Con ocasión del 27 aniversario de la elección de Karol Wojtyla como Vicario de Cristo y sucesor de Pedro, la televisión pública polaca emitió una entrevista al actual Pontífice, Benedicto XVI, que habla de su predecesor Juan Pablo II. Fue realizada por el responsable de los programas católicos, el padre Andrzej Majewski.

Gracias de todo corazón, Santo Padre, por habernos concedido esta breve entrevista, con ocasión de la Jornada del Papa que se celebra en Polonia.

El 16 de octubre de 1978, el cardenal Karol Wojtyla se convirtió en Papa y desde aquel día en Juan Pablo II, durante más de 26 años, como Sucesor de San Pedro, y como usted ha dicho, ha guiado a la Iglesia junto con los obispos y los cardenales. Entre los cardenales estaba también Su Santidad, persona singularmente apreciada y estimada por su predecesor; persona de la que el pontífice Juan Pablo II escribió en el libro «¡Levantaos! !Vamos!» –y aquí cito– «Doy gracias a Dios por la presencia y la ayuda del cardenal Ratzinger. Es un amigo seguro», ha escrito Juan Pablo II.

Santo Padre, ¿cómo comenzó esta amistad y cuándo conoció Su Santidad al cardenal Karol Wojtyla?

—Personalmente le conocí sólo en los dos pre-cónclaves y cónclaves de 1978. Naturalmente había oído hablar del cardenal Wojtyla, al principio sobre todo en el contexto de la correspondencia entre los obispos polacos y alemanes, en 1965. Los cardenales alemanes me informaron del enorme mérito y la contribución del arzobispo de Cracovia, que era el alma de esta correspondencia realmente histórica. Había oído también hablar a mis amigos universitarios sobre su filosofía y su gran figura como pensador. Pero, como he dicho, el primer encuentro personal tuvo lugar en el cónclave de 1978. Desde el comienzo sentí una gran simpatía por él y, gracias a Dios, el cardenal de aquel tiempo me otorgó desde el principio su amistad, inmerecida por mi parte. Estoy agradecido por la confianza que me dio, sin mérito mío alguno. Sobre todo, viéndole rezar, comprendí, no sólo pude ver, que era un hombre de Dios. Ésta era la impresión fundamental: un hombre que vive con Dios, más aún, en Dios. Además me impresionó la cordialidad, sin prejuicios, con la que se encontró conmigo. En estos encuentros del pre-cónclave de los cardenales tomó la palabra en diversas ocasiones y ahí tuve también la posibilidad de percibir su estatura de pensador. Sin grandes palabras surgió una amistad, desde el corazón y, nada más producirse su elección, el Papa me llamó en diversas ocasiones a Roma para charlar y al final me nombró prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe.

—Por tanto, ¿no fue una sorpresa el nombramiento, ni su convocación a Roma?

—Para mí era un poco difícil, porque desde el comienzo de mi episcopado en Munich, con la solemne consagración como obispo en la catedral de Munich, era para mí una obligación, casi un matrimonio con esta diócesis y habían subrayado que desde hacía varios decenios yo era el primer obispo originario de la diócesis. Me sentía, por tanto, muy obligado y ligado con esta diócesis. Además existían problemas difíciles que todavía no habían sido resueltos y no quería dejar a la diócesis con ellos. De todo esto hablé con el Santo Padre con gran apertura, y con esa confianza que tenía el Santo Padre, que era muy paterno conmigo. Me dio tiempo para reflexionar y él mismo también lo quería pensar. Al final me convenció, porque ésa era la voluntad de Dios. Así pude aceptar esa llamada y esa gran responsabilidad, nada fácil, que de por sí superaba mis capacidades. Pero con la confianza en la paterna benevolencia del Papa y con la guía del Espíritu Santo, pude decir que sí.

—Esta experiencia duró más de 20 años...

—Sí, llegué en febrero de 1982 y ha durado hasta la muerte del Papa en el 2005.

—Cuáles son, según usted, Santo Padre, los puntos más significativos del pontificado de Juan Pablo II?

—Yo diría que podemos tener dos puntos de vista: uno «ad extra» –hacia el mundo– y uno «ad intra» –hacia la Iglesia–. Respecto al mundo, me parece que el Santo Padre, con sus discursos, su persona, su presencia, su capacidad de convencer, creó una nueva sensibilidad hacia los valores morales, hacia la importancia de la religión en el mundo. Esto hizo que se crease una nueva apertura, una nueva sensibi¬lidad para los problemas de la religión, para la necesidad de la dimensión religiosa del hombre y, sobre todo, ha crecido –de forma inimaginable– la importancia del obispo de Roma. Todos los cristianos han reconocido –no obstante las diferencias y no obstante su falta de reconocimiento del sucesor de Pedro– que él es el portavoz de la cristiandad. Nadie más que él, a nivel mundial, puede hablar en nombre de la cristiandad y dar voz y fuerza, en la actualidad del mundo, a la realidad cristiana. Pero también para los no cristianos y para las otras religiones, él fue el portavoz de los grandes valores de la humanidad. También hay que mencionar que consiguió crear un clima de diálogo entre las grandes religiones y un sentido de responsabilidad común que todos tenemos con el mundo, aclarando que las violencias y las religiones son incompatibles y que juntos hemos de buscar el camino para la paz, en una responsabilidad común ante la humanidad.

