"El alma tierna del niño y la entrega amorosa de la mujer han seguido siendo el tesoro que la Iglesia guarda, lamentablemente, en vasija de barro."

* Las imágenes que ilustran este artículo corresponden a la iglesia del Monasterio Benedictino de la Santísima Trinidad en Las Condes, Santiago de Chile. La iglesia, construida en 1965, fue diseñada por los entonces novicios de la Orden P. Martín Correa y P. Gabriel Guarda. Estas fotografías están en el libro Iglesias de Santiago, publicado por la Ilustre Municipalidad de Santiago en noviembre de 2008 (pp. 122 a 125).

© Humanitas 94, año XXV, 2020, págs. 286 – 305.


Las comunidades religiosas portan un tesoro en vasija de barro (2 Co 4,7), dice Dom Dysmas de Lassus, prior de la Gran Cartuja de Isere y por consiguiente prior general de la orden monástica de los cartujos, en un libro reciente sobre los riesgos de la vida religiosa[1]. Dom Dysmas de Lassus designa el mal de la Iglesia como la deriva sectaria de la vida religiosa, algo que ha acechado desde siempre a la vida monacal, pero que esta misma ha logrado contrarrestar a través de una regla y un modo de ejercer la autoridad que se ha ofrecido como un modelo ejemplar de gobierno recto y de uso templado de la autoridad dentro de la Iglesia. ¿Qué debe entenderse por deriva sectaria?[2]Sobre el fondo de los abusos sexuales a menores de edad, la Iglesia ha debido enfrentar, en efecto, una crisis igualmente penosa: la debacle de una parte de las congregaciones religiosas formadas después del concilio, casi todas ellas –al menos en el caso latinoamericano– carcomidas por una dinámica sectaria. En el catolicismo francés –uno de los más golpeados por la crisis eclesiástica– se tiene en mente el caso de la Famille de Nazareth, un modelo de renovación espiritual posconciliar[3] fundada por el padre Marcel C., quien se deja inspirar por la espiritualidad del padre De Foucauld (adhesión a Jesús, comunión y adoración frecuente, estudio de la Biblia y compromiso con los pobres). Oficialmente reconocida a comienzos de los setenta por el obispo de Chambery, apenas tres años después se convierte en una asociación laica con el nombre de Vivre au Grand Air (vivir a pleno sol, es decir, al margen de las estructuras eclesiales, algo que incluía la disolución del sacerdocio presbiteral), para devenir en sociedad internacional de investigación científica que se proclama atea y termina acusando a la Iglesia de impostura histórica.

El carisma descontrolado de la Familia de Nazaret constituye el prototipo de la secta tal como está descrita en sociología religiosa, generalmente escisiones del tronco institucional que exacerban el elemento carismático y que ha alimentado la larga corriente de los espirituales dentro de la Iglesia. La Iglesia ha conocido bien los excesos de los espirituales de todos los tiempos y ha sabido lidiar con ellos, incluso en el filo de la navaja, cuando es difícil discernir entre verdaderos y falsos profetas. Pero también está la vertiente farisaica del espíritu sectario, aquella que por el contrario extrema el cumplimiento de la ley, y se consume por el celo de su iglesia, al punto de apartar a todos los demás por moderación y tibieza o por ignorancia (los provincianos que no conocen la ley, la principal acusación que los fariseos dirigían contra Jesús de Nazaret). Los casos más salientes de deriva sectaria se encuentran en el lado de las congregaciones que quisieron rescatar a la Iglesia de los excesos posconciliares y construyeron órdenes religiosas basadas en un espíritu triunfal y militante del que la Communauté Saint Jean en Francia o Legionarios de Cristo serán ejemplos salientes. La Comunidad de San Juan es un instituto religioso de derecho diocesano fundado por el sacerdote dominico Marie-Dominique Philippe (1912-2006) en los años setenta, a partir de un brote de vocaciones y entusiasmo religioso que proviene de la Universidad de Friburgo en Suiza. En la cumbre de su éxito apostólico alcanzó a tener mil hermanos y hermanas (incluyendo su variante contemplativa) y tres mil oblatos, aunque los números han decrecido rápidamente, sobre todo después de conocerse los abusos de su fundador a través de una investigación de su propia congregación. La Comunidad ha sido expresamente acusada de deriva sectaria por sus métodos de reclutamiento, selección y formación, el tono apocalíptico de su mensaje tomado del evangelio de Juan y la disciplina abusiva impuesta sobre sus miembros, sobre todo de aquellos en proceso de formación[4].

