El concepto post-secularización descrito por el autor da cuenta de una atenuación de la contraposición entre Iglesia y Estado y entre fe y razón. Este fenómeno es caracterizado por una secularización de masas, que no es atea, sino antiinstitucional y que hace un redescubrimiento del bien público de la religión. En diálogo con el debate entre Habermas y Ratzinger en Baviera el año 2004, se ofrece un completo análisis para comprender el fenómeno.
Imagen de portada: Ángeles suspendidos por cables de acero, Catedral Metropolitana Nossa Senhora Aparecida, Brasilia, inaugurada en 1970.
Humanitas 2022, XCIX, págs. 72 - 93.
Poco a poco se ha comenzado a utilizar el concepto de post-secularización para designar una atenuación en la contraposición entre fe y razón que caracterizó el período llamado secular. Dice Habermas que
una sociedad postsecular no solamente es una sociedad que deviene consciente de que la religión existe y continuará existiendo, sino una sociedad que reconoce públicamente que la confraternidad religiosa contribuye funcionalmente a la reproducción de motivaciones y actitudes que son socialmente deseables[1].
En el debate de Baviera, desde donde está extraída esta cita, el entonces cardenal Ratzinger invita a sacarnos de la cabeza la idea de que la religión no tiene ya nada que decir al hombre contemporáneo formado en la ilustración. Que la religión ha continuado y seguirá existiendo demuele un viejo prejuicio ilustrado, alimentado también por diversas sociologías que predijeron el fin de la religión por obra del avance implacable de la modernización económica (que ofrecería las condiciones materiales de bienestar y prosperidad para vivir seguros) y de la modernización cultural (que ofrece a su vez las condiciones intelectuales para confiar en la ciencia y en las capacidades intelectivas humanas para dominar el mundo). Este viejo prejuicio se sostiene cada vez menos y, antes que la religión, parecen haber muerto las ideologías que lo sustentaban. Una revalorización de la contribución pública de la religión es otro aspecto de este asunto: la religión no solo sobrevive privadamente, también es portadora de una verdad que puede revelarse y aportar en un debate público racionalmente orientado. Esto es mucho decir para una actitud ilustrada que condenó siempre a la religión como una preferencia subjetivamente fundada y, por ende, como una mera opinión o creencia incapaz de participar en un debate racional.
Que la religión ha continuado y seguirá existiendo demuele un viejo prejuicio ilustrado, alimentado también por diversas sociologías que predijeron el fin de la religión […]. Este viejo prejuicio se sostiene cada vez menos y, antes que la religión, parecen haber muerto las ideologías que lo sustentaban.
Secularización de masas
Post-secularización es un concepto acuñado en el vientre de la tradición ilustrada vetero-europea que designa esta atenuación de la contraposición entre religión y razón, y entre líneas, entre la Iglesia y el Estado. Esta atenuación puede fundarse, sin embargo, en la propia dinámica del proceso de secularización que ha ido adoptando formas cada vez más alejadas del molde ilustrado del que nació. Charles Taylor distingue entre una secularización de élite y una secularización de masas[2]. La primera atraviesa los últimos siglos de ilustración, desarrollo científ ico-técnico y despliegue de las grandes ideologías seculares; la segunda comienza recién con los cambios culturales que se desencadenan con lo que Taylor llama “individualismo expresivo” o “la era de la autenticidad”, hace apenas unos cincuenta años.