Traslademos la atención ahora hacia la situación de la Iglesia. Debo decir, ante todo, que supo entusiasmar a la juventud con Cristo. Esto es nuevo si pensamos en la juventud del ‘68 y de los años setenta. Que la juventud se haya entusiasmado por Cristo y por la Iglesia y también por valores difíciles sólo podía conseguirlo una personalidad con ese carisma; sólo él podía movilizar a la juventud del mundo por la causa de Dios y por el amor de Cristo, como él lo hizo. En la Iglesia ha creado –creo– un nuevo amor por la Eucaristía. Estamos todavía en el Año de la Eucaristía, querido por él con tanto amor; ha dado un nuevo sentido a la grandeza de la Misericordia Divina; y también ha profundizado mucho en el amor a la Virgen y nos ha guiado así hacia una interiorización de la fe y, al mismo tiempo, hacia una mayor eficacia.

Es necesario mencionar naturalmente, como todos sabemos, lo esencial que ha sido también su contribución para los grandes cambios del mundo en el año ‘89, por la caída del así llamado socialismo real.

—A lo largo de sus encuentros personales y de los coloquios con Juan Pablo II, ¿cuál fue el que más le impactó? ¿Podría contarnos sus últimos encuentros con Juan Pablo II?

—Sí. Los dos últimos encuentros los tuve, el primero, en el Policlínico Gemelli, en torno al 5-6 de febrero; y el segundo, el día anterior a su muerte, en su habitación. En el primer encuentro, el Papa sufría visiblemente, pero estaba totalmente lúcido y muy presente. Yo había ido sólo para un encuentro de trabajo, porque ne¬cesitaba alguna decisión suya. El Santo Padre, aunque sufriendo, seguía con gran atención cuanto le decía. Me comunicó en pocas palabras sus decisiones, me dio su bendición, me saludó en alemán, concediéndome toda su confianza y amistad. Para mí fue muy conmovedor ver, por una parte, cómo su sufrimiento estaba unido al Señor sufriente, cómo llevaba su sufrimiento con el Señor y por el Señor; y, por otra parte, ver cómo resplandecía su serenidad interior y su completa lucidez.

El segundo encuentro fue el día antes de que muriera: estaba, obviamente, más dolorido, se notaba, rodeado de médicos y amigos. Estaba todavía muy lúcido y me dio su bendición. Ya no podía hablar mucho. Para mí, su paciencia en el sufrimiento ha sido una gran enseñanza, sobre todo el llegar a ver y sentir cómo estaba en las manos de Dios y cómo se abandonaba a su voluntad. A pesar de los dolores visibles, estaba sereno, porque estaba en las manos del Amor Divino.

—Usted, Santo Padre, en sus discursos evoca a me¬nudo la figura de Juan Pablo II, y de Juan Pablo II dice que era un gran Papa, un llorado y venerado predecesor. Siempre recordamos las palabras que usted pronunció en la Misa del 20 de abril pasado, palabras dedicadas justamente a Juan Pablo II. Ha sido usted, Santo Padre, quien dijo –y aquí cito– «parece como si él me tuviera agarrado fuerte de la mano, veo sus ojos sonrientes y escucho sus palabras, que en aquel momento me dirige a mí de forma particular: «¡no tengas miedo!»». Santo Padre, una pregunta muy personal ¿sigue sintiendo usted la presencia de Juan Pablo II? Y si es así, ¿de qué manera?

—Ciertamente. Comienzo respondiendo a la primera parte de su pregunta. En un principio, hablando de la herencia del Papa, había olvidado hablar de tantos documentos que nos ha dejado –catorce encíclicas, muchas cartas pastorales y tantos otros– y todo esto representa un patrimonio riquísimo que todavía no ha sido suficientemente asimilado en la Iglesia. Considero que tengo la misión esencial y personal de no producir tantos documentos nuevos, sino más bien la de conseguir que aquellos documentos sean asimilados, porque son un tesoro riquísimo, son la auténtica interpretación del Vaticano II. Sabemos que el Papa era el hombre del Concilio, que había asimilado interiormente el espíritu y la letra del Concilio y con estos textos nos hace comprender qué es lo que realmente quería y no quería el Concilio. Nos ayuda a ser verdaderamente Iglesia de nuestro tiempo y del tiempo venidero.

Paso a la segunda parte de su pregunta. El Papa me resulta siempre cercano a través de sus textos, le oigo y le veo hablar, y puedo estar en diálogo continuo con el Santo Padre porque con estas palabras habla siempre conmigo, conozco también el origen de muchos textos, recuerdo los diálogos que tuvimos sobre cada uno de ellos. Puedo continuar el diálogo con el Santo Padre. Naturalmente esta cercanía a través de las palabras es una cercanía no sólo con los textos, sino con la persona, más allá de los textos escucho al mismo Papa. Quien se va con el Señor no se aleja: cada vez siento más que un hombre que se va con el Señor se acerca todavía más y siento que con el Señor está junto a mí, pues yo estoy cerca del Señor, estoy cerca del Papa y él ahora me ayuda a estar junto al Señor y trato de entrar en su atmósfera de oración, de amor al Señor, de amor a la Virgen y me encomiendo a sus oraciones. Hay así un diálogo permanente y también una cercanía, de una forma nueva, pero de una forma muy profunda.

—Santo Padre, le esperamos en Polonia. Mucha gente pregunta, ¿cuándo vendrá el Papa a Polonia?

—Sí, tengo la intención de ir a Polonia, si Dios quiere, si el tiempo me lo permite. He hablado con monseñor Dziwisz respecto a la fecha, y me dicen que el mes de junio sería el período más apropiado. Naturalmente todo está por organizar con las instancias competentes. En este sentido es una palabra provisional, pero parece que posiblemente el próximo junio pueda ir a Polonia, si el Señor me lo permite.

—Santo Padre, en nombre de todos los telespectadores, le agradezco de corazón esta entrevista. Gracias, Padre Santo.

—Gracias a usted.


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