Juan Pablo II devolvió al último Concilio su normalidad católica al entenderlo y aplicarlo en una línea de crecimiento en continuidad (con los concilios anteriores), de progreso en coherencia histórica, de «remar mar adentro» sin olvido de la «orilla del lago». Se requerirán siglos para valorar la grandeza y la fecundidad de tal manera de encarar la misión de la Iglesia.
Entre sombras y asombros
En su última encíclica Ecclesia de Eucharistia Juan Pablo II confiesa que con ella ha deseado volver a despertar en la Iglesia el «asombro eucarístico», lo que lleva a recordar la sentencia aristotélica del «asombro» como principio de la filosofía. Por el asombro el hombre abandona la rutina, se sustrae a la tiranía de lo cotidiano y se sitúa con ojos nuevos ante la maravilla de lo existente, procurando desentrañar su sentido y su valor, tratando en el fondo de «comprender». Enfrentados al torrente de sucesos y de documentos doctrinales de los ya 25 años de pontificado del papa actual, es imposible intentar ningún análisis sin asumir en primer lugar aquella actitud de asombro.
Asombro ante la presencia actual y efectiva de Pedro, cuyas palabras y obras convalidan con una fuerza sin medida el encargo del Señor de apacentar a sus corderos, de confirmar a sus hermanos y de abrir y cerrar con las llaves divinas los sucesos de la tierra y del cielo.
Asombro ante la figura de un gladiador espiritual (el término es de un periodista judío), de una fuerza de convocatoria la más amplia y duradera de la historia, impertérrito ante las pifias y aplausos de un circo de graderías cada vez más numerosas, expuesto como ningún otro a proyectiles mortíferos y homenajes sin precedentes.
Asombro ante un intelecto vigoroso y profundo, capaz de enfrentar los desafíos de un fin de milenio y el advenimiento de otro nuevo, empeñado en demostrar con sorprendente elocuencia que el motor de la historia es la cultura y, por lo tanto, el pensamiento (y no la lucha de clases ni otro «suceso» cualquiera).
Asombro, admiración, sagrado espanto. ¿Cómo es posible que no todos, que tantos y tantos no lo perciban o renieguen de él? Es que, contrastando con el «asombro», están las «sombras» (el Papa Wojtyla prefiere este término para referirse a lo que otros papas llamaban «errores» o «desviaciones»). Sombras de una intensidad quizás nunca vista y sentida, que él, sin embargo, supo señalar con el dedo, definir y disipar, aunque no siempre ni todas.
En constante y estridente contrapunto los éxitos de estos veinticinco años de pontificado petrino han estado acompañados de fracasos (aunque sería más exacto hablar de derrotas momentáneas), incomprensiones, malentendidos, impugnaciones. Millones de jóvenes de todos los continentes han participado, una y otra vez, con alegría desbordante en sus Jornadas de la juventud; millones de hombres han dado silenciosamente la espalda a la Iglesia. Muchos estadios se han llenado en todas partes del mundo cuando aparecía el gladiador espiritual, levantando los brazos y derramando esperanzas; muchas iglesias se han vaciado de fieles, se han convertido en restaurantes o museos por efecto de una apostasía sin precedentes, especialmente en el llamado primer mundo. Han echado sus brotes numerosos movimientos espirituales de laicos; pero numerosos noviciados y seminarios han sido abandonados, ignorados o evitados por la juventud.
La palabra de Juan Pablo II ha encontrado por doquier valiosos y entusiastas interlocutores, pero también han abundado diálogos en que la contraparte no ha estado a la altura del pensamiento y de la buena voluntad del Papa, particularmente en el diálogo ecuménico. Pero tampoco los exiguos frutos de un esfuerzo tan generoso han arredrado al pastor deseoso de cumplir con el deseo del pastor supremo de que «todos fuesen unos, a fin de que el mundo creyese» (Jn 17,21). Duro es para el profeta anunciar su mensaje, a sabiendas de que no será oído o tomado en cuenta. «Anda, ve a los hijos de tu pueblo, les hablarás y les dirás: Así dice el Señor, escuchen o no escuchen» (Ez 3,11). Dura es la tentación, humana, muy humana, de hablar entonces «lo que agrada a los oídos» (2 Tim 4,3-4), de consolarse con el aplauso del «Zeitgeist», del «espíritu del tiempo». También los cristianos han sucumbido a ella no pocas veces, tratando de ser «abiertos», «modernos» y sustrayéndose así al martirio de la reprobación del mundo. No así Juan Pablo II. Nadie ha hablado tanto del martirio como él, citando las palabras de su compatriota San Estanislao: «Si no convencen las palabras, convence la sangre».
