Su legado de santidad laical y hondura espiritual es rescatado por este breve texto que recoge algunos pasajes de su diario personal.
© Humanitas 93, año XXV, 2020, págs. 18 – 27.
Mario Hiriart (1931-1964) ha sido recientemente declarado Venerable, es decir, de virtudes probadas, la antesala de una posible beatificación (un milagro) y canonización (dos milagros). En la técnica del proceso de santificación queda entregado a los fieles para su veneración. El mismo padre Kentenich [1] (1885-1968) utilizaba esta técnica para tomar sus decisiones, dejaba las cosas preparadas, pero para que Dios decidiera a través de alguna señal consumatoria. Los fieles podrán venerarlo y solicitar alguna gracia, pero será Dios quien tenga la última palabra. Por lo que cabe a nosotros, la vida de Mario Hiriart ha sido investigada a fondo, se han revisado todos sus escritos (apenas su diario personal y sus cartas, que todavía no han sido publicadas de manera sistemática), se han recogido testimonios por doquier y revisado con detalle su obra, casi toda ella una expresión de maduración espiritual profunda e íntima que resplandecía hacia el exterior –como ha sucedido muchas veces con los santos– solo a través de una serenidad y una sonrisa incomparables.
El legado de Mario Hiriart es el de la santidad laical, ejercida en una época en que muy pocos laicos decidían sobrellevar una vida consagrada y en que el llamado conciliar a la vocación universal hacia la santidad apenas se escuchaba todavía. El propósito de santificarse en la vida cotidiana apareció muy temprano, tal como se indica en anotaciones de su diario personal de 1948 cuando era estudiante de ingeniería en la Universidad Católica:
…para obrar bien necesito una base, un fundamento: la vida interior. Para dar gloria a Dios necesito haberme preparado a mí mismo para esta obra; esta preparación implica un perfeccionamiento espiritual que me permita estar por sobre el medio en el cual deseo influir; debo, pues, santificarme… Para santificarme … debo intensificar el cumplimiento de mis deberes de estudiante, ya que la obligación primordial de todo católico es el exacto cumplimiento de sus deberes de estado. Tomando esto como base para mi santificación, debo orientar mis actividades hacia esta meta... [2]
Encuento de Mario Hiriart con el fundador del Movimiento de Schoenstatt, P. Joseph Kentenich.
El propósito de perfeccionamiento espiritual tomó la forma, también tempranamente, de un diálogo íntimo y personal con la Virgen María (“Madrecita”), vértice de la relación entre naturaleza y gracia como se indica en la tradición mariana de Schoenstatt, es decir, como conexión eficaz y fundamental entre el mundo y Dios. Esta será la posición de Mario Hiriart, quien permanecerá en el mundo (nunca quiso realmente ser sacerdote), pero solo para infundirle la gracia que proviene de fuera de él y que el mundo no puede proporcionarse por sí mismo. Casi diez años después, Hiriart había madurado completamente este camino de la santidad laical. Desde Bellavista, en 1956, le escribe al Padre Kentenich:
...El camino de mi vocación, tal como lo veo hoy, fue mi convicción personal de que el cristianismo de nuestro tiempo exige en forma imperiosa un extraordinario grado de santidad laical; esta santidad laical debe traducirse en una decidida vocación a una profesión y una misión en el mundo laico, sublimada por una concepción perfectamente cristiana y teocéntrica de la vida laical y realizada con un heroísmo igual o aún mayor que el de los más grandes mártires de la Iglesia. ... El estado de vida laical también tiene que ser una vía ordinaria de santificación...
Uriburu destaca un trabajo suyo llamado “Razón de ser de los Hermanos Marianos”, un instituto secular de laicos consagrados de Schoenstatt al que perteneció Hiriart desde 1956, en que define la época como teocentrífuga, caracterizada por una cultura laical que “corre con colores propios” y que deja lo religioso en manos de los clérigos y de los especialistas. El llamado a la responsabilidad social de los laicos fue una de las preocupaciones centrales del padre Hurtado, pero en Mario Hiriart aparece como una responsabilidad específicamente religiosa, la de infundir en la vida cotidiana la gracia que proviene de Dios.
