En el pensamiento de Juan Pablo II, la valoración de la ciencia, a la que llama «un bien digno de gran estima, pues es conocimiento y, por tanto, perfección del hombre en su inteligencia» y, más aún, este conocimiento «es un modo de participar en la ciencia de creador», se enraíza en una concepción de la realidad según la cual «el universo tiene una explicación» y que «constituye... un orden complejo en el que los diferentes elementos están armoniosamente relacionados entre sí», es decir, la ciencia se encuentra frente a un cosmos, a un universo ordenado racionalmente.
Al estudiar el pensamiento de Juan Pablo II sobre las ciencias naturales, lo primero que llama la atención es la extensión y multiplicidad de las ocasiones en que se refirió a ellas, y los diversos contextos en los cuales señaló su rol, los que iré señalando, aunque ello necesariamente sea de manera incompleta.
Actitud hacia la ciencia
En el pensamiento de Juan Pablo II, la valoración de la ciencia, a la que llama «un bien digno de gran estima, pues es conocimiento y, por tanto, perfección del hombre en su inteligencia» [1] y, más aún, este conocimiento «es un modo de participar en la ciencia de creador», [2] se enraíza en una concepción de la realidad según la cual «el universo tiene una explicación» y que «constituye... un orden complejo en el que los diferentes elementos están armoniosamente relacionados entre sí», [3] es decir, la ciencia se encuentra frente a un cosmos, a un universo ordenado racionalmente. Y es esta confianza en la razón impresa en la naturaleza, que se manifiesta en las leyes, las que, según Albert Einstein, «revelan una inteligencia de tal superioridad que, comparada con ella, todo el pensamiento y la acción sistemática de los seres humanos son sólo una reflexión enteramente insignificante» [4]. Ello está en la base de la actividad científica, ya que «cuando un científico... se pone a la búsqueda de la explicación lógica y verificable de un fenómeno determinado, confía desde el principio que encontrará una respuesta, y no se detiene ante los fracasos» [5].
La visión de Juan Pablo II de este orden racional de la naturaleza lo hace remontarse hasta los textos sapienciales del Antiguo Testamento, en los cuales «el autor sagrado habla de Dios, que se da a conocer también por medio de la naturaleza» y que el hombre «con su inteligencia... está en condiciones» de conocer la estructura del mundo y la actividad de los elementos..., los ciclos del año y la posición de las estrellas, la naturaleza de los animales y los instintos de las fieras» (Sabiduría 7, 17, 19-20), más aun, «el autor afirma que, precisamente razonando sobre la naturaleza, se puede llegar hasta el Creador: «de la grandeza y hermosura de las criaturas se llega, por analogía, a contemplar a su autor» (Sab., 13, 5). Se reconoce así un primer paso de la Revelación Divina, constituido por el maravilloso «libro de la naturaleza», con cuya lectura, mediante los instrumentos propios de la razón humana, se puede llegar al conocimiento del Creador. Si el hombre con su inteligencia no llega a reconocer a Dios como creador de todo, no se debe tanto a la falta de un medio adecuado, cuanto sobre todo al im-pedimento puesto por su voluntad libre y su pecado» [6].
No Contradicción Ciencia – Fe
Es sobre esta doble idea, la de la naturaleza como un libro, en que aparece una primera revelación del Creador, y en el cual podemos conocer, por analogía, los atributos y perfecciones de Dios, como afirmó San Pablo con gran fuerza en su carta a los cristianos de Roma (Rom 1, 20): «En efecto, las cosas invisibles de Dios, aun su eterno poder y su divinidad, se han hecho visibles después de la creación del mundo por el conocimiento que de ellas nos dan sus criaturas». Texto fundamental que Juan Pablo II comenta diciendo que «se reconoce a la razón del hombre una capacidad que parece superar casi sus mismos límites naturales: no sólo no está limitada al conocimiento sensorial, desde el momento que puede reflexionar críticamente sobre ello, sino que argumentando sobre los datos de los sentidos puede incluso alcanzar la causa que da lugar a toda la realidad sensible» [7].
