El Cardenal Oviedo dio testimonio cristiano no sólo a sus fieles, sino a todo el país, con ocasión de su visible e incurable enfermedad. Este testimonio vale más, ciertamente, que todas sus enseñanzas escritas. Mejor dicho, dan a sus enseñanzas escritas la profundidad, la vitalidad, la transparencia y la autoridad moral de una vida vivida en obediencia a Dios y con una confianza incondicional en su designio providencial. 

Pronto se cumplirá un año de la muerte del Cardenal Carlos Oviedo Cavada, quien fura Arzobispo de Santiago durante ocho años y a quien la Providencia puso al frente de la Iglesia en un momento histórico particularmente delicado, caracterizado por la reconstitución del régimen democrático según lo previsto en la Constitución de 1980. Tuve el privilegio de ser uno de sus colaboradores y conocer sus inquietudes, junto a su tan dilatada solicitud pastoral que abarcaba a todos los chilenos, sin distinción. Ningún aspecto de la vida social le fue indiferente. Valoró especialmente la reflexión intelectual como elemento determinante de la cultura del país. 

Dentro de ella, la reflexión antropológica cristiana. Por ello, apoyó la fundación de la Revista HUMANITAS y estimuló permanentemente a todos quienes participan en esta obra, aceptando ser el presidente honorario de su Consejo de Consultores y Colaboradores. La memoria de su personalidad, de su pensamiento y de sus orientaciones pastorales es, así, para esta Revista, un modo de renovar el sentido original de su misión y de proyectarla con nueva energía en las vísperas del Jubileo, en la esperanza de que Dios quiera donar a la Iglesia una “nueva primavera de vida cristiana”, como gustaba repetir el Cardenal haciéndose eco de las palabras del Santo Padre.

Cinco claves hermenéuticas para la comprensión de su personalidad y de su obra

1. Una primera característica destacada de la personalidad del Cardenal Oviedo fue su profundo y ancho corazón de pastor. Nadie estaba ausente de sus preocupaciones. Destinaba mucho tiempo a visitar enfermos, particularmente sacerdotes, a visitar los presos en la cárcel, no sólo en Chile, sino en cada ciudad del mundo si sabía que había en ellas chilenos detenidos; a visitar los conventos de religiosas y religiosos y, permanentemente, el Seminario Mayor, al que veía como una de sus mayores responsabilidades.

Cuando el Papa visitó Antofagasta, Mons. Oviedo era entonces Arzobispo del lugar. Lo acompañó, precisamente, a la cárcel donde tuvo un encuentro emocionante con los internos. Sin embargo, fue en la misa celebrada a los pies del desierto, donde el Papa dijo una frase impresionante y conmovedora que, según me parece, puede resumir muy bien lo que fue el pensamiento y la actitud pastoral de Don Carlos: “Aunque haya un solo cristiano en medio de estas soledades, con él está Cristo y la Iglesia entera”. En verdad, su comportamiento pastoral se dejaba orientar por el ejemplo del Buen Pastor, que deja las noventa y nueve ovejas del redil para ir a buscar la que estaba perdida. Una sola persona era para él motivo suficiente para consagrar su vida y ministerio en busca de su salvación. En este sentido, me parece que encarnó ejemplarmente en su vida el carisma de los mercedarios, donde profesó como religioso: abandonar todo por ir al encuentro de algún “cautivo”, cualquiera fuese la forma de privación de su libertad, ya que todos tienen derecho a conocer aquella libertad verdadera que sólo la fe puede dar. En esta misma perspectiva, recuerdo que tenía también una especial preocupación por los hombres públicos no católicos, a quienes respetaba muchísimo, pero quería verlos pronto como hijos de la Iglesia. Con paciencia, oración, y también encargándoselos discretamente a personas cercanas, aguardaba para ellos el momento de su conversión y de una muerte santa. Muchos quedarían sorprendidos si supieran pro cuántas personas rezó incansablemente para que encontraran la cercanía de Cristo.