El paradigma de los «Grandes»: León Magno y Gregorio Magno
Asombro ante la grandeza: eso es lo que siente el observador –creyente o no creyente– ante la figura del pontífice octogenario. George Weigel, que ha escrito la biografía más fidedigna de Juan Pablo II [1], se aventura a reflexionar sobre los motivos que tendrá la Iglesia futura para hablar de «Juan Pablo Magno», trazando líneas de semejanza hacia los otros dos pontífices que merecieron aquel apelativo: León Magno (440-461) y Gregorio Magno (590-604) [2]. Según el periodista norteamericano el denominador común entre los tres papas lo conformaría el hecho de haber sabido defender a la cristiandad en un momento de máximo peligro de la amenaza de los bárbaros: «En el caso del papa León Magno –escribe Weigel–, los bárbaros en cuestión eran Atila y los hunos. En el caso de Gregorio Magno, los bárbaros eran los lombardos. En el caso de Juan Pablo II, los bárbaros que amenazan la civilización han sido un conjunto de ideas cuyas consecuencias incluyen políticas bárbaras –humanismos erróneos que, en nombre de la humanidad y su destino, generan nuevas tiranías y provocan sufrimiento humano».
Aunque habría que decir que la grandeza de León y Gregorio no se limitó sólo al aspecto político de una defensa de la cristiandad contra peligros exteriores, la comparación de Weigel no deja de ser muy útil e ilustrativa. Precisando más el momento histórico al que el periodista alude, se trata en ambos casos de una iniciativa papal para romper un cerco peligrosísimo para la existencia misma de la cristiandad antigua: León Magno efectivamente logró alejar de Italia y Europa a los hunos encabezados por Atila. En el caso de Gregorio Magno no se trató sólo de los lombardos, sino de toda una cadena de pueblos germanos, de los cuales los visigodos de España y los francos de la Galia se convertirían a la fe católica y los anglosajones harían lo mismo después de que Gregorio les enviara 40 monjes de Roma, para evangelizarlos. Lo que Gregorio no alcanzaría a ver, pero resultaría ser un efecto posterior de su ofensiva espiritual, fue que un siglo más tarde los anglosajones, ya cristianizados, irían a repetir la hazaña en Germania y de allí el efecto se prolongaría en la evangelización de Escandinavia por monjes alemanes.
Aplicando ahora el símil de una ofensiva espiritual contra un cerco opresor de «bárbaros», en el caso de Juan Pablo II, aunque todavía sea prematuro para un balance final, sus 25 años de pontificado han sido efectivamente una gran ofensiva espiritual contra el cerco opresor de «un conjunto de ideas cuyas consecuencias incluyen políticas bárbaras» como acertadamente se expresa Weigel. Pues ya no se trata de pueblos y naciones como en los casos de la Antigüedad, sino de constelaciones ideológicas, cosmovisiones, programas mesiánicos, en resumen de «humanismos erróneos», con el resultado de tiranías opresoras y sufrimientos para millones de personas.
La grandeza de Juan Pablo II, para la cual lo había preparado su honda formación filosófica y pastoral labrada durante un tiempo de sufrimiento sin igual en su patria polaca, conculcada sucesivamente por la tiranía nacionalsocialista y la marxista, consistió en primer lugar en su capacidad para un diagnóstico acertado, que se había perdido en la mayor parte de la intelectualidad europea. En efecto, la debilidad de la intelligentsia, frente a las seducciones de ideologías de nefastas consecuencias, constituye una de las grandes vergüenzas de ese siglo XX, inaugurado con tantas esperanzas, pero también infatuaciones de progreso irreversible, programas de «iguales oportunidades para todos» y metas de bienestar general. La causa de tanta incapacidad para reconocer por un lado la sustancia de los fenómenos y de deducir en segundo lugar las necesarias consecuencias de estos fenómenos ideológicos habría que buscarla en el gradual debilitamiento del pensamiento occidental, al alejarse a partir del Renacimiento y de la llamada Reforma protestante de sus raíces cristianas, hasta desembocar en el actual «pensamiento débil» y la ética exangüe de nuestros tiempos.
