La encíclica no se limita a hacer el análisis de la crisis, sufrida como un destino. Al contrario, reconoce el desafío y aprovecha la ocasión para invitar al pensamiento de descubrir su identidad y su exaltante responsabilidad.
1. La encíclica Fides et ratio tiene un alcance muy grande. Impresiona por su amplio desarrollo de temas que invitan a la meditación. Brinda una nueva síntesis, muy articulada, de las cuestiones tratadas por Juan Pablo II desde el inicio de su pontificado, comenzando por la Redemptor hominis; y pone de relieve la perspectiva cristológica del número 22 de la Gaudium et spes: el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado. Permite captar la lógica interna y la continuidad vital de una enseñanza.
Una razón de ser de la Iglesia consiste en su compromiso urgente de ejercer la diaconía de la verdad.
A sus hermanos en el episcopado, “testigos de la verdad divina y católica” (Lumen gentium, 25), el Sucesor de Pedro les recuerda la urgencia actual de su ejercicio: “Testimoniar la verdad es, pues, una tarea confiada a nosotros, los obispos; no podemos renunciar a la misma sin descuidar el ministerio que hemos recibido. Reafirmando la verdad de la fe podemos devolver al hombre contemporáneo la auténtica confianza en sus capacidades cognoscitivas y ofrecer a la filosofía un estímulo para que pueda recuperar y desarrollar su plena dignidad” (Fides et ratio, 6).
Juan Pablo II enuncia una segunda razón. En la encíclica Veritatis splendor el Papa había llamado la atención sobre “algunas verdades fundamentales de la doctrina católica, que en el contexto actual corren el riesgo de ser deformadas o negadas” (n. 4). “Con la presente encíclica deseo continuar aquella reflexión centrando la atención sobre el tema de la verdad y de su fundamento en relación con la fe” (Fides et ratio, 6).
Un propósito de unidad vincula ambas encíclicas. Recordemos que la Veritatis splendor, al ofrecer un diagnóstico de la crisis actual, había reconocido el origen de la separación producida entre la libertad del hombre, la libertad creada, y la verdad: en cierto sentido, la reflexión sobre la verdad, propuesta hoy por el Magisterio, fue anticipada por la encíclica anterior.
Pero la encíclica no se limita a hacer el análisis de la crisis, sufrida como un destino. Al contrario, reconoce el desafío y aprovecha la ocasión para invitar al pensamiento de descubrir su identidad y su exaltante responsabilidad. Las líneas sucesivas nos ayudan a comprender el ethos del documento en su conjunto: “La filosofía, que tiene la gran responsabilidad de formar el pensamiento y la cultura por medio de la llamada continua a la búsqueda de lo verdadero, debe recuperar con fuerza su vocación originaria. Por eso he sentido no sólo la exigencia, sino incluso el deber de intervenir en este tema, para que la humanidad, en el umbral del tercer milenio de la era cristiana, tome conciencia cada vez más clara de los grandes recursos que le han sido dados y se comprometa con renovado ardor a llevar a cabo el plan de salvación en el cual está inmersa su historia” (ib.).
2. ¿Actualidad de la encíclica? La pregunta nos lleva a interrogarnos cuál es su contribución y a qué necesidad responde.
Captar su urgencia permite percibir su novedad.
Con respecto a los principios, la encíclica se sitúa como continuación de la constitución dogmática Dei Filius del concilio Vaticano I, explicitada por la constitución Dei Verbum del concilio Vaticano II que, como se sabe, puso de relieve el carácter histórico de la Revelación.
“La verdad que Dios ha comunicado al hombre sobre sí mismo y sobre su vida se inserta, pues, en el tiempo y en la historia. Es verdad que ha sido pronunciada de una vez para siempre en el misterio de Jesús de Nazaret” (Fides et ratio, 11). A la luz de Cristo, que completa y realiza la Revelación, resulta fundamental la importancia de la historia, camino que el pueblo de Dios está llamado a recorrer enteramente, “de forma que la verdad revelada exprese en plenitud sus contenidos gracias a la acción incesante del Espíritu Santo (cf. Jn 16, 13)” (ib.).
La palabra definitiva, expresada en la revelación de Cristo, da sentido a la existencia, sentido que el entendimiento humano no hubiera podido descubrir con sus propias fuerzas. Se dirige a todos los hombres y a todas las generaciones.
