Una puerta grande se ha abierto durante este año jubilar para que las naciones, las instituciones, las familias y los individuos, pasen por ella. No sólo los individuos, sino también las colectividades humanas pueden recuperar en Cristo su dignidad y ser purificadas de su pasado. El acto de Juan Pablo II abre una profunda esperanza para la humanidad.

Un acto polémico

El pasado 12 de marzo tuvo lugar en Roma, en el contexto de la Cuaresma, un significativo acto en el que la Iglesia pidió perdón a Dios por los pecados pasados y presentes de sus hijos. Las reacciones a este acto litúrgico -primero en la Historia de la Iglesia- han sido muy diversas y en ocasiones insospechadas: mientras para algunos es un acto profético, audaz, y de firme apego a la verdad, otros aprovechan el momento para pedir una revisión de la conducta presente de la Iglesia en temas como la ordenación de mujeres, la anticoncepción o la homosexualidad. La aceptación o rechazo de la Jornada del Perdón no puede, sin embargo, expresarse en términos de pertenencia o no pertenencia a la comunidad eclesial: al tiempo que entre los fieles y personas ajenas a la Iglesia se expresa admiración y reconocimiento, también dentro y fuera de la Iglesia hay quejas, protestas, burlas e ironías. Muchos indicios parecen sugerir que la lectura adecuada de lo que se vivió en la Jornada del Perdón puede verse oscurecida por cierta tensión dialéctica. En efecto, ahora que la Iglesia pide perdón parece que se podría insistir en que “lo ha hecho demasiado tarde”, “no hay suficiente arrepentimiento” o que se “autoabsuelve a sí misma”; en la dirección opuesta se podría apuntar a la “carencia de un fundamento real para pedir perdón”, “la confusión que genera entre los cristianos” o “la desproporción en las reacciones que va a provocar entre quienes aprovecharán esta situación para atacar más a la Iglesia”. El acto de purificación de la memoria sería entendido no como retorno a Cristo, sino más bien como condescendencia más o menos oportuna con el mundo.

Una mirada ulterior y más profunda nos descubriría en la raíz de las oposiciones una interrogación acerca de la santidad de la Iglesia. ¿No parece conmoverse de algún modo, con este acto, la fe en la santidad de la Iglesia? Si la Iglesia ha de pedir perdón por algunos pecados de sus hijos, ¿quién asegura que no pedirá en el futuro perdón por las verdades que hoy defiende y garantiza con su Magisterio? La purificación de la memoria vendría a ser la llave maestra para hacer una relectura de toda la enseñanza de la Iglesia: “así como la Iglesia pide hoy perdón por la condena de Galileo -se podría decir-, terminará mañana pidiendo perdón por todas aquellas cosas que hoy son comúnmente aceptadas en la sociedad y que se oponen a su enseñanza”; la expectativa del supuesto perdón permitirá una cómoda desvinculación de lo propuesto actualmente por la Iglesia y fácilmente se elevará la conciencia a norma absoluta del obrar moral.

¿Y no sucederá, desde otro punto de vista, que si se quiere mantener inamovible el dogma de la santidad de la Iglesia se tienda a relativizar o minusvalorar el gesto del Romano Pontífice? En efecto, ¿podemos seguir afirmando ahora, con la misma convicción, que la Iglesia es Sana e Inmaculada? ¿No se podrá pensar más bien, que en ese acto de humildad estamos invitados a revisar y moderar nuestro lenguaje sobre la santidad de la Iglesia? ¿No será incluso esa moderación el camino para hacer más creíble a la Iglesia?

Un examen atento deja de manifiesto, sin embargo, que la purificación de la memoria solicitada por Juan Pablo II es incomprensible sin la confesión, decidida y valiente, de la santidad de la Iglesia; es más, parece que la intención expresa del Pontífice es confesar de un modo más pleno la santidad de la “esposa inmaculada del Cordero Inmaculado”. En efecto, el sucesor de Pedro ha tenido la valentía de pedir en este año jubilar que la “Iglesia, fuerte por la santidad que recibe de su Señor, se ponga de rodillas ante Dios e implore el perdón por los pecados pasados y presentes de sus hijos”. [1] y el documento Memoria y Reconciliación, elaborado por la Comisión Teológica Internacional señala, frente a posibles tentaciones de relativizar el Magisterio: “En cualquier caso, la purificación de la memoria no podrá significar jamás que la Iglesia renuncie a proclamar la verdad revelada que le ha sido confiada, tanto en el campo de la fe como en el de la moral”. [2]

La Evangelización de América

El análisis de lo sucedido en la Jornada del Perdón y sus implicaciones para la vida de la Iglesia puede esclarecerse acudiendo a una experiencia cercana a nuestros pueblos americanos: la evangelización de América.