Esta misma superficialidad y moral vacilante no sólo campeaba en el mundo exterior, sino también en la Iglesia, en la medida en que ésta se había expuesto a las radiaciones de la modernidad. El acertar en el diagnóstico era, pues, tan imprescindible para el mundo como para la Iglesia y Juan Pablo II no vaciló en prestar ambos servicios, y bien prestados. Con esto no queremos decir que los papas anteriores a él carecieran de aquel don, todo lo contrario, pero ahora nos toca fijar la mirada en él.
El resplandor y la fuerza de la verdad
¿Qué hizo posible que el médico espiritual de Roma tuviera más éxito que otros muchos? Sin duda su amor por la verdad, entendida en la tradición aristotélico-tomista como coincidencia de «intellectus cum re», de la inteligencia con el ser, con la realidad, con lo que es. La tarea de la inteligencia consiste para él en el esfuerzo laborioso por penetrar la realidad, confiando en la inteligibilidad de la creación. Desde Descartes, en cambio, había prevalecido en la filosofía occidental la idea de que era la inteligencia humana la que creaba la realidad, lo que es cierto para Dios, pero no para la criatura humana. No se trata de una mera pelea de filósofos: la arrogancia de la inteligencia humana de «arrogarse» lo que es propio de Dios remite necesariamente al «Seréis como dioses, conocedores del bien y del mal» (Gn 3,5) que la serpiente había sugerido a la primera pareja humana y con ello nos encontramos en el núcleo central del pecado original. Para entender la mente del Papa en este punto, nada más útil y hasta placentero que el leer, el estudiar sus encíclicas Veritatis splendor y Fides et ratio.
Pero no es sólo en estas encíclicas señeras que el Papa revela la importancia y el peso de la verdad: casi no hay documento o alocución suyos en que en una u otra forma no se perciba su pasión por la verdad. El mismo estilo de sus encíclicas, especialmente las que son consideradas más densas, revela una inteligencia que laboriosa y humildemente se esfuerza por descubrir, por entender, por asimilar la verdad de las cosas. Los escritos de Juan Pablo II responden cabalmente al clamor de Urs von Balthasar por una «teología arrodillada», que él distingue de lo que llama «teología sentada». ¿Podría encontrarse un ejemplo más esclarecido que su última encíclica Ecclesia de Eucharistia, que irradia en cada uno de sus capítulos en forma insuperable el género literario de una «teología arrodillada»? No nos sorprende entonces cuando nos enteramos por medio de los íntimos del Papa de que él escriba muchas veces en su capilla, incluso en posición de rodillas.
Diagnósticos acertados: el profetismo de Juan Pablo II
En qué sentido esta actitud de su intelecto ha llevado y lleva al Pontífice a los mencionados «diagnósticos» acertados, más aún, acertados en contra de opinio-nes mayoritarias, se puede ilustrar con algunos ejemplos tomados casi al azar:
1. Ni los más agudos especialistas de las ciencias políticas, ni el mismo Alexander Solzhenitsyn, habían podido prever el acontecimiento verdaderamente «histórico» de la caída del muro de Berlín y con ello del mismo comunismo. Sin embargo, si nos podemos fiar de nuevo de lo que refieren los íntimos del Papa, a éste le asistía la seguridad de que se produciría el derrumbe del comunismo por sí mismo, sin necesidad de alguna acción violenta externa. Y eso, no porque lo había informado algún servicio secreto, ni la famosa diplomacia vaticana, sino porque sabía y decía que un sistema basado en el error y carente de base metafísica, al no tener «consistencia», no podía durar. ¿Cómo no pensar inmediatamente en el himno de Colosenses 1,17 que proclama que «todas las cosas tienen en él (Cristo) su consistencia»? Destacar la fragilidad y caducidad del error no es más que el reverso de la medalla de conocer el poder, del «resplandor» de la verdad.
