La vida del beato Josemaría Escrivá estuvo identificada en esta tierra con la misión recibida. Sentía el imperativo de llevarla adelante, y no descansó hasta que el Señor lo llamó a su presencia. Su conciencia de tener que llevar un mensaje divino a todos los hombres, de toda edad y condición, le hacía no desmayar en ese afán.
En el Breve Apostólico por el cual el Papa Juan Pablo II declaró beato al fundador del Opus Dei, se contiene un resumen apretado del carisma que recibió de Dios y en cuya difusión empeñó su vida entera: “El mensaje del Venerable Josemaría Escrivá refleja, con admirable coherencia, el alcance universal del misterio salvífico. A cada uno llama a la santidad, de cada uno pide amor: jóvenes y ancianos, solteros y casados, sanos y enfermos, cultos e ignorantes, trabajen donde trabajen, estén donde estén (Amigos de Dios, n 294). Al proclamar la radicalidad de la vocación bautismal abrió nuevos horizontes para una cristianización mas profunda de la sociedad. En efecto, el fundador del Opus Dei ha recordado que la llamada universal a la plenitud de unión con Cristo comporta también que cualquier actividad humana puede convertirse en lugar de encuentro con Dios”. Esta doctrina, que sonaba a novedad en los labios del joven sacerdote español que la proclamaba desde 1928, hoy es parte del magisterio de la Iglesia Católica, y en particular del Concilio Vaticano II.
La santidad, una exigencia vieja y nueva como el Evangelio
En el seguimiento y anuncio de Cristo, la Iglesia no se cansa de repetir el llamado del Maestro: “Sed pues perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto” (Mt 5,48) y lo proclama a los cuatro vientos por boca de los sucesores de los Apóstoles. “Los fieles todos, de cualquier condición y estado que sean, fortalecidos por tantos y tan poderosos medios, son llamados por Dios cada uno por su camino a la perfección de la santidad por la que el mismo Padre es perfecto” (Lumen Gentium, 11). No es doctrina nueva, sino vieja como el evangelio; pero también con toda la novedad del evangelio. Ya el mismo San Agustín comentando los Salmos había escrito “Nuestro fin de ser nuestra perfección; nuestra perfección es Cristo” (Comentario sobre el Salmo 69). San Francisco de Sales y San Alfonso María de Ligorio, dos maestros de la espiritualidad católica, habían hecho aportes de gran interés a una teología que iría abriendo caminos de santidad en ámbitos diversos a la vida religiosa. El Cardenal Albino Luciani, en un artículo publicado poco antes de ser elegido Papa, comenta el mensaje que el Beato Josemaría recibió de Dios, y explica: “Cosas semejantes había enseñado San Francisco de Sales, hacía mas de trescientos años. Desde el púlpito, un predicador había condenado al fuego públicamente el libro en que el santo explicaba que, con ciertas condiciones, el baile podía ser lícito, y que incluso contenía un capítulo entero dedicado a la “honestidad del lecho conyugal”. Sin embargo, en algunos aspectos, Escrivá supera a Francisco de Sales. También éste proponía la santidad para todos, pero parece que enseña solamente una “espiritualidad de los laicos”, mientras que Escrivá ofrece una “espiritualidad laical”. Es decir, Francisco sugiere casi siempre a los laicos los mismos medios utilizados por los religiosos, con las oportunas adaptaciones. Escrivá es más radical: habla incluso de “materializar” -en el buen sentido- la santificación. Para él, lo que debe transformarse en oración y santidad es el trabajo material mismo”.
Estas palabras nos descubren un elemento esencial del llamado a la santidad que hoy la Iglesia proclama y que Josemaría Escrivá expresó de modo elocuente: “Hemos de estar siempre de cara a la muchedumbre, porque o hay criatura humana que no amemos, que no tratemos de ayudar y de comprender. Nos interesan todos, porque todos tienen un alma que salvar, porque a todos podemos llevar, en nombre de Dios, una invitación para que busquen en el mundo la perfección cristiana, repitiéndoles: estote ergo vos perfecti, sicut et Pater vester caelestis perfectus est (Matth V, 48); se perfectos, como lo es vuestro Padre celestial. Hemos venido a decir, con la humildad de quien se sabe pecador y poca cosa -homo peccator sum (Luc. V, 8), decimos con Pedro-, pero con la fe de quien se deja guiar por la mano de Dios, que la santidad no es cosa para privilegiados: que a todos nos llama el Señor, que de todos espera Amor: de todos, estén donde estén; de todos, cualquiera que sea su estado, su profesión o su oficio. Porque esa vida corriente, ordinaria, sin apariencia, puede ser medio de santidad: no es necesario abandonar el propio estado en el mundo, para buscar a Dios, si el Señor no da a un alma la vocación religiosa, ya que todos los caminos de la tierra pueden ser ocasión de un encuentro con Cristo” [1].