La dinámica misionera es esencial a la vida de la Iglesia: “Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado” (Mt. 28, 19). Sería un contrasentido que la Iglesia pudiera pedir perdón en relación a lo que es u cometido esencial y el mandato expreso del Señor: “así como yo he sido enviado por mi Padre, así también os envío yo” (Jn. 20, 21). Sin embargo, el Papa Juan Pablo II con ocasión de los 500 años del descubrimiento y evangelización de América pidió perdón y reconoció “la falta de amor de aquellas personas que no supieron ver en los indígenas hermanos e hijos de un mismo Padre Dios” [3].

¿De qué pidió perdón el Romano Pontífice? Ciertamente no de que se hubiera implantado la Cruz en el continente americano, sino de todo aquello que en esa evangelización no se realizó según el corazón de Cristo. La predicación auténtica del Evangelio es salvación del hombre, el cual, ennoblecido y elevado por la gracia de Dios, acepta voluntariamente la verdad que se le predica y en la cual cree. La insistencia en que fueron cristianos los que cometieron abusos y participaron en atentados contra la dignidad del hombre no contradice la afirmación que acabamos de hacer: si los cristianos obraron en disconformidad con el Evangelio no lo hicieron en cuanto bautizados, sino en cuanto vivieron de manera defectuosa la fecundidad y riqueza de su Bautismo y no obraron conforme a la exigencia de la fe.

Pero al tiempo que pide perdón, Juan Pablo II reconoce en la evangelización del continente americano la actuación providente del Señor de la historia. Refiriéndose al V Centenario del descubrimiento de América señala: “lo que la Iglesia celebra en esta conmemoración no son acontecimientos históricos más o menos discutibles, sino una realidad espléndida y difusión del Mensaje evangélico en el continente americano. Y lo celebra en el sentido más profundo y teológico del término: como se celebra a Jesucristo, Señor de la historia y de los destinos de la humanidad” [4]. ¿Podría no reconocerse como infidelidad e ingratitud el olvido de las grandes obras que el Señor realizó en el transcurso de aquella evangelización y las gestas y trabajos de los misioneros que sembraron en nuestra tierra la semilla del Evangelio? ¿Cómo no ver hoy, en los pueblos de América, una identidad cristiana que está en la raíz de la cultura que están llamados a comunicar al mundo?

“En los pueblos de América, Dios se ha escogido un nuevo pueblo…” La obra de la Evangelización se llevó a término en la medida que los bautizados, movidos por la gracia, participaban de la santidad de la Iglesia en los “nuevos caminos del mundo que Dios abría para Él”. Cuando, por el contrario, no se movían por la gracia sino por criterios y juicios mundanos, impedían y oscurecían el rostro santo e inmaculado de la Iglesia. Si la obra de la Evangelización se presenta tantas veces mezclada con los pecados de los hijos de la Iglesia y sin discernir lo que es obra de Dios y lo que es afán del poder o de dominio en los hombres, eso es así porque “contaminados con el mundo” no vivimos conforme a la “imagen santa de la Iglesia”. Al pedir perdón reconocemos ante el Señor la verdad para que purifique cada vez más la memoria del cuerpo que quiere servirle en santidad y justicia y ser testigos fieles en medio de una generación que espera ser liberada para gozar de la libertad gloriosa de los hijos de Dios.

La santidad de la Iglesia: “Tiene la tez morena pero es hermosa, hijas de Jerusalén” [5]

“La fe confiesa que la Iglesia… no puede dejar de ser santa. En efecto, Cristo, el Hijo de Dios, a quien con el Padre y con el Espíritu se proclama “el solo santo”, amó a su Iglesia como a su esposa. Él se entregó por ella para santificarla, la unió a sí mismo como su propio cuerpo y la llenó del don del Espíritu Santo para gloria de Dios” [6]. “Mientras que Cristo, santo, inocente, sin mancha, no conoció el pecado, sino que vino solamente a expiar los pecados del pueblo, la Iglesia, abrazando en su seno a los pecadores, es a la vez santa y siempre necesitada de purificación y busca sin cesar la conversión y la renovación” [7].

