¿Cómo percibe usted el momento católico actual?

Imagen de portada: “Sagrada Familia” por Claudio Di Girolamo, 1965 (Grafito sobre papel).

Humanitas 2022, C, págs. 296 - 299

Percibo el momento católico actual como uno de silencio, pero no necesariamente de ausencia. Lo más evidente, y que siempre subraya la opinión pública, es la progresiva desaparición de la voz de la Iglesia, o más bien, de la jerarquía eclesiástica, de los espacios de los más importantes medios de comunicación que alguna vez ocupó; espacios que le garantizaron por largo tiempo una permanente e influyente presencia. Su desaparición es resultado, en gran medida, de la profunda crisis que siguió al conocimiento de los brutales y sistemáticos casos de abusos por parte de miembros del clero, y que fueron amparados activa o pasivamente por la propia institución. Eso fue probablemente lo más destructivo de todo esto. No solo la ocurrencia de ese mal, sino su perpetuación, porque aquellos que debían contenerlo o castigarlo decidieron en muchos casos no mirar. El estado de la Iglesia hoy en Chile es, en ese sentido, el de una penitencia y discernimiento respecto de cómo debe ser el papel público ocupado por ella, después de todo lo que ha pasado. Lo único claro, creo, es que no puede ser el mismo de ayer. Porque la reflexión crítica respecto de los abusos y el clericalismo que los sostenía no debiera ser tan fácilmente separada de ese rol mediático, quizás demasiado mediático, que por momentos reducía la misión de la Iglesia a un mero asunto de poder. Y ahí, sabemos, no queremos –no debiéramos querer– volver.

El estado de la Iglesia hoy en Chile es, en ese sentido, el de una penitencia y discernimiento respecto de cómo debe ser el papel público ocupado por ella, después de todo lo que ha pasado. Lo único claro, creo, es que no puede ser el mismo de ayer.

La Iglesia está entonces en un tiempo de silencio. Para muchos puede ser inquietante (y para otros deseable). Pero si es parte de un proceso comprensivo, debiéramos verlo como un silencio esperanzador. Porque han ocurrido tantas cosas. No solo los abusos, sino el estallido social en Chile, la crisis de las democracias liberales en todo Occidente, la angustiante e incontenible crisis climática, la pandemia, ahora la guerra, todas señales de tiempos convulsos y desafiantes que antes de la acción, requieren de un juicio que esté dispuesto a detenerse, aunque sea un momento, a pensar, a interpretar. Y eso exige silencio, introspección; no indiferencia ni distancia, sino una observación atenta, una observación comprometida, para recuperar la expresión del escéptico pero agudo Raymond Aron. Un silencio que permita mirar con ese don de lágrimas que pedía el rey san Luis a Dios, con el que podamos conmovernos con lo real y movilizarnos en consecuencia para cuidarlo; para reconocer allí la presencia sobreabundante de la gracia.

Ahora bien, hay que evitar sobredimensionar el silencio, o más bien, asumir que el que corresponde a la crisis institucional de la Iglesia y su desaparición mediática implica una crisis total, una decadencia, un deterioro de la fe, un desvanecimiento progresivo y definitivo de la presencia efectiva y cotidiana de la Iglesia. Evitar en el fondo interpretar el silencio como un retiro irreversible. Hay que evitarlo porque todo indica que las personas siguen creyendo; que las impacta y enfurece el abuso, y exigen medidas preventivas y reparatorias, pero no pierden su fe. A su vez, la propia Iglesia, comprometida siempre con su labor pastoral, sigue acompañando a quienes están en los márgenes, sirviendo, cuidando. Nunca dejó de hacerlo. Las estructuras de poder derrumbadas no se identifican con la realidad comunitaria de la Iglesia, que sigue viva, pues la inspira no una institución humana, sino la realización efectiva, el cumplimiento de la promesa de Dios de entrar en el mundo a salvarnos. Acontecimiento que sume al católico en un estado permanente de búsqueda en la que se nos va la vida; un camino que no es, sin embargo, una apuesta ciega que puede terminar en la nada, pues ya fuimos alcanzados por Él (Filipenses 3, 14). La Iglesia, entonces, sigue ahí, realizando confiada y humilde su misión, resistiendo las arremetidas internas y externas, refutando los discursos que aseguran su desaparición y ruina ante la efectiva caída de su jerarquía. No es que ella dé lo mismo. Esa caída es grave y profunda, pero tomará tiempo repararla. Lo relevante es constatar que ella no equivale a todo el Pueblo de Dios, que es el que primariamente constituye la Iglesia. Y es esa certeza la que permite sostener la esperanza en su reconstrucción institucional. Pues su tarea y los fundamentos de toda su estructura están más allá de ella, en bases imperecederas.

Por eso, el Papa Francisco ha subrayado con tanta insistencia la idea del Pueblo de Dios, en el marco de su dura crítica al clericalismo y la corrupción institucional de la Iglesia a nivel mundial. De alguna manera, su apuesta es instalar una comprensión de la realidad eclesial primeramente no como una estructura formal de poder donde priman las cabezas institucionales, sino las personas que cotidianamente constituyen la comunidad de la Iglesia y al servicio de las cuales está la jerarquía y todo el ordenamiento que a ella las acompaña. No se trata de echar abajo la institución, sino de reconstruirla poniéndola en su lugar, que no es otro que el de la imagen fundadora del lavado de pies de Cristo a sus discípulos en la Última Cena. Si el hijo de Dios se arrodilla para limpiar a otro, en el gesto de mayor servidumbre, ¿qué otra cosa debiera hacer la institución que surge a partir de Él sino reclinarse ante el mundo para servirlo y ofrecer aquello que ha recibido? Poner la Iglesia al servicio del Pueblo de Dios, protagonista de su propio destino y en función del cual se construye y despliega la propia institución.

Que su silencio se haga eficaz y pueda eventualmente transformarse en voz efectiva depende de que retorne humilde, no reclamando jerarquía alguna, sino la convicción de ser heredera de una memoria que salva. Y cuya promesa es un mensaje (y un acontecimiento) para todos.

El momento presente del mundo católico es entonces, pienso, el de un silencio comprensivo, un silencio orientado a reparar, reconstruir y continuar la misión cotidiana y humilde de servicio al prójimo. Un silencio que es también escucha. Y no hay camino para reivindicar la legitimidad y valor de la presencia pública de la Iglesia, de su aporte a la definición del bien común y a la convivencia, que el de ese silencio. Porque no se trata de que la Iglesia se calle definitivamente, como muchos tal vez esperan. Ella sigue teniendo algo que anunciar y es de hecho ese anuncio el que funda su misión. El católico no puede moverse en el mundo sin dar testimonio de aquello que ha recibido. Pero esa presencia pública que permita defender su relevancia y exigir su reconocimiento en el espacio deliberativo no será apostar a recuperar una supuesta influencia perdida y añorada. No puede la Iglesia apropiarse nuevamente de esa presencia mediática que por momentos se pretendía superior, pues la fe que la sostenía se confundía a ratos con la idea de estar menos expuesta que otras instituciones a las miserias de los hombres. La caída fue por lo mismo abrupta y dolorosa. Que su silencio se haga eficaz y pueda eventualmente transformarse en voz efectiva depende de que retorne humilde, no reclamando jerarquía alguna, sino la convicción de ser heredera de una memoria que salva. Y cuya promesa es un mensaje (y un acontecimiento) para todos.

 


* Josefina Araos es licenciada y magíster en Historia por la Pontificia Universidad Católica de Chile e investigadora del Instituto de Estudios de la Sociedad (IES).

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