Particularmente el santo Obispo de Ginebra, Francisco de Sales, advirtió el carácter restrictivo de la mentalidad que identificaba la llamada a la santidad con la vida religiosa, y trató de poner por obra un desarrollo práctico de espiritualidad laical. Lo hizo por la única vía posible en su época: adecuar o acomodar al mundo seglar las exhortaciones y la vida ascética de los religiosos. A pesar de sus aportes, asombrosos y llenos de luz, no fue posible entonces elaborar una genuina teología del laicado, que requeriría de muchas evoluciones para llegar a ser realidad. Sin embargo, no puede decirse que la llamada universal a la santidad hubiera sido olvidada en la Iglesia, pero sí que encontró sus caminos habituales en la vida religiosa, en el “apartamiento del mundo”, según la clásica expresión. El desarrollo de la teología espiritual se orientó hacia una identificación entre santidad y vida religiosa. Todo ello no excluía, por cierto, que personas singulares en la vida laical aspiraran a un elevado grado de unión con Dios, y para ellos la ascética había ideado diversos medios: las órdenes terceras, las cofradías y pías uniones. Esas fuentes de crecimiento en santidad personal y comunitaria, eran en su origen adaptaciones de la vida religiosa al mundo de los laicos y por ello carecían de pretensiones de universalidad. Este es el contexto espiritual que prevalece en la gran mayoría de las naciones cristianas a principios del siglo XX.
Infancia y juventud de Josemaría Escrivá
En este mismo contexto se desarrollará también la juventud de Josemaría Escrivá, nacido el 9 de enero de 1902 en Barbastro. Hijo de un comerciante dedicado a los tejidos, don José Escrivá y Corzán, y de doña Dolores Albás y Blanc, es el segundo de una familia a la que luego se agregarán tres hermanas entre los años 1910 y 1913. Las tres pequeñas hermanas fallecerán sucesivamente en un corto lapso de tiempo, dejando una marca indeleble en la vida de sus padres y en la de Josemaría. En 1919, cuando su madre ya era algo mayor, nace Santiago, el último de los hijos.
Sigue Josemaría el desarrollo habitual de un niño de esas tierras aragonesas: educación en un parvulario de las Hijas de la Caridad en 1906, y asistencia al colegio de los Padres Escolapios de Barbastro desde 1908. Era su mundo muy cercano a las cosas de Dios, pero alejado de lo clerical. Su madre, doña Dolores lo llevó a su confesor antes de recibir por primera vez la Comunión, el 23 de abril de 1912, a la edad de diez años.
Al terminar sus estudios de enseñanza secundaria, Josemaría va camino de la universidad, y su horizonte profesional lo avizora en los campos de la arquitectura. No había sentido nunca un llamado particular de Dios, hasta que el Señor se cruzó en su camino. En un frío invierno de 1918 sintió removerse su alma al contemplar las huellas de un carmelita descalzo en la nieve. Pensó Josemaría que si aquel hombre era capaz de hacer eso por amor a Dios, algo debería ofrecerle también él. Y aquel joven que nunca había pensado en entregar su vida al Señor -aunque amaba a los sacerdotes-, comenzó a presentir que Dios le pedía algo, pero sin saber lo que era. Su alma generosa repetía las palabras del ciego de Jericó: -¡Señor, que vea!-, pidiendo a Dios la luz necesaria para conocer su Voluntad. Se dio cuenta que seguir el camino del sacerdocio era una manera de ponerse a disposición de un querer de Dios más preciso que todavía no conocía, y se acercó a su padre para manifestarle su decisión. Don José, hombre recio y probado por la vida, no pudo evitar unas lágrimas al ver que tantas ilusiones y proyectos familiares que había forjado en torno a su hijo mayor parecían desvanecerse. Sin embargo, le dio su apoyo generoso, conduciéndolo a hablar con dos sacerdotes amigos suyos para que lo orientaran en el nuevo camino que había decidido emprender.
El año 1918 tenemos a Josemaría como estudiante del seminario de Logroño, a donde su familia se había trasladado luego de la quiebra de su padre, y dos años más tarde en Zaragoza, donde acude para terminar los estudios de Teología en la Universidad Pontificia. Fueron los de Zaragoza “años transcurridos a la sombra del Seminario de San Carlos, camino de mi sacerdocio, desde la tonsura clerical recibida de manos del Cardenal don Juan Soldevila, en un recogido oratorio del Palacio Arzobispal, hasta la Primera Misa, una mañana a muy temprana hora, en la Santa Capilla de la Virgen” [2].
La preparación al sacerdocio y los primeros años de ministerio.