La Iglesia, substancialmente santa en razón de Cristo, abraza en su seno a hombres pecadores. Estos hombres forman parte de la Iglesia, precisamente porque son los que el Señor vino a buscar: “no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores”. Los pecadores son llamados a la Iglesia para renovarse conforme a la vida de la gracia que en ésta se otorga y poder alcanzar la santidad. No disminuye la santidad de la Iglesia porque haya en ella hombres pecadores; por el contrario, si hay en su seno hombres pecadores es porque según la dispensación misericordiosa de Dios sólo en ella se alcanza el perdón y la purificación. “La Iglesia está en la historia, pero al mismo tiempo la trasciende. Solamente ‘con los ojos de la fe’ se puede ver al mismo tiempo en esta realidad visible una realidad espiritual, portadora de vida divina” [8]. La santidad de la Iglesia es inalcanzable desde perspectivas meramente humanas de tal modo que para la canonización de los fieles se requiere un acto muy singular del Romano Pontífice en el que está garantizada la asistencia del Espíritu Santo. Por eso mismo, si alguien no está canonizado no se excluye que pueda estar gozando de la dicha eterna en el cielo; y por graves que hayan sido los pecados de un hijo de la Iglesia no se puede juzgar que se encuentre condenado para siempre. Sin embargo es posible juzgar, independientemente de las responsabilidades, que ciertos actos realizados por cristianos se contradicen objetivamente con el Evangelio de Jesucristo. “No se trata de un juicio sobre la responsabilidad subjetiva de los hermanos que nos han precedido: esto es algo que sólo le corresponde a Dios, quien -a diferencia de nosotros, seres humanos- es capaz de “escrutar el corazón y la mente”. El acto de hoy es un reconocimiento sincero de las culpas cometidas por los hijos de la Iglesia en el pasado remoto y en el reciente, y una súplica humilde del perdón de Dios” [9].

La Iglesia santa, al abrazar en su seno a hombres pecadores, carga con los pecados de sus hijos: sólo de esta manera es madre misericordiosa. Permaneciendo inmaculada permite el pecado de sus hijos en espera de la aceptación definitiva de la gracia aun cuando esa espera desfigure su rostro y dé la apariencia de no poseer una verdadera santidad. Unida a Cristo, permite ser “contada entre los malhechores” por amor a los hombres que lleva en su seno. El pecador hace daño a la Iglesia en cuanto pecador, es decir, en cuanto que por ser pecador pone obstáculos a la gracia que le salva: algo parecido sucedería si un enfermo resistiera al cuidado de un buen médico, y éste, para sanarlo, aceptara no ser considerado buen médico (no se vería de modo inmediato el resultado de su cuidado) y prefiriera, por amor, tener paciencia con ese enfermo confiando que de esta modo un día el enfermo acogerá su cuidado y sanará.

La Iglesia tiene necesidad de una continua purificación en razón de los pecados de sus hijos: y son estos mismos pecados, aquellos que afean el rostro inmaculado de la Iglesia, los que impiden que la Iglesia sea bien conocida y los que dificultan que esta misma Iglesia pueda realizar en plenitud la misión encomendada por Jesucristo de anunciar el Evangelio a todos los hombres. Este mal objetivo puede encontrarse en nosotros como fruto de una herencia, como consecuencia de una deficiente transmisión de la fe, como un cierto “modo de pensar o juicio” sobre realidades personales e históricas creído pero no confrontado con la fe, etc. De ahí la necesidad de una purificación de la memoria.

María es figura y tipo de la Iglesia. En María la Iglesia es enteramente santa. “La Iglesia en la Santísima Virgen llegó ya a la perfección sin mancha ni arruga. En cambio los creyentes se esfuerzan todavía en vencer el pecado para crecer en la santidad. Por eso dirigen sus ojos a María” [10]. Cristo acepta el pecado de todos los hombres a favor de María. En el misterio de la pasión el rostro de Cristo aparece “despreciable” y “ante quien se vuelve el rostro” (Is, 53); pero todo ello es a favor de María. De la misma manera, ahora la Iglesia santa acepta maternalmente los pecados de sus hijos aun cuando eso suponga ser considerada “despreciable” a los ojos de los hombres. María es la tota pulchra; en María la Iglesia reconoce su santidad; a María se dirige la Iglesia para alcanzar la purificación de sus hijos pecadores.

La memoria de la Iglesia

“Del mismo modo que Eva fue formada del costado de Adán adormecido, así la Iglesia nació del corazón traspasado de Cristo muerto en la Cruz” [11]. En el misterio Pascual se revela definitivamente el amor infinito del Padre que ‘amó tanto al mundo que no dudó en entregar a su Hijo para que tuviéramos vida’. “La Iglesia se debe totalmente a la entrega que Cristo hizo de sí mismo en la cruz. Aquí está su fuente, de la que ella vive y por la que se renueva” [12].