Luego, a este libro primigenio se agrega un segundo libro, el de la Revelación explícita de Dios. Este origen común de los dos libros es lo que hace imposible la existencia de contradicciones entre la verdad revelada, el contenido de la fe, y la verdad científica, ya que «la verdad no puede contradecir a la verdad» [8]. Esta imposibilidad de la contradicción ciencia – fe, que recorre todo el pensamiento sapiencial judeo-cristiano, es tratada muchas veces por Juan Pablo II, como cuando dice: «El mismo y auténtico Dios, que fundamenta y garantiza que sea inteligible y racional el orden natural de las cosas sobre las que apoyan los científicos confiados, es el mismo que se revela como Padre de nuestro Señor Jesucristo», [9] texto junto al cual hace referencia al pensamiento de Galileo, quien declaró explícitamente que las dos verdades, la de la fe y la de la ciencia, no pueden contradecirse jamás. «La Escritura Santa y la naturaleza, al provenir ambas del Verbo Divino, la primera en cuanto dictada por el Espíritu Santo, y la segunda en cuanto ejecutora fidelísima de las órdenes de Dios» ( Carta de Galileo al P. Benedetto Castelli, del 21-XII-1613)», párrafo junto al cual cita también el notable texto de la Constitución Gaudium et spes, n° 36, del Concilio Vaticano II, que dice: «La investigación metódica en todos los campos del saber, si está realizada de forma auténticamente científica y conforme a las normas morales, nunca será realmente contraria a la fe, porque las realidades profanas y las de la fe tienen origen en el mismo Dios».
Para que en la práctica se eviten los conflictos entre la ciencia y la fe, que históricamente han sido bastantes, es necesario, según Juan Pablo II, que se dé una doble condición: Por una parte debe existir «una hermenéutica rigurosa para la interpretación correcta de la palabra inspirada. Conviene delimitar bien el sentido propio de la Escritura, descartando interpretaciones indebidas que le hacen decir lo que no tiene intención de decir» [10]. Y por otra que los científicos no le hagan decir a la naturaleza lo que en verdad ella no dice, sobreponiéndole a los datos reales que la investigación científica genera, presupuestos ideológicos, prejuicios o extrapolaciones inválidas entrando en campos en los que los científicos suelen no tener mayor versación, como son el filosófico o el teológico, cayendo incluso en la soberbia del cientificismo, «corriente filosófica que no admite como válidas otras formas de conocimiento que no sean las propias de las ciencias positivas,... en esta perspectiva, los valores quedan relegados a meros productos de la emotividad y la noción de ser es marginada para dar lugar a lo puro y simplemente fáctico» [11].
Con esta distinción entre estos dos órdenes complementarios del conocimiento, Juan Pablo II se sitúa en una larga tradición del Magisterio, una de cuyas cumbres está en el tratamiento que San Agustín hace de la interpretación de la Sagrada Escritura en Sobre el Génesis a la Letra, donde, entre muchas expresiones acertadas, dice: «No leemos en el Evangelio que el Señor haya dicho: ‘Os envío al Paráclito (Espíritu Santo) que os enseñará el curso del sol y de la luna’. Cristo quería hacer cristianos, no matemáticos» [12]. Junto a estas condiciones necesarias para la coexistencia armónica entre ciencia y fe, Juan Pablo II menciona, en relación con San Alberto Magno y Santo Tomás, la autonomía de las ciencias, ya que ellos «fueron los primeros que reconocieron la necesaria autonomía que la filosofía y las ciencias necesitan para dedicarse eficazmente a sus respectivos campos de investigación. Sin embargo... la legítima distinción entre los dos saberes se transformó progresivamente en una nefasta separación» [13]. Con ello Juan Pablo II hace suyo lo afirmado por el Vaticano II: «Si por autonomía de la realidad terrena se quiere decir que las cosas creadas y la sociedad misma gozan de propias leyes y valores, que el hombre ha de descubrir, emplear y ordenar poco a poco, es absolutamente legítima esta existencia de autonomía. No es sólo que la reclamen imperiosamente los hombres de nuestro tiempo. Es que además responde a la voluntad del Creador. Pues, por la propia naturaleza de la creación, todas las cosas están dotadas de consistencia, verdad y bondad propias y de un propio orden regulado, que el hombre debe respetar con el reconocimiento de la metodología particular de cada ciencia o arte» [14].
Palabras a los Científicos
Uno de los pasajes más significativos de la relación de Juan Pablo II con los científicos es cuando les dice «que con sus investigaciones nos ofrecen un progresivo conocimiento del universo en su conjunto y de la variedad increíblemente rica de sus elementos, animados e inanimados, con sus complejas estructuras atómicas y moleculares. El camino realizado por ellos ha alcanzado, especialmente en este siglo, metas que siguen asombrándonos. Al expresar mi admiración y mi aliento hacia estos valiosos pioneros de la investigación científica, a los cuales la humanidad debe tanto de su desarrollo actual, siento el deber de exhortarlos a continuar en sus esfuerzos permaneciendo siempre en el horizonte sapiencial en el cual los logros científicos y tecnológicos están acompañados por los valores filosóficos y éticos, que son una manifestación característica e imprescindible de la persona humana. El científico es muy consciente de que «la búsqueda de la verdad, incluso cuando atañe a una realidad limitada del mundo o del hombre, no termina nunca, remite siempre a algo que está por encima del objeto inmediato de los estudios, a los interrogantes que abren al acceso al Misterio» [15]. Este trozo tiene una importante concordancia con el encendido elogio de la ciencia y de los científicos que hace, en su nº 283, el Catecismo de la Iglesia Católica, también una obra del magisterio de Juan Pablo II.