Campanario de la Catedral Metropolitana Nossa Senhora Aparecida
La secularización de élite fue estadísticamente insignificante, se concentró en una clase altamente educada, aunque influyente, y cuyo gran logro fue la separación definitiva entre la Iglesia y el Estado. La segunda, en cambio, es estadísticamente numerosa (incluso por encima del 50% de la población que declara no tener ninguna religión en los países con las tasas más altas de abandono religioso). El patrón de secularización en un caso y en el otro es muy diferente. Perder la fe fue otrora algo intelectualmente exigente y por ende estuvo radicado casi exclusivamente en personas de alta escolaridad. También solo era posible en hombres (casi nunca en mujeres) que habían alcanzado la edad adulta, suficientemente maduros para tomar una decisión profunda en su estilo de vida. Hoy en día dejar la religión es diferente: sucede también en personas con baja escolaridad (aunque la correlación entre educación e increencia sigue siendo positiva) y crecientemente entre mujeres, y se ha convertido en una decisión que se toma temprano en la vida, en la juventud e incluso, como ha mostrado Christian Smith para el caso norteamericano, en la adolescencia[3]. La secularización de masas no solo se indica como tal por su envergadura estadística, sino por su carácter no selectivo: cualquier persona común y corriente puede alejarse de la religión o dejar de creer, algo inaudito antiguamente.
Lo más común en la fase de secularización de masas no es perder la creencia, sino la pertenencia religiosa, en contraste con la fase anterior decididamente atea o agnóstica. Secularización no significa necesariamente increencia, sino desafiliación, o para utilizar el término que se usa en sociología, desinstitucionalización de la experiencia religiosa.
La diferencia más saliente entre ambos procesos, sin embargo, ha sido detectada por Grace Davie estudiando el caso quizás más vertiginoso de secularización en el mundo, el caso de Inglaterra[4]. Davie observa que lo más común en la fase de secularización de masas no es perder la creencia, sino la pertenencia religiosa, en contraste con la fase anterior decididamente atea o agnóstica. Secularización no significa necesariamente increencia, sino desafiliación, o para utilizar el término que se usa en sociología, desinstitucionalización de la experiencia religiosa[5]. Los críticos de Davie han comentado que puede tratarse de un proceso retardado, primero se pierde la pertenencia y se conserva la creencia, pero la probabilidad de mantener y sobre todo de transmitir la creencia al margen de una comunidad viva de fe es muy baja, por lo que el destino final de todo este proceso sería igualmente la increencia.
En la rampa de acceso del templo de Brasilia, hay cuatro estatuas, que son las representaciones de los cuatro evangelistas (San Mateo, San Marcos, San Lucas y San Juan), creadas por Alfredo Ceschiatti con la ayuda del escultor Dante Croce en 1968.
En la tradición religiosa, una creencia sin pertenencia remite a las diversas variantes de la religión interior o religión invisible, considerada por Taylor como una de las variedades de la experiencia religiosa moderna afincada en el sentimiento y en la piedad íntima, y que permanece en lo sustantivo incomunicable, aunque casi todas estas variantes se sostuvieron en comunidades de oportunidad y de soporte. Las comunidades no estaban vivas, es decir, no eran portadoras ni dispensadoras de gracia, aunque se mantuvieron en pie, en el marco de una experiencia en la que los bienes religiosos se obtenían de una manera rigurosamente individual. En la variante secularizada del creer sin pertenecer, la relación con alguna comunidad de fe es todavía más distante y remota, cuando no derechamente inexistente. La increencia misma adopta, sin embargo, una forma más atenuada y suave que la del ateísmo crudo.
Algunos han hablado de latencia religiosa, una creencia que permanece dormida y que se actualiza en momentos cruciales de la vida personal o colectiva (como la eclosión de religiosidad inglesa con ocasión de la muerte de la Princesa de Gales). La latencia ha sido una forma habitual en la creencia tradicional que se manifestaba, por ejemplo, en el reproche de los devotos contra aquellos que se acuerdan de Dios solo en los momentos difíciles.
Algunos han hablado de latencia religiosa, una creencia que permanece dormida y que se actualiza en momentos cruciales de la vida personal o colectiva (como la eclosión de religiosidad inglesa con ocasión de la muerte de la Princesa de Gales). La latencia ha sido una forma habitual en la creencia tradicional que se manifestaba, por ejemplo, en el reproche de los devotos contra aquellos que se acuerdan de Dios solo en los momentos difíciles.