Sin buscarlo, le llegan responsabilidades que van templando su voluntad y preparándolo para aquella misión que no conocía pero intuía. El Cardenal Soldevila le nombra inspector del Seminario y le confiere la tonsura y las órdenes menores en 1922. Josemaría comienza, en 1923, los estudios de Derecho, que lleva adelante juntamente con los eclesiásticos. Por entonces se suceden en España acontecimientos dramáticos: muere asesinado el Cardenal Soldevila y sobreviene la dictadura del General Primo de Rivera. En el mes de junio de 1924 recibe el subdiaconado, y el 20 de diciembre el diaconado, que lo deja a las puertas del sacerdocio. La ordenación sacerdotal la recibirá el 28 de marzo de 1925 de manos de monseñor Miguel de los Santos Díaz Gómara, que había sido Obispo Auxiliar del Cardenal Soldevila. Su primera Misa quiso celebrarla delante de Nuestra Señora del Pilar, cuya iglesia había venido visitando casi a diario desde que llegó a Zaragoza. Arrodillado ante aquel milagroso pilar que fue testigo de la aparición de la Virgen al Apóstol Santiago, él pediría una y otra vez la gracia de descubrir aquello que Dios quería de él.
Quiso el Señor que ofreciera el sacrificio de ver partir a su padre antes de aquel momento solemne de su vida. Murió don José el 27 de noviembre del año anterior a la ordenación sacerdotal del hijo, cuando era aún joven, y recayó entonces sobre el primogénito la responsabilidad de sacar adelante la familia.
Primera Misa y primer destino fueron de la mano. Al día siguiente de aquélla, fue enviado a Perdiguera, un pueblito de menos de mil habitantes cercano a Zaragoza, para reemplazar al párroco; y allí pudo expandir sus deseos de pegar el fuego divino a las almas que le fueron confiadas. Dos meses bastaron para que visitara a las familiar, organizara la catequesis y recorriera la comarca, dejando un recuerdo imborrable en aquel villorio: “De los sacerdotes que han pasado por el pueblo es D. Josemaría quien ha dejado en mí, y no sabría decir exactamente por qué, un recuerdo imborrable. Era muy alegre, con un humor excelente, muy educado, sencillo y cariñoso. En el poco tiempo que estuvo le cogí un gran afecto y sentí de veras su marcha”, escribió en 1975 Teodoro Murillo, quien fuera sacristán por décadas en Perdiguera.
Entre los años 1925 y 27 Josemaría sigue su preparación pastoral y sus estudios universitarios, que lo llevan a trasladarse a Madrid para preparar su doctorado en Derecho. Busca un trabajo pastoral que le permita ejercer con plenitud su sacerdocio, del que cada día se siente más enamorado, y lo encuentra como capellán del Patronato de Enfermos. En esta institución de beneficencia dedicada a los más pobres, su celo se despliega en la atención de cientos de enfermos, a quienes visita en sus domicilios y en los hospitales. Recorre Madrid de un lado a otro, a pie, asistiendo a moribundos y desvalidos, mientras va sembrando sus trayectos con oraciones. “El Capellán del Patronato de Enfermos -explica una de las Damas Apostólicas, encargadas del Patronato- era el que cuidaba de los actos de culto de la Casa: decía Misa diariamente, hacía la Exposición del Santísimo y dirigía el rezo del Rosario. No tenía, por razón de su cargo, que ocuparse de atender la extraordinaria labor que se hacía desde el Patronato entre los pobres y enfermos -en general, con los necesitados- del Madrid de entonces. Sin embargo, D. Josemaría aprovechó la circunstancia de su nombramiento como Capellán, para darse generosa, sacrificada y desinteresadamente a un ingente número de pobres y enfermos que se ponían al alcance de su corazón sacerdotal”.
Seguía esperando la manifestación más explícita de la Voluntad de Dios, y acompañaba esa espera con una oración y mortificación ininterrumpidas, pidiendo a diestra y siniestra la limosna de los rezos, especialmente a los enfermos más pobres de los hospitales madrileños. Esas eran las armas que Dios le iba mostrando para preparar lo que vendría más adelante. Aparentemente su paso por Madrid no tenía explicación más allá de los estudios en que estaba empeñado, pero en realidad eran otras las corrientes divinas que lo llamaban a la capital. Dedicó muchas horas a la confesión de los pequeños más desamparados. Con expresión que el Papa Juan Pablo II ha usado para referirse a sus años de joven sacerdote, podríamos decir que Josemaría se hizo un “prisionero del confesonario”. “Horas y horas por todos los lados, todos los días, a pie de una parte a otra, entre pobres vergonzantes y pobres miserables, que no tenían nada de nada; entre niños con los mocos en la boca, sucios, pero niños, que quiere decir almas agradables a Dios. ¡Qué indignación siente mi alma de sacerdote, cuando dicen ahora que los niños no deben confesarse mientras son pequeños! ¡No es verdad! Tienen que hacer su confesión personal, auricular y secreta, como los demás. ¡Y qué bien, qué alegría! Fueron muchas horas en aquella labor, pero siento que no hayan sido más” [3]. Adquirió fama de confesor avezado, y especialmente de tener el don divino de abrir las almas a la gracia, por duras y difíciles que fueran las circunstancias. Las Damas Apostólicas no recuerdan de ningún caso en que habiendo pedido al Capellán atender un enfermo, no lograra abrir con los golpes suaves y fuertes de la gracia los corazones más alejados.