La memoria de la Iglesia está en el misterio de la cruz; a ella mira la Iglesia cuando quiere comprender más profundamente el misterio de sí misma; a ella deja de mirar cuando sus hijos son seducidos por la sabiduría de este mundo. El origen de la Iglesia está en una iniciativa completamente libre de Dios que nos convoca para que podamos tener “comunión en su vida divina” [13]. La Iglesia al mirar el corazón de Jesucristo traspasado por nuestros pecados no deja de anunciar con San Pablo: “Jesús murió por mis pecados”. “Nosotros le hemos crucificado. Claro que esta estremecedora idea no se le concedió a Pablo sino después de que él se hubo encontrado con el Resucitado. Jesús fue crucificado por mis pecados. Esta convicción se le comunicó a Pablo en el instante mismo en que él llegó a entender la sobrecogedora idea: ‘Jesús murió por mis pecados’. Que Pablo fue también culpable de la Cruz de Jesús es una estremecedora verdad de la que sólo llegó a persuadirse a la luz de la verdad que él formula en la Carta a los Gálatas como suma de su conversión: ‘El Hijo de Dios me amó y se entregó por mí’ (Gál 2,20)” [14].

Ave Crux, spes única. Si la Iglesia mira a la cruz de Cristo es porque la cruz de la Iglesia, “es la ignominia de sus miembros pecadores” y por eso mismo necesitados de redención. Por culpa de nuestros pecados lleva la Iglesia una pesada cruz y aun así, en cuanto redimidos, somos asociados a la cruz de Cristo para pedir perdón a Dios por los pecados de todos los hombre, también de los que nos precedieron. “Al que no conoció pecado Dios le hizo pecado”; nosotros conocemos el pecado y somos liberados uniéndonos al único que inocentemente pidió perdón por el pecado de todos nosotros.

En el Evangelio de la Cruz la Iglesia aprende a conocer y gustar el amor de Dios “manifestando en Cristo Jesús”; en el corazón de Cristo la Iglesia comprende su propio misterio y lo presenta a los hombres para que éstos alcancen la salvación. La Iglesia de Cristo, comprendiendo la fuente de su santidad, es ahora invitada a una purificación de su memoria, pedir perdón por todo aquello que a causa del pecado de sus hijos ha sido obstáculo para que el amor de Dios llegue plenamente a todos los hombres. El Sumo Pontífice confía en que este acto en el año jubilar preparará más intensamente a la Iglesia para un nuevo impulso misionero y la construcción de la “civilización del amor”: “Esto (el acto de petición de perdón) no dejará de despertar las conciencias, permitiendo que los cristianos entren en el tercer milenio más abiertos a Dios y a su designio de amor”. [15]

La Iglesia en el mundo: “El trabajo y el dolor del prolongado exilio la han deslucido, pero también le embellece su forma celestial” [16]

“Tiene ante sí la Iglesia al mundo, esto es, la entera familia humana con el conjunto universal de las realidades entre las que ésta vive; el mundo teatro de la historia humana, con sus afanes, fracasos y victorias; el mundo, que los cristianos creen fundado y conservado por el amor del Creador, esclavizado bajo la servidumbre del pecado, y resucitado, roto el poder del demonio, para que el mundo se transforme según el propósito divino y llegue a su consumación” [17].

El mundo es creado y conservado por Dios. Sin embargo es frecuente en la Sagrada Escritura y en el lenguaje de la Iglesia hablar de “mundo” en sentido negativo, como opuesto al amor de Dios: así se habla del “mundo” como enemigo del alma ( 1 Jn. 2, 15) o se dice en la Escritura que "mi reino no es de este mundo" (Jn. 18, 36) y que está en oposición a Satanás “príncipe de este mundo” (Jn 14, 30): en la primera carta de San Juan se nos exhorta a no vivir conforme a este mundo ni amar lo que hay en él (1 Jn 2, 15-17) y en el Evangelio Cristo se presenta como quien ha vencido al mundo. El tema merece cierto esclarecimiento. San Agustín ya preguntaba “¿cómo puede ser malo el mundo, siendo bueno el autor del mundo? No hizo Él, por ventura, todas las cosas, y todas son muy buenas? ¿No va la Escritura atestiguando, una por una, que las hizo buenas Dios, al decir: `Y vio Dios que era bueno’? Y al final, ¿no las engloba a todas, y dice que Dios las hizo, y todas eran muy buenas? ¿Cómo, por tanto, es malo el mundo, siendo bueno el Hacedor del mundo? ¿Cómo? Porque el mundo fue hecho por Él, y el mundo no le reconoció. El mundo hecho por Él es el cielo, la tierra y todo lo que hay en ellos; el mundo que no le conoció significa ‘los amadores del mundo y despreciadores de Dios’; éste es el mundo que no le conoció. El mundo es malo en el sentido de que son malos los que prefieren el mundo a Dios”.