En una anotación de 1957 sostiene que Dios no desprecia la naturaleza humana, sino que la redime y la atrae hacia Él. Él mismo ha sentido en su vida la atracción poderosa que ejerce el mundo –de hecho, llegó a ofrecerle matrimonio a una de sus amigas serenenses con la que veraneaba en el valle del Elqui–, pero también se encontraba su apego por familiares y amigos, el gusto por la literatura y el arte, y principalmente la música, y desde luego, la pasión por la verdad de la ciencia. Esa poderosa atracción por el mundo, no obstante, debe completarse por el atractivo de Dios. El mundo no es pecaminoso, porque no lo es el matrimonio ni la amistad, tampoco el arte y la ciencia. La debilidad del mundo es que carece de gracia, es decir, de esa capacidad de reflejar a Dios en todo lo que hacemos ordinariamente.
¿Qué significa santificar la vida cotidiana? En los primeros años significaba ser un buen estudiante, como lo fue realmente: obtuvo el premio al mejor ingeniero de su generación, y se dice que estudió inge-niería justamente porque no era hábil en matemática, de manera que la ingeniería se presentaba como un camino de esfuerzo y tenacidad. Escoger la vía estrecha ha sido siempre el camino de la santidad. La santificación de la vida cotidiana es perseverancia y trabajo bien hecho, alegría, sacrificio y heroísmo. Dice Hiriart en su diario: “transformar hasta el detalle más trivial del día de trabajo, eso es precisamente la característica fundamental de la santidad del laico”. Se trata siempre de permanecer en la profesión, aunque de un modo especial, abierto a la gracia de Dios, sin planes ni afanes propios de perfeccionamiento, ascenso ni éxito profesional.
“El que busque fundamentalmente su propio perfeccionamiento, por muy loable que ello sea, no podrá llegar nunca a ser santo. Solo podrá serlo aquél que se entregue confiadamente en las manos amorosas de Dios, con absoluto renunciamiento de sí mismo”.
Tampoco se trata de hacer cosas en beneficio de la comunidad y estar siempre disponible para el servicio de los demás. La consagración del trabajo diario tiene un sentido enteramente religioso.
Es claro que todo esto no lo miro ya como cosas hechas en beneficio personal, y ni tan solo en beneficio de la comunidad social: quiero entenderlo y realizarlo como un servicio de Dios realizado para orientar todas esas cosas según sus planes, y hacer que todo aquello sobre lo cual pueda tener influencia se convierta en alabanza a él.
El trabajo cotidiano adquiere un sentido litúrgico, es una manera de alabar y servir a Dios, fuera del templo y del santuario, en medio del tumulto de la vida diaria. Para realizar esto se requiere una honda vida espiritual que permite estar con Dios a toda hora, incluyendo la hora de la colación, del menester más prosaico y del detalle más nimio. Llevar a Dios consigo en la vida diaria fue la gran obra de la Madrecita de Mario Hiriart, puesto que Dios acompaña a través de Ella, “reencuentro entre la tierra y el cielo, entre naturaleza y gracia, entre el hombre y Dios”. En María se produce, dice Hiriart, “la elevación de la naturaleza por la gracia, (pero) manteniendo intacta la naturaleza, más aun, cultivando todos los valores naturales que sean accesibles –los pies sólidamente asentados en la tierra–, vivir con ellos elevándose hacia el Cielo”.
Tanto la relación con su madre y con la Virgen María, como la vinculación a su comunidad y al Santuario, marcan profundamente su espiritualidad.