El caso de la Legión de Cristo es bien conocido. La congregación fue fundada por el sacerdote mexicano Marcial Maciel (1920-2008), removido recién en 2005 por Benedicto XVI bajo graves acusaciones de vida marital paralela, plagio, desórdenes adictivos y abuso sexual sobre miembros de su propia familia y comunidad (acusaciones que recaerán luego sobre una treintena de sus sacerdotes, según ha reconocido la propia organización años después de la defenestración de Maciel). En el caso de Legionarios se ha resaltado su éxito apostólico (alrededor de 900 sacerdotes en el punto más alto de su desarrollo), aunque sobremanera alojado en las élites católicas de cada país y conseguido con métodos de selección, formación y disciplina de innegable cuño sectario[5]. Lo más notable en suelo latinoamericano han sido las réplicas casi idénticas que han sufrido varias asociaciones de la misma índole. Una de ellas ha sido el Sodalicio de Vida Cristiana fundado en Lima a comienzos de los setenta por Luis Fernando Figari (1947), apartado de la dirección de su obra acusado de abuso recién en esta década, a pesar de que su Vicario General, Germán Doig (1957-2001), muerto prematuramente, también había sido sorprendido con abusos durante la investigación preliminar que lo iba a conducir a su beatificación. Constituida como sociedad apostólica de derecho pontificio con aprobación definitiva bajo el pontificado de Juan Pablo II, Sodalicio fue intervenido por el Papa Francisco en la víspera de su viaje apostólico a Perú en 2018 (el mismo que incluyó a Chile). Respecto de Figari, el visitador apostólico, obispo Fortunato Urcey, concluye que “adoptó un estilo de gobierno excesiva e indebidamente autoritario, dirigido a imponer la propia voluntad”, y que “para obtener la obediencia de sus hermanos [él] utilizó estrategias y métodos de persuasión inadecuados, es decir, poco claros, arrogantes y, sin embargo, violento e irrespetuoso del derecho a la inviolabilidad de la propia interioridad y discreción”. Algo parecido ha sucedido con el sacerdote Carlos Miguel Buela, fundador del Instituto del Verbo Encarnado en los ochenta bajo el amparo del arzobispo de San Rafael (Mendoza) y temporariamente cobijada por la diócesis italiana de Velletri-Segni en años de desamparo, una orden que ha albergado al tradicionalismo católico argentino (probablemente unos 800 sacerdotes y un millar de hermanas asociadas al Instituto de las Servidoras del Señor y la Virgen de Matará). Buela fue destituido y apartado a una vida de penitencia y oración por el Papa Benedicto bajo acusación canónica de “comportamientos impropios con mayores de edad”, sobre todo seminaristas, sacerdotes y religiosas de su propia obra. También pesa una visita apostólica sobre los Heraldos del Evangelio, una orden fundada en los noventa por el sacerdote João Scognamiglio Clá a partir de una escisión de Tradición, Familia y Propiedad (TFP), el movimiento ultraconservador de Plinio Corrêa de Oliveira. Esta asociación, conocida por sus hábitos medievales con botas altas de montar y su devoción a la Virgen de Fátima (probablementre unos cuatro mil miembros en varios países), logró reconocimiento pontificio para sus dos Sociedades de Vida Apostólica, Virgo Flos Carmeli y Regina Virginum, bajo el pontificado de Benedicto XVI, pero el Papa Francisco ha ordenado la destitución de Clá y una investigación por graves defectos en el estilo de gobierno, que incluye sospechas fundadas respecto de la vida de los miembros del Consejo, el cuidado pastoral de las vocaciones, la administración y la gestión de las obras y la recaudación de los recursos. En esta lista debe incluirse la asociación que fundara el sacerdote chileno Fernando Karadima en torno a la parroquia El Bosque, también dimitido del ministerio sacerdotal por abusos graves cometidos contra jóvenes de su propia comunidad, y que se distingue de las anteriores solo por su alcance e irradiación puramente local (alrededor de cuarenta sacerdotes a su haber que continuaron siendo diocesanos). ¿Cómo es posible que al menos cinco fundadores de asociaciones religiosas de renombre hayan terminado ya octogenarios todos ellos acusados de abuso de autoridad, una acusación que ha comprendido casi siempre alguna forma de abuso sexual sobre miembros hombres o mujeres de su propia organización?