Y junto con este reconocimiento, también el Papa invita a los científicos a una gran apertura de espíritu: «Vuestra especialización os impone ciertamente reglas y limitaciones indispensables en la investigación, pero, más allá de las fronteras epistemológicas, dejad que la inclinación de vuestro espíritu os lleve hasta lo universal y lo absoluto... vuestra ciencia debe expandirse en sabiduría... estad disponibles para la búsqueda de todo lo verdadero, convencidos de que las realidades del espíritu forman parte de lo real y la verdad integral», [16] según la cual podrá captar el fin del universo «que no consiste solamente en revelar la verdad que le es inmanente, sino manifestar la verdad primera, que ha dado al mundo su origen y su forma» [17]. Es justamente esta «expansión a la sabiduría» la única capaz de alejarnos de llegar a ser ese «necio» que «se engaña pensando que conoce muchas cosas, pero en realidad no es capaz de fijar la mirada sobre las esenciales... y cuando llega a afirmar: «Dios no existe»( Cf. Salmo 14(13),1), muestra con claridad definitiva lo deficiente de su conocimiento y lo lejos que está de la verdad plena sobre las cosas, sobre su origen y su destino» [18].
Esta preocupación por los científicos se reflejó también en relación con Galileo, quien, en palabras del Papa, «tuvo mucho que sufrir –no podemos ocultarlo– a manos de hombres e instituciones de la Iglesia», [19] cuando, a poco del comienzo de su pontificado dio a conocer su deseo de que debían los «teólogos, científicos e historiadores... profundizar su examen del caso Galileo y reconocer lealmente sus errores, de cualquier lado que ellos provengan» [20]. A raíz de ello, una comisión de ocho especialistas presidida por el cardenal Poupard, produjo la obra «Galileo Galilei. Hacia una resolución de 350 años de debate. 1633-1983», donde se presenta el cuadro histórico más acabado sobre el tema, en el cual se entrecruzan, paradójicamente, los errores teológicos de los jueces de Galileo, con los científicos de éste, quien, a su vez, tenía una recta doctrina teológica, la que fue incorporada, en 1893, a la Encíclica «Providentissimus Deus» de León XIII. Con esta obra se puede decir que se refuerza un proceso rehabilitador que ya se había definido en 1757.
La Teoría de la Evolución
En relación con las ciencias, el mensaje de Juan Pablo II a la Pontificia Academia de las Ciencias, el 22-X-1996, en el que expresó que «nuevos conocimientos llevan a pensar que la teoría de la evolución es más que una hipótesis», produjo una considerable inquietud y perplejidad entre muchos fieles católicos. Ello se debió, en primer lugar, al extenso desconocimiento de las enseñanzas del Magisterio de la Iglesia sobre este tema, y también a que muchos no leyeron el texto completo del referido mensaje, en el cual Juan Pablo II reafirmó todos los aspectos ya presentes en el Magisterio, desde San Agustín, cuando expresaba: «Pero el Espíritu de Dios, que hablaba por medio de ellos (los autores sagrados), no quiso enseñar a los hombres estas cosas (la figura del cielo) que no reportaban utilidad alguna para la vida futura», [21] lo que el Papa en su mensaje recalca una vez más con su ya mencionado: «Conviene deleitar bien el sentido propio de la Escritura, descartando interpretaciones indebidas que le hacen decir lo que no tiene intención de decir», [22] hasta la señera Encíclica Humani generis de Pío XII, de la cual Juan Pablo II cita como punto esencial: «El cuerpo humano tiene su origen en una materia viva que existe antes que él, pero el alma espiritual es creada inmediatamente por Dios» [23]. «En consecuencia, las teorías de la evolución que, en función de las filosofías en las que se inspiran, consideran que el espíritu surge de las fuerzas de la materia viva o que se trata de un simple epifenómeno de esta materia, son incompatibles con la verdad sobre el hombre» [24]. Incluso el mismo Juan Pablo II se había ya referido en numerosas ocasiones a la evolución, a la que llamó «tema esencial». Entre otras, en su notable catequesis sobre la Creación, en 1986, donde expresó: «Este texto (el Génesis) tiene un alcance sobre todo religioso y teológico. No se pueden buscar en él elementos significativos desde el punto de vista de las ciencias naturales. Las investigaciones sobre el origen y desarrollo de cada una de las especies ‘in natura’ no encuentran en esta descripción norma alguna ‘vinculante’, ni aportaciones positivas de interés sustancial. Más aún, no contrasta con la verdad acerca de la creación del mundo visible –tal como se presenta en el libro del Génesis–, en línea de principio, la teoría de la evolución natural, siempre que se la entienda de modo que no excluya la causalidad divina». Igualmente, en el Catecismo de la Iglesia Católica de 1992, en el n° 283 leemos: «La cuestión sobre los orígenes del mundo y del hombre es objeto de numerosas investigaciones científicas que han enriquecido magníficamente nuestros conocimientos sobre la edad y las dimensiones del cosmos, el devenir de las formas vivientes, la aparición del hombre. Estos conocimientos nos invitan a admirar más la grandeza del creador, a darle las gracias por todas sus obras y por la inteligencia y la sabiduría que da a los sabios e investigadores».