2. Existía casi un consenso de que los teólogos de la llamada «teología de la liberación» poseían el enfoque «científicamente correcto» de la situación y de la tarea de la Iglesia en Latinoamérica, en medio de una sociedad caracterizada por situaciones de gran e injusta desigualdad. No sólo lo proclamaban ellos mismos, citándose mutuamente, sino que también en Norteamérica, Europa y Asia era de rigor considerar aquella corriente teológica como la típica y verdaderamente latinoamericana. Cómo el Papa, sabiendo distinguir claramente entre la situación sociológica del continente y el modo propio de ciertos hombres de Iglesia de encararla en su dimensión teológica, empezó a entrar en el tema candente de la «Teología de la liberación» durante la Conferencia de Puebla en 1979, constituye una de las páginas más brillantes del libro de Weigel sobre Juan Pablo II [3]. Más adelante, en el capítulo XIII, titulado «Liberando a las liberaciones», el autor, en forma igualmente incisiva, enfoca la segunda parte de la batalla de ideas del Papa, que, después de los desagradables incidentes en la visita papal a Nicaragua en 1983, llevaría en 1984 a la publicación de la «Instrucción sobre ciertos aspectos de la teología de la liberación» y en 1986 a la «Instrucción sobre la libertad y la liberación cristiana» [4]. Con una estrategia muy nueva, el Papa no había procedido según el método tradicional, consistente en citas extraídas de obras teológicas impugnables, seguidas de sus respectivos «Anatemas», sino entrando en el análisis de las ideas y en la corrección de los diagnósticos, desarrollando soluciones positivas. En una conversación personal con el cardenal Ratzinger, principal colaborador del Papa en aquella ofensiva espiritual y que estaba de visita en Chile, le pregunté: «¿Cree S.E. que los teólogos de la liberación tomarán en cuenta estas Instrucciones?» Respuesta: «Inteligentes son, pero hay que darles tiempo para que reflexionen». Ninguna frase podría haber sintetizado mejor la convicción del Papa y de sus colaboradores en el Magisterio de que la verdad triunfa por sí misma.
3. Sin abandonar el ámbito iberoamericano podemos encontrar otra muestra de la superioridad del «análisis» del Papa, sobre otros puntos de vista, incluso muy difundidos. Su iniciativa de invitar en 1983, con motivo de su visita a Haití, a una «Novena de años» en preparación del Quinto centenario de la Evangelización de América en 1992, fue recibida con indisimulada extrañeza en los ambientes eclesiásticos del Nuevo Mundo. Se pensaba y se decía que aquel centenario era asunto más bien de historiadores y no se le descubría el lado pastoral a un tema que parecía irremediablemente «controvertido». Además la lectura de la historia de la Iglesia iberoamericana en clave de «leyenda negra», aunque impugnada por eminentes historiógrafos, al haber sido repristinada con pasión por los teólogos de la liberación, especialmente los brasileños, había re-creado en buena parte del clero una proclividad hostil a la fecha de 1492. Más de un obispo del continente habría preferido pedir perdón por la evangelización constituyente de América que celebrarla con grandes festejos. Sin disimular (una vez más) las «sombras» que acompañaron la cristianización del Nuevo Mundo y sin caer en el otro extremo de una «leyenda dorada», los discursos papales de Haití y Santo Domingo tuvieron predominantemente un tono de acción de gracias por lo que se había logrado en los siglos pasados. Destacaban tantos ejemplos de santidad entre los primitivos evangelizadores e invitaban a los historiadores a un trabajo renovador sobre las fuentes de la historia de la Iglesia en América. Este enfoque animador y esperanzado, tan disímil del que se leía y escuchaba a los corifeos de la liberación, no dejaría de producir sus frutos, especialmente a partir de la IV Conferencia del episcopado latinoamericano en 1992, en Santo Domingo. Al devolver de este modo su autoestima a la Iglesia de Iberoamérica, despejaba el Papa los caminos para la «nueva evangelización», otro de sus temas favoritos.