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No se trata de algo completamente extraordinario. Dos noticias recientes han vuelto sobre lo mismo. La desclasificación de los archivos del pontificado de Pío XII ha permitido revelar que la visita apostólica realizada a comienzos de los años cincuenta sobre la obra del padre Kentenich en Schoenstatt descubrió una conducta abusiva del padre fundador sobre sus propias religiosas, lo que le habría valido su conocido destierro a la casa de los palotinos en Milwaukee, Estados Unidos, que se prolongó por más de diez años. Este caso tiene interés por tratarse de la Iglesia preconciliar, la que, no obstante, desarrolló una fina y cuidada investigación del caso. La primera visitación la hizo el propio obispo de Tréveris, quien advirtió la extraña sumisión y docilidad de las religiosas respecto del padre fundador, y luego el caso fue conducido por el sacerdote jesuita holandés Sebastián Tromp, al mando de una visita apostólica, quien confirma que tras la excesiva adhesión personal al Padre fundador se encontraba un abuso de autoridad, con fuerte contenido sexual (aunque ninguna acusación de abuso haya sido formalmente acreditada). Maciel pudo sortear mejor las investigaciones canónicas bajo el pontificado de Pío XII por razones que nunca han sido bien aclaradas. En la era posconciliar el celo investigador decreció mucho y por lo general han debido ser las víctimas las que han tenido que abrirse paso a contrapelo de las autoridades religiosas. El caso de Jean Vanier es la segunda noticia abrumadora de abuso de autoridad. Vanier (1928-2019) fue el fundador del L’Arche –una obra diseminada internacionalmente de ayuda a los discapacitados–, la obra católica de solidaridad más conocida del mundo después de la que fundara Santa Teresa de Calcuta. Su propia organización admitió que Vanier sostuvo relaciones coercitivas con varias mujeres adultas no discapacitadas y que estaba al tanto desde hacía mucho tiempo de los abusos de su mentor y cofundador del Arca, el padre Thomas Philippe (expulsado de la orden dominica en los cincuenta a raíz de estas denuncias), hermano a su vez del fundador de la Comunidad de San Juan, Marie Dominique Phillipe.

 

El abuso de autoridad

El abuso de autoridad emana de las entrañas mismas de la vida religiosa como un riesgo que debe ser debidamente controlado. La razón de esto proviene del enorme valor religioso que se otorga a la obediencia, a la renuncia de la propia voluntad en favor de una entrega generosa e inmoderada a Dios. Dom Dysmas de Lassus define a los religiosos como aquellos que alguna vez han buscado ir hasta los límites del don, y llegar hasta cualquier límite implica siempre riesgos. El don coloca al que entrega en una posición de dependencia e indefensión, todavía más radical cuando de lo que se trata es de donarse a sí mismo. Esta posición de dependencia radical que deja que Otro se haga cargo de la propia vida tiene el máximo valor religioso posible. Se encuentra primeramente en la actitud confiada del niño frente a su madre (de donde proviene la exhortación evangélica de hacerse como niños) y en la del siervo hacia su señor, una figura religiosa que ha perdurado incluso en los tiempos modernos, sobre todo en las congregaciones femeninas de estricta observancia (todas ellas autodenominadas siervas o descalzas y que utilizan el motivo de la servidumbre para designar su relación con Dios). Solo el alma religiosa puede comprender el valor de la entrega amorosa de una mujer apenas salida de la niñez, como Teresa de Lisieux (o de Teresa de Los Andes, podemos decir nosotros), que a los ojos del mundo permanece enteramente incomprensible. El alma tierna del niño y la entrega amorosa de la mujer han seguido siendo el tesoro que la Iglesia guarda, lamentablemente, en vasija de barro. La vida cristiana consagra todas las cualidades teológicas de un Dios que sufre y experimenta la humillación y la derrota, al tiempo que celebra los valores de una existencia despojada: la humildad, el sacrificio y la renunciación, la pobreza, la mansedumbre, es decir, todos los valores de una vida pasiva, expuesta como ninguna al riesgo del abuso. La religión juega con fuego cuando exacerba todas estas virtudes, especialmente la de la obediencia. Pero la experiencia del don solo puede ser auténtica, sin embargo, cuando es el fruto de una vocación, es decir, cuando proviene de la voluntad de cada cual. La exigencia de la libertad corre casi paralela a la del don, porque la donación de sí mismo debe ser un acto de la libertad; de lo contrario, pierde completamente su valor religioso. La obediencia se elige. Toda la dirección espiritual se reduce a captar la calidad del consentimiento que presta aquel que está dispuesto a dejar de consentir (algo que se viola flagrantemente con la captación de niños para la vida religiosa, la técnica sobre la cual está construida parte del éxito vocacional de Maciel). La libertad restablece el motivo de la responsalidad con Cristo que es característico de las órdenes femeninas que comprenden la vida religiosa como servidumbre libremente consentida y obliga a precisar la exhortación evangélica de hacerse como niños, no de serlo, puesto que el infantilismo y la ñoñería no pertenecen al espíritu religioso.