Un modelo adicional es la religión vicaria, que consiste en creer a través de otro que cree, como sucede frecuentemente con los jóvenes despreocupados religiosamente que, no obstante, ven con buenos ojos que la abuela vaya al templo y rece por sus necesidades. Esta forma de creer sin pertenecer no es tan anómala como aparece a primera vista: el monacato católico ha tenido toda la vida esta misión de creer por cuenta de los que no creen y en la Edad Media era común que la religiosidad del común descansara en aquellos que se especializaban en creer de una manera ejemplar. La ecclesia descansó por años en esta función vicaria de los monjes que compensaban la pereza religiosa de las masas.
La movilización religiosa de los laicos (en el catolicismo de la era moderna a través de la confesión personal y luego la comunión frecuente) o la importancia que se concede a la electividad (según el modelo del que “nace nuevamente” en la conversión evangélica) y al compromiso religioso como signos de autenticidad de la experiencia religiosa, todos procesos que fueron impulsados en el mundo moderno, nos hace creer a veces que la desactivación religiosa de las masas significa necesariamente secularización. Todo esto sin contar con el importante fenómeno de la religión popular, prácticamente desaparecida en suelo europeo y siempre inexistente en el norteamericano. Una proporción igualmente importante de jóvenes desafectados del catolicismo, por ejemplo, cree en los milagros y manifiesta diversos signos de respeto y veneración a la Virgen, que incluyen en ocasiones la asistencia a santuarios.
Con todo, perder la fe hoy sigue siendo algo muy distinto de cómo ocurría en el pasado. Antiguamente las élites sustituían la religión por la razón a través de un largo proceso de discernimiento intelectual que contenía en lo sustantivo una crítica racionalmente elaborada de la religión y su sustitución por alguna variante de las ideologías racionales del liberalismo o del marxismo. Hoy, en cambio, la religión no está sometida a crítica alguna, se abandona una identidad religiosa para sustituirla por otra u otras que se apartan casi completamente de todo derrotero racional, una identidad ancestral, por ejemplo, o incluso alguna tomada de la cultura de masas y de la moda. La crítica post-secularizada de la religión no apunta al elemento racional, sino institucional: el blanco son las religiones institucionalizadas y no necesariamente la religión. Las instituciones religiosas son criticadas por su incapacidad de avivar un sentimiento, como lo muestra el mismo éxito de las religiones carismáticas (el ascenso del pentecostalismo por ejemplo) o por sus dificultades para implantarse o inculturarse en una cultura particular (el auge de las religiones ancestrales). A nadie se le ocurre reemplazar la religión por la ciencia, o por una ética universalista de lo humano de fundamentación puramente racional. La conversión volteriana o kantiana, que fue tan común en las élites ilustradas, ha desaparecido por completo.
La crítica post-secularizada de la religión no apunta al elemento racional, sino institucional: el blanco son las religiones institucionalizadas y no necesariamente la religión. Las instituciones religiosas son criticadas por su incapacidad de avivar un sentimiento […] o por sus dificultades para implantarse o inculturarse en una cultura particular.
Otra diferencia entre secularización de élite y de masas es que actualmente ha desaparecido, o al menos atenuado, el anticlericalismo. El secularismo ilustrado fue intensamente anticlerical, en particular en aquellas áreas en que existieron religiones estatales y donde no se había consumado la separación definitiva entre la Iglesia y el Estado. Se ha puesto siempre como contrapunto el ejemplo norteamericano, en que el Estado nace como garante de la libertad religiosa y se constituye al margen de cualquier favoritismo confesional, es decir, adopta una posición neutral según la doctrina del “muro de separación” de Jefferson. El avance del pluralismo religioso, y no propiamente la secularización, ha sido el sello más importante del cambio religioso en países donde el Estado se dedicó a garantizar la libertad religiosa más que a perseguir a la religión. La mayor parte de los países proviene, sin embargo, del molde que proporcionaron las religiones mayoritarias, firmemente adheridas al Estado nacional. El Estado reaccionó, sea nacionalizando la religión, sea expulsándola del espacio público de un modo más o menos drástico. La combinación de galicanismo y anticlericalismo determinó la expulsión de los jesuitas durante la Tercera República francesa y la estatización del sistema nacional de educación. No siempre se recuerda que los jesuitas fueron expulsados o disueltos dos veces en Francia, en el siglo XVIII por el ultramontanismo (es decir, por lealtad con el papado por encima del naciente Estado nacional) y luego en el siglo XIX para arrebatarles su predominio educativo cuando la República francesa pretendió constituirse ya no en la guerra (el ejército había perdido ignominiosamente en la llamada guerra franco-prusiana), sino en el monopolio educativo y el Estado docente (y en lo que Mona Ozuf llamó “república de los profesores”, es decir, en la unidad que se conseguiría detrás de la aplicación monolítica de un currículo nacional en la enseñanza escolar).
