Desde la perspectiva de su vida familiar
Este año 2020 se conmemora el centenario de la muerte de la santa chilena Teresa de Los Andes. La comunidad de sus hermanas del Monasterio de Los Andes ha querido dar a conocer algunos aspectos centrales de su vida, con un importante énfasis en su vida familiar, tomando los ejes del sufrimiento y el amor como centrales para comprender su santidad.
“Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo” Jn 13,1
“Sufrir y amar. Aquí tiene mi vida entera”.[2] Sorprendente frase de una jovencita de 17 años, buena, bella, inteligente, alegre, amistosa. Certera frase de aquella que supo ver “con los ojos del alma”[3] la realidad más profunda de la vida, tempranamente.
¿Qué experiencia la hizo hilar tan fino? En nuestra santa Hermana Teresa podemos ver las fibras de la gracia entretejerse con las hebras de su naturaleza en delicada armonía. Todo ello sobre el telar de su contexto familiar y social. Es verdad que, desde pequeña, una atmósfera sobrenatural la fue envolviendo “en las redes amorosas del Divino Pescador”[4], pero no es menos cierto que ella supo dejarse envolver por aquellas redes con animosa generosidad, como una digna hija de Teresa de Ávila. Y, al igual que su santa madre, a través de sus escritos podemos ver esa “guerra” interior que hubo de librar su alma apasionada hasta dejarse cautivar en esa “Divina Prisión”.[5]
Debido a la brevedad de su vida, esta guerra de amor la libró en dos ambientes, su hogar y su colegio. El Carmelo será para ella el lugar de la consumación de este amor hecho ofrenda.
En el presente artículo nos detendremos a contemplar cómo su vida mística se fue tejiendo dentro de su núcleo familiar y cómo el Amor de Dios en su alma la fue capacitando para amar a los suyos al más puro estilo de Jesús, es decir, hasta el extremo.
Su vida familiar: “regalona de todos”
La primera infancia de Teresa la describe en su diario de manera idílica. Juanita crece y se desarrolla en un hogar cálido, lleno de amor verdadero. Sin duda este nido acogedor la capacitará para enfrentar más adelante la otra cara de la moneda. “Jesús no quiso que naciese como Él, pobre. Y nací en medio de las riquezas, regalona de todos”[6], reconocerá. Además, en su entorno respirará el aire puro de los buenos ejemplos y de la piedad.
Recordará con veneración a su abuelo paterno: Don Eulogio Solar Quiroga, patriarca que congregará en torno a sí no solo a su familia, sino a todos los que trabajaban con él, quienes lo reconocerán como un hombre de Dios, que contagiaba su fe.[7] A sus nietos les quedará el vivo recuerdo de un abuelo generoso, cariñoso y “santo”. Su partida fue el primer gran desgarro que tuvo que sufrir Juanita, cuando ya contaba 7 años.
El 13 de mayo, día de su muerte, recibió los Sacramentos. Llamó a sus hijos. Los aconsejó. Al lado de su pieza estaba el oratorio. Principió a decirse la misa cuando lo vieron que tenía una cara de espanto y decía «quítenlo» y se cubría la cara con las manos. Eran las terribles tentaciones del demonio. Mi mamá le echó agua bendita y se fue el diablo. Después, lo tentó otra vez, y se fue para que su muerte fuera como su vida: en paz. Al levantar en la Consagración la Santa Hostia su alma se voló al cielo sin haberlo notado nadie. Parecía dormido. Su muerte fue la de un santo. Como lo fue su vida.[8]
Juanita en sus primeros años gozó también de una madre y un padre muy presentes. Siempre reconocerá la abnegación de cada uno por dar lo mejor de sí a sus 6 hijos. A través de su “Diario y Cartas” y testimonios de otras personas, podemos dibujar un perfil, más o menos, preciso de ambos. En donde lo primero que salta a la vista es el contraste de personalidad del uno con respecto al otro. Además, podemos inferir algunos rasgos que Juanita heredó de ellos.
Por una parte, doña Lucía Solar Amstrong (1872-1955) era una mujer de carácter fuerte y piedad muy arraigada. Una buena formadora de sus hijos en el más amplio sentido, pues conjugaba la dulzura con la firmeza. Mucho se ha dicho sobre su rigor y excesiva escrupulosidad en algunos aspectos. Pero hemos de decir también que, de no haber sido así, este diamante llamado Juanita podría haber sucumbido, al dejarse llevar por los halagos ante su belleza, por su carácter fuerte (incluso colérico) o por su tendencia a la pereza y al desánimo. Allí estará doña Lucía solícita por cada uno de los suyos, especialmente por su Juanita, pues supo apreciar lo aquilatado de su alma.[9] Conservamos de ella varias cartas dirigidas a su “Teresita de Jesús”, como gustaba decirle, cuando ya estaba en el Carmelo. Todas ellas rebosan ternura, admiración y preocupación de madre.