A la hora de decidir su futuro profesional, Hiriart escogió la docencia universitaria, profesor en la Escuela de Ingeniería de la Universidad Católica (con un contrato de pocas horas, como se usaba entonces), a pesar de que le ofrecían volver a la CORFO, donde trabajó los años iniciales y donde había realizado una actividad meritoria, aunque al decir de quienes lo conocieron “daba la impresión de que buscaba otra cosa”. Hiriart había vuelto a Chile desde su noviciado en el Instituto de los Hermanos Marianos de Schoenstatt que había realizado en el sur de Brasil a fines de los cincuenta. La consagración a María es ya firme y definitiva. El papel del laico, escribe, “es recibir la gracia –al estilo de María–, la cual le es trasmitida por el sacerdote –que encarna a Jesús–. Ser laico es recibir la gracia…” y llevarla “hasta a los últimos detalles de la vida diaria, y hecha allí estilo de vida para transformar hasta el detalle más trivial del día de trabajo, eso es precisamente la característica fundamental de la santidad del laico”.
A diferencia del sacerdote que rompe con los vínculos humanos, y tiende a separar constantemente lo natural de lo sobrenatural, la vocación laical consiste en introducir la gracia en el mundo de la vida y anidar lo sobrenatural en la existencia cotidiana de todas las personas y de todas las cosas. La receptividad de la gracia lo hace desarrollar la imagen del Cáliz eucarístico que recibe la Sangre del Cordero para derramarla en el mundo. La verdadera fuente de la gracia, sin embargo, fue para Mario Hiriart el Santuario, específicamente el santuario de Bellavista de La Florida del Movimiento de Schoenstatt, donde se encuentra su tumba. La piedad de santuario suele ser una piedad de alabanza, de alegría y festejo, distinta de la piedad mariana de templo, más penitencial y tenebrosa. El Santuario funda asimismo una espiritualidad colectiva y en la tradición schoenstatiana específicamente familiar, que en muchos sentidos recupera la piedad comunitaria de los pueblos y las aldeas antiguas, desgastada por la anonimia e impersonalidad del templo. El santuario, por último, ofrece amplias posibilidades de acceso libre a María, de oración y recogimiento personal, y de apertura a una gracia inefable, tanto o más eficaz que la gracia eucarística. “Llevar las gracias del Santuario al mundo laico, y por este llevar las gracias mediante ejemplo y actitud, atraer a los laicos hacia la fuente de gracias, el Santuario”, decía Hiriart para explicar el sentido de su misión.
Mario Hiriart con jóvenes en Santa María, año 1958.
Como sucede a menudo, detrás de la serenidad de Mario Hiriart se libraba una honda lucha espiritual y un sentido profundamente agonístico de la vida. Hacia afuera era sencillo y afable, rehuía toda notoriedad, no hablaba ni escribía bien. Al decir de los suyos no tenía ningún atractivo, ni en el carácter ni en la apariencia, cada vez más enjuta y sombría con el avance de la enfermedad. Por dentro era diferente. Desde temprano, ofreció amplia e incondicionalmente su vida a Dios, sin ninguna reserva, es decir, no guardándose nada para sí. Solo a María le pidió insistentemente “no escoger para mí la vida de sacrificio, sino el radical y pronto sacrificio de la vida, un ruego que consta en varias partes de su diario. “Cuántas veces te he expresado el deseo de ser la primera cruz negra chilena”, es decir, el primero en caer en la tierra del santuario al modo de José Engling (1898-1918), el joven schoentatiano que murió heroicamente en Cambrai durante la Gran Guerra, novicio palotino considerado el primer discípulo del padre Kentenich, encorvado, torpe y tartamudo, pero apreciado por todos por su sencillez y bondad, del tipo de personas sobre las cuales suele derramarse la gracia de Dios, como ocurre usualmente, sobre el menos dotado (al igual que Hiriart en espera de beatificación). “Solo quisiera hoy en tu santuario, una vez más, renovarte la petición de que me des fuerzas para llegar hasta el fin, hasta la cumbre del Gólgota que la infinita bondad ha escogido para conducirme desde allí hasta el cielo, siempre fiel y siempre alegre”.