Pienso que estos textos muestran la coherencia del pensamiento de Juan Pablo II con un Magisterio multisecular de extraordinaria riqueza y, a la vez su apertura a los datos ciertos de la ciencia. En todo caso, aparece hoy claro que no existe ningún conflicto ciencia-fe en este campo.
Defensa de la vida
Una de las constantes del magisterio de Juan Pablo II fue su defensa de la dignidad de la persona humana en los múltiples aspectos en que ella se ve amenazada, especialmente en su derecho a la vida. Ya que, en palabras del Papa, existe una «impresionante multiplicación y agudización de las amenazas a la vida de las personas y de los pueblos, especialmente cuando ésta es débil e indefensa», citando como ejemplos los homicidios, los genocidios, el aborto, la eutanasia y el mismo suicidio voluntario, y cómo este «alarmante panorama, en vez de disminuir, se va más bien agrandando. Con las nuevas perspectivas abiertas por el progreso científico y tecnológico surgen nuevas formas de agresión contra la dignidad del ser humano, a la vez que se va delineando y consolidando una nueva situación cultural, que confiere a los atentados contra la vida un aspecto inédito y... aún más inicuo», en la cual «a la conciencia misma, casi oscurecida por condicionamientos tan grandes, le cuesta cada vez más percibir la distinción entre el bien y el mal» [25]. Así, «la vida que exigiría más acogida, amor y cuidado es temida por inútil, o considerada como un peso insoportable», y «quien, con su enfermedad, con su minusvalidez o con su simple presencia pone en discusión el bienestar y el estilo de vida de los más aventajados, tiende a ser visto como un enemigo del que hay que defenderse o a quien eliminar. Se desencadena así una especie de «conjura contra la vida» [26]. Dentro de esta «conjura» sobresale el aborto, al cual ya el Vaticano II había calificado como «crimen nefando», esto es, como algo «indigno, torpe, de que no se puede hablar sin repugnancia u horror» (Real Academia de la Lengua), y al cual Juan Pablo II se opuso con enorme energía. Así, en su extraordinaria Encíclica Evangelium vitae, leemos: «Algunos intentan justificar el aborto sosteniendo que el futuro de la concepción, al menos hasta un cierto número de días, no puede ser todavía una vida humana personal. En realidad «desde el momento en que el óvulo es fecundado, se inaugura una nueva vida que no es la del padre ni la de la madre, sino la de un nuevo ser humano que se desarrolla por sí mismo. Jamás llegará a ser un ser humano si no lo ha sido desde entonces. A esta evidencia de siempre... la genética moderna otorga una preciosa confirmación. Muestra que desde el primer instante se encuentra fijado lo que será ese ser viviente: una persona, un individuo con sus características ya bien determinadas. Con la fecundación inicia la aventura de una vida humana, cuyas principales capacidades requieren de un tiempo para desarrollarse y poder actuar». Aunque la presencia de un alma espiritual no puede deducirse de la observación de ningún dato experimental, las mismas conclusiones de la ciencia sobre un embrión humano ofrecen «una indicación preciosa para discernir racionalmente una presencia personal de este primer surgir de la vida humana: ¿cómo un individuo humano podría no ser persona humana?»