Mi Teresita de Jesús: Quiero mi hijita que sea su madre la que le escriba con su nuevo nombre, tan querido para Ud.; quiero poder entrar con mi corazón hasta su celdita, sin interrumpirla, ni llevarle espíritu de mundo del cual salió. Comprendo el efecto que tienen que hacerle las cartas que le llevan aire que ya en su conventito no respira; pero, mi hijita, a ejemplo de Ntro. Señor que se hacía cargo de la rudeza de sus apóstoles antes de recibir el Espíritu Santo, hágalo Ud. también.[10]
Por otra parte, don Miguel Fernández Jaraquemada (1869-1923) fue un hombre de corazón sensible y bueno, pero con tendencia a la melancolía y al desaliento. Al ver que sus esfuerzos en el trabajo no daban fruto y, por el contrario, iba perdiendo su fortuna y la de su esposa, comienza a distanciarse cada vez más de su familia, llegando a pasar temporadas enteras fuera del hogar.[11] Así, no es de asombrar que se viera sumido en una especie de depresión. Como se descubre en sus cartas escritas a Juanita que develan la soledad, oscuridad y sin sentido en que se encontraba.[12] No obstante, hemos de agradecer su generoso “sí” del cual pendía la vocación de Juanita, para poder ingresar al Carmelo. Y que en esos momentos fue para él un verdadero acto de fe y de desprendimiento, por el profundo amor que le profesaba a su hija.
[…] La materia sufre mi hijita pero el alma goza infinitamente contigo; cada día que pasa doy más gracias a Dios el haberte dado mi consentimiento porque hoy abrigo la íntima convicción de que Dios te quería sólo para El, pura como un ángel, sin que el contacto del mundo perverso de ahora te hubiera manchado; feliz tú, mi querida hijita; tu padre de lo más íntimo de su corazón te envidia ahora porque has encontrado la felicidad que tanto deseabas y él no la encontrará jamás ya por sí mismo sino pensando en su hija querida carmelita noche y día, rogando a Dios la colme de virtudes cada día más e implore sin descanso al que todo lo puede por el alma de su papá que tanto lo necesita.[13]
Juanita había aceptado el consejo de ser “el ángel tutelar de la familia”[14], y lo hacía con la delicadeza y la prudencia que da el amor. Ya lo atestiguará su hermano Luis, quien la llamará la “ joya de nuestra casa”[15], o su hermano Miguel, quien dirá que en su casa había “una santa de verdad”[16].
Como relata su amiga Teresa Lyon Subercaseaux, “sabía tratar con gran tacto a sus hermanos que eran todos muy diferentes de carácter”.[17] A continuación, algunos rasgos de los Fernández Solar por aquellos años:
Poco se desprende de los escritos de Juanita sobre su hermana mayor, Lucía (1894-1968), a quien se le ve muy preocupada por su futuro, pues, por los reveses económicos de la familia, su matrimonio con Isidoro Huneeus se iba aplazando. Con grandes esfuerzos de su padre se concreta el matrimonio (1918) del cual nacerá “Lucecita” en 1919. Esto impacta mucho a su “tía Juanita”[18]. Se conserva solo una carta de Lucía a Teresa, que nos muestra el cariño y admiración que esta sentía por su hermana carmelita.
Tú no puedes comprender mi querida Juanita la falta tan grande que me haces; yo contaba contigo para educar a mi Lucecita para que me enseñaras a formar ese corazoncito que se me ha confiado, y ahora estoy sola para hacerlo, pero ayúdame tú con tus oraciones y consejos para que desde chiquita sea toda de Dios.[19]
Su hermano Miguel (1895-1953) era el poeta de la familia. Durante su juventud no dejaba de preocupar a su madre por su vida bohemia e inestable; también será esta una de las más grandes preocupaciones de Juanita.[20] No se conservan cartas suyas a Teresa, pero las cartas de la señora Lucía a su hija denotan esta constante inquietud por su hijo mayor. “A la Reverenda Madre a quien saludará de mi parte y que mucho le agradezco sus oraciones por mi pobre hijo. Yo sigo pidiendo que Ntro. Señor se lo lleve y Ud. pídaselo también. He pedido permiso para esto”.[21]
Luis (1898-1984) fue el hermano “más querido”[22] de Juanita y el que más sufrirá su partida al Carmelo. Se encontraba por aquella época estudiando leyes y era muy aplicado. Le encantaba la filosofía y de tanto cavilar iba perdiendo la fe.[23] No se conservan cartas suyas a su hermana tan querida, pero sus testimonios en ambos procesos de Teresa son muy conmovedores y ricos en detalles de la vida familiar y la virtud sencilla de su hermana carmelita.
Nuestra Juanita (1900-1920) era la hija “regalona”[24] de su madre. De corazón extremadamente sensible y de complexión frágil. Su personalidad condensa matices a primera vista contrastantes[25], pero resulta impresionante, a medida que avanza en su vida psico-espiritual, cómo se va transformando en una mujer madura, íntegra, serena, capaz de intuir, aconsejar y acompañar desde la cima de su ser mujer, con tan solo 18 o 19 años.[26]
Rebeca (1902-1942) era una mujer de carácter “ juguetón”, bromista, aventurero e impulsivo.[27] Será tal vez por ello el complemento perfecto de su hermana Juanita. Amiga, cómplice y confidente inseparable. Y, en la hora de la verdad, fue ella la primera heredera de la fecundidad espiritual de Teresa. Se conservan (en una de las libretas escolares de Juanita) misivas entre ella, Elena Salas y Juanita, que reflejan el desgarro profundo que le significó la partida de su hermana al Carmelo.