2 de octubre de 1928: la iluminación que esperaba
En los primeros días de octubre de 1928 hizo Josemaría sus ejercicios espirituales en la casa de los Padres Paúles, en la calle García de Paredes. Eran seis sacerdotes y seguían el plan habitual para este tipo de práctica espiritual: silencio riguroso, levantada a las cinco de la mañana, y retirada a las nueve de la noche. Entremedio exámenes de conciencia, misa, pláticas, oficio divino.
El martes por la mañana, 2 de octubre, fiesta de los Ángeles Custodios, después de celebrar misa, se encontraba don Josemaría en su habitación leyendo las notas que había traído consigo. De repente, le sobrevino una gracia extraordinaria, por la que entendió que el cielo daba respuesta a aquellas insistentes peticiones del “¡Señor, que vea!”. Refiriéndose a aquel momento, escribió: “Recibí la iluminación sobre toda la Obra, mientras leía aquellos papeles. Conmovido me arrodillé -estaba solo en mi cuarto, entre plática y plática-, di gracias al Señor, y recuerdo con emoción el tocar de las campanas de la parroquia de N. Sra. de los Ángeles” [4].
La luz de Dios aclaró los claroscuros del tiempo anterior. Fueron unos instantes de indescriptible grandeza. Ante su vista, dentro del alma, aquel sacerdote en oración vio desplegado el panorama histórico de la redención humana, iluminado por el Amor de Dios. En ese momento, de manera indecible, captó el meollo divino de la excelsa vocación del cristiano, que, en medio de sus tareas terrenales, era llamado a la santificación de su persona y de su trabajo. Con esa luz vio la esencia del Opus Dei -instrumento aún sin nombre-, destinado a promover el designio divino de la llamada universal a la santidad, y cómo de la entraña de la Obra -instrumento de la Iglesia de Dios- irradiaban los principios teológicos y el espíritu sobrenatural que renovarían a las gentes. Con inmenso pasmo, entendió, en el centro de su alma, que dicha iluminación no sólo era respuesta a sus peticiones, sino también la invitación a aceptar un encargo divino.
Enseguida, tras la torrencial efusión de la gracia, invadió al sacerdote ese sentimiento de singular inquietud que experimentan las almas ante la presencia soberana del Señor. Y, al desencadenarse en la conciencia de la criatura el temor y el miedo, oye el alma un “¡no temas!” confortante. Josemaría siente ante la claridad del mensaje divino la necesidad de elevar un fiat, que exprese su aceptación a la voluntad de Dios, porque es consciente de las resistencias que un hombre puede oponer a los planes del cielo.
Después de los acontecimientos de octubre, Josemaría no tendrá otra misión que cumplir la vocación que Dios le ha mostrado. La luz encendida en él constituyó en adelante el punto de referencia histórico en cuanto al origen de la Obra, como fecha de una invitación de Dios y de una respuesta suya. Siente, como es natural, la indignidad de la criatura que es tocada por su Creador, y no acepta de buenas a primeras llamarse fundador. Pero la exigencia divina del 2 de octubre estaba ahí, y por más que él quisiera estar en un segundo plano, no le era posible soslayar su responsabilidad. Escribió entonces, como para asentar su pensamiento. “Una vez más se ha cumplido lo que dice la Escritura: lo que es necio, lo que no vale nada lo que –se puede decir- casi ni siquiera existe…, todo eso lo coge el Señor y lo pone a su servicio. Así tomó a aquella criatura, como instrumento suyo” [5]. Más adelante vuelve a dejar por escrito lo que viene a su mente y a su corazón al rememorar el 2 de octubre: “La Obra de Dios no la ha imaginado un hombre […]. Hace muchos años que el Señor la inspiraba a un instrumento inepto y sordo, que la vio por vez primera el día de los Santos Ángeles Custodios, dos de octubre de mil novecientos veintiocho” [6].
Desde esa fecha, el empeño por difundir la llamada a la sanidad en medio del mundo y a través del trabajo profesional, constituyó la sustancia de su predicación y el centro de todos sus empeños apostólicos. Al mismo tiempo, fue redactando documentos, que más tarde entregaría a sus hijos en el Opus Dei. En el más antiguo de ellos, una extensa carta fechada el 24 de marzo de 1930, el fundador da a conocer la misión divina que le ha encomendado el Señor: “El corazón del Señor es corazón de misericordia, que se compadece de los hombres y se acerca a ellos. Nuestra entrega, al servicio de las almas, es una manifestación de esa misericordia del Señor, no sólo hacia nosotros, sino hacia la humanidad toda. Porque nos ha llamado a santificarnos en la vida corriente, diaria” [7].