Llamamos “mundo bueno” al que es creado por Dios y sostenido por el poder del creador, ya creado directamente por Él, ya causado mediante la cooperación de sus creaturas: no son únicamente dones de Dios el sol, las estrellas y los mares, sino también el hombre mismo y los bienes que el hombre alcanza mediante su actividad, como la cultura, la técnica, y todos los logros del progreso humano. Llamamos “mundo malo” a los que aman al mundo más que a Dios. No aman algo malo, sino que aman mal algo bueno, y así se hacen malos. Así en un sentido “vivimos en el mundo para santificarlo” y en otro sentido “no somos de este mundo para santificarlo” y en otro sentido “no somos de este mundo que nos odia” (Jn 17, 16). El mundo bueno hecho por Dios ha sido esclavizado por el pecado y puesto bajo el poder de Satanás, es decir, hecho malo y sujeto a las concupiscencias desordenadas; pero es este mundo esclavizado el que por la victoria de Cristo ha sido redimido, es decir, salvado: “Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo Unigénito para que todo el que cree en Él no perezca sino que alcance la vida eterna. Porque Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo sea salvado por Él” (Jn 3, 16-17).

Podemos ahora aplicar sobre el mundo -entendido como oposición a Dios- lo que habíamos indicado sobre el pecado. Los llamados a la Iglesia “vienen del mundo” necesitado de redención; “pertenecen por nacimiento a la ciudad terrena” y la Iglesia por misericordia los tiene en su seno; sin embargo, en la medida en que viven en la Iglesia, pero perseveran en su conformidad con el “mundo” oscurecen y desfiguran la imagen de la Iglesia. Cuando la Iglesia pide perdón por el pecado de sus hijos se puede atender o buscar una cierta disculpa subjetiva en relación a que era “la mentalidad común del mundo o la época”. Los cristianos no habrían causado mayores males que los comunes de cada tiempo e incluso se podría percibir una cierta clemencia en los hijos de la Iglesia. Sin embargo, la Iglesia pide perdón precisamente porque es un antitestimonio el haber vivido “conforme a la mentalidad del mundo” (Ef. 4, 17-24) cuando son llamados a vivir según el Evangelio. No consiste la grandeza y el esplendor de la Iglesia en salir favorecida cuando la comparamos con algunas instituciones mundanas, sino en su fidelidad a Jesucristo. En ese sentido el Papa pide de manera más insistente todavía que los cristianos revisen cuál es su fidelidad al Evangelio en nuestro tiempo, no sea que el apego al mundo favorezca la cultura de la muerte: “Confesamos, con mayor razón, nuestras responsabilidades de cristianos por los males actuales. Frente al ateísmo, a la indiferencia religiosa, al secularismo, al relativismo ético, a las violaciones del derecho a la vida, al desinterés por la pobreza de numerosos países, no podemos menos de preguntarnos cuáles son nuestras responsabilidades” [18].

Mientras peregrina en este mundo, a la espera de “cielos nuevos y tierra nueva” (Ap. 21, 1) en los que habite la justicia, la Iglesia tiene que ser continuamente purificada para ser instrumento eficaz de la instauración del Reino de Dios entre los hombres. La “civilización del amor” no se puede alcanzar sin el ordo charitatis que eleva al hombre para que pueda vivir según Dios. Es la ciudad de este mundo la que está llamada a transformarse según el designio divino a la espera de la plena consumación del Reino de Dios; la plena consumación de la historia de la salvación se realizará por una intervención de Dios “que hará descender del cielo a su esposa” [19], y entonces los “reinos de este mundo serán reinos de Dios y de su Cristo” (Ap. 11). La “civilización del amor” no se puede alcanzar así sin una comunión más plena con los bienes del cielo como pedimos al decir que se haga aquí la voluntad de Dios como se hace en el cielo. “En un lugar de la creación, aunque no en la tierra, se cumple enteramente la voluntad de Dios: en el cielo, en el mundo de los ángeles con quienes se congregan los santos. La magnificencia y la gloria de estas creaturas consiste en que ellas, en un acto de su libertad que los compenetra por entero, han entregado permanentemente todo su ser al cumplimiento de la voluntad de Dios: ¡hágase tu voluntad! Y por esto, allá donde esto sucede es el cielo, y allá donde esto sucede en la tierra como en el cielo, allí desciende ya el cielo a la tierra” [20]. Al pedir perdón se purifican nuestros anhelos y nos preservamos de pensar que el reino de Dios proceda de nuestro poder, nuestra inteligencia o nuestra habilidad para presentar el mensaje del Evangelio.