2. Un segundo rasgo orientador de su vida de pastor fue su lema episcopal “pacem in diebus nostris” (¡que haya paz en nuestros días!). En sus relaciones con el gobierno, con los partidos políticos, con las personalidades influyentes de la vida económica y social, en sus tradicionales homilías con ocasión del “Te Deum” de fiestas patrias, siempre buscó motivar a los protagonistas de la vida pública para mejorar las condiciones concretas de la convivencia humana. No le importaba cuán distantes de la fe o del magisterio de la Iglesia estuviesen las personas, incluso si le hubiesen faltado el respeto a él o a la Iglesia, si su palabra podía movilizarlos hacia una convivencia más pacífica y armónica. Más que su pensamiento, le interesaban sus comportamientos y sus decisiones. Predicó, incansablemente sobre la reconciliación nacional y sobre los derechos de las personas, especialmente de los más humildes, desde el mismo día en que se dio a conocer su designación en la Arquidiócesis. Se interesó muchísimo por el diálogo interreligioso. Cuando celebró el IX Sínodo de la Iglesia de Santiago, por ejemplo, consultó con especial interés la opinión de los no católicos y de los representantes de otros credos religiosos, como también al Gran Maestro de la Masonería. Pensaba que todo aquel que estaba investido de alguna autoridad podía hacer algo concreto para mejorar la suerte de los menos favorecidos y garantizar una convivencia más pacífica y más humana.

3. Un tercer rasgo importante de su personalidad era su condición de historiador. Su visión de las personas no era abstracta, sino que ponía una especial atención a las circunstancias específicas de su existencia, tanto en el plano material como espiritual, y a las funciones sociales concretas que desempeñaban. La historia se hace entre todos. Es una obra colectiva. También participan de ella los que están equivocados o los que cayeron incluso en la comisión de delitos. Veía por ello en la historia antes la misericordia de Dios que los yerros humanos. Buscaba en las personas los signos de la santidad divina. Al mismo tiempo, y por idénticas razones, daba mucha importancia a la “memoria histórica” de la sociedad. Tenía un gran amor y respeto a Chile como nación, a sus tradiciones, a sus instituciones políticas y jurídicas, a sus instituciones educacionales y culturales, a las efemérides patrias. La misma mirada, cargada simultáneamente de veneración y compasión, tenía frente a la historia de la Iglesia nacional. Lideró a un grupo de académicos para escribir un “Episcopologio” nacional, rescatando la memoria y las obras de los diferentes obispos. No se trataba de mera curiosidad histórica, sino de un profundo sentido providencial para mirar los acontecimientos. Pensaba que es Dios quien pone a cada uno al frente de una responsabilidad institucional y le da la fuerza para llevar a cabo su tarea. Lo que en esas circunstancias puede o no puede hacer, sólo pertenece al juicio de Dios. Tenía plena conciencia de que, como Arzobispo de Santiago, continuaba una tradición heredada de sus predecesores. Sabía que quienes observaran con posterioridad la historia de su gobierno pastoral, encontrarían el lugar justo de sus realizaciones en la continuidad de la memoria eclesial nacional. Siempre dejaba el lugar principal de sus decisiones a la Providencia.

Con esta misma visión asumió el tema de los Derechos Humanos y la reconciliación nacional. Debió enfrentar el difícil momento de la entrega del informe Rettig. Buena parte de la información que contenía, provenía de la Iglesia y fue celoso en mantener la independencia de la Vicaría de la Solidaridad. Pero sabía también que sólo la distancia y la comprensión histórica de las nuevas generaciones lograría cerrar las heridas abiertas y los problemas no resueltos. Llamó varias veces a quienes tuviesen información sobre los desaparecidos a que la entregaran en el confesionario. Pero su llamado no tuvo respuesta. Quienes confían en la Providencia son personas que saben esperar con paciencia, y él la tenía casi hasta la exageración. Su mirada histórica le inducía a descubrir el significado de los acontecimientos no sólo en el corto plazo, sino en el mediano y largo plazo.