Ella será feliz, no lo dudo. Pero yo quedaré sola y desvalida, privada de consuelo y de dicha, siendo un triste porvenir el único pensamiento… Ella es un alma pura, un ángel que Dios me ha dado en esta vida, para que estando junto a mí, me sostenga y me guíe, pero este ángel se va a emprender su vuelo cerca de su Dios, mientras que yo ¡desdichada de mí! Soy muy diferente, quiero encontrar a Dios, pero mi corazón es más bajo y mi entendimiento, inferior, no pudiendo comprender la grandeza de Dios, ni abastecerme con un amor invisible y abstracto, ¡ay de mí![28]
También se cuentan tres cartas dirigidas a “su Juanita”, ya en el convento, que nos la muestran tal cual era: sencilla, comunicativa, alegre y en donde se descubren los primeros atisbos de inquietud vocacional.[29]
El hermano pequeño de Teresa, Ignacio (1910-1976), fue el que menos convivió con ella. Padeció desde niño una enfermedad a la pierna, llevando una vida distinta y llena de cuidados por parte de su mamá. Juanita lo atendía también con cariño maternal.[30] Se conserva una cartita escrita de su puño cuando apenas sabía escribir, donde le cuenta cándidamente a su hermana carmelita lo mucho que se extraña en casa.
Mi querida hermanita: escribo ésta para decirle que cada momento siento más pena por su separación y cuando veo el niñito Dios que me dejó, lloro. Mi mamá llora mucho, parece que en la casa ha habido algún muerto, tan triste está todo. Juanita, ya que soy su hermanito más chico, le ruego pida mucho a Jesús para que yo sea muy bueno. Con un fuerte abrazo se despide su hermano que tanto la quiere.[31]
Sobre este escenario familiar, que a primera vista parece discordante, se desarrollará la trama de la vida mística de Juanita. Con escenas intensas en amor, dolor y gozo, “la vida de familia, para que sea vida de unión, ha de ser un sacrificio continuado”[32], señaló. Sin duda, es en este realismo donde aterrizarán sus gracias extraordinarias, corroborando así su autenticidad. Además, en este contexto desarrollará Juanita su mayor apostolado, será “misionera en su casa”[33], derramando a manos llenas el Amor de Dios que desde pequeña le ha sido dado.
Las primeras gracias recibidas
En la Carta 87 al Padre Antonio María Falgueras, SJ (uno de sus confesores), Juanita hace un resumen sobre las gracias místicas “más señaladas” que ha recibido a lo largo de su vida, antes de ingresar al Carmelo. Adentrándonos en ellas, comprobaremos la veracidad de sus palabras al inicio de su diario, es decir, ese binomio, “sufrir y amar”, que acompasará cada una de las etapas de su vida mística. Y, por otro lado, esa “guerra” que conlleva toda respuesta humana a tanta Gracia recibida.
Fue María quien primero salió al encuentro de Teresa: “Esta es la Virgen que jamás ha dejado de consolarme y de oírme”[34]. Ella había de preparar su corazón para, años más tarde, oír la voz de Jesús. Es en 1907 cuando la niña Juanita comienza a adentrarse en los caminos de la oración vocal, a través del rezo del rosario enseñado por su hermano Luis y escucha por primera vez la voz de María: “Le contaba todo lo que me pasaba, y Ella me hablaba. Sentía su voz dentro de mí misma clara y distintamente. Ella me aconsejaba y me decía lo que debía hacer para agradar a N. Señor. Yo creía que esto era lo más natural, y jamás se me ocurrió decir lo que la Sma. Virgen me decía”.[35]
Como contraparte: “Desde esta época es cuando Nuestro Señor me mostró el sufrimiento. Mi papá perdió una parte de la fortuna. Así que tuvimos que vivir más modestamente”.[36] Pero no fue solo eso; desde aquí la relación entre sus padres comienza a resquebrajarse.[37]
El día de su primera comunión lo evocará Juanita con gran viveza y emoción como “un día sin nubes”.[38] También reconocerá la exhaustiva preparación que significó para ella. Su madre la señora Lucía lo atestigua.