Toda la vida religiosa está sometida al riesgo de convertir la obediencia en sometimiento cuando se anula la libertad que la funda. Dom Dysmas de Lassus considera que en todo debe predominar la mesura y la prudencia, el principal atributo de cualquier autoridad recta. Chesterton definía la herejía como una verdad llevada al extremo, y de la misma manera puede considerarse el Mal como una virtud que, llevada al extremo, se desquicia y se da vuelta, lo que hace que el mal sea siempre engañoso, puesto que se recubre y aloja en el mismo bien. La virtud no puede hallarse en ningún extremo, dice el prior cartujo. La experiencia monástica ofrece muchas consideraciones útiles para descifrar el riesgo de la autoridad en la vida religiosa. A diferencia de la regla monástica de San Agustín, que coloca el acento en la comunión de los hermanos, la regla benedictina ha puesto siempre el énfasis en la obediencia al Abad en la búsqueda de estabilidad, que fue la preocupación principal de San Benito con su doble exigencia de fijación domiciliaria y sujeción a una autoridad. El esfuerzo de San Benito fue encauzar el carisma descontrolado de los primeros monjes, algo que debía conseguirse no enfriando el espíritu religioso, sino sujetándolo debidamente a través de una autoridad. El monje benedictino queda incardinado en un lugar de por vida y hace explícitamente el voto de obediencia, incluso por encima del de pobreza y castidad, que antiguamente no solían mencionarse siquiera. En ninguna otra parte se aprecia mejor el riesgo de la obediencia religiosa que consiste en torcer la entrega generosa a Dios para entregar la voluntad a alguien que se coloca en su lugar. San Benito dotó al abad de la cualidad de ser nombrado como se aconseja nombrar a Dios, abba = padre, y extremó la misión divina del superior, pero también tomó sus precauciones. La primera de ellas es la sujeción a una regla, de la que el abad es el primero en obligarse. En la Regla de San Benito se insiste en que el abad gobierna a través del ejemplo, asumiendo todas las cargas de la vida religiosa a igual título que los demás. No vive aparte, ni come mejor, algo de lo que han sido acusados varios de los fundadores cuestionados hoy en día, quienes se distinguían por un régimen de vida muy diferente del que prevalecía en la comunidad. La principal corrupción del poder consiste en aquel que establece la norma para los demás, pero no para sí mismo, y se dispensa de cumplirla (como advertía Jesús en la carga pesada de los fariseos). Antiguamente esta era precisamente la marca del poder absoluto que ostentaban los monarcas sagrados, que eran poderosos justamente porque eran capaces de exceptuarse de la norma común (lo que incluía de modo eminente entonces el incesto real).

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La segunda precaución que tomó San Benito fue dotar a la comunidad del poder de elegir al abad por un período limitado de tiempo e imponerle la obligación de hacerse aconsejar por ella en todas las materias importantes. Ambas cosas tienen una honda implicancia en el uso mesurado del poder. La comunidad monástica no funda el concepto moderno de soberanía, que concibe el poder como una delegación que proviene desde abajo, pero el carácter provisorio del cargo en el marco de un régimen de vida permanente tiene una consecuencia ineludible: el abad sabe que volverá a ser un monje como cualquiera, sometido a su vez a la dirección de otro, y por consiguiente los atributos del poder no se vuelven permanentes. Niklas Luhmann dice que la mejor herramienta de limitación del poder fue la contingencia del cargo (y no tanto el desplazamiento religioso de su origen), porque aquel que gobierna lo hace a sabiendas de que no lo hará para siempre, lo que de suyo modera el uso de la autoridad. El abad retiene, por otra parte, la capacidad de tomar las decisiones respecto de las cuales rinde cuentas ante Dios, pero siempre decide bajo el consejo de la comunidad, después de hacerse aconsejar por todos, dice San Benito, “porque muchas veces el Señor revela al más joven lo que es mejor”, mientras que solo en las cuestiones de menor trascendencia se acepta el consejo exclusivo de los ancianos. El buen consejo proviene del Espíritu (como dice Isaías acerca del renuevo de la raíz de Jesé, “espíritu de sabiduría y de inteligencia, de consejo y fortaleza, de ciencia y de temor del Señor”) y no es un asunto de edad. Cuánta diferencia respecto de aquellos fundadores que se rodean de un anillo de secuaces y sospechan constantemente de las opiniones de la comunidad que ellos mismos dirigen. O de los superiores que nunca citan al capítulo o cuando lo hacen es para debatir banalidades y nunca una materia decisiva.