Interior de la Catedral Metropolitana Nossa Senhora Aparecida.
Donde hubo religiones oficialmente protegidas y amparadas por el Estado el choque se produjo irremediablemente en un esfuerzo por demoler la influencia pública de la religión. Por muchos años la conciencia secularizada fue laicista, enemiga de las religiones públicas y de la educación confesional. Todavía en Francia portar símbolos religiosos en la escuela pública está prohibido. Hoy en día el laicismo resuena, sin embargo, como una ideología anticuada. Casanova, un sociólogo católico de la Universidad de Georgetown, ha hablado de una suerte de reaparición de las religiones públicas, utilizando los ejemplos de la influencia de Juan Pablo II en la caída del Muro de Berlín, el ascenso del fundamentalismo islámico y, de una manera menos convincente, la influencia de la Teología de la Liberación en América Latina[6]. La pretensión ilustrada de privatizar la religión se habría revelado estéril. La religión reverbera públicamente porque descansa en comunidades vivas que actúan en medio de la sociedad. Post-secularización puede entenderse literalmente como el retorno de la religión al espacio público sin las cortapisas del laicismo que desconoce el derecho de la religión de actuar y comunicar públicamente, y una vez que las pretensiones del integrismo religioso, que intenta confesionalizar al Estado, se han disipado por completo (salvo en el islamismo, donde sigue vigente).
Religiones y bien público
¿Por qué se vuelve bienvenida la presencia pública de la religión? Mucho se ha debatido sobre el origen religioso –específicamente cristiano– del universalismo ético de los Derechos Humanos en que está fundada la moralidad laica del mundo moderno. El entonces cardenal Ratzinger tomó siempre una posición decidida en este debate a propósito de la formación de la Europa moderna cuyas declaraciones multilaterales purgan constantemente toda referencia a la herencia e impronta cristiana de la unidad europea. El punto de vista que desarrolla Habermas en su debate con Ratzinger es igualmente relevante, porque proviene del tronco mismo de la mentalidad ilustrada. Habermas considera que las reglas de una democracia constitucional son suficientes para garantizar el universalismo ético de las libertades y de los Derechos Humanos, no se requiere nada más, sobre todo ninguna fundamentación religiosa que escape a la comunicación que se deja guiar exclusivamente por el uso de la razón. Pero las exigencias de una democracia constitucional son bastante elevadas, pues presuponen el ejercicio activo del derecho a comunicar y participar en la elaboración de la ley en orden a procurar el Bien Común. Estas exigencias no son simplemente las de una democracia procedimental que llama a no transgredir los límites legales en el ejercicio de su libertad subjetiva, es decir, a no pasarse de la raya. Habermas se da cuenta de las dificultades de animar un principio tal de ciudadanía que se erosiona cuando los individuos dan rienda suelta a sus intereses propios y se limitan a respetar el principio de legalidad, “la transformación de prósperos y pacíficos ciudadanos de las sociedades liberales en mónadas independientes entre sí actuando en su propio interés según el modelo del mercado”[7]. Es cosa de ver el deterioro actual del espacio público con su combinación de indiferencia y volatilidad política, individualismo expresivo que desprecia las reglas de la vida pública en su esfuerzo por hacer prevalecer la expresión y la libertad individual y la descomposición de la comunicación política que provocan los medios de masas y las redes sociales.
