Realmente, nuestro hemisferio es un microcosmos del proceso de globalización que ocurre en el mundo entero. Lo que suceda en América tendrá un profundo impacto sobre la Iglesia y el mundo, y lo que suceda entre Estados Unidos y México definirá el futuro de nuestro hemisferio. Los católicos de ambos países tienen sobradas razones para trabajar por el día en que estos vecinos cercanos sean amigos aún más cercanos.

Una vez resuelta la sucesión presidencial en México, y con una nueva mayoría menos hostil hacia la inmigración en ambas cámaras de representantes en los Estados Unidos, nace una nueva oportunidad para renovar las relaciones con México en particular, y con América Latina en general.

No habría que insistir en que los católicos de ambos lados de la frontera están especialmente bien situados para contribuir a una nueva era de las relaciones hemisféricas. Pero por el momento, no hemos oído prácticamente nada que nos indique que hayamos pensado seriamente en cómo podemos contribuir a las negociaciones en esta área.

Creo que es el momento de que los católicos tomen el liderazgo.

Las relaciones entre los Estados Unidos y México son esenciales para el futuro de América. En nuestra frontera común se encuentra el Norte Global con el Sur Global, y América Latina se fusiona cada vez más con su vecino del norte, de influencia claramente más inglesa. Se podría decir que el futuro de todo el hemisferio dependerá del cómo sea la relación entre los Estados Unidos y México.

No resulta exagerado decir que en América puede encontrarse el futuro de la cristiandad. En Europa la cristiandad ha declinado marcadamente. En cambio, América sigue siendo un hemisferio cristiano donde, a pesar de los grandes desafíos, persiste una fuerte devoción popular. Cada uno de los países de este hemisferio posee sólidas raíces católicas. Son obvias las raíces católicas de América Latina, y Estados Unidos las comparte en su región sureste y en Florida. Maryland, Louisiana y Québec complementan esta herencia en los Estados Unidos y Canadá, lo cual proporciona a todos los países de nuestro hemisferio una herencia común.

En primer lugar, consideremos la situación en la que nos encontramos: los católicos forman el mayor grupo del Congreso [de los Estados Unidos] en términos de fe, con 29% de los miembros de la Cámara de Diputados y el Senado. Uno de cada cuatro norteamericanos es católico, y cada domingo las iglesias se llenan con una población de católicos hispanos en rápida expansión. Los hispanos en la Iglesia no son una abstracción, son nuestros compañeros de parroquia. En Caballeros de Colón son nuestros hermanos Caballeros, y lo han sido desde 1905, cuando establecimos nuestro primer consejo en México.

Actualmente México está dirigido por un católico, el Presidente Felipe Calderón, quien vive su fe y dirige una nación de 90 millones de católicos. Ellos y nosotros compartimos mucho más de lo que en ocasiones pensamos. En ambos países, los católicos tuvieron que luchar para obtener un lugar justo en la sociedad durante el siglo XX. Las cruces en llamas recibieron a Al Smith cuando su tren entró a la ciudad de Oklahoma durante la campaña presidencial de 1928, y no fue sino hasta 1960 cuando Estados Unidos tuvo su primer presidente católico. En México, un gobierno anticlerical martirizó a sacerdotes y fieles laicos durante la década de los veinte e incluso hasta los años treinta (entre ellos se encontraban seis Caballeros canonizados). No fue sino hasta los años noventa cuando se derogaron las leyes que prohibían a los sacerdotes portar las ropas clericales en la calle.

Lo que muestra la aceptación y subsecuente ascendencia de los católicos en ambos países es que la comunidad católica laica de ellos se ha ganado el reconocimiento y tiene una oportunidad única para decidir el futuro del continente americano, sin dejarse limitar por los prejuicios del pasado. Ya era tiempo.

Uno de los aspectos más importantes de esta herencia espiritual común es el hecho de que compartimos una patrona también: Nuestra Señora de Guadalupe. Conocida desde 1945 como Emperatriz de las Américas, es patrona de todos los católicos, en especial de los de México.

En Ecclesia in America, el Papa Juan Pablo II escribe lo siguiente:

La aparición de María al indio Juan Diego en la colina del Tepeyac, el año 1531, tuvo una repercusión decisiva para la evangelización. Este influjo va más allá de los confines de la nación mexicana, alcanzando todo el Continente. Y América, que históricamente ha sido y es crisol de pueblos, ha reconocido «en el rostro mestizo de la Virgen del Tepeyac, [...] en Santa María de Guadalupe, [...] un gran ejemplo de evangelización perfectamente inculturada». Por eso, no sólo en el Centro y en el Sur, sino también en el Norte del Continente, la Virgen de Guadalupe es venerada como Reina de toda América.