La esencia del mensaje divino
Pero ¿qué era aquello que había hecho que Josemaría se arrodillara en la sobria habitación de los Paúles al momento de recibirlo, y que diera gracias inclinando al Señor? ¿qué anuncio y qué luces nuevas eran las recibidas? Él mismo lo describió, porque el mensaje recibido era claro y nítido. “En esa vida corriente, mientras vamos por la tierra adelante con nuestros compañeros de profesión o de oficio -como dice el refrán castellano cada oveja con su pareja, que así es nuestra vida-, Dios Nuestro Padre nos da la ocasión de ejercitarnos en todas la virtudes, de practicar la caridad, la fortaleza, la justicia, la sinceridad, la templanza, la pobreza, la humildad, la obediencia. […] estando nosotros siempre en el mundo, en el trabajo ordinario, en los propios deberes de estado, y allí, a través de todo, ¡santos!” [8].
De modo que las ciencias y el arte, el mundo de la economía y de la política, la artesanía y la industria, las labores domésticas y cualquier otra profesión honrada dejan de ser indiferentes o profanas. Porque cualquier actividad, vivificada en unión con Cristo, hecha con espíritu recto, de sacrificio, de amor al prójimo y de perseverancia, con intención de dar gloria a Dios, queda ennoblecida y adquiere valor sobrenatural.
El núcleo esencial del mensaje divino, mensaje de amor y de santificación, reclamaba una misión apostólica con el fin de esparcir la buena nueva por todos los rincones de la tierra, y una obra o institución para propagarla entre los hombres. Esa misión la recibió Josemaría el 2 de octubre y en esa misma fecha y hora puso el Señor en sus manos el instrumento para realizar aquella empresa apostólica: el Opus Dei.
Era evidente que aquello que el Señor le pedía no era salirse del mundo, alejarse de las realidades terrenas, sino que, por el contrario, era permanecer en medio de ellas vivificándolas con la luz de la fe y el amor de Dios a los hombres.
El mensaje recibido no era para algunos, ni para muchos, era un mensaje para todos, porque Dios no hace acepción de personas, sino que invita a todos a la boda. Se produce así un vuelco, pues mientras para muchos la santidad se identifica con acciones extraordinarias que sólo a unos pocos es dado realizar, “lo extraordinario nuestro es lo ordinario: lo ordinario hecho con perfección. Sonreír siempre, pasando por alto -también con elegancia humana- las cosas que molestan, que fastidian: ser generosos sin tasa. En una palabra, hacer de nuestra vida corriente una continua oración” [9].
Comprendió el fundador que la llamada a la santidad era una auténtica vocación, y escribió: “Si me preguntáis cómo se nota la llamada divina, cómo se da uno cuenta, os diré que es una visión nueva de la vida. Es como si se encendiera una luz dentro de nosotros; es un impulso misterioso, que empuja al hombre a dedicar sus más nobles energías a una actividad que, con la práctica, llega a tomar cuerpo de oficio. Esa fuerza vital, que tiene algo de alud arrollador, es lo que otros llaman vocación. La vocación nos lleva -sin darnos cuenta- a tomar una posición en la vida, que mantendremos con ilusión y alegría, llenos de esperanza hasta en el trance mismo de la muerte. Es un fenómeno que comunica al trabajo un sentido de misión, que ennoblece y da valor a nuestra existencia. Jesús se mete con un acto de autoridad en el alma, en la tuya, en la mía: ésa es la llamada” [10].
Aquella petición en la que Josemaría venía perseverando desde hacía más de diez años, encontraba ahora una respuesta. “Quería Jesús, indudablemente, que clamara yo desde mis tinieblas, como el ciego del Evangelio. Y clamé durante años, sin saber lo que pedía. Y grité muchas veces la oración “ut sit!”, que parece pedir un nuevo ser… Y el Señor dio luz a los ojos del ciego -a pesar de él mismo (del ciego)- y anuncia la venida de un ser con entraña divina, que dará a Dios toda la gloria y afirmará su Reino para siempre” [11].
Desde el comienzo Josemaría entendió que la institución que Dios le pedía que fundara nacía en la Iglesia y para servir a la Iglesia. La criatura recién nacida veía la luz con amplitud universal, y así lo escribió con gran certeza: “Al suscitar en estos años su Obra, el Señor ha querido que nunca más se desconozca o se olvide la verdad de que todos deben santificarse, y de que a la mayoría de los cristianos les corresponde santificarse en el mundo, en el trabajo ordinario. Por eso, mientras haya hombres en la tierra, existirá la Obra. Siempre se producirá este fenómeno: que haya personas de todas las profesiones y oficios, que busquen la santidad en su estado, en esa profesión o en ese oficio suyo, siendo almas contemplativas en medio de la calle” [12].
Los fines y los medios del Opus Dei
Bien claro tenía Josemaría que en esta empresa nueva a la que había sido llamado uno sólo era el modelo a imitar: Jesucristo, y que él, a fin de cuentas, no era más que el instrumento elegido: “Jesús es el Modelo: ¡imitémosle! Imitémosle, sirviendo a la Iglesia Santa y a todas las almas. “Christum regnare volumus” “Deo omnis gloria” “Omnes cum Petro ad Iesum per Mariam”. Con estas tres frases quedan suficientemente indicados los tres fines de la Obra: Reinado efectivo de Cristo, toda la gloria de Dios, almas” [13].