Por contaminación con el mundo los cristianos han obrado en ocasiones sin la mirada puesta en los bienes del cielo y han oscurecido la “comunión” de la Iglesia haciéndola semejante a las instituciones de este mundo. Purificar la memoria no es olvidarse del mundo que está llamado a salvarse, sino obrar renovadamente a favor de su salvación con la esperanza puesta en la promesa definitiva de Cristo que “ha vencido al mundo”. “Por medio de que se nos acuse de ‘buscar el consuelo del más allá’, de hacer de la religión el ‘opio del pueblo’ y de no querer comprometernos a favor de este mundo, a favor de la tierra, corremos el peligro de olvidar la patria celestial de la Iglesia. Una Iglesia peregrinante sobre la que no se abra el cielo hacia la comunión de los ángeles y los santos, será una Iglesia yerma y sin consuelo. Más aún: esta Iglesia está olvidando su condición de peregrina, el gozo del hallarse en camino, a través de todas las penalidades, hacia la patria celestial” [21].

Al mirar los bienes del cielo se comprende más plenamente el misterio de la Iglesia como “sacramento universal de salvación” y “proyecto visible del amor de Dios hacia la humanidad” [22]. En la Iglesia, Dios quiere realizar su proyecto de “recapitular todas las cosas en Cristo” (Ef. 1, 10). Todo es de Cristo, y también la admirable historia de la Iglesia; en esta historia reconocemos muchas cosas que proceden de nuestro apego al espíritu del mundo; por todo esto Juan Pablo II quiere pedir perdón para que la memoria de la Iglesia sea también de Cristo quien al asumirla la libera. También es mundo el lastre que lleva la Iglesia como consecuencia de los pecados pasados de sus hijos; y también ese mundo -la memoria de nuestros pecados- está llamado a ser salvado. Por eso pedimos perdón.

La unidad del género humano

“Ciertamente vosotros os portasteis mal conmigo, pero Dios lo cambió todo en bien, para hacer lo que hoy estamos viendo: para dar vida a un gran pueblo” (Gén 50, 20).

La Jornada del Perdón carecería de sentido si los hombres no fuéramos solidarios en el pecado. Todos pecamos en Adán y somos herederos de ese pecado que es “muerte del alma” [23]. El Catecismo de la Iglesia Católica pone de manifiesto cómo el pecado de Adán ha venido a ser pecado nuestro en razón de la misteriosa unidad del género humano: “Todo el género humano es en Adán sicut unum corpus unius hominis (como el cuerpo único de un único hombre). Por esta unidad del género humano todos los hombres están implicados en el pecado de Adán, como todos están implicados en la justicia de Cristo” [24].

Si somos solidarios en el pecado, como consecuencia del pecado la humanidad ha dejado de ser una comunidad solidaria. El bien en que fue constituida la humanidad manifestaba un misterio de comunión que rea riqueza para todos los hombres. El pecado afectó a todos en razón del pecado se dañó esa solidaridad original. “En efecto, el pecado original no es una cualidad positiva, que cada individuo herede de sus antepasados, sino que es la falta de una cualidad que él habría debido heredar. Esta cualidad que le falta es la pertenencia a una comunidad de salvación. La humanidad no es ya tal comunidad de salvación. Por tanto, el nacer en la humanidad no es nacer en una comunidad de salvación, en un pueblo de Dios. (…) Ahora bien, la cualidad de pertenecer a un pueblo de Dios que comunique la salvación no puede transmitirse en absoluto si ese pueblo no existe tampoco en absoluto. Podríamos interpretar el pecado original como el estado de la no pertenencia inicial al pueblo de Dios. La pertenencia al nuevo pueblo no se realiza por el hecho de nacer en una conexión natural de vida, sino por medio de la fe y del sacramento” [25].

Cristo nos reconcilió, de manera que en la Iglesia Dios puede llevar a término su proyecto de unidad del género humano: “Como la comunión de los hombres radica en la unión con Dios, la Iglesia es también el sacramento de la unidad del género humano. Esta unidad ya está comenzada en ella porque reúne hombres de “toda nación, raza, pueblo y lengua” (Ap. 7, 9); al mismo tiempo, la “Iglesia es signo e instrumento” de la plena realización de esta unidad que aún está por venir” [26]. De la misma manera que la Iglesia en Cristo es Santa, también en Cristo se halla consumada la unidad de la Iglesia: “Pues el mismo Hijo encarnado, Príncipe de la paz, por su Cruz reconcilió a todos los hombres con Dios… restituyendo la unidad de todos en un solo pueblo y en un solo cuerpo” [27].

