sola e idéntica persona.
Procuremos ahora balbucear algo sobre este misterio de la divina maternidad de María para tener cierta comprensión al respecto. Como ya señalé, es el fundamento de todo el culto cristiano rendido a María.
Intentemos introducirnos en este misterio, considerando la parte de los padres en las generaciones comunes. Al concebirse cada persona humana hay una cooperación simultánea entre el acto generativo llevado a cabo por los esposos y el acto creativo realizado por Dios. El primero culmina (biológicamente) en un cuerpo humano; el segundo, en un espíritu inmortal que forma e informa al cuerpo. En virtud de esta unión llega a la existencia una nueva persona humana, de la cual Dios es el único creador, y los esposos son los padres.
Penetremos ahora en el misterio de la concepción de Jesús. Decimos de inmediato que no hubo intervención alguna de un hombre: fue una concepción virginal (como veremos). María generó (biológicamente) el cuerpo humano en el cual Dios infunde en ese mismo instante el alma (humana) creada: de la unión del cuerpo generado por María y el alma creada por Dios se constituye una naturaleza humana concreta, individual; pero en el momento mismo en que comienza a ser, esta naturaleza humana es asumida por la Persona del Verbo: es precisamente la Persona del Verbo quien la asume como su propia naturaleza. Éste es el significado de las palabras “El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros”.
Y así María es propiamente la verdadera madre de este nuevo miembro de la raza humana, este hombre nuevo nacido en el mundo. Ella es la Madre del Verbo por cuanto este hombre nuevo no es sino el Verbo. En la naturaleza humana, Él fue generado por María. Es por ella, generado en nuestra humanidad histórica, que se insertó en la historia, en el tiempo: llega a ser uno de nosotros, por Ella. Aquí está todo el significado de la existencia de María.
Ahora podemos decir algo sobre la relación de maternidad que media entre María y el Verbo hecho carne. Es una relación única, singular de la persona de María con la persona del Verbo, en aquello que lo distingue de las otras dos Personas divinas, ya que únicamente el Verbo se encarnó.
En virtud de esta relación, María alcanzó una dignidad única: “tocó con la obra de su concepción los límites de la divinidad” [2]. Leemos lo escrito por Santo Tomás: “La humanidad de Cristo, por cuanto está unida a Dios; la beatitud creada, por cuanto es la fruición de Dios; y la Beata Virgen, porque es Madre de Dios, tienen una dignidad en cierto sentido infinita, que les llega del bien infinito que es Dios. De esto se desprende que nada existe mejor que estas tres cosas, puesto que nada es mejor que Dios” [3].
Toda maternidad está constituida por una relación interpersonal rica en conocimiento, amor, afecto, donación, confianza recíproca: esto es “natural”. Y debemos pensar que todo esto estuvo presente en la relación María-Cristo; pero en el caso de María se trata de un hijo que es Dios, por lo cual esta maternidad está “llena de gracia” y santidad.
La gracia es ante todo el mismo amor eterno con que el Padre ama a la criatura humana: de esta fuente surgen todos los dones que divinizan a la persona humana en Cristo. Habiendo el Padre decidido enviar al Verbo a nuestra humanidad, en el mismo acto quiso simultáneamente que María fuese Su madre: por esto Ella fue enriquecida por la más elevada santidad.
La virginidad de María
Conectada directamente con el misterio de la divina maternidad, se encuentra la fe en la virginidad de María. La maternidad y la virginidad están ligadas de tal modo que sería preciso decir siempre: la maternidad virginal de María. Es una virginidad real y perpetua.
Es real por cuanto atañe verdaderamente a toda la persona de María, incluyendo su cuerpo. Es perpetua, es decir, antes del parto de Jesús, durante el parto y después del parto.
Antes del parto: Jesús fue concebido en el cuerpo de María, sin intervención de un hombre, por obra del Espíritu Santo. Así, Dios milagrosamente hizo por cierto que la acción generadora de María, incapaz por naturaleza (como toda mujer) de dar origen sola a un nuevo individuo humano, concibiese sola el nuevo organismo humano. Se excluyó cualquier intervención de parte de un hombre, José.
Durante el parto: Jesús fue dado a luz milagrosamente, sin producir en el cuerpo de María lo que inevitablemente ocasiona el parto en el cuerpo de toda mujer.
Después del parto: María nunca tuvo relaciones sexuales ni otros partos después de Jesús.
Es muy importante captar el significado profundo del don de la virginidad otorgado por el Señor a María. Este significado se comprende al responder esta pregunta: ¿por qué Cristo quiso nacer de una virgen? Porque Él es el nuevo Adán, que inaugura la nueva humanidad, la nueva creación. Porque Él inaugura con su concepción nuestro nuevo nacimiento como hijos de Dios. Con todo, debemos hacernos también una segunda pregunta: ¿qué significado tuvo para María haber accedido a este llamado a la virginidad? Para ser totalmente verdadera, la maternidad de María requería su total entrega voluntaria al Verbo encarnado: la virginidad es la señal y el efecto de dicha entrega.
Conclusión
En la doctrina de la fe y en nuestra experiencia cristiana, María no es una figura marginal: no podemos ser verdaderamente cristianos sin ser también marianos.
En el origen de todo, se encuentra la inescrutable decisión del Padre de comunicar su vida divina al hombre, en el Hijo, mediante el don del Espíritu Santo (predestinación en Cristo). Verbo encarnado, en el cual todo subsiste y a imagen del Cual ha sido creado cada uno de nosotros.
En la misma decisión de enviar a su Hijo está incluida la persona de María como predestinada a generar en la naturaleza humana el Verbo – Unigénito Dios. La experiencia de fe de la Iglesia ha profundizado progresivamente en el misterio de Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre. En una dependencia de este descubrimiento progresivo, la Iglesia vive el descubrimiento también progresivo del misterio de María dentro del Misterio del Verbo encarnado, descubrimiento cuyo hito fue la definición dogmática de la maternidad divina y virginal de María.
En vista de esta singular misión, el Padre la preservó del pecado original, la colmó de la abundancia de los dones de la gracia (llena de gracia), y en su sabio designio “quiso… que la aceptación de quien estaba predestinada a ser madre precediese a la Encarnación” [4].
En virtud de este consentimiento, Ella, “casi plasmada por el Espíritu Santo” [5], se consagró enteramente a la obra y a la persona de su Hijo, presentándolo al Padre en el templo y sufriendo con él moribundo en la Cruz. De ese modo, María, bajo él y con él, sirvió al misterio de nuestra redención, participando en el misterio de la resurrección de Cristo de manera única, habiendo sido elevada a la gloria en cuerpo y alma apenas terminado el curso de su vida.