Otra precaución es una regla prudencial de la vida monástica que aconseja que el abad no sea nunca el director espiritual de sus monjes, lo que marca un límite en la capacidad de los superiores de situarse en el espacio de la libertad interior de los demás. La obediencia que se exige del abad es puramente exterior, el monje retiene su libertad de disentir y de pensar en contrario, aunque obedezca buenamente en aquello en que, sin embargo, no está conforme. En la vida monástica –como en cualquier otra forma de vida en comunidades permanentes– la vida interior queda siempre muy expuesta a los otros y sobre todo a la mirada de la autoridad (un bostezo de más en el coro, una mirada intempestiva en el refectorio, etc.), por lo que se deben extremar las precauciones para proteger la libertad interior de cada cual. El esfuerzo de la autoridad por entrometerse en la vida interior es una clave inequívoca del abuso de autoridad, tal como se aprecia en los fundadores que fungen de confesores o en aquellos que caen en el extremo de abrir la correspondencia de los novicios o métodos similares que revelan casi siempre el intento de controlar la libertad interior de las personas y convertir la obediencia en adhesión personal.

La última prevención monástica es que el carisma religioso radica en el modo de vida de los monjes, nunca en la cabeza que, por lo demás, no se distingue ni en inteligencia ni en celo religioso mucho más de lo que puedan poseer los demás. Esta cualidad difiere en parte del monasticismo oriental, que deposita demasiado carisma en el maestro de sabiduría, en parte porque la vida religiosa se representa como un camino de perfección en el curso del cual existen unos que van delante de otros, mientras que en el monacato occidental ha prevalecido la doctrina de la gracia antes que la del mérito. El riesgo de la autoridad se reconoce siempre en la adhesión excesivamente personal que suscitan los fundadores o superiores, que le valió el destierro a Kentenich, pero que se dejó cundir inmoderadamente en los fundadores modernos, como Maciel (cuyos retratos inundaban todas las locaciones de los Legionarios), buena parte de ellos venerados en vida como salvadores y sorprendidos en investigaciones previas al proceso de beatificación.

 

La deriva sectaria

El riesgo de la autoridad es la deriva sectaria que sucede cuando el superior corta las relaciones fraternales hacia dentro y hacia afuera y se dota a sí mismo de su propia organización. Entre todas las organizaciones religiosas no hay otra que corra mayor riesgo de deriva sectaria que la vida monástica, con su doble clausura: hacia el exterior, reflejada en un modo de vida alejado del mundo, y hacia el interior, con una regla de estricto silencio. La formación de un líder absorbente sigue siendo intrigante. Los atributos del líder no suelen ser siempre lo principal de la explicación, salvo quizás porque aprovechan un clima de confusión e inestabilidad (como el que desató la renovación conciliar, o como el que es propio de determinadas adolescencias) y comienzan a atraer hacia sí una multitud de jóvenes ansiosos de dirección y seguridad. No es tanto el líder (que entremedio comienza a tomarse a sí mismo en serio), sino sobre todo la dinámica del grupo la que ofrece también las claves de su éxito. La investigación sobre sectas muestra que los miembros del grupo se sienten bien unos con otros, aumenta el celo religioso, las conversiones y vocaciones, y toda la comunidad, como dice Dom Dysmas de Lassus, participa a cet élan de sainteté, que en literatura religiosa se conoce como entusiasmo religioso. En algún momento la fuerza bienhechora del grupo se atribuye a la santidad del líder, que pasa a ser la referencia de todos los bienes que recibe la comunidad (que ignora que gran parte de ellos se los ha dado ella misma). Esta atribución es aprovechada por el fundador para darse a sí mismo un poder inaudito.