El restablecimiento de la solidaridad originaria del género humano, según la cual todos los hombres eran al mismo tiempo el pueblo de Dios, tiene lugar en la Iglesia de Cristo. Al igual que Cristo se hizo solidario con la humanidad entera cargando con los pecados de todos los hombres, la Iglesia es comunidad de salvación porque trascendiendo el espacio y el tiempo acoge a hijos pecadores y se hace solidaria con sus pecados. “Por ello, en un acto de asunción de la culpa de los hombres y en la petición de perdón a Dios, la Iglesia asume la culpa de sus antepasados, que en sus repercusiones y consecuencias negativas llegan hasta nuestro días y pesan sobre la memoria histórica de las culturas y comunidades religiosas que persisten hasta hoy. Sólo así es posible una memoria reconciliada”.

“El Padre quiso convocar a toda la humanidad en la Iglesia de su Hijo para reunir de nuevo a todos los hijos que el pecado había dispersado y extraviado. La Iglesia es el lugar donde la humanidad debe volver a encontrar su unidad y su salvación. Ella es el mundo reconciliado[28]. La comunión de la Iglesia queda dañada por el pecado de sus hijos, y el “proyecto visible del amor de Dios a los hombres” oscurecido. Sólo en la Iglesia es posible la comunión de los hombres entre sí y con Dios, pero los invitados a esa comunión traen consigo la división del pecado. Porque la Iglesia es madre, asume como suyo el pecado de estos hijos y espera destruir en ellos el “muro de la división”, y que dejen de ser “no-mi pueblo” (Os. 2, 1) para llegar a constituir “mi -pueblo” (Os. 2,3). Sin embargo, en razón de esa misma comunión podemos pedir perdón a Dios por los pecados de los hijos de la Iglesia y decir: “nosotros lo hicimos”.

Como sucesor de Pedro

Cuando hubieron comido, dijo Jesús a Simón Pedro: Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos? Él le dijo: Sí, Señor, tú sabes que te amo. Díjole: Apacienta mis corderos. Por segunda vez le dijo: Simón, hijo de Juan, ¿me amas? Pedro le respondió: Sí, Señor, tú sabes que te amo. Jesús le dijo: Apacienta mis ovejas. Por tercera vez le dijo Simón, hijo de Juan, ¿me amas? Pedro se entristeció de que por tercera vez le preguntase: ¿Me amas? Y le dijo: Señor tú sabes todo, tú sabes que te amo. Díjole Jesús apacienta mis ovejas” (Jn 21, 15-17).

Juan Pablo II, en la encíclica Ut unum sint, referida a la unidad de los cristianos, hace un examen profundo sobre el ministerio de Pedro. En esa reflexión plantea la conexión profunda entre el Primado Apostólico y el servicio a los hombres abriendo los caminos de la misericordia de Dios. Pedro fue confirmado como príncipe de los Apóstoles con una triple afirmación de su amor al Señor, después de su triple rechazo ante el misterio de la Cruz. Pedro, como Judas, rechazó a Cristo, pero mientras uno rechazó la salvación, el otro fue puesto a la cabeza de la primera Iglesia.

La elección de Pedro, siendo pecador, ponía de manifiesto que el ministerio de Pedro tenía que ser a favor de la unidad y de la misericordia. “Refiriéndose a la triple profesión de amor de Pedro, que corresponde a la triple traición, su sucesor sabe que debe ser signo de misericordia. El suyo es un ministerio de misericordia nacido de un acto de misericordia de Cristo. Toda esta lección del Evangelio ha de ser releída continuamente, para que el ejercicio del ministerio petrino no pierda su autenticidad y trasparencia” [29].

El acto de la Jornada de Perdón, debe ser insertado en la línea de una mayor toma de conciencia, por parte del sucesor de Pedro, de su servicio a la reconciliación de todos los hombres con Dios. Pedro, primer fundamento de la Iglesia, pide perdón por sus pecados; hoy la Iglesia, reunida en torno a Juan Pablo II pide perdón a Dios por los pecados de todos sus hijos.

El acto del segundo domingo de marzo, tiene empero una asombrosa continuidad con la vida y magisterio de Juan Pablo II. Varios aspectos pueden ser destacados: a) Su experiencia histórica: Juan Pablo II es hijo de una tierra que ha visto las graves consecuencias de los regímenes nazi y comunista. Esta experiencia le permitió alcanzar, de un modo singular, el núcleo de los problemas en los que se mueve el hombre de hoy. En el corazón del hombre anida una inclinación al pecado que tiene raíces muy antiguas y que impide que los pueblos alcancen la reconciliación. Mirando el “corazón del hombre”, Juan Pablo II comprende cómo la herencia del pecado impide en muchas ocasiones la reconciliación con Dios y que los hijos de la Iglesia no han respondido siempre según la voluntad del Señor en momentos particularmente graves de la historia. Particularmente significativo es lo que dijo en el retiro que predicó a Pablo VI, siendo todavía cardenal de Cracovia: “Nos parece que no será posible identificar plenamente la que con frecuencia se denomina crisis de la Iglesia en Europa si no se penetra en los diversos períodos de la historia y no se descifran las incrustaciones que los pecados (problemas sociales, colonialismo, imperialismo) han dejado; habrá incluso que aplicar hasta cierto punto la analogía del subconsciente humano, de la mala conciencia, como hacen en el campo de la antropología y de la ética diversos pensadores contemporáneos” [30].