Se preparó a su primera Comunión cerca de un año (1910), y puso todo su cuidado en esta preparación haciendo sacrificios que anotaba, como también anotaba sus victorias… Puso todo su empeño en ser muy obediente, especialmente en la exactitud de sus acciones. En el retiro para su primera Comunión me pidió permiso de no ir al comedor para estar más recogida. En la tarde anterior a su primera Comunión pidió perdón a todos en casa. No se preocupó mínimamente de los vestidos para su persona, dejando que pensáramos nosotras en las cosas exteriores, su única preocupación era su primera Comunión…[39]
Este crucial hito marcará un antes y un después en su vida espiritual,[40] transformándola en un alma eminentemente eucarística, en el más auténtico sentido. Tanto así que su camino de “Unión con Dios” se puede leer de aquí en adelante bajo esta perspectiva. En sus palabras, ese “Quiero ser hostia por Hostia”[41] se convirtió en ideal ya en el Carmelo. Y es que en este primer encuentro con Jesús Eucaristía siente su voz por primera vez y con ello “una paz deliciosa”.[42]
Sin embargo, “pasó ese día tan feliz que será el único de mi vida. Nos cambiamos de casa al poco tiempo…”. No obstante, ya tenía un asilo seguro, pues “Jesús desde ese primer abrazo, no me soltó y me tomó para sí”.[43]
Su vocación: “Quería que mi corazón fuera solo para Él, y que fuera carmelita”[44]
Juanita nos cuenta que cada 8 de diciembre enfermaba.[45] Pero fue en 1914, luego de un ataque de apendicitis, cuando Jesús le sale nuevamente al encuentro. Esta vez a través de un cuadro del Sagrado Corazón que tenía en su habitación[46], invitándola a llenar su soledad con Él, a sufrir sin quejarse, y a ser Carmelita. Ella responderá intensificando sus coloquios íntimos y dejándolo vivir en ella.
Aunque no todo fue “un sí” a Jesús, pues al poco tiempo de este encuentro nos relata en su diario una gran rabieta que tuvo.[47] Este hecho le hará palpar su ingratitud e inconstancia, instándola a un cambio de “timonel” pasando a ser Jesús el “Capitán de su barquilla”.[48] Esta “grande y muy determinada determinación”[49] significará para ella su segunda conversión. Así, podrá enfrentar con valor y fe la separación de su familia al ingresar al internado y otras pruebas que irán fortaleciendo y afianzando su vocación.
Víctima de amor: “Que vuelva la paz a la familia”
También se le representó el Señor a través de visiones imaginarias. En una carta nos relata una de estas experiencias, donde “Su Rostro quedó por mucho tiempo esculpido en mi memoria”.[50] Más allá del suceso mismo (del que no tenemos data y que no será el único), lo apreciable de su confidencia es lo que produjo en ella: “Cada vez que lo representaba como lo había visto, me sentía deshacerme de arrepentimiento por mis pecados. El amor que le tenía crecía cada vez más, y todo lo que sufría me parecía poco…”.[51] Ahora es Jesús coronado de espinas quien se le deja ver para invitarla a dar un paso más. Primero la instó a sufrir sin quejarse, ahora a sufrir con amor y, finalmente, a través de una locución la invita a “sufrir con alegría”[52] poniéndose siempre Él como modelo, en su subida al Calvario. Ella lo vivirá intensamente en el seno de los suyos.
Finalmente, nos relata dos visiones intelectuales en torno a Jesús Sacramentado. En la primera, el Señor le descubre su anonadamiento bajo las especies eucarísticas. En la segunda, le revela:
Que rogaba incesantemente a su Padre por los pecadores y se ofrecía como víctima por ellos allí en el altar, y me dijo hiciera yo otro tanto, y me aseguró que en adelante viviría más unida a Él. Que me había escogido con más predilección que a otras almas, pues quería que viviera sufriendo y consolándolo toda mi vida. Que mi vida sería un verdadero martirio, pero que Él estaría a mi lado. Su imagen quedó ocho días en mi alma.[53]
Esta última visión de 1918 es trascendental en su proceso espiritual, pues, aunque ya en 1917 se había entregado como “ofrenda” por la conversión de ciertas personas[54] (ofrenda que el Señor no acepta)[55], ahora se entrega como “víctima”, con esta clara connotación eucarístico-sacrificial.
Resulta, por lo tanto, muy esclarecedora esta experiencia para releer el co- mienzo de su Diario. Pues los dos verbos, “sufrir y amar”, ahora se encarnan en ese anhelo suyo de ser “Víctima de Amor”[56] a semejanza del Cordero inmolado.
A continuación, descubriremos cómo esta invitación “tomó cuerpo” en circunstancias muy reales. Por lo tanto, cuando Juanita se ofrece como “víctima”, sabía perfectamente a lo que se comprometía. Más aún, a la luz de las gracias místicas con las que fue favorecida.
“Que vuelva la paz a la familia”[57], le confía Juanita a María a modo de súplica. Y es que esa paz de la que gozaba en medio de los suyos en su primera niñez, gradualmente se fue desvaneciendo.
Es en noviembre de 1917 cuando hace esta alusión más explícita. Pero los problemas de convivencia se venían arrastrando desde hacía tiempo. Tal vez el punto de partida de ellos fueron los reveses económicos sucesivos. La pérdida de la Hacienda Chacabuco, preciada herencia de doña Lucía por parte de don Eulogio Solar, fue un duro golpe para todos y vino a ser un signo de quiebre muy elocuente. La figura de don Eulogio y esos tiempos de bonanza, ahora tan añorados, se venían al suelo, a la vista de todos.