4. De entre las muchas preocupaciones pastorales que tenía en la Arquidiócesis, me parece que la familia y la educación eran las que tenían prioridad para él, puesto que las veía como insustituibles. La mayor parte de los problemas ético-culturales de nuestro tiempo tenían, en su opinión, una causa principal: la pérdida de la autoridad paterna, sea por la destrucción de los hogares, sea por el abandono que los propios padres hacían irresponsablemente de su ejercicio. Solía preguntar a los padres de familia, quienes reaccionaban consternados: ¿”Uds, saben dónde están y qué hacen sus hijos en este momento?” Sin la autoridad paterna, pensaba que no era posible la formación de la conciencia moral de los niños y jóvenes, puesto que ella, en último término, no es más que el reconocimiento de la autoridad que procede de Dios, quien sólo puede querer paternalmente el bien de sus hijos. Por ello, la familia y la educación las veía siempre íntimamente unidas, y veía con claridad el peligro que el divorcio representaba para la estabilidad de la familia y de la sociedad. En el fondo, ahonda la crisis de la autoridad paterna, cuya repercusión trasciende el ámbito de la familia y se proyecta en la sociedad. Parte inseparable de la educación era también para él la catequesis, la que seguía de cerca, con particular celo. La conciencia moral, pensaba, tiene su soporte último en la conciencia religiosa. Se admiraba, con honda preocupación, cómo se había ido extendiendo entre los chilenos la ignorancia religiosa, particularmente, entre las nuevas generaciones. Comprobada que los jóvenes ya no aprenden en sus hogares las nociones elementales del credo, de los mandamientos, de los sacramentos de la iniciación cristiana. Tampoco, en muchos casos, la familiaridad con la oración. Por ello alentó siempre a los catequistas y les escribió una de sus cartas pastorales, valorizando especialmente su trabajo. Pero el fondo de su preocupación y de su afán, era la familia misma. Con qué alegría y esperanza acogió la proposición del IX Sínodo de crear la Vicaría de la Familia para la Arquidiócesis. Se puede decir que, en general, todos los restantes temas económicos y sociales de su preocupación pastoral fueron analizados por él desde la óptica de la familia y de su autoridad educativa: las condiciones de trabajo que aislaban a los padres de sus hogares (como el caso de los mineros, de los trabajadores forestales, de los temporeros de la cosecha), el trabajo dominical en las grandes tiendas, etc. Todos ellos ponían un obstáculo concreto y adicional a la indispensable presencia del padre y de la madre en el hogar.

5. Me parece, finalmente, que Don Carlos era muy consciente de ser sacerdote y obispo, es decir, portador de un ministerio sagrado que no le pertenecía a él, sino a Cristo. Aunque de una humildad personal impresionante, se percibía en su presencia estar realmente ante un ministro de Dios. Escuché muchas veces decir a algunos que Don Carlos era distante, formal, que no parecía cercano. Quien lo conoció más cercanamente sabe que su corazón de pastor latía por todos y cada uno de quienes encontraba a su paso. Pero estaba consciente de la majestad del ministerio que Dios le había encargado, de su poder sobrenatural para perdonar, para bendecir y para consagrar. Tenía especial devoción al Santísimo Sacramento. Fue una de las experiencias más inolvidables para mí, habiendo conversado tantas horas con él y analizado tantos temas, acompañarlo en las procesiones de Corpus Christi que celebraba con una sencillez, solemnidad y sentido litúrgico incomparables. Me ayudaron a comprender la profundidad teológica y espiritual del himno “Adoro te devote, latens deitas” de Tomás de Aquino. Su carta pastoral “Por siempre sea alabado, Jesús Sacramentado” refleja como ninguna otra la dimensión sacramental que veía en todos los acontecimientos de la existencia humana. También se adelantó varios años al mismo Santo Padre con su carta pastoral sobre la debida celebración del domingo, como día del Señor.

Detrás de la majestad de su ministerio había, ciertamente, una comprensión muy profunda de la santidad. Quien visitaba asiduamente a los presos y tenía tanta comprensión humana para todos quienes se encontraban en situación moralmente irregular, no podía tener una visión moralista de la santidad. Sabía que sólo Dios es santo, pero sabía también que con su ministerio sacerdotal acercaba esa plenitud de gracia a todos quienes se acercaban a él en busca de una palabra de consuelo, de perdón o de orientación. Era consciente de ser testigo y portador de una gracia “de otro mundo, en este mundo”. Todo el país pudo observar emocionado que, cuando por su enfermedad ya no pudo ejercer su ministerio, se retiró con la mayor humildad y discreción a su vida conventual. No sólo flaqueaba su voz de predicador que, según creo, era lo que menos le importaba, sino la fuerza de su mano derecha y des sus pies, para inclinarse ante el Santísimo y presentarlo ante los fieles con la misma dignidad exterior con que él lo contemplaba en su interior.

Estas cinco claves de lectura de la vida y obra de Don Carlos Oviedo ciertamente no agotan la comprensión e inteligencia de su legado espiritual y pastoral. No pretenden ser exhaustivas, ni nacen del análisis riguroso y ponderado de todas las huellas de su paso por este mundo, sino que son apenas el humilde testimonio de una memoria agradecida a Dios por los pastores que envía a su Iglesia para que la edifiquen en la verdad y en la caridad.