b)Su amor a la Verdad: El magisterio de Juan Pablo II ha dado testimonio de una adhesión sin división a la verdad que libera. La falsificación de la verdad es siempre contraria al bien del hombre. Al abrirse a la verdad el hombre vuelve a encontrar la dignidad de su vocación en Cristo. La Iglesia no puede presentar el Evangelio sobre una falsificación de la historia que desconozca la responsabilidad de muchos hijos suyos. El amor a la verdad exige dejar que la historia de la Iglesia sea penetrada por la luz restauradora de Cristo, para que la Iglesia, liberada y purificada en su memoria, goce de más libertad para anunciar la salvación.

c) Confianza en el amor de Dios: Juan Pablo II reconoce que no hay nada que esté cerrado al poder liberador de la misericordia de Dios. Acercarse a Cristo, reconocer el pecado, postrarse ante Dios, restituye nuestra dignidad. La misión de Pedro es remover todos los obstáculos para que la fuerza del amor de Dios actúe en el corazón de todos los hombres. El amor de Dios es más fuerte que todos los impedimentos que se hayan ido configurando a lo largo de los siglos; la memoria negativa de la Iglesia no es impedimento ante el amor de Dios que busca únicamente la conversión del pecador.

d) Una visión de la historia: Juan Pablo II tiene una visión de la historia centrada en el misterio pascual y en la que el amor tiene la última palabra. La Iglesia camina hacia Cristo y en nuestros tiempos, el Concilio Vaticano II prepara el “adviento” de una “primavera de vida cristiana”. El juicio de Juan Pablo II sobre la historia está fundado en la esperanza. Por ello sabe que ha llegado el tiempo en que la Iglesia, meditando más profundamente sobre sí misma, pida perdón a Dios y se disponga a emprender el camino de la nueva evangelización. La Iglesia que pide perdón a Dios, reconciliada, puede ofrecer el perdón a todos los hombres y dar auténtico testimonio de la salvación que Cristo ha obrado en nosotros.

El acto de la Jornada de Perdón, celebrado en este año jubilar, puede ser leído a la luz de las palabras del Apocalipsis: “He abierto ante ti una puerta que nadie puede cerrar” (Ap. 3, 8). Una puerta grande se ha abierto durante este año jubilar para que las naciones, las instituciones, las familias y los individuos, pasen por ella. No sólo los individuos, sino también las colectividades humanas pueden recuperar en Cristo su dignidad y ser purificadas de su pasado. El acto de Juan Pablo II abre una profunda esperanza para la humanidad.


NOTAS 

[1] Incarnationis Mysterium, 11
[2] Memoria y Reconciliación, 1.4.
[3] Mensaje a los indígenas, 2. Santo Domingo, República Dominicana, octubre 1992.
[4] Alocución dominical, 5 de enero, 1992.
[5] cf. CEC 771. Referencia a San Bernardo en Cant. 27,14.
[6] Lumen Gentium, 39.
[7] Lumen Gentium, 8.
[8] Catecismo de la Iglesia Católica, 770.
[9] Alocución dominical, 12 de marzo, 2000.
[10] Catecismo de la Iglesia Católica, 829.
[11] Ibid, 766.
[12] Cardenal Christoph Schönborn, Amar a la Iglesia, BAC 1997, pág 126.
[13] Catecismo de la Iglesia Católica, 760.
[14] Cardenal Christoph Schönborn, Amar a la Iglesia, pág 132.
[15] Alocución dominical, 12 de marzo de 2000.
[16] cf. CEC nº 771. Referencia a San Bernardo en Cant. 27, 14.
[17] Gaudium et Spes 2.
[18] Homilía, 12 de marzo del 2000
[19] Catecismo de la Iglesia Católica 677
[20] Cardenal Christoph Schönborn, Amar a la Iglesia, pág 36.
[21] Ibid, pág 34.
[22] Catecismo de la Iglesia Católica 776
[23] Catecismo de la Iglesia Católica 396-406
[24] Ibid 404
[25] Cardenal Christoph Schönborn, Amar a la Iglesia, pág 69
[26] Catecismo de la Iglesia Católica 775
[27] Gaudium et Spes 78
[28] Catecismo de la Iglesia Católica 845
[29] Ut unum sint, 93
[30] Karol Wojtyla, Signo de contradicción. BAC, 4º edición, Madrid 1977

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