Habermas aboga por un patriotismo constitucional, con lo que ser alemán u holandés significaría respetar sinceramente los Derechos Humanos y sentir orgullo no por la historicidad de una nación, sino por su ordenamiento institucional. Se trata de un problema distinto al que formulaba Rousseau, que abogaba por una religión civil que permitiera que todos acepten la Constitución no solamente en su contenido abstracto, sino vivamente en sus corazones. ¿Cómo implantar la ley en los corazones puesto que el intelecto es insuficiente?, decía Rousseau, cuyo talante romántico le hacía sospechar gravemente de la eficacia de la razón en la formación de las motivaciones humanas. ¿Cómo anclar el apego a una Constitución nacional en un sentimiento que tenga la potencia del sentimiento religioso? Habermas no busca motivaciones irracionales en la religión, sino que, por el contrario, considera que las motivaciones hacia un diálogo racionalmente orientado pueden encontrarse en la cultura y en la religión misma, en particular respecto del catolicismo, donde reconoce que “un escepticismo radical frente a la razón es profundamente ajeno a la tradición católica”[8]. La ilustración ha descubierto que en la religión había mucha más racionalidad que, por ejemplo, en la cultura de masas posmoderna o en la alta intelectualidad que se ha dedicado a dudar sistemáticamente de la razón y ha iniciado una demolición nihilista del principio de racionalidad. Debe lograrse un nuevo acomodo entre razón y religión, dice Habermas. Los creyentes deben asumir “el reconocimiento de un orden legal universalista y de una moralidad social igualitaria”, mientras que “los no creyentes deben admitir que las imágenes religiosas del mundo son portadoras de verdad, y no deben rechazarse las contribuciones en lenguaje religioso en el debate público”[9].
La ilustración ha descubierto que en la religión había mucha más racionalidad que, por ejemplo, en la cultura de masas posmoderna o en la alta intelectualidad que se ha dedicado a dudar sistemáticamente de la razón y ha iniciado una demolición nihilista del principio de racionalidad.
Iglesia de San Francisco de Asís, Pampulha.
El movimiento de post-secularización ha comprendido además que la religión –o más exactamente la religiosidad– produce bienes públicos que interesan al conjunto de la sociedad, y al Estado en particular, que deviene por ello post-secular. Después de las guerras religiosas europeas del siglo XVIII, la religión fue vista como un motivo de discordia y de luchas inconciliables que solo el Estado laico podía resolver. Desde entonces se introduce la imagen de que solo una vida pública despojada de religión asegura la unidad de la sociedad y garantiza las condiciones para vivir en paz. Aquellas sociedades que no tuvieron guerras de religión (gruesamente toda América) no han tenido motivo para alimentar este prejuicio. Al contrario, en toda América las religiones han sido el crisol de la unidad cultural y forjadoras de paz social, y en suelo americano se ha mostrado ampliamente que el pluralismo no produjo ninguna guerra y se ha desplegado tranquilamente. Las dificultades del catolicismo para introducirse en la sociedad norteamericana en el siglo XIX y las del protestantismo para hacerlo en América Latina en el siglo XX han sido nimias comparadas con las que prevalecieron en la vieja Europa. Por esta misma razón, no ha habido privatización de la religión como la hubo en Europa.