Sus cartas pastorales

El gobierno eclesial del Cardenal Oviedo en la Arquidiócesis de Santiago fue fecundo también en reflexiones y orientaciones pastorales que quedaron plasmadas en sus veinte cartas. Ellas son de variado tipo, si se considera su contenido temático, pero creo que podrían clasificarse en tres categorías:

a) Tres cartas relativas a la juventud, en la que veía el futuro de la Iglesia, dada la mirada amplia que tenía sobre la temporalidad de la vida, como buen historiador que era. Ellas son: 1. Un Camino de esperanza, de marzo de 1991: 2. Moral, juventud y sociedad permisiva, del 24 de septiembre de 1991 y 3. Nacidos para amar, del Domingo de Ramos de 1993. La segunda de estas cartas fue, sin duda, la que tuvo mayor repercusión en la opinión pública, difundiéndose en los diarios y en varias instituciones educacionales que hicieron ediciones propias. Recibió también por ella una carta de reconocimiento y aliento del Santo Padre. Las tres, en conjunto, están en la base de la transformación de la Vicaría de la Juventud en la Vicaría de la Esperanza Joven, con el propósito de acentuar el hecho, permanentemente destacado por S.S. Juan Pablo II, de que la juventud no sólo es un grupo particular de entre los muchos que requieren atención pastoral, sino la
Iglesia de mañana existente ya en el presente.

b) Seis cartas relativas al ministerio sacerdotal y a la catequesis, que nacían de su propio corazón de sacerdote y de su vocación a santificar el mundo por la consagración a Dios. Ellas son 1. La liturgia de las horas, del 2 de junio de 1991; 2. Revalorizar el Domingo, del 28 de agosto de 1994; 3. Un solo rebaño, un solo Pastor, del 8 de septiembre de 1994; 4. Por siempre sea alabado Jesús sacramentado, del 4 de abril de 1996; 5. Vayan y hagan discípulos míos, del 10 de agosto de 1996 y 6. Santidad y vocaciones sacerdotales, del 22 de mayo de 1997. En estas cartas se recuerda especialmente al personal consagrado las tres líneas orientadoras que el Cardenal definió para el gobierno eclesial que se la había confiado: santidad, comunión y conciencia de la Iglesia arquidiocesana, pues es en la Iglesia particular que vive y está presente la Iglesia universal. Como se desprende de los mismos títulos de estas cartas, ellas acentúan una u otra de estas tres líneas orientadoras.

c) Once cartas relativas a la familia y a la enseñanza social de la Iglesia que tenían el propósito de identificar los desafíos pastorales más urgentes y ayudar a su discernimiento, especialmente, entre las personas investidas con algún grado de autoridad. Ellas son: 1. Los católicos y la política, del 24 de septiembre de 1990: 2. La Iglesia acoge a todas las familias, del 28 de septiembre de 1991; 3. Los pobres no pueden esperar, del 24 de septiembre de 1992; 4. El amor puede más, del 18 de junio de 1993 (sobre la reconciliación nacional); 5. Del temor a la esperanza. La Iglesia ante el desafío del SIDA, del 29 de junio de 1993; 6. El cuidado de la casa común. La Iglesia ante el desafío ecológico, de abril de 1994; 7. Carta a los suegros, del 26 de julio de 1994; 8. La colaboración de empresarios y trabajadores: una urgencia de nuestra hora, del 19 de marzo de 1996; 9. En el atardecer, con Jesús, del 7 de junio de 1997 (sobre los adultos mayores); 10. Trabajo y familia, del 15 diciembre de 1997 y 11. Conmigo lo hicisteis, del 1 de enero de 1998 (sobre la pastoral penitenciaria). El conjunto de las orientaciones pastorales de estas cartas refleja muy bien el lema episcopal que escogió en su consagración: ¡Qué haya paz en nuestros días! Para que esta convivencia pacífica fuese posible, pensaba el Cardenal que todos debían asumir sin excusas la responsabilidad que les correspondía según su oficio o situación social, comenzando siempre por quienes estaban investidos de autoridad o tenían una situación de mayor influencia, confiando en que la debilidad de la voluntad y de las fuerzas humanas sería asistida por la gracia divina. Tras cada problema concreto, veía la presencia providencial de Dios que llamaba a los hombres a actuar responsablemente para mejorar la situación y no empeorarla.