Cada uno de los miembros de la familia recibió el golpe de distinta manera. Por supuesto, la carga más gravitante la recibió don Miguel, que sentía el peso de la culpa sobre sus hombros ya cansados de tanto trabajo y tanto sol. Y si a esto le sumamos su tendencia a la melancolía, tenemos como resultado a un hombre dolido, herido en su orgullo, apesadumbrado, evadiéndose de los suyos y refugiándose aún más en su soledad.
La señora Lucía, mujer de fe, trataba de encontrar el sentido a todo esto; sin embargo, dominada por la pena, no podía ocultar su resentimiento. A partir de entonces, tuvo que reducir el personal que servía en la casa, al cambiarse a una más reducida. Además, la nueva residencia de la calle Vergara era herencia de los Fernández Jaraquemada.
Sus hijos también se encontraban muy apesadumbrados, cada uno lo demostraba a su manera. Luis lo relata así: “cuando se remató la Hacienda Chacabuco, todos estábamos abrumados por perder la gran riqueza de los Solar” y luego nos detalla la reacción de Juanita. “…sin embargo Juanita era la única serena y nos consolaba a todos… llegó donde el papá: «No se aflija. Dios prueba a los que ama. ¡Qué importa que esto suceda, si es Su Voluntad!». Juanita lo consoló augurándole días mejores”.[58] Y no solo eso, sino que, como atestiguaba su primo Francisco Javier Domínguez Solar, “soportó con alegría la austeridad del nuevo tren de vida de la familia, ayudando en el hogar con constancia y agrado, reemplazando a algunas empleadas que tuvieron que ser despedidas”.[59]
A principios de este año 1917 Juanita se había propuesto, entre otras cosas, aceptar los sacrificios sin murmurar interiormente ni abatirse y esmerarse en labrar la felicidad de los demás.[60] Como vemos, este año le tenía deparado grandes dolores, para poner por obra sus propósitos.
Luego de las últimas vacaciones en Chacabuco, Juanita escribe en su diario una misteriosa y contundente petición:
Jesús mío, Tú conoces la ofrenda que te he hecho de mí misma por la conversión de las personas que te he nombrado. Desde hoy, no solo te ofrezco mi vida, sino también mi muerte como te pluguiere dármela. La recibiré con gusto, ya sea en el abandono del Calvario, ya en el Paraíso de Nazaret. Además, si quieres, dame sufrimientos, cruz, humillaciones. Que sea pisoteada para castigar mi orgullo y el de ellos.[61]
Y un poco más adelante en su diario lo reitera con más angustia: “Me he ofrecido a Él por la conversión de esas personas. Cuánto sufro al pensar que dentro de esas almas está el diablo y no Dios”.[62]
Finalmente recibe la respuesta:
N. Señor me dijo que no aceptaría mi ofrenda, pero que me oiría y concedería la conversión de esas almas, pero dentro de un tiempo más. Me dijo que me uniera a Él crucificado; que me quería ver crucificada. He sufrido tanto, que esta mañana toda la Misa lloré. Pero mañana voy a ofrecer mis lágrimas por ellos.[63]
¿Por quiénes es capaz de hacer semejante ofrecimiento? Tal vez nos parezca evidente responder que por sus dos hermanos: Miguel y Luis. Indagando más detenidamente en sus escritos, podemos afirmar que también ofrece la vida por su padre, don Miguel.
En su diario del día 29 de octubre de 1917, Juanita hace por primera vez una clara referencia a la situación espiritual de su padre. Escribe: “Ayer salí por la procesión del Niño Jesús, por lgnacito. No le hizo el milagro, pero está mejor. Fue mi papá, por lo que tuve mucho gusto. ¡Oh, que me le pedí a mi Jesús que lo sanara! Él está más enfermo que lgnacito. Ofrecí mi vida no sé cuántas veces”.[64] Más adelante, el día 16 de noviembre, en una visión intelectual de Jesús, cuenta: “Me abrió su Corazón y me mostró que por mis oraciones tenía escrito el nombre de mi papá. Me dijo me resignara a no ver el fruto de ellas; mas que lo alcanzaría todo”.[65] Como vemos, a Juanita le preocupaba particularmente el alma de su padre; tanto así que temía por su salvación.
Mucho se ha dicho acerca de que ella “cargaba las tintas” al referirse a don Miguel, tal vez por la actitud moralizante que imperaba en su época. Sin embargo, podemos desprender de sus escritos dos cosas que resultan evidentes. Primero, que Juanita era una mística, es decir, “veía con los ojos del alma”[66] la realidad invisible a los ojos del cuerpo.[67] Así, fue capaz de ver escrito, en el Corazón de Jesús, el nombre de su padre. Y profundizando más hondamente aún en su figura, podemos reconocer que Juanita fue además una “Mística de ojos abiertos”, es decir, con sus ojos humanos y su sensibilidad tan exquisita podía sondear los corazones de los demás y discernir según Dios.[68] Para corroborar nuestra afirmación, nos servimos de la siguiente cita de nuestro padre san Juan de la Cruz:
Pero es de saber que estos que tienen el espíritu purgado con mucha facilidad naturalmente pueden conocer, y unos más que otros, lo que hay en el corazón o espíritu interior, y las inclinaciones y talentos de las personas; y esto por indicios exteriores aunque sean muy pequeños, como por palabras, movimientos y otras muestras.[69]
¿Cuál era la situación espiritual o moral de don Miguel, que tanto preocupaba a su hija? Se ha dicho que lo que preocupaba a Juanita era que su padre no cumpliera con la Iglesia. Es decir, que no acudiera a los sacramentos. Sin duda, esto, en el contexto social-religioso de la época, era algo muy grave. Pero sabemos que tampoco Miguel y Luis, sus hermanos, frecuentaban los sacramentos. Sin embargo, Juanita sufría por su padre de manera más intensa. En su Diario del 21 de noviembre de 1917 le pide a la Virgen: “que mi papá se confiese, que vuelva la paz a la familia”.[70] Hace dos peticiones, separadas a penas por una “coma”, manifestando que su familia está careciendo de paz, por esta situación que atraviesa su padre. Y luego le cuenta a María los dolores que ella ve como más grandes en el resto de su familia; incluso le confiesa con sencillez sus propios malestares físicos, también fruto de esta tensión.