Aquel proyecto divino quedaba de tal manera injertado en su vida, que dependía de su fidelidad a la voz divina el que llegara a cuajar. Por eso escribió esta nota autobiográfica: “De que tú y yo nos portemos como Dios quiere –no lo olvides- dependen muchas cosas grandes” [14]. Con la madurez que da la cercanía de Dios, pronto vislumbró que todo aquello sería un camino de espinas y dificultades: “Bien sé -declara confiadamente- que los primeros que comencemos a trabajar hemos de amasar, con lágrimas de sangre, esa argamasa del cimiento, de que vengo hablando. No perderemos ni la fe, ni la alegría: lo podremos todo en Aquel que nos confortara” [15].
“Pero… ¿y los medios?”, se preguntaba Josemaría. Y la respuesta: “Son los mismos de Pedro y de Pablo, de Domingo y Francisco, de Ignacio y Javier: el Crucifijo y el Evangelio… -¿Acaso te parecen pequeños?” [16]. Ahora comprendía por qué el Señor le había quitado todos los medios materiales y le pedía que recorriera en la escasez más completa el camino divino. “Hemos empezado a trabajar en la Obra, cuando el Señor quiso, con una carencia absoluta de medios materiales: veintiséis años, la gracias de Dios y buen humor. Y basta” [17].
Pero vista la fuerza del mensaje, pasando sobre sus propias vacilaciones y flaquezas, se lanzó a la aventura divina. Era necesario transmitir el mensaje, hacer eco a la voz recibida, pero al mismo tiempo importunar con divina impaciencia, con una vida exigida y mortificada, que lo fuera asemejando al Modelo. Recorrió los nombres de sus amigos y alumnos, muchos de ellos conocidos en la universidad y en la Academia Cicuéndez, donde hacía clases para ganar algo con lo que mantener a su familia. Los trató, hizo amistades más profundas y fue por los caminos de la confidencia espiritual, aunque sin comunicarles abiertamente aún los sucesos del 2 de octubre. Empezó a rodearse de jóvenes de toda clase y condición y a trasmitirles el núcleo esencial de aquel mensaje divino. Solía decir a aquellos universitarios y obreros que venían junto a él por los años treinta, que tenía que saber materializar la vida espiritual, para apartarlos de la tentación frecuente de llevar como una doble vida: la vida interior, la vida de relación con Dios, de una parte; y de otra, distinta y separada, la vida familiar, profesional y social. A uno de sus amigos que se mostraba asombrado ante el imprevisto anuncio de que era necesario ser santos en medio de las ocupaciones diarias, le contestó: “Mira, esto no es una invención mía, es una voz de Dios”. Fue Josemaría abriéndole a aquellos muchachos insospechados horizontes de entrega a Dios en medio del mundo. Uno de los primeros en unirse a él fue Isidoro Zorzano, ingeniero de los ferrocarriles andaluces, compañero suyo en Logroño.
Si la llamada divina era para todos, era natural que buscara también a su colegas sacerdotes para comunicarles el mensaje. Trató de entusiasmar apostólicamente a don Norberto Rodríguez, capellán como él del Patronato de Enfermos. También se dirigió a don José Pou de Foxá, su profesor de Derecho Romano de Zaragoza. No dejaba pasar ocasión de cultivar nuevas amistades con sacerdotes, y con algunos de ellos hizo lo que llamó un pacto de hermandad. “Desde el año 1928 procuré acercarme a almas santas, incluso a personas desconocidas, que tenían -como yo solía decir- cara de buenos cristianos: y les pedía oraciones” [18]. Un día de 1929 se tropezó en la calle, muy temprano, con un sacerdote desconocido, don Casimiro Morcillo, años más tarde arzobispo de Madrid, y sin mayores comentarios le pidió oraciones.
Buscó la fuerza en los enfermos, con los que tanto contacto tenía por su trabajo en el Patronato, y les hacía la misma petición. Pedía por la empresa sobrenatural que tenía entre manos, pero pedía también oraciones por él, consciente de su poquedad. “Recuerdo, a veces con cierto temor por si fue tentar a Dios u orgullo, que, estando moribunda Mercedes Reyna […], sin haberlo pensado de antemano, me ocurrió pedirle, como lo hice, lo siguiente: Mercedes, pida al Señor, desde el cielo, que si no he de ser un sacerdote, no bueno, ¡santo!, se me lleve joven, cuanto antes. Después la misma petición he hecho a dos personas seglares -una señorita y un muchacho-, quienes todos los días en la Comunión renuevan ante el buen Jesús esa aspiración” [19].
¿Comenzar una nueva fundación?