Muy activo en la juventud de Schoenstatt de esta época, aunque sin demasiado éxito apostólico, partió de Chile rumbo al santuario alemán de Schoenstatt con el cáncer a cuestas; aunque nadie sabía entonces que no regresaría. Ni él mismo sabía exactamente el origen y la gravedad de sus problemas digestivos, pero le llevaron al médico a su paso por Brasil y fue conducido a Milwaukee donde Kentenich vivía su destierro, todavía bajo la sospecha eclesiástica de crear una comunidad demasiado centrada en su personalidad. En Milwaukee, a orillas del lago Michigan, fue diagnosticado de cáncer: “Yo soy ingeniero –le dice a su enfermera–, he hecho planes, he planeado a lo largo de toda mi vida… ahora se cambian los papeles. Sé que ahora debo dejar que sea el Padre el que haga los planes…”. Murió el 15 de julio de 1964, el día de la Virgen del Carmen y fue llevado al Calvary Cemetery envuelto en una bandera chilena. Un año después fue repatriado a Chile y descansa como la primera cruz negra en el santuario schoenstatiano de Bellavista de la Florida. “Nuestra vida no es otra cosa, sino un salir de Dios, salir del Padre y encaminarse lentamente de nuevo hacia Él”.
Oración personal para las visitas al Santuario escrita por Mario Hiriart en 1957
Así como el niño espera con ansias cada día el momento de volver a su hogar y descansar en el cariño maternal, anhelaba mi corazón el poder llegar hoy a tu pequeño Santuario.
Tú lo has convertido para mí, con tu solicitud de Madre y los innumerables regalos que en él me has hecho, en el terruño amado, el hogar silencioso e inundado de paz donde cada día quisiera volver a reposar en tus brazos y entregarte toda mi debilidad y pequeñez con filial alegría. Si la jornada ha sido difícil, y aunque ella haya sido coronada por fracasos exteriores, al volver junto a Ti y ofrecerte todo el día transcurrido veo cómo él se convierte en un triunfo de tu amor maternal por mi impotencia de niño, y me siento íntima-mente gozoso de esa total seguridad en tu cobijamiento maternal.
Madrecita, en este hogar has juntado para mí la tierra con el cielo. Todo lo verdaderamente bueno y amable de nuestra vida terrena, el amor filial, el amor fraternal, la vinculación al terruño, el ansia de paz y felicidad espiritual, la fuerza de grandes ideales, me los has regalado desde Tu Capillita. Pero todos estos bienes terrenales, aunque sublimados, me los has sabido mostrar como lo que en verdad son: solo una nostalgia de cielo, de eternidad, de Dios… En este lugar has recogido con cariño y sabiduría maternales todo lo que pueda haber de grande y de bueno en mi débil naturaleza humana, para elevarlo y transformarlo con tus gracias y orientarlo hacia la vida sobrenatural.
Si, Madrecita mía, en este tu pequeño Santuario de gracias conviertes Tú el vaso inútil y vacío de mi naturaleza en un cáliz capaz de abrirse para recibir a Cristo. Y desde tu Santuario elevas hacia Dios ese cáliz, mi corazón, para que él se llene de Sangre Divina.
La tumba de Mario Hiriart se encuentra justo detrás del Santuario de Schoenstatt de Bellavista de La Florida.
Madrecita, haz Tú que mi corazón sobre tu Santuario sea siempre un cáliz abierto hacia el cielo, como tú misma lo fuiste, de tal manera que, en este lugar que Tú elegiste para distribuir con predilección tus dones, todo mi mundo natural se una en íntima armonía a lo divino, y que toda mi vida se centre exclusiva y eternamente en torno a la Sangre de tu Hijo, línea sutil que une la tierra con el cielo.