Hoy sabemos que don Miguel mantenía una relación extramarital con Rosaura Rivera[71], de la cual tuvo un hijo llamado Pedro, que nació en el mismo año que murió Juanita.[72] Si Juanita tuvo conocimiento de esta rela- ción, no lo sabemos con certeza. Pues no existe ninguna alusión explícita de ello en sus escritos, sino solo las alusiones veladas que anteriormente hemos expuesto. No obstante, es evidente que Juanita percibía la relación cada vez más tensa entre sus padres, que se traducía en el continuo alejamiento geográfico de don Miguel. Y, con “los ojos del alma”, veía la debilidad de su padre, pues conocía bien su corazón sensible como el suyo. Por ello, apostará por emplear la Misericordia, al estilo de su Divino Maestro. Así, sus cartas dirigidas a él destilarán cariño y preocupación, con una fineza exquisita y sin ningún viso de reproche. La mayoría serán para darle noticias familiares, haciéndolo parte del acontecer de la casa o de las vacaciones. Generalmente le mandará saludos de su madre y hermanos. Se preocupará por su salud y no se cansará de decirle lo mucho que valora sus esfuerzos por ellos. En este contexto, digna de destacar es la carta 35, escrita al día siguiente de su salida definitiva del colegio ofreciéndole ser su confidente:
Desde ahora, papacito, empieza para mí una nueva vida. Así es que yo quiero que Ud. cuente para todo conmigo. No tengo otro deseo que darle gusto en todo, acompañarlo y consolarlo, pues sé que, en la vida de trabajo que Ud. lleva por nosotros, encuentra muy a menudo sufrimientos que, aunque trata de ocultarlos por el mismo cariño que nos tiene, es imposible no comprenderlo… Cuente, pues, papacito, conmigo. Ahora ya soy grande. Considéreme como hija a quien puede confiarle sus penas, sabiendo que ella no dirá a nadie [nada]. Créame que me haría feliz si esto lo consiguiera.
Ingreso al Carmelo: “Fiat voluntas tua, he aquí mi oración”[73]
A fines de 1917, comienza para Juanita un “período de pruebas”[74] interiores más intenso. Esta “Noche oscura” le obtendrá el don de una fe madura, acrisolada, recia, que la capacitará para abrazar con mayor libertad su preciosa “vocación y misión” de carmelita, tan añorada por ella. Esta purificación pasiva se da, además, en el contexto de este quiebre familiar.
Así, será providencial su salida definitiva del colegio, a modo de preparación para la gran separación al ingresar al Carmelo. Como también para ser “vínculo de unidad” en medio de lo que hoy llamaríamos su “disfuncional” familia.
Y es precisamente en este tiempo donde vemos brillar con mayor esplendor la virtud de Juanita entregándose a los suyos. Cada uno de los testimonios de sus familiares (con los que contamos) nos la muestran “siendo toda para todos”, dándose por entero a los suyos, con la alegría propia del que sabe “sufrir y amar”.
A fines de 1918 comienza a dudar si ha de ser religiosa del Sagrado Corazón o Carmelita, pero esta prueba cesa al conocer su “Palomarcito” de Los Andes en enero de 1919. El Señor le había dicho que ingresaría a la vida religiosa en mayo. Sin embargo, ello pendía en definitiva de la decisión de su papá. Le escribe una conmovedora carta para obtener el permiso, la carta más bella salida de su pluma, donde argumenta magistralmente el porqué de su vocación.[75] No obstante, luego de ello, vislumbramos la “talla” espiritual en que se encontraba antes de ingresar al Carmelo, pues se abandona totalmente en el Señor, a través del sí de su pobre “papacito”. Escribe en su diario:
Mi papá, en la tarde, escribió a mi mamá, y está lleno de ternura para mí y dice que cree está obligado a darme su consentimiento; pero que lo pensará… Me pongo indiferente ante su divina voluntad. Para mí es lo mismo me dé el permiso para irme en mayo o que no lo consienta; lo mismo que me deje ser carmelita como no serlo. Es verdad, sufriré. Pero como solo busco a Él, teniéndolo contento, ¿qué me puede importar lo demás?[76]
También podemos leer en este abandono un cristalino signo de su vocación de “Víctima de amor”. Pues pone en las manos de su padre la decisión “de su vida”, que ofrecerá por él y que finalmente el Señor acepta.