Un buen ejemplo de esta actitud lo constituye la carta “Los pobres no pueden esperar” en la que se hace eco de esta famosa frase pronunciada por el Santo Padre en su visita a la CEPAL. Sabemos que la “opción preferencial por los pobres”, asumida por toda la Iglesia , por el propio Santo Padre y también por las Conferencias Episcopales latinoamericanas, había sido fuente de tensión y división dentro de la Iglesia, por su particular utilización por algunas corrientes teológicas. Don Carlos pensaba, por el contrario, que no debería haber una mayor fuente de unidad que esta opción por los más débiles y desprotegidos, pero a condición de que se la interpretara desde su profundidad teológica y espiritual. En su visión, la pobreza no debía utilizarse como un argumento oportunista para enrostrar a nadie su situación, su falta o su omisión, sino que era un motivo para desarrollar una verdadera responsabilidad común y solidaria como sociedad, según la visión del juicio escatológico del propio Jesucristo, recogido en el Evangelio de Mateo, en su capítulo 25. Frente a todas las situaciones socialmente conflictivas tenía la misma actitud. En lugar de denunciar las faltas y buscar culpables, prefería suscitar la oportunidad de hacer algo efectivo por mejorar la situación, llamando a aunar esfuerzos para una convivencia más integrada y solidaria. Desde los miembros de la familia hasta los políticos, profesionales, pasando por los educadores, los empresarios, los trabajadores y los dueños de medios de comunicación social, pensaba que todos ellos, como actores sociales, podían hacer un esfuerzo de colaboración sustentado en la buena voluntad. Pensaba también que la caridad era una fuerza viva y eficaz que lograba reparar las conciencias dañadas y restituir la energía vital de quienes se sentían cansados y agobiados.

La misma actitud pastoral podemos encontrar en su carta “Moral, juventud y sociedad permisiva” que, como ya se dijo, fue una de las de mayor impacto comunicacional en el país. Después de denunciar la creciente inmoralidad que se percibía en esos años en relación al erotismo malsano, la pornografía, la promiscuidad sexual, la deshonestidad en la administración de los negocios, el consumismo exagerado, la delincuencia y la violencia, es decir, después de decir las cosas por su nombre y con claridad, agregaba: “Hablo en nombre del Señor para invitar a todos a participar en un gran esfuerzo de Nueva Evangelización. Por grandes y complejos que sean los problemas de la sociedad actual, la Iglesia anuncia con alegría y esperanza la Buena Nueva de Jesucristo Nuestro Señor. Ella se esfuerza continuamente por amar profundamente a todos los hombres, tal como Cristo los ama. Por ello, mi palabra no tiene el propósito de condenar a nadie, sino que quiere ayudar a rectificar nuestra conducta social para encontrar una salida a esta situación que está destruyendo moralmente a nuestra sociedad y que contradice la voluntad de Dios y el bien del hombre” (n. 15). Acostumbrado a visitar las cárceles y a conocer, por tanto, la miseria humana, capaz de cometer los peores delitos, no tenía una visión idealizada o romántica de las personas, sino extremadamente realista. Su presencia evocaba en mí constantemente la exhortación de San Pablo: “El que cree estar de pie, cuide de no caer”. Pero debido tal vez a ese mismo realismo antropológico y a su profunda fe en el “Redentor del hombre”, enseñaba que había que amar a todas las personas como Cristo las ama. Como afirma el texto citado, su propósito era siempre encontrar una salida de la situación de pecado, buscando la conversión del pecador y la rectificación de las conductas pecaminosas, tanto en el plano individual como en el social. Sabía que el Buen Pastor al que él seguía con obediencia era Cristo mismo, quien no vino a condenar al mundo sino a salvarlo.

Las cartas pastorales de Mons. Oviedo son extremadamente fieles al magisterio del Santo Padre y buscaron transmitirlo en las concretas circunstancias de los problemas que analizaban. De las Sagradas Escrituras y de dicho magisterio tomaba siempre la meditación teológico-pastoral inspiradora de sus enseñanzas. Como colaborador del CELAM por muchos años, tenía también una particular sintonía con los obispos del continente y, especialmente, con las orientaciones pastorales surgidas de las grandes conferencias de Río, Medellín, Puebla y Santo Domingo. Formó parte de la comisión preparatoria del Sínodo de América y concurrió a él en una de sus últimas actuaciones como pastor, aunque no alcanzó a ver publicada la Exhortación Apostólica Postsinodal “la Iglesia en América” que entregó el Santo Padre a comienzos de 1999, a veinte años de su primera visita a Latinoamérica, en el santuario de Nuestra Señora de Guadalupe.