El mecanismo de clausura sectaria se instala efectivamente cuando la comunidad se cierra hacia el exterior de una manera insana. La propia solidaridad del grupo hace lo suyo, pero la autoridad se encarga de introducir barreras específicas en el contacto con el exterior: interrumpe las comunicaciones con familiares, invalida las amistades que se construyen fuera del grupo, prohíbe o vigila los desplazamientos hacia afuera. La diferencia entre adentro y afuera se acentúa artificialmente en el mundo religioso a través del exacerbamiento del mal exterior y de la perversión del mundo que se contrasta con la santidad del interior, a menudo expresada en ideales de higiene y pureza extremas (algo que puede encontrarse en muchas organizaciones cerradas, la obsesión por la limpieza, la pulcritud y la higiene, signo inequívoco de deriva sectaria). Todo esto pende de un hilo, porque una cierta limitación en las comunicaciones humanas (incluyendo las familiares) es necesaria para realizar una vocación religiosa, y el religioso se esfuerza en efecto por privilegiar su comunicación con Dios por encima de cualquier otra, lo que entrega –a la vida monacal por excelencia– el carácter de una vida retirada del mundo. Las prevenciones de San Benito respecto de los viajes y contactos con el exterior, que incluían la prohibición de comer fuera del monasterio, es decir, el rechazo a recibir hospitalidad (en agudo contraste con los monjes mendicantes de la mística oriental) es una muestra de esto. ¿Cómo se cruza el umbral hacia la deriva sectaria? Se puede reconocer, por ejemplo, cuando la clausura deviene aislamiento y se utiliza para preservar la vida interior de todo contacto hacia fuera, considerado de suyo pecaminoso, algo que la vida monacal ha sorteado en la exigencia de hospitalidad y depositando nada menos que en el huésped el rostro vivo de Cristo. Dice la Regla que “a todos los huéspedes que se presenten en el monasterio ha de acogérseles como a Cristo… sobre todo, se les dará una acogida especial a los pobres y extranjeros, colmándoles de atenciones, porque en ellos se recibe a Cristo de una manera particular; pues el respeto que imponen los ricos ya de suyo obliga a honrarlos”. San Alonso Rodríguez, el mentor de Pedro Claver, era llamado el “portero de Dios”. Corría presuroso a abrir la puerta de su convento en Mallorca porque veía en el forastero la oportunidad de servir a Cristo mismo. Ninguna secta bendeciría a tal extremo al que viene de afuera. Signos de deriva sectaria se observan fácilmente en el cultivo del secreto respecto de lo que sucede dentro, con el pretexto de que la ropa sucia se lava en casa, y sobre todo de que los de afuera no entenderían lo que sucede adentro. Esta gradiente de inteligibilidad explica que muchas sectas devengan herméticas, depositarias de conocimientos secretos y de ritos extraños, de lenguajes y signos propios y de conductas que no se entenderían por los de afuera, y por ende que no es conveniente revelar, y en cuyo secreto se esconde generalmente la realidad del abuso.

Una indicación adicional de deriva sectaria es la pretensión de exclusividad que elabora el grupo respecto de los demás, ya no del mundo profano, sino de la propia Iglesia. Sea como depositarios de la pureza de la tradición, de la integridad de la ley, como en los fariseos, o como salvadores de una Iglesia que languidece, como en el caso de los Legionarios, la secta se distingue del resto por una misión única y superior que la convierte en la Iglesia verdadera. En ninguna otra parte como en la vida monacal esta conciencia de exclusividad tiene la mejor probabilidad de surgir como el modo de vida de los perfectos y el sentimiento de estar por encima de la fe de los demás, pero no sucede tal vez por la importancia que se concede a la escalera de la humildad y a la conciencia de que la perfección es un camino que se recorre con gran esfuerzo, nunca un estado del que alguien pueda enorgullecerse. Rancé –el famoso monje fundador de la Trappa– decía expresamente que el monacato estaba reservado para quienes habían pecado mucho (acentuando hasta un grado extremo el sentido penitencial de la disciplina monástica), mientras que el sacerdocio, para quienes no lo habían hecho nunca. Sin esta conciencia de la indignidad del oficio y de la inutilidad del siervo, hace tiempo que los monasterios serían protosectas.