Ha sido patrona de las iglesias y familias de todo el hemisferio durante cientos de años, y sin embargo, hoy nos ofrece un nuevo punto de partida. Aunque durante estos siglos ha llegado a simbolizar muchas cosas, hoy, a la luz de Ecclesia in America, nos da un mensaje de unidad: ella es la madre espiritual que todos compartimos.

Nuestra historia continental es también común, y así será nuestro futuro. David Rieff señaló en el New York Times Magazine de diciembre 2006 hasta qué punto se entrelazan nuestros destinos, al escribir: «A nivel nacional, los hispanos forman el 39% de la población católica … desde 1960, han sido el 71% de todos los nuevos católicos en los Estados Unidos». En una época en que se debilita la asistencia a la iglesia en Europa y en algunas ciudades de Estados Unidos, en los lugares que los ispanos consideran su hogar, esta asistencia está en pleno auge.

La cooperación entre los católicos de Estados Unidos y México será crucial para el futuro de las relaciones entre ambos países, y por extensión para todo el continente americano. Desde los salones del gobierno hasta las bancas de las parroquias, la disposición y la habilidad de los católicos para tender puentes entre los católicos de Estados Unidos y los de México decidirán nuestro futuro.

Hace una década, los obispos de este hemisferio se reunieron en el Sínodo de los Obispos de América, y nos invitaron a reconsiderarnos como americanos:

«Creemos que somos una sola comunidad, y aunque América comprende numerosas naciones, culturas e idiomas, hay tanto que nos une y tantas formas en las que cada uno de nosotros afecta la vida de su vecino.»

Esta reunión fue un excelente modelo de cooperación entre los obispos del continente americano. Pero el reto de la Iglesia de las Américas incluye a todos los bautizados. Como lo escribió el Papa Juan Pablo II en Ecclesia in America, «La renovación de la Iglesia en América no será posible sin la presencia activa de los laicos. Por eso, en gran parte, recae en ellos la responsabilidad del futuro de la Iglesia». Esto no es una exageración ya que todos somos ciudadanos del Hemisferio Católico.

La cuestión es qué pueden hacer los católicos –laicos y sacerdotes– para que se llegue a cumplir la promesa de Ecclesia in America, promesa que se hace más urgente con cada día que pasa. En palabras sencillas, esta promesa se basa en la realidad de que nuestra unidad en la vida sacramental de la Iglesia trasciende todas las fronteras nacionales y nos une de una forma que debe tener consecuencias a la vez profundas y prácticas.

Quizá el mayor obstáculo que debemos superar es la idea que tienen muchos en los Estados Unidos de que la inmigración es un fenómeno que debe temerse. Los católicos, mejor que nadie, deben recordar que lo mismo se dijo de los inmigrantes irlandeses e italianos del siglo XIX y principios del XX. Pocos son los que hoy en día negarían las contribuciones de estos inmigrantes, quienes no sólo se asimilaron, sino que aportaron su dinamismo a la vida de la Iglesia Católica y ayudaron a convertirla en la mayor denominación de Estados Unidos.

Por lo general, aquellos que temen la inmigración, es porque temen que ésta traiga consigo la criminalidad. Los católicos deben darse cuenta –y hacerlo saber a la comunidad– que una familia pobre que busca mejores condiciones de vida no representa ninguna amenaza. Es más, la falta de un proceso racional de inmigración, junto con un sistema que criminaliza al inmigrante por razones económicas tanto como al narcotraficante, no ayuda para nada. El Presidente Calderón no ha perdido tiempo para emprender la lucha en contra de los carteles de la droga en México. Cualquiera que sea la política de inmigración que nos toque en Estados Unidos, debe complementar el trabajo que ha emprendido México en su lucha contra los criminales, al tiempo que toma en cuenta la motivación que impulsa a la mayoría hispana a la inmigración.

Como lo dijo el Papa Benedicto XVI en su primera encíclica, Deus Caritas Est: «La afirmación de amar a Dios es en realidad una mentira si el hombre se cierra al prójimo o incluso lo odia».

Sin embargo, para nosotros los católicos, la inmigración trae un beneficio único. La inmigración hispana trae consigo la promesa de la revitalización de nuestras parroquias. Toca a los católicos que se encuentran ya en Estados Unidos proporcionar un ambiente espiritual enriquecedor que satisfaga las necesidades de los recién llegados. Así como estos inmigrantes aportan nueva vida a nuestras comunidades parroquiales, es nuestra responsabilidad ayudarlos a asimilarse a nuestras parroquias y comunidades, como lo hicieron nuestros abuelos, y ayudarlos a vivir su fe con el apoyo de todos los católicos.