La misión de la Iglesia, que prosigue y se subordina a la misión del Verbo encarnado, está al servicio de este encuentro, al que todos están llamados. En esta perspectiva, el Magisterio debe valorar las verdaderas condiciones de una época y responder a sus expectativas. Juan Pablo II está convencido de que la situación de nuestro tiempo exige este mensaje sobre la fe y la razón.
El concilio Vaticano I había distinguido el conocimiento natural de Dios y la Revelación, la razón y la fe. Por razón se entiende aquí la facultad de conocer utilizando los propios recursos. La cognoscibilidad natural de la existencia de Dios es presupuesta por la Revelación misma. Entre estos dos órdenes de conocimiento no puede haber disensión, porque es el mismo Dios quien revela los misterios y comunica la fe, y quien pone la luz de la razón en el alma humana: no puede negarse a sí mismo y la verdad jamás puede contradecir a la verdad (f. n. 53).
La encíclica Aeterni Patris del Papa León XIII, en la misma línea de la constitución dogmática Dei Filius del concilio Vaticano I, dirá que santo Tomás, “distinguiendo muy bien la razón de la fe, como es justo, pero asociándolas amigablemente, conservó los derechos de una y otra, y proveyó a su dignidad” (citado en el número 57).
Estas afirmaciones se hicieron en un contexto cultural en el que dominaba el racionalismo. La razón, segura de sí misma, reivindicada con soberbia su autosuficiencia; al ser la instancia suprema, no toleraba una autoridad doctrinal superior.
Aquí percibimos la actualidad de la nueva encíclica. En efecto, el panorama intelectual ha cambiado profundamente. El orgullo demiúrgico de la razón ya no se afirma en los grandes sistemas filosóficos, sino más bien en una concepción o, mejor dicho, en una ideología de la ciencia polarizada por las conquistas técnicas. Pero este impulso prometeico va acompañado por una solapada inquietud. La razón duda de sí misma. La pérdida de la confianza en las capacidades naturales de la razón es el elemento determinante de la crisis, crisis de sentido, hasta tal punto que podemos preguntarnos si tiene aún sentido plantear la pregunta sobre el sentido. Sin negar las aportaciones positivas del pensamiento moderno, la encíclica achaca a esas corrientes actuales la derivación y el perdurar de la crisis de la razón. Esas corrientes de pensamiento desembocan en una lectura nihilista, “que rechaza todo fundamento a la vez que niega toda verdad objetiva” (n. 90). Ése parece constituir actualmente “el horizonte común para muchas filosofías que se han alejado del sentido del ser” (ib.). “El nihilismo, aun antes de estar en contraste con la exigencias y los contenidos de la palabra de Dios, niega la humanidad del hombre y su misma identidad” (ib.). Ése es el mayor desafío que Juan Pablo II quiere destacar: devolver a la razón, y especialmente a la razón filosófica, la confianza en sí misma. A este propósito, conviene subrayar en particular algunos puntos.
En virtud de su misma naturaleza, la Revelación, de la que la Iglesia es depositaria, interpela a la razón filosófica. Una fórmula lapidaria expresa su motivo: “La palabra de Dios se dirige a cada hombre, en todos los tiempos y lugares de la tierra; y el hombre es naturalmente filósofo” (n.64; cf. N. 30). La universidad de la Revelación explica por qué no puede prescindir de la filosofía; de este modo, se dirige al hombre mismo, porque en la filosofía se expresa la naturaleza misma del hombre. El mensaje es universal: responde a lo que constituye al hombre en su humanidad. La filosofía plenamente elaborada, recurriendo frecuentemente a una alta tecnicidad conceptual, supone un nivel anterior: tiene por objeto las preguntas fundamentales que cada hombre un día, de un modo o de otro, no puede por menos de plantearse. La autenticidad de una filosofía se mide por la capacidad de acoger, explicitar y profundizar estas preguntas. Por tanto, ese principio ilumina los números dedicados a la inculturación y al encuentro de las culturas (nn. 70-72): “Las culturas, cuando están profundamente enraizadas en lo humano, llevan consigo el testimonio de la apertura típica del hombre a la universal y a la trascendencia” (n. 70).