4. En varias de las Jornadas mundiales de la juventud, iniciativa lanzada, como se sabe, por Juan Pablo II a partir de la primavera en 1985, en los días previos al evento, el optimismo del Papa había contrastado con una actitud más bien escéptica de los obispos locales y las ironías de los periodistas. Esto habría de notarse especialmente en las Jornadas de Denver (1993) y París (1997). Es comprensible que, una vez admitida como «verdadera» la imagen que de la vida juvenil suelen proyectar los medios de comunicación masiva, se podía dudar con mucha razón de que fuese posible reunir a muchos jóvenes en misas y peregrinaciones o a suscitar en ellos el interés por la santidad. Pero Juan Pablo II tenía otro diagnóstico sobre la juventud del mundo, basado, no en estadísticas e imágenes televisivas, sino en el conocimiento del alma humana, que a pesar de todas las seducciones de la carne, siempre siente un anhelo irresistible por el bien y la verdad. Las Jornadas de la Juventud en Denver el año 1993, con una presencia numérica de jóvenes norteamericanos jamás imaginada, fueron en ese sentido el máximo triunfo de la capacidad del Papa de comprender la realidad del Espíritu en todos los corazones [5].
¿Y qué de las terapias?
Aunque se suele aceptar por lo común el éxito del poder de convocatoria del Papa, en cuanto se llega al terreno de los frutos, comienzan a aflorar las dudas. ¿Qué ha logrado concretamente Juan Pablo II con sus viajes, sus alocuciones, sus escritos? ¿Son tan acertadas sus terapias como sus diagnósticos?
A esto habría que replicar en primer lugar que el éxito de cualquier terapia depende del grado de aceptación y de obediencia del paciente, de su voluntad de poner en práctica lo que el médico le aconseje. Por agudos y acertados que hayan sido los diagnósticos de Juan Pablo II, el éxito no está en sus manos, sino en el de los que han sido objeto de su solicitud. Por eso sosteníamos más arriba que en propiedad no se puede hablar de «fracasos» del Papa Wojtyla en materia, por ejemplo, de unidad de los cristianos, de lucha por la paz, de defensa de la vida, de los asuntos bioéticos, de su viaje a Cuba, de la solicitud por las minorías cristianas en países musulmanes, de la apertura de Vietnam y de China continental. En ninguno de los citados ejemplos han sido derrotadas la buena voluntad y el espíritu sobrenatural del Papa; por el contrario, el perjuicio del «fracaso» ha recaído ante todo en los «sordomudos» de siempre. «El que tenga oídos para oír, que oiga»: Estas palabras de Jesús han conservado su plena validez en la prédica del obispo de Roma actual. Donde ha habido «oídos» ciertamente se han dado también los frutos. En general, se puede decir que la actitud y el mensaje del Papa en el tema de la evangelización de América –para situarnos en terreno conocido– hadado nuevos y poderosos alientos a las Iglesias del Nuevo Mundo: se han suscitado en todas partes cátedras de historia de la Iglesia en América Latina; se han publicado fuentes, se han promovido innumerables estudios, ha aumentado el interés por los santos de este continente, los obispos han publicado cartas pastorales sobre el tema, se ha comenzado a valorar el patrimonio cultural de la Iglesia, se aprecia mejor la evangelización constituyente de Iberoamérica, aumentan las peregrinaciones a los santuarios antiguos.
También se han dado sorprendentes evidencias en el terreno vocacional: donde se ha dado una respuesta generosa y creyente al Magisterio del Papa en general y a su doctrina sobre la vocación en particular, una inusitada fecundidad espiritual ha podido romper los viejos moldes de la esterilidad. Trátese de diócesis, universidades, seminarios o monasterios: las recompensas de la obediencia ya son visibles y demostrables.
Ejemplos como éstos, de los resultados prácticos de la confianza en el Magisterio de la Iglesia como es entregado por el sucesor de Pedro, podrían multiplicarse. Pero podemos avanzar finalmente hacia algo aún más grande: el éxito de la terapia hecha en favor de toda la Iglesia por la aplicación permanente y perseverante por parte de Juan Pablo II de las doctrinas del Concilio Vaticano II. Este tema, el de la realización del Vaticano II en la vida cotidiana de la Iglesia, podría bastar para un estudio pormenorizado especial. Aquí sólo podremos rozarlo.