El descubrimiento post-secular del bien público de la religión es singular y propio de tradiciones que han expulsado sistemáticamente a la religión de la vida pública y se lamentan hoy de que su sustancia espiritual se ha deteriorado. La religión contribuye mucho al fomento del espíritu cívico, como han demostrado todas las investigaciones empíricas al respecto. Según el estudio de Robert Putnam (en colaboración con David Campbell) sobre la religiosidad norteamericana, las personas religiosas –aquellas que van semanalmente al templo– tienen una probabilidad siempre mayor respecto de las que no lo son de pertenecer y dirigir organizaciones comunitarias, votar en todas las elecciones (aunque la participación electoral tiene una forma de U, votan más los muy religiosos y los nada religiosos y menos los que se ubican al medio), al tiempo que suelen confiar más en las personas incluyendo extraños y son ostensiblemente mejores vecinos[10]. El respeto y la deferencia a la autoridad y el cumplimiento más escrupuloso de la ley es también una característica saliente de la religiosidad –algo que se podría rastrear hasta San Pablo–, sin perjuicio de que personas religiosas abunden en movimientos reformistas de cualquier signo. Los autores concluyen: “con la excepción parcial del estatus socioeconómico, la religiosidad es de lejos el predictor más poderoso y consistente de un amplio abanico de indicadores de compromiso cívico”[11]. La prueba de que se trata de un efecto específico de la religiosidad es que este impacto se registra en todas las denominaciones religiosas y cualquiera sea la orientación política de las personas. Tocqueville tenía razón: la religión le hace bien a la democracia norteamericana. El único punto en que Putnam advierte un comportamiento que puede considerarse incívico es justamente la tolerancia y la aceptación de la diversidad (en particular, la actitud hacia la homosexualidad), que tiende a ser claramente más restrictiva entre personas religiosas.
El descubrimiento postsecular del bien público de la religión es singular y propio de tradiciones que han expulsado sistemáticamente a la religión de la vida pública y se lamentan hoy de que su sustancia espiritual se ha deteriorado.
La intolerancia constituye otro de los motivos principales de la crítica ilustrada a las religiones, la incapacidad de considerar el punto de vista de otros entre aquellos que se apegan a un concepto excesivamente objetivo o naturalista de la verdad. Sin perjuicio de que lo que las religiones deban hacer en esta materia, Habermas mismo reconoce que en las sociedades liberales el peso de la tolerancia la llevan los creyentes: “Como muestran las regulaciones más o menos liberales sobre el aborto, las cargas que impone esta tolerancia no se distribuyen simétricamente sobre los hombros de creyentes y no creyentes”[12]. En efecto, para aquel que considera que el aborto es selección entre alternativas indiferentes (algo que puede dejarse al arbitrio de cada cual como sucede con las opciones corrientes como preferir Coca Cola o Pepsi Cola), ser tolerante respecto del aborto no cuesta nada. El peso de la tolerancia lo sobrelleva aquel que considera que asuntos como el aborto no son una alternativa de indiferencia y que la decisión de abortar es una cuestión decisiva en la que está comprometido un fin último o un valor absoluto. Michael Sandel ofrece un ejemplo decisivo respecto de esta clase de alternativa cuando recuerda el debate entre Abraham Lincoln y Stephen E. Douglas a propósito de la esclavitud en Norteamérica.[13] Douglas, un representante de los estados esclavistas del sur, trataba de convencer a Lincoln de que cada estado decidiera soberanamente si mantenía o no la esclavitud; los del norte podían abolirla si así lo decidieran, los del sur podían mantenerla. Douglas no era partidario de la esclavitud, simplemente consideraba que la esclavitud era algo sobre lo que podía decidirse a igual título en uno o en otro sentido, o al menos no era una alternativa moralmente tan apremiante como para iniciar una guerra civil. La respuesta de Lincoln a Douglas fue simplemente que la esclavitud era precisamente esa clase de materia y en modo alguno podía considerarse una decisión entre alternativas moralmente indiferentes. Este debate muestra que las sociedades liberales modernas están fundadas sobre principios que colocan límites perentorios al principio de tolerancia y que no pueden obviar alguna consideración sustantiva sobre la vida buena, tal como recuerda Ratzinger en su diálogo con Habermas; y como concluye Sandel a propósito de la controversia Douglas-Lincoln.
Vista panorámica de la iglesia de San Francisco de Asís y su entorno, diseñada por el renombrado arquitecto Oscar Niemeyer e inaugurada el año 1943, en Pampulha, Belo Horizonte.