El componente principal de una deriva sectaria es el cortocircuito de las relaciones entre hermanos y el control de la comunicación horizontal que se reduce al máximo. Las relaciones fraternas son las que usualmente permiten soportar la autoridad, y contrapesan la comunicación vertical, algo que incluye la murmuración contra las órdenes y mandatos que provienen de arriba, que es propio de cualquier organización jerárquica. La regla de silencio monacal y las precauciones contra el chismorreo en la vida religiosa limitan expresamente esta clase de comunicación. San Benito celebraba la taciturnidad de los monjes, “raras veces recibirán los discípulos licencia para hablar”, una recomendación que está contenida también en el noveno grado de humildad, que aconseja hablar poco, porque “en el mucho hablar no faltará pecado” (tomado de Prov, 10,19 en la Regla de San Benito) y “el deslenguado no prospera en la tierra” (tomado del Salmo 140, 12). Pero el silencio y la discreción monacal no son un método de control de la fraternidad entre los hermanos, entre otras cosas porque se extiende incluso hacia las cosas buenas y edificantes que se puedan decir unos a otros. La posición de aneu logos (ser incapaz de discurso) es la del siervo que elige callar antes que hablar y contestar antes que preguntar. La regla de silencio proviene de una razón teológica porque en el silencio se encuentra a Dios, tal como decía San Bruno para justificar una regla estricta de silencio en la Gran Cartuja; por lo demás, en un monasterio instalado lejos, en la cumbre de una montaña: porque entonces los hermanos podrán ser los primeros en escuchar el rumor del tropel de los jinetes del Apocalipsis que anuncian el retorno de Cristo a la tierra. ¡Qué fácil es convertir todo esto en un método de sometimiento y dominación en manos de un abad perverso! Se dice que Maciel instituyó derechamente un voto adicional que prohibía hablar mal del superior, lo que revela la facilidad con que pueden torcerse las exigencias de silencio y discreción que son propias de la vida religiosa.

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¿Se puede hacer algo?

¿Hay signos para detectar la deriva sectaria de una comunidad religiosa? Ante todo, es preciso reconocer que el abuso de autoridad y la deriva sectaria constituyen un riesgo específico de toda comunidad religiosa que procura llevar una vida común bajo la dirección de una autoridad respetada. Quien no sea capaz de captar ese riesgo coloca a toda la comunidad en peligro. Es cierto que descubrir el lugar y momento exacto en que la obediencia se convierte en sumisión, o la humildad en mutilación del yo, o el silencio en secreto malicioso puede ser una tarea difícil. Pero en todos los casos conocidos se pueden encontrar signos claros de desviaciones sectarias que muchas veces se dejaron pasar. El reclutamiento de menores de edad, incluso de niños para el entrenamiento de la vida sacerdotal, que incluye además desconexión con la vida familiar durante los primeros años de formación y prohibiciones de contacto más o menos duradera, puede ser un signo claro de deriva sectaria. Esta clase de prácticas se utilizó tradicionalmente, pero los monasterios, por ejemplo, dejaron de recibir niños hace mucho tiempo y constituyen el modelo de una vocación formada en la capacidad de discernir y sobrellevar libremente una vocación religiosa que solo se consigue en la vida adulta. Un exceso de examen de conciencia, que obliga a los sacerdotes, religiosos y religiosas a culpabilizarse constantemente, es también una voz de alerta. Un sentido agudo de la propia imperfección y pecado es característico, sobre todo de la más alta espiritualidad cristiana, pero casi siempre ha sido objeto de control y mesura de parte de los superiores. Las mujeres son más sensibles a la culpabilización, porque tienen un sentido más profundo de su responsabilidad frente a la vida, al tiempo que tienden a no guardarse nada en la confesión y gustan de los detalles, lo que las sitúa en una posición de mayor riesgo de manipulación espiritual. Ricoeur distingue entre el régimen de la culpa que nos hace enteramente responsables del mal cometido, y el régimen del pecado y de la confesión católica, que disminuye esa responsabilidad a través de alguna causa o agente exterior (prefigurada en el Génesis, en el símbolo de la serpiente que tienta desde afuera). Atenuar la propia responsabilidad es lo que hace posible el perdón, puesto que nadie puede disculpar a aquel que es absolutamente responsable del mal causado. La culpabilización excesiva elimina de esta manera la posibilidad de la misericordia y el perdón y se convierte en herramienta de poder sobre la conciencia y marca inequívoca del abuso espiritual.