Lectura y aplicación del Vaticano II en clave no revolucionaria
Es evidente e indiscutible la preocupación ininterrumpida del actual Pontífice por la aplicación constante del último Concilio a la Iglesia en todos sus ámbitos y aspectos. Ha sido y es sin duda su «tratamiento» más saludable, su terapia indiscutible. Nuestra tesis, que queremos demostrar y con la cual queremos concluir nuestro homenaje de creyente al Santo Padre, es que, en primer lugar, su interpretación del Vaticano II no la hizo en clave de revolución, sino en la de continuidad, crecimiento y profundización y que, en segundo lugar, su aplicación ha sido y sigue siendo tan exitosa precisamente por corresponder a la naturaleza íntima de la Iglesia. Esta, por esencia y por voluntad de su fundador, es vida, imagen terrena de la comunión de la Trinidad en el cielo, intercambio en respeto mutuo, crecimiento en continuidad, profundización sin olvidos, avance coherente, edificación en caridad y no –como es propio de toda revolución– sustitución de lo anterior por lo posterior, derrocamiento del ayer por el alzamiento del hoy, (...) inversión de lo de arriba en favor de lo de abajo, desprecio de la obra de los antecesores y exaltación de los hechos de los descendientes, antítesis siempre repetidas para llegar a síntesis siempre negadas, cultivo de la contraposición y del antagonismo.
Tal aclaración es necesaria para comprender mejor la crisis postconciliar, que se produjo en los unos por ver desvanecerse las seguridades de antes y en los otros por desear que los cambios se hubieran hecho con aún mayor rapidez. El clamor de los lefevrianos por la invalidez del Vaticano II y de los progresistas por un pronto Vaticano III tiene allí su origen. Tal lamentable desencuentro fue posible principalmente por dos factores: 1. Por un lado los medios de comunicación, embebidos de aprecio por el concepto de «revolución», y 2. Por el otro, la persistencia en los católicos ilustrados y en buena parte del clero de ideas propias del modernismo, acompañadas de una actitud de desdén hacia el magisterio de la Iglesia. «Revolución» y «vientos de cambio» eran palabras sagradas. Ser un «revolucionario» en cualquier sentido, era una alabanza; todos querían ser revolucionarios. Hasta el general Onganía ennobleció su golpe militar en 1966 con el slogan de la «revolución argentina». Los militares de Velasco Alvarado revolucionaban un Perú cada vez más pobre. Por su parte, Allende en Chile creó el término de «revolución con empanadas y vino tinto». Todos, por otra parte, precedidos y monitoreados por el gran pontífice de la Revolución en mayúscula de Cuba.
En realidad, no había ningún motivo para colocar en tan alto sitial el concepto de «revolución». Occidente había quedado exhausto después de sus tres principales revoluciones culturales: la alemana de la llamada Reforma («Cristo sí, la Iglesia y María no»); la francesa de la Ilustración y la guillotina («Ser supremo sí, Cristo no»), y la rusa de Lenin y el comunismo («Dios no, el hombre sí»). El hecho de comprender las causas y las concatenaciones de tales cambios violentos no basta para justificarlos. Tal principio es tan válido para la intelección de las revoluciones europeas como para la revolución cultural de Mao en la China comunista de 1966.
La difundida interpretación revolucionaria del Vaticano II entre 1965 y el decenio siguiente, es totalmente explicable en el contexto de aquellos años, tan pletóricos de llamaradas revolucionarias ; pero no por eso dejaba de constituir un grave error. El modo de ser y de vivir de la Iglesia no se compadece con ninguna «revolución». En la historia de la Iglesia no hay cabida alguna para un «gran salto para adelante».
Sin perder muchas palabras sobre el tema, Juan Pablo II devolvió al último Concilio su normalidad católica al entenderlo y aplicarlo en una línea de crecimiento en continuidad (con los concilios anteriores), de progreso en coherencia histórica, de «remar mar adentro» sin olvido de la «orilla del lago». Se requerirán siglos para valorar la grandeza y la fecundidad de tal manera de encarar la misión de la Iglesia.