Entre sus cartas más originales quisiera destacar dos: “El cuidado de la casa común. La Iglesia ante el desafío ecológico” y la “Carta a los suegros”. La primera toma su inspiración pastoral de los párrafos de Centesimus annus de Juan Pablo II que hablan del desarrollo de una auténtica “ecología humana”, de modo tal que no se pueda comprender separadamente el cuidado debido al medio ambiente natural y al medio ambiente humano. Lo moral tiene su fundamento en el respeto debido al Creador, de cuyas manos sale tanto la naturaleza como también el ser humano destinado a gobernarla con santidad y justicia. Pero la carta incorpora también una visión escatológica y contemplativa, propia de su alma de religioso, que ve en el misterio de la encarnación de Cristo y en su obra salvadora la constitución de la morada de Dios con los hombres. El mundo y la historia son sagrados en cuanto en ellos se verifica la continua santificación que el Espíritu Santo realiza para recapitular todo en Cristo. No son muchos los textos del magisterio sobre el tema ecológico. Por ello, la carta del Cardenal Oviedo constituye un precioso aporte a la reflexión teológica y moral de este importante desafío de la sociedad actual.

Por su parte, la “Carta a los suegros” es extraordinariamente original en razón de sus destinatarios. Personalmente, no conozco un documento magisterial equivalente. La influencia de los suegros en el matrimonio de sus hijos e hijas con sus yernos y nueras es una verdad cotidiana indesmentible. Muchos éxitos o fracasos conyugales tienen su origen o son fuertemente condicionados por esta relación. La mayoría de los padres recibe sorpresiva e inesperadamente su nueva condición de suegros, sin prepararse para ella y sin comprender en todo su alcance la responsabilidad que deben asumir. La inédita mirada del Cardenal Oviedo hacia los suegros refleja la atención con que consideraba todos los detalles de la vida cotidiana de las personas para ayudarlas en su camino de santidad.

IX Sínodo de la Iglesia de Santiago

Los últimos años de vida del Cardenal fueron dedicados a la preparación y realización del IX Sínodo de la Arquidiócesis. Como ha sucedido desde el Concilio Vaticano II, estas reuniones eclesiales han tenido un carácter eminentemente pastoral, sin que hubiese cuestiones doctrinales sobre las cuales pronunciarse. En este caso, el Sínodo fue considerado por Don Carlos como un gesto de preparación espiritual de la Iglesia de Santiago a la ya inminente celebración del Jubileo de la Encarnación, conforme a las recomendaciones hechas por el Santo Padre en su Carta Apostólica “Tertio Millennio Adveniente”. De otra parte, se había producido en la sociedad chilena una transformación económica, política y social de enorme envergadura en el periodo transcurrido desde el Sínodo anterior. Parecía prudente, en consecuencia, reflexionar sobre los nuevos hechos característicos de la sociedad para realizar la Evangelización, tarea propia de la Iglesia, con mayor realismo y eficacia. Uno de sus últimos actos de gobierno fue, precisamente, la promulgación de las conclusiones de este Sínodo, el cual unió a la Iglesia metropolitana en su diversidad de carismas y de actividades pastorales. Pienso que más allá del contenido y de las prioridades pastorales acordadas, lo más valioso de esta reunión fue para Don Carlos la comunión eclesial alcanzada que, como se mencionó precedentemente, había sido una de las tres orientaciones capitales de su gobierno como pastor.

El testimonio de fe ante la enfermedad y la inminencia de la muerte

No podría concluir este breve recuento de la personalidad, del magisterio y de la obra del Cardenal Oviedo sin referirme al testimonio cristiano que dio no sólo a sus fieles, sino a todo el país, con ocasión de su visible e incurable enfermedad. Este testimonio vale más, ciertamente, que todas sus enseñanzas escritas. Mejor dicho, dan a sus enseñanzas escritas la profundidad, la vitalidad, la transparencia y la autoridad moral de una vida vivida en obediencia a Dios y con una confianza incondicional en su designio providencial. Ninguna queja se escuchó de su boca, ninguna súplica para alargar su vida y cumplir la tarea inconclusa. Sólo agradecimiento y aceptación confiada de su participación en la pascua de Cristo. Mientras más disminuía su otrora imponente estatura física más crecía su ahora imponente estatura espiritual. ¡Cómo no recordar las palabras de Juan Bautista!: “Nadie puede atribuirse nada, sino lo que le haya sido dado por Dios… es necesario que él crezca y que yo disminuya” (Jn 3, 27 y 30). Don Carlos dio testimonio silencioso de que ese fue su auténtico gozo. ¿Qué mejor razón podría haber para releer sus cartas pastorales con la devoción de hijos agradecidos y aprender de sus enseñanzas por la autoridad de su incondicional entrega?


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