Esta no sería la primera vez que los católicos de Estados Unidos toman el liderazgo cuando se trata de ayudar a sus vecinos del sur. No hace tanto tiempo que los católicos de Estados Unidos se unieron en apoyo de sus hermanos mexicanos perseguidos y que ayudaron a poner fin a esa terrible persecución.

Las voces como la de los Caballeros de Colón y la revista America ayudaron a los católicos de Estados Unidos a influir en su gobierno para lograr que éste tomara un interés activo en las persecuciones en México hace 80 años. Y cuando terminó la lucha cristera en 1929, fue la participación activa y la cooperación de los católicos de ambos lados de la frontera lo que hizo posible la paz.

Es más, durante los años veinte, cuando hasta un millón de refugiados mexicanos huyeron hacia el norte, los católicos norteamericanos recibieron con los brazos abiertos a los desplazados por la violencia. Se construyeron seminarios para que los jóvenes mexicanos pudieran prepararse para el sacerdocio en el ambiente seguro de Estados Unidos. Y los exiliados mexicanos, desde los arzobispos hasta el más humilde de los rancheros, recibieron ayuda, aquí y en México, de sus compañeros católicos del norte de la frontera.

Ha llegado el momento de volver a tomar este liderazgo.

Un modelo del tipo de cooperación que puede darse entre los católicos de Estados Unidos y México es el de los Caballeros de Colón. Fundada en 1882 en New Haven, Conn., esta orden rápidamente se extendió a todo el hemisferio. Se fundaron los primeros consejos canadienses en 1897, y los mexicanos en 1905.

Los Caballeros constituyen un ejemplo de cooperación entre los católicos de ambos lados de la frontera que ha perdurado durante más de un siglo. Esta cooperación ha tomado varias formas. En la década de los veinte, fue llevar la historia de las persecuciones de México a la gente de Estados Unidos. En tiempos más recientes, el apoyo a los seminaristas de los Estados Unidos para que estudien en México y conozcan la cultura mexicana, el apoyo a los seminaristas mexicanos para que atiendan las necesidades de los inmigrantes mexicanos en Estados Unidos, así como el apoyo a la Catholic Legal Immigration Network (Red Católica de Inmigración Legal). Actualmente, los consejos locales de los Caballeros de Colón que se encuentran cerca de ambos lados de la frontera cooperan activamente en proyectos sociales, espirituales y caritativos. Esta cooperación es cada vez más prioritaria para los Caballeros de Colón, como debería serlo para otras organizaciones católicas de los Estados Unidos.

Los católicos de ambos lados de la frontera deben tomar la iniciativa para promover una solución católica a los problemas de la pobreza y para promover las oportunidades económicas y educativas para los más pobres de la región, en especial para los de México. De manera particular, esto es responsabilidad de los católicos de Estados Unidos, sobre todo los líderes empresariales y financieros. La elección de Felipe Calderón proporciona una oportunidad sin precedentes en la historia de México para lograr una reforma económica y social y él debe recibir el apoyo activo de los católicos de Estados Unidos, al igual que de los de México.

El Papa Benedicto señaló en Deus Caritas Est «La Iglesia es la familia de Dios en el mundo. En esta familia no debe haber nadie que sufra por falta de lo necesario.» Y más adelante «En la comunidad de los creyentes no debe haber una forma de pobreza en la que se niegue a alguien los bienes necesarios para una vida decorosa». Estas palabras deben tener un significado especial en nosotros que vivimos en el mismo continente.

Realmente, nuestro hemisferio es un microcosmos del proceso de globalización que ocurre en el mundo entero. Lo que suceda en América tendrá un profundo impacto sobre la Iglesia y el mundo, y lo que suceda entre Estados Unidos y México definirá el futuro de nuestro hemisferio. Los católicos de ambos países tienen sobradas razones para trabajar por el día en que estos vecinos cercanos sean amigos aún más cercanos. De cada uno de nosotros, en todo el continente americano, depende responder al llamado de Nuestra Señora de Guadalupe e, igual que ella, integrar a las personas de todas las razas y culturas en una sola familia espiritual.

En la mayoría de los países de nuestro hemisferio, entre el 70 y el 90 por ciento de la población es católica. En los Estados Unidos, los católicos representan una de cada cuatro personas. Ya no somos forasteros en este país. Si nosotros, como católicos, vemos a los inmigrantes como hermanos en la fe, como lo hemos hecho antes, en verdad tenemos la oportunidad de definir no sólo el futuro de nuestra propia Iglesia y nuestro propio país, sino el del continente y el de nuestro hemisferio. El futuro de América, nuestro hemisferio, y por ende el de nuestra Iglesia, está en nuestras manos.


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