Juanita ingresa al Carmelo el 7 de mayo, luego de unas semanas dolorosas en medio de los suyos.[77] Ya dentro del Carmelo, al día siguiente, la primera carta la dirige a su padre. En ella le agradece el haberle dado su consentimiento y le revela un secreto: “He principiado ya mi misión de rogar constantemente por los míos. No los olvido un momento en mis oraciones. Quiera Nuestro Señor recibírmelas y darles cuanto necesitan”. Y luego le confiesa: “Siempre tendrá un ser que ruegue a Nuestro Señor por Ud., ya que le ha proporcionado el objeto de su felicidad. Nunca tendré cómo pagárselo”.
De aquí en adelante, Teresa comienza a adentrarse con más celeridad aún en el “Camino de la perfección” o de “la Unión”. Junto con ello, ejerce el “magisterio de la pluma” (a través de sus cartas) a semejanza de su santa Madre Teresa[78], cosa bastante inaudita en una postulante. Y es que madre Angélica Teresa[79] supo descubrir en ella un alma privilegiada por la Gracia y supo también secundar la obra del Espíritu en el alma de su querida hija. Teresa, por su parte, experimentará un gran cariño y confianza hacia su “madrecita”.
Teresa desde el principio se sometió con gusto a la vida regular. También en este caso se le hizo una excepción, pues las postulantes no seguían en todo el horario de la comunidad. Exteriormente parecía una más; sin embargo, por dentro bullía la “hoguera de amor” que no quería dejar nada a su paso: “para irse a unir al fuego infinito del amor que es Dios”.[80] Y ella era en parte consciente de esta transformación, pues le confiesa con naturalidad y asombro a su madre, luego del retiro de Pentecostés:
Mamacita, quisiera poderla hacer leer en mi alma, para que viera todo lo que en ella ha escrito N. Señor en estos días. Quisiera que viera mi alma iluminada con los destellos infinitos del Divino Prisionero. Con esa escritura, con ese fuego, me hace comprender, me hace ver cosas desconocidas, grandezas nunca vistas. No se figura, mamacita, el cambio que ya percibo en mí. Él me ha transformado. Él va descorriendo los velos que lo ocultaban...[81]
Pero esta transformación se iba dando por medio de dolorosas purificaciones. Así, en la semana del retiro previo a Pentecostés vemos a Teresa “penetrada de Dios”[82]: “He sentido como que Dios bajaba a mí, pero con un ímpetu de amor tan grande, que creo que poco más no podría resistir”.[83] No obstante, había su contraparte.
Pero no todo ha sido goce. La cruz ha sido bien pesada. Primero tuve que acompañar a N. Señor en la agonía. Después me vinieron unas dudas tan horribles contra la fe… La tercera prueba fue la más horrible. Sentí todo el peso de mis pecados y los numerosos favores y el amor de Dios. Al día siguiente se me presentó N. Señor no ya en agonía, sino con el rostro muy triste. Le pregunté qué tenía, pero no me contestó, dándome a entender que estaba enojado conmigo... La cuarta prueba fue espantosa… Se me vino al pensamiento que todo esto eran engaños del demonio… Fueron las tinieblas más horribles, pues me creí desamparada de Dios.[84]
Aun en medio de estas tentaciones brilla para ella el Amor del Amado y sale victoriosa en su fe. Para constatarlo, les ofrecemos un escrito inédito muy íntimo, que rezuma confianza, escrito luego de estas experiencias:
Jesús, sufro, pero deseo sufrir más. Contemplo mi impotencia, mi anonadamiento. Pero a pesar de que me siento por vos rechazada, que me dices que no te amo, me abandono en tu Divino Corazón. De allí no me puedes arrojar, es mi asilo, tú me lo diste; así pues, aun cuando tus miradas están llenas de enojo para tu pobre nada criminal, tu Corazón no sabe sino latir lleno de ternura para ella. ¡Oh, jamás dejarás de ser Jesús, perdóname que tu amor no haya conseguido romper los hilos de mi pobre corazón! [85]
En realidad, faltaba muy poco para que la “Llama de amor viva” rompiera la tela del “dulce encuentro”.