3. El mensaje de salvación, comunicado a través de la Revelación, es un mensaje de verdad. Por su misma naturaleza, se dirige a la razón e implica, como consecuencia, el reconocimiento de sus prerrogativas. Por eso, la encíclica afirma en varias ocasiones que la razón es capaz de alcanzar la verdad universal y absoluta, de conquistar la certeza de la verdad y de su valor absoluto; el hombre es un ser que busca la verdad. La fe confía en la razón (cf. N. 43). Sabe que “está por naturaleza orientada a la verdad y cuenta en sí misma con los medios necesarios para alcanzarla” (n. 49). La encíclica añade: “Una filosofía consciente de este ‘estatuto constitutivo’ suyo respeta necesariamente también las exigencias y las evidencias propias de la verdad revelada” (ib.). Cabe la posibilidad de desviaciones como el racionalismo y el fideísmo. Si la fe afirmara como condición de posibilidad el rebajamiento y la humillación de la razón, se volvería contra sí misma. Al contrario, “la fe se hace abogada convencida y convincente de la razón” (n. 56): “Es preciso no perder la pasión por la verdad última y el anhelo por su búsqueda, junto con la audacia de descubrir nuevos rumbos. La fe mueve a la razón a salir de todo aislamiento y a apostar de buen grado por lo que es bello, bueno y verdadero” (ib.).
4. La inteligencia, aún herida por el pecado, no ha perdido su capacidad innata de conocer la verdad. Por eso la exigencia de una filosofía “de alcance auténticamente metafísico, capaz de trascender los datos empíricos para llegar, en su búsqueda de la verdad, a algo absoluto, último y fundamental” (n. 83).
La Sagrada Escritura reconoce esta capacidad innata. Leemos: “Un gran reto que tenemos al final de este milenio es el de saber realizar el paso, tan necesario como urgente, del fenómeno al fundamento” (ib.). Los números 82-84 son muy importantes para la arquitectura de la encíclica. Por otra parte, Juan Pablo II lo subraya cuando escribe: “Si insisto tanto en el elemento metafísico es porque estoy convencido de que constituye el camino obligado para superar la situación de crisis que afecta hoy a grandes sectores de la filosofía y para corregir así algunos comportamientos erróneos difundidos en nuestra sociedad” (ib.).
5. Al recorrer toda la encíclica, desde los hermosos capítulos dedicados a los Libros sapienciales y a la “sabiduría de la cruz”, de la que san Pablo es el doctor insuperable, el tema de la sabiduría constituye un elemento esencial del mensaje de la encíclica.
Los Padres de la Iglesia habían acogido la herencia de la filosofía griega, purificándola. Santo Tomás de Aquino, a su vez, no dudó en reconocer al pensamiento griego la prerrogativa de la sabiduría, por su fuerza unificadora partiendo de los principios más elevados de la razón. Pero, en la economía cristiana, ya no puede ocupar el rango supremo. Se inscribe armoniosamente en un orden sapiencial jerárquico, cuya primacía pertenece a la sabiduría que es don del Espíritu Santo. Esta misma primacía valora dos formas complementarias de sabiduría: “la filosófica, basada en la capacidad del intelecto para indagar la realidad dentro de sus límites connaturales, y la teológica, fundamentada en la Revelación y que examina los contenidos de la fe, llegando al misterio mismo de Dios” (n. 44).
Esta verdad tiene como objetivo iluminar la realidad actual. La separación, realizada en los tiempos modernos, de la razón y de la fe, que ha llevado a la crisis actual, ha tenido como consecuencia una marginación de la filosofía y por lo general una fragmentación del saber. La crisis de sentido es un efecto directo de esta fragmentación. De ahí la urgencia de redescubrir la dimensión sapiencial de la filosofía como búsqueda del “sentido último y global de la vida”. Cuando la filosofía emprende este camino, no hace más que “adecuarse a su misma naturaleza”. Por tanto, indicará a los diferentes saberes científicos, al igual que al actuar humano, la convergencia hacia un objetivo y un sentido definitivos. El crecimiento inmenso del poder técnico hace más necesaria que nunca esta dimensión sapiencial. Las palabras finales del número 81 manifiestan la intención profunda de la encíclica y de su inspiración espiritual: “La palabra de Dios revela el fin último del hombre y da un sentido global a su obrar en el mundo. Por esto invita a la filosofía a esforzarse en buscar el fundamento natural de este sentido, que es la religiosidad constitutiva de toda persona. Una filosofía que quisiera negar la posibilidad de un sentido último y global no sólo sería inadecuada, sino errónea”.