“Yo no quería fundar nada… yo no he hecho más que estorbar” y medio en broma medio en serio decía que “el único fundador bueno que conozco es el de la botellas”, aludiendo al conocido coñac español. Nunca había pensado en ser fundador, pero Dios sí lo había pensado. Su trabajo apostólico iba tomando vuelos, y eso le hacía revivir su rechazo a ser fundador. Incluso llegó a pensar que aquello podría ser una expresión de soberbia. Así lo escribía a los miembros del Opus Dei, que lo consideraban como el padre de la familia: “Sabéis qué aversión he tenido siempre a ese empeño de algunos –cuando no está basado en razones muy sobrenaturales, que la Iglesia juzga- por hacer nuevas fundaciones. Me parecía -y me sigue pareciendo- que sobraban fundaciones y fundadores: veía el peligro de una especie de psicosis de fundación, que llevaba a crear cosas innecesarias por motivos que consideraba ridículos. Pensaba, quizá con falta de caridad, que en alguna ocasión el motivo era lo de menos: lo esencial era crear algo nuevo y llamarse fundador” [20]. Siguió entonces un camino que al poco tiempo se vio sin destino: buscar otras instituciones cuyo mensaje fuera similar a lo que el Señor le había pedido el 2 de octubre. “El Señor […] viendo mi resistencia y aquel trabajo entusiasta y débil a la vez, me dio la aparente humildad de pensar que podría haber en el mundo cosas que no se diferenciaran de lo que El me pedía. Era una cobardía poco razonable; era la cobardía de la comodidad, y la prueba de que a mí no me interesaba ser fundador de nada” [21]. Hizo gestiones, escribió, recibió respuestas de dentro y fuera de España, pero nada era parecido ni cercano. “Llegaron a mis manos noticias de muchas instituciones modernas (de Hungría, Polonia, Francia, etc.), que hacían cosas raras… ¡Y Jesús nos pedía, en su Obra, como virtud sine qua non la naturalidad” [22].
Al comienzo le pareció que las mujeres no eran llamadas a formar parte de la Obra, pero el querer divino se demostró diverso. “No pensaba yo que en el Opus Dei hubiera mujeres. Pero aquel 14 de febrero de 1930, el Señor hizo que sintiera lo que experimenta un padre que no espera ya otro hijo, cuando Dios se lo manda. Y, desde entonces, me parece que estoy obligado a teneros más afecto: os veo como una madre ve al hijo pequeño”, escribía a sus hijas del Opus Dei en 1965. Josemaría contrastará la inspiración divina que ha recibido con la opinión del confesor, quien le confirmará: “Esto es tan de Dios como lo demás”. Fue este mismo sacerdote, el Padre Sánchez Ruiz, de la Compañía de Jesús, quien tuvo una intervención providencial para darle un nombre a la recién nacida institución. “Un día fui a charlar con el P. Sánchez, en un locutorio de la residencia de la Flor. Le hablé de mis cosas personales (sólo le hablaba de la Obra en cuanto tenía relación con mi alma), y el buen padre Sánchez al final me preguntó: “¿cómo va esa Obra de Dios?” Ya en la calle, comencé a pensar: “Obra de Dios. ¡Opus Dei! Opus, operatio…, trabajo de Dios. ¡Este es el nombre que buscaba!” Y en lo sucesivo se llamó siempre Opus Dei” [23]. El nombre Opus Dei unía a la esencia de la Obra -la santificación del trabajo- el origen divino de su institución.
Va el Señor asentado en el alma de Josemaría la convicción profunda de que debe luchar por ser un sacerdote santo, porque ha de ser padre de muchos hijos: “Jesús no me quiere sabio de ciencia humana. Me quiere santo. Santo y con corazón de padre” se lee en una consideración escrita en 1931. No le era fácil llamar hijos a los miembros de la Obra. Con ese lema suyo de ocultarse y desaparecer le daba sonrojo, y se refugiaba en el sencillo recurso de la fraternidad, como él mismo confiesa: “Hasta el año 1933 me daba una especie de vergüenza de llamarme “Padre” de toda esta gente mía. Por eso, yo les llamaba casi siempre hermanos, en vez de hijos” [24]. Con conciencia de que sus hijos eran casi de la misma edad que él, pedía humildemente: “¡dame, Señor, ochenta años de gravedad!”. Con el tiempo su carácter adquirió un toque de seriedad. Chistes, risas y sana jovialidad eran siempre de su agrado. Sin embargo, ese lícito placer se le tornaba ocasionalmente en amargura, causándole un mal sabor de boca. “Es Jesús -pensaba- que va poniendo los ochenta años de gravedad sobre mi pobre corazón, demasiado joven” [25]. Vigiló el sacerdote sus dichos y palabras en la conversación. Procuró controlar sus gustos y modales en público. Se esforzó en evitar cualquier falta de mesura. En fin, hasta en la manera de andar se hizo moderado. No estaba dispuesto, sin embargo, a renunciar a la vida de infancia espiritual a favor de la gravedad de los ancianos. De modo que trató de hallar una fórmula que aunase estos términos dispares. “Jesús –pedía-: quiero ser un nene de dos años, con ochenta inviernos de gravedad y siete cerrojos en mi corazón” [26].