Su muerte
“La víctima de amor tiene que subir al Calvario”[86]
Los primeros días de marzo Teresa le confiesa al padre Avertano o.c.d que dentro de un mes morirá.[87] Su “subida al Calvario” comienza precisamente el Jueves Santo[88] (1 de abril), cuando se siente al límite de sus fuerzas, pero sigue todos los actos propios de la comunidad en este día. El Viernes Santo por la tarde, Madre Angélica Teresa advierte su estado febril y toma las medidas necesarias. El 5 de abril se confiesa y comulga. El 7 de abril profesa como carmelita descalza In articulo mortis, lo que la llena de gozo. Este mismo día le diagnostican un tifus avanzado y comulga por última vez. La noche del viernes 9 de abril sufre una dolorosa tentación, que nos relata la hermana Gabriela, su enfermera y primera biógrafa:
La hna. Teresa –ante el estupor de las monjas– se incorporó y convulsa y agitada y con energías increíbles en el estado de postración en que se hallaba, hacía grandes esfuerzos para sacarse el santo escapulario y apartar de sí todos los objetos de piedad que la rodeaban… Con voz fuerte y angustiosa y cavernosa se le oyó decir: «Es cierto que Dios me ha hecho grandes gracias, pero yo no he correspondido a ellas y estoy condenada». El Rvdo. Padre Blanch la alentó a la confianza …pero sor Teresa estremeciéndose clamaba: «No, no por favor no recen por mí» y con acento desgarrador exclamó: «¡Nunca creí que la Santísima Virgen me fuera a abandonar!». Las que presenciábamos tan dolorosa escena redoblamos nuestras oraciones, en tanto que el Rvdo. Padre Blanch asperjaba el lecho y la celda con agua bendita. Después de un largo rato de esta terrible lucha, se fue calmando poco a poco y hubo un momento en que sonriéndose dijo como si viera a alguien: «¡Mi Esposo!»[89].
Sin duda esta fue una de las últimas tentaciones que sufrió Teresa, la que espontáneamente nos remite al “abandono del Calvario” que padeció su Divino Maestro (y al que ella se había ofrecido[90]). Así de estrecha era la semejanza que Él quería establecer con su Esposa-Víctima. El Padre Valentino Macca o.c.d. lo confirma:
Lo que interesa es observar las disposiciones de alegre conformidad con la voluntad de Dios de “víctima”, notable, antes del delirio, y de ver la reacción de la Sierva de Dios, una vez terminado el mismo delirio, es decir, el sentido de serenidad de espíritu y de fe y abandono y humilde disposición de oración confiada en Jesús María José, con la exclamación: “¡Mi Esposo…!”, antes de morir… El comportamiento de la Sierva de Dios después de media hora de delirio demuestra más que nunca su vida teologal profunda, no removida ni siquiera por la terrible prueba física…[91]
Hermana Gabriela, además precisa:
Tuvo momentos también en que se notó se le revelaba Dios sensiblemente. En uno de estos dijo, como animándose a sí misma, estas palabras que Nuestro Señor le había dicho en otra ocasión: «La víctima de amor tiene que subir al Calvario». Lo que hacía ver que, ni aun en esos momentos, dejaba de tener presente su ofrecimiento de víctima. Este lo hizo repetidas veces a N. Señor, que aceptó el sacrificio como un holocausto agradable a su Divino Corazón.[92]
“Muere de amor”[93]
El lunes 12 de abril “se reunió varias veces la Comunidad, porque a cada momento parecía extinguirse su preciosa vida; y a las 7 1/4, estando la Comunidad presente y asistida por el señor Capellán, expiró suavemente en el Señor”[94]. Su connovicia, la hermana Isabel de la Trinidad, rememora:
El fin de Sor Teresa de Jesús fue un reflejo de su vida de intenso amor a Dios. Tuve la felicidad de encontrarme presente en sus últimos momentos… sin perder ni el más mínimo detalle. Tenía la mirada hacia arriba, el rostro encendido e irradiaba una paz y una dicha inmensa, como un ser que se va sumergiendo en Dios. Las pruebas tan dolorosas a que fue sometida anteriormente su alma como últimos toques de purificación y de aumento de méritos, y también, sin duda, para sellar su carácter de víctima… habían ya pasado. Se le veía en una paz y felicidad inefable. Y en esa paz y felicidad entregó su alma al Señor. Días antes, al ir a colocarle una inyección, en estado semiinconsciente murmuró estas palabras: «El fruto estaba maduro. Dios lo tocó y cayó…».
Y, a más de 70 km. de distancia de su convento de Los Andes, otra carmelita descalza, la hermana Mercedes del Corazón de María[95], nos revela su visión:
Súbitamente llevaron mi espíritu a una pequeña estación de ferrocarril, que era un ramal desde donde los trenes partían a Los Andes y hasta allí me llevaron, y me encontré en la celda de una carmelita moribunda; vi que era jovencita, y, a pesar de la palidez de su rostro, todo él reflejaba una luz suavísima y celestial. Al lado izquierdo de su cama, como a un metro de altura, había un ángel con ropaje como de nubes blancas, y con un dardo, que no le vi fuego en la punta, le traspasaba el corazón a la religiosa, y al punto me dijeron: «Muere de amor».[96]
“Contemplo a la Santísima Trinidad dentro de mi alma como un inmenso foco de luz”[97]
Vemos a Teresa franqueando la Puerta de la Humanidad de Cristo, con el corazón atravesado en amores. Penetrando en aquel “Foco de Luz” que no la ciega. En sus labios lleva su consigna: “sufrir y amar”. En sus manos, una patena que contiene su vida hecha Hostia por amor. En sus “ojos abiertos”, el reflejo de su Padre, de su Esposo y de su Santificador. Y todo su ser abismado en la “Grandeza de su Misericordia”, por ella y “por los suyos”.