Con todo, las sociedades liberales han propendido hacia un mayor relativismo moral y aumentan el ámbito de la autonomía personal, es decir, aquel ámbito de decisiones que se convierten en moralmente indiferentes y que son susceptibles de elección y arbitrariedad individual. En estas condiciones la tolerancia se pone a prueba mucho más entre personas con convicciones religiosas y morales decididas que entre quienes adhieren a estas diversas formas de moralidad débil. No se puede decir que los católicos no hayan pasado esta prueba de tolerancia mucho mejor que lo que auguraban los prejuicios ilustrados, aunque algunas actitudes de desdeñosa exclusión y desprecio hacia la diferencia resultan todavía visibles entre algunos. Hoy día la evidencia de la intolerancia se agolpa mucho más en las formas secularizadas de lo políticamente correcto, en la circulación de las ideas en redes sociales, por ejemplo, y en la creciente preocupación por la libertad de expresión en las grandes universidades norteamericanas, donde se aloja por lo demás el sistema supuestamente racional de la ciencia moderna.
Hoy día la evidencia de la intolerancia se agolpa mucho más en las formas secularizadas de lo políticamente correcto, en la circulación de las ideas en redes sociales, por ejemplo, y en la creciente preocupación por la libertad de expresión en las grandes universidades norteamericanas.
Mural de Cándido Portinari en iglesia de San Francisco de Asís.
Otro aspecto que ha sido subrayado es la orientación hacia la solidaridad que existe en la religiosidad. Una cosa es la capacidad de respetar la libertad de los demás que llamamos libertad negativa, pero otra cosa es interesarse en los demás y ayudarlos en sus necesidades. Las sociedades liberales sobresalen en lo primero, pero no en lo segundo. Las reservas morales de la solidaridad se encuentran desproporcionadamente alojadas en las personas e instituciones religiosas. Según el mismo estudio de Putnam & Campbell, las personas religiosas tienen una probabilidad claramente mayor de dar dinero a una fundación caritativa, hacer voluntariado en una organización solidaria, dar una moneda a un mendigo en la calle, devolver el vuelto equivocado a un empleado de tienda, donar sangre, darle una mano a alguien con su trabajo, dedicar tiempo a alguien que lo está pasando mal, permitir que un extranjero se salte la fila u ofrecer el asiento a un extraño que lo necesita o ayudar a alguien a encontrar trabajo[14]. Solo tratándose de prestar o pedir prestado dinero, la religiosidad no produce ninguna diferencia. En ninguno de estos casos se trata de actitudes solidarias con miembros o actividades de la propia confesión, sino con miembros cualesquiera de la sociedad en que se vive. Es cierto que el principio de solidaridad ha podido institucionalizarse a través del Estado social en los países desarrollados que opera compensando riesgos en favor de los que tienen menores capacidades de afrontarlos. Charles Taylor advierte, sin embargo, que hay algo en la religión que no está al alcance incluso de las mejores conquistas del mundo moderno, dentro de las cuales habría que incluir desde luego el Estado social: la exigencia inmoderada de la caridad tal como se presenta en san Francisco de Asís o en santa Teresa de Calcuta, por ejemplo. La religión produce motivaciones específicas que propenden al bien del otro de una manera tan profunda y consistente que son difícilmente comparables con las ideologías liberales. ¿De dónde proviene este impulso tan singular de la religiosidad? Sin duda de su poderosa orientación hacia la colectividad. Durkheim siempre sostuvo que no había otro recurso mejor que la religión para sacar a los individuos de sí mismos y situarlos en el ámbito de los intereses colectivos, es decir, para construir la vida en común, aunque la formación de motivaciones para una caridad como la de Francisco o Teresa pueda ser todavía más compleja.
Detalle interior iglesia de San Francisco de Asís.