Cuando ya el castillo que iba armando parecía completo, vino una nueva luz divina. Desde hacía tiempo venía meditando sobre el modo de contar en el Opus Dei con sacerdotes formados en el espíritu de la Obras y que pudieran dedicarse íntegramente a esta tarea, que crecía de día en día. Desde hacía algún tiempo, tres miembros del Opus Dei se preparaban intensamente para el sacerdocio siguiendo un plan aprobado por el Obispo de Madrid. Sin embargo, no se encontraba la fórmula adecuado para compaginar el carácter secular propio del Opus Dei con la adscripción de los sacerdotes necesarios para el servicio de un apostolado universal. Era el 14 de febrero de 1943, y mientras celebraba la Santa Misa en un centro de las mujeres, en Madrid, el Señor le mostró la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, inseparablemente unida al Opus Dei. Esa fue la solución que Josemaría buscaba desde hacía tiempo sin encontrarla, y que el Señor quiso dársela, precisa y clara. Entonces escribió, como corolario de todo este proceso divino: “La fundación del Opus Dei salió sin mí; la Sección de mujeres contra mi opinión personal, y la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz queriendo yo encontrarla y no encontrándola” [27].
Una expansión sin prisa pero sin pausa
En una serie de entrevistas publicadas por la prensa de varias naciones del mundo, el fundador volvía a recordar muchos años después la misión que el Señor le había encomendado: “Desde el primer momento el objetivo único del Opus Dei ha sido contribuir a que haya en medio del mundo y mujeres de todas las razas y condiciones sociales que procuren amar y servir a Dios y a los demás hombres en y a través de su trabajo ordinario. Con el comienzo de la Obra en 1928, mi predicación ha sido que la santidad no es cosa para privilegiados, sino que pueden ser divinos todos los caminos de la tierra, todos los estados, todas las profesiones, todas las tareas honestas. Las implicaciones de ese mensaje son muchas y la experiencia de la vida de la Obra me ha ayudado a conocerlas cada vez con más hondura y riqueza de matices. La Obra nació pequeña, y ha ido normalmente creciendo luego de manera gradual y progresiva, como crece un organismo vivo, como todo lo que se desarrolla en la historia” [28].
La vida del beato Josemaría estuvo identificada en esta tierra con la misión recibida. Sentía el imperativo de llevarla adelante, y no descansó hasta que el Señor lo llamó a su presencia, el 26 de junio de 1975. Su conciencia de tener que llevar un mensaje divino a todos los hombres, de toda edad y condición, le hacía –con la fuerza de la gracia- no desmayar en ese afán. En su camino se cruzaron sucesivamente la Guerra Civil de España, y luego la Segunda Guerra Mundial, retardando la extensión de la labor del Opus Dei dentro de la Península Ibérica y fuera de ella. También se encontró con la persecución por parte de aquellos que querían ir contra Dios, y con la incomprensión de personas buenas. Esas incomprensiones, las más de las veces, se originaban en la dificultad que muchos tenían para entender el ideal que pregonaba. Les parecía algo excesivo que se pudiera encontrar la santidad sin apartarse del mundo. Más de alguno vio en ello la amenaza de una merma en las vocaciones a la vida religiosa. Pero él reacciona siguiendo su consigna de “callar, trabajar, sonreír y perdonar”, y lo mismo enseña a sus hijos, sin admitir jamás comentarios de crítica hacia nadie.
Afrontando con fe estas dificultades, el fundador no deja de impulsar la marcha de sus hijos del Opus Dei por todo el mundo para esparcir a voleo la semilla de Dios. Es así como en marzo de 1950 envía a Chile a un joven sacerdote, Adolfo Rodríguez Vidal, ordenado sólo dos años antes, para poner los cimientos de esta nueva labor en nuestro país, contando desde el primer momento con el aliento del Arzobispo de Santiago, Cardenal José María Caro. A la fecha del fallecimiento de Josemaría Escrivá, en 1975, el carisma del Opus Dei se encontraba encarnado en personas de los cinco continentes y de 80 nacionalidades distintas, confirmándose así la universidad del mensaje que Dios quiso difundir a través de este instrumento fiel.
Al acabar estas líneas, quisiera reproducir las vibrantes palabras que dirigió Juan Pablo II a los fieles del Opus Dei reunidos en torno suyo el 17 de marzo pasado, recordándoles el mandato de Jesús a sus apóstoles en el lago de Genesareth: “La invitación de Cristo nos estimula a remar mar adentro, a cultivar sueños ambiciosos de santidad personal y de fecundidad apostólica. El apostolado siempre es el desbordamiento de la vida interior. Ciertamente también es acción, pero sostenida por la caridad. Y la fuente de la caridad está siempre en la dimensión íntima de la persona, donde se escucha la voz de Cristo que nos llama a remar con él mar adentro. Que cada uno de vosotros acoja esta invitación de Cristo a corresponderle con generosidad renovada cada día”.