Otro signo que debe advertir acerca de una deriva sectaria es dejar la dirección espiritual (o parte de ella) en manos de superiores. En la vida cristiana, la existencia interior es aquel ámbito sagrado donde habita “la libertad de los hijos de Dios”, como dice San Pablo, precisamente porque esa libertad está llamada a pronunciar un voto de servidumbre respecto de Dios. Ninguna autoridad debe introducirse en la vida interior del cristiano, y ningún poder humano debe reclamarla, lo que significa que la autoridad debe contentarse con obtener una obediencia exterior, pero nada más. La confusión entre misión y proselitismo es otra línea delgada que se ha cruzado fácilmente. La exigencia de reclutar y conseguir fondos como señal de efectividad apostólica, y sobre todo la validación religiosa de una congregación por el número de las vocaciones que consigue, han sido uno de los peores errores de los últimos tiempos. Muchas sectas, incluso sectas destructivas, prosperan y consiguen miles de adeptos. Se hizo alguna vez popular la expresión evangélica “por sus frutos los conoceréis”, pero en muchos casos no eran solo los fundadores quienes se corrompían, sino muchos otros y conviene poner una justa duda acerca de la calidad de muchas vocaciones que se consiguieron en el período de entusiasmo y auge religioso. El éxito apostólico no significa nada, como lo revela el testimonio de santidad de muchos como Charles de Foucauld, que no consiguió jamás un discípulo y de quien Huvelin, su padre mentor y confesor, decía que era mejor que no fundara nada. Toda la santidad está en la fuente, no en los resultados; en el testimonio de vida de cada cual y de ningún modo en el éxito que pueda exhibir.

Un signo preocupante de deriva sectaria fue la canonización en vida de los fundadores, sin que hubiera examen e investigación objetiva de sus méritos. Muchos obispos toleraron no solo excesos de adhesión personal, sino protocultos y veneraciones que utilizaban imágenes, en una suerte de iconización de los fundadores, algo completamente extraño a la tradición católica, que ha actuado siempre con mesura y parquedad, incluso entre quienes han muerto ostensiblemente en “olor de santidad”. Max Weber sostenía que la organización de la Iglesia era el modelo de la organización burocrática moderna que solo tolera el carisma en la cúspide, en la autoridad pontifical, por lo demás bajo la forma de carisma de cargo, y nunca de veneración personal. ¿Cómo fue posible, sin embargo, que el carisma se instalara en organizaciones intermedias más encima como carisma personal? Algo que ha preservado la pureza de la vida monástica ha sido la preeminencia de la palabra de Dios en la liturgia y en la oración, que muchos fundadores recientes han tendido a reemplazar por libritos que se convierten en breviarios y guías doctrinales. Sin que nadie lo note demasiado, de pronto la fuente de la sabiduría son las ocurrencias del fundador, y ya no la palabra carismáticamente inspirada de los evangelios. Ninguna deriva sectaria sería posible si se pusiera en el centro la lectura meditada y serena de la palabra de Dios tal como se hace con la lectio divina monacal, principal salvaguarda respecto de cualquier malentendido respecto del sentido y misión de una organización cristiana. Estas y muchas otras cosas similares pueden ser advertidas a tiempo.


Notas:

[1] Dom Dysmas de Lassus. Prieur de Chartreuse; Risques et Dérives de la Vie Religieuse. Préface de Mgr. José Rodríguez Carballo. Les Éditions du Cerf, 2020.
[2] Sorlin, Chantal-Marie; Les derives sectaires dans des communautés catholiques. Secrétariat géneral de la Conference des éveques de France. Documents épiscopat nº 11, 2018.
Dinechin, Blandine de & Xavier Léger; Abus spirituels et dérives sectaires. Mediaspaul, Paris, 2019.
[3] Para un testimonio de la vida de este grupo: Braconnier, Olivier; Radiographie d’une secte au-dessus de tout soupçon. Ed. du Cerf, Paris, 1995.
[4] Para un relato de abusos cometidos al interior de la Comunidad de Saint Juan ver Sophie Ducrey. Étouffée. Récit d’un abus spirituel et sexual. Témoignage. Éditions Tallandier, 2019.
[5] Para un relato de la experiencia de formación sacerdotal en la Legión de Cristo puede verse Xavier Léger y Bernard Nicolas: Moi, ancien légioÅnnaire du Christ. Flammarion. 2013.

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Este sábado la asamblea del Sínodo de la Sinodalidad ha llegado a su fin y el camino sinodal, que comenzó el año 2021 y que ha tenido diversas etapas, se da por completado. Aún queda por delante la implementación de las medidas acordadas y contenidas en el Documento Final, para llegar a hacer de la sinodalidad “una dimensión constitutiva de la Iglesia”.
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