El futuro de la religión
La religión no está destinada a desaparecer. Es sorprendente que esta conclusión se haya obtenido no cuando el abandono de la fe era estadísticamente insignificante, sino ahora, cuando se ha vuelto masiva. Para la mentalidad ilustrada, la desaparición de la religión debía ser entendida en el sentido griego del término, como expulsión de la piedad religiosa fuera de la esfera de lo que es visto y oído por otros, es decir, de aquello que constituye propiamente la realidad de lo público. Bien podía sobrevivir, pero en la opacidad de la vida doméstica o a lo sumo como religión de templo. Ninguna manifestación pública de la piedad religiosa, ni procesiones en las calles, ni pesebre navideño en el frontis de los municipios (motivo de una famosa contienda constitucional norteamericana citada también en el libro de Sandel), ni símbolos religiosos en las escuelas públicas (algo que todavía sacude el debate francés de tiempo en tiempo). Desaparición visual, pero también auditiva de la religión del ámbito público, que incluye la supresión de las cátedras de teología en las universidades estatales y de la oración de la mañana en las escuelas públicas, algo que se mantuvo en Norteamérica hasta la reciente secularización de la mentalidad adolescente. Detrás de todas las controversias relacionadas con la aparición pública de la piedad religiosa se encontraba la pretensión de despojar a la religión de su poder, es decir, de su capacidad de influir en las decisiones públicas, en el voto popular, pero sobre todo en la decisión de los gobernantes que había seguido siempre el método de la educación de los hijos de la élite y de los confesores reales.
En todas partes donde hubo clericalismo hubo también laicismo, una reacción enconada contra los clérigos que influían en política a través de la formación de la élite gobernante en escuelas confesionales y en la dirección de almas. Con la secularización de masas, sin embargo, los tiempos del clericalismo se han disuelto por completo. El voto popular no es manipulable en ninguna dirección relevante, aunque subsisten de repente motivaciones religiosas en el electorado, y en todas partes se asiste a la desaparición de los partidos de inspiración religiosa (particularmente de los partidos católicos que hicieron época en el siglo XX), a despecho de la tesis de Casanova sobre la reaparición de las religiones públicas. La religión reaparece en el ámbito público, sin embargo, de una manera no confesional como reserva básica de responsabilidad pública, solidaridad y generosidad social que habita en personas e instituciones de alto compromiso religioso. Las religiones mismas adoptan una orientación pública muchas veces inédita. La religión no es solo un bien que se apropia privadamente a través de la bendición del propio estilo de vida, la santificación de la vida doméstica o del trabajo, o la recepción de favores personales por parte de un Dios indulgente, sino un bien público que orienta poderosamente a las personas hacia la vida en común y el bienestar de todos, como lo ha remarcado el Papa Francisco con Fratelli tutti, una encíclica que impulsa a los católicos hacia la fraternidad y la amistad social.
La religión reaparece en el ámbito público, sin embargo, de una manera no confesional como reserva básica de responsabilidad pública, solidaridad y generosidad social que habita en personas e instituciones de alto compromiso religioso.
Iglesia de San Francisco de Asís.
El Estado, por su parte, deja atrás la pretensión de monopolizar y abarcar todo el espíritu público encerrado muchas veces en una lucha despiadada de intereses particulares y desacreditado por la insensibilidad de las tecnocracias y las presiones de la corrupción. No son pocas las iniciativas educacionales o asistenciales que el Estado deja en manos de instituciones religiosas que lo hacen mucho mejor, como lo hicieron incluso los radicales franceses en el siglo XIX con la orden hospitalaria de los vicentinos cuando perseguían todas las demás obras de la Iglesia. No se trata de favorecer una determinada religión, sería discriminatorio apoyar solamente las obras de una determinada confesión religiosa en detrimento de otra, dar protección policial a una peregrinación católica, pero no hacerlo con alguna otra manifestación pública de los evangélicos, por ejemplo, o entregar un subsidio escolar a colegios de determinada orientación religiosa solamente. Pero dar protección policial y entregar un subsidio escolar a una obra religiosa es perfectamente coherente con un Estado religiosamente neutral. El límite que estableció Jefferson para las obras confesionales, mejor no dar a ninguna para no favorecer a nadie, se considera demasiado restrictivo, y actualmente se acepta como única limitación el principio de no discriminación. Es legítimo eximir de impuestos territoriales a los templos religiosos a condición de que se haga con todos por igual. El aprecio de la religión como depósito de verdad racionalmente fundada y como motor del bien público de primera clase constituye hoy el horizonte de las sociedades post-secularizadas. También es tarea de las religiones conservar y potenciar este aprecio.