Por lo demás, está en juego algo tan importante que, desde el punto de vista de la obligación moral, bastaría la sola probabilidad de encontrarse ante una persona para justificar la más rotunda prohibición de cualquier intervención destinada a eliminar un embrión humano. Precisamente por esto, más allá de los debates científicos y de las mismas afirmaciones filosóficas en las que el Magisterio no se ha comprometido expresamente, la Iglesia siempre ha enseñado y sigue enseñando, que al fruto de la generación humana, desde el primer momento de su existencia, se ha de garantizar el respeto incondicional que moralmente se le debe al ser humano en su totalidad y unidad corporal y espiritual: «El ser humano debe ser respetado y tratado como persona desde el instante de su concepción y por eso, a partir de ese mismo momento, se le deben reconocer los derechos de la persona, principalmente el derecho inviolable de todo ser humano a la vida». Texto en el cual refuerza especialmente la instrucción Donum vitae, de la Congregación para la Doctrina de la Fe. Además, junto con recordar el texto clásico de Tertuliano –«es ya un hombre aquel que lo será»– señala como condenables los experimentos con embriones humanos o su utilización como abastecedores de órganos o tejidos a transplantar, o la reducción de embriones», es decir, la eliminación de los embriones supernumerarios generados por la fecundación in vitro. Particularmente penetrante es el análisis que Juan Pablo II hace de la relación entre anticoncepción y aborto, prácticas que, aunque «desde el punto de vista moral, son males específicamente distintos», están relacionados por «los contravalores inherentes a la mentalidad anticonceptiva»; así, la vida que podría brotar del encuentro sexual se convierte en enemigo a evitar absolutamente, y el aborto es la única respuesta posible frente a una anticoncepción frustrada». Por ello «la cultura abortista está particularmente desarrollada justo en los ambientes que rechazan la enseñanza de la Iglesia sobre la anticoncepción». Esta estrecha relación es la que llevó a que calificase a ambas prácticas como «frutos de una misma planta» [27].
Esta gravísima acumulación de atentados contra la vida, que Juan Pablo II considera como constitutivas de una «cultura de la muerte», llevó al Papa a preguntarse acerca de las causas de este inédito fenómeno, llegando, al menos, a cuatro raíces: Una, se refiere al «eclipse del sentido de Dios y del Hombre, característico del contexto social y cultural dominado por el secularismo... y quien se deja contagiar por esta atmósfera, entra fácilmente en el torbellino de un terrible círculo vicioso: perdiendo el sentido de Dios, se tiende a perder también el sentido del hombre, de su dignidad y de su vida». Junto con ello se considera al hombre «como uno de tantos seres vivientes, como un organismo que a lo sumo ha alcanzado un estadio de perfección muy elevado. Encerrado en el restringido horizonte de su materialidad, se reduce de este modo a una cosa» [28]. También menciona la existencia de «fuertes corrientes culturales, económicas y políticas, portadoras de una concepción de la sociedad basada en la eficiencia» [29]. Es justamente este eficientismo perverso, desbocado más allá de los límites morales, el que lleva a considerar a los minusválidos, a los ancianos, a los enfermos terminales o a los niños aún no nacidos que no han sido «programados», o que sufren de enfermedades congénitas, como inútiles o como cargas insoportables o, aun, como enemigos que hay que eliminar, ya que «ponen en discusión el bienestar y el estilo de vida de los más aventajados» [30].
En este contexto causal menciona también al «fenómeno demográfico», en el cual «en los países ricos se registra una preocupante caída de los nacimientos; los países pobres, por el contrario, presentan en general una elevada tasa de aumento de la población, difícilmente soportable en un contexto de menor desarrollo económico y social». Ante esto los países ricos «temen que los pueblos más prolíficos y más pobres representen una amenaza para su bienestar y tranquilidad, «lo que los lleva, antes que querer afrontar y resolver los graves problemas de los pobres», respetando la dignidad de las personas y de las familias, y el derecho inviolable de todo hombre a la vida, a preferir promover e imponer por cualquier medio una masiva planificación de los nacimientos», condicionando, incluso, las ayudas económicas «a la aceptación de una política antinatalista» [31].
Mirando este penoso panorama, considera: «Nada ni nadie puede autorizar la muerte de un ser humano inocente, sea feto o embrión, niño o adulto, anciano, enfermo incurable o agonizante. Nadie además puede pedir este gesto homicida para sí mismo o para otros a su responsabilidad ni puede consentirlo explícita o implícitamente. Ninguna autoridad puede imponerlo ni permitirlo». Y afirma: «Por tanto, con la autoridad conferida por Cristo a Pedro y a sus Sucesores, en comunión con los Obispos de la Iglesia Católica, confirmo que la eliminación directa y voluntaria de un ser humano inocente es siempre gravemente inmoral. Esta doctrina, fundamentada en aquella ley no escrita que cada hombre, a la luz de la razón, encuentra en el propio corazón (cf. Rm 2, 14- 15), es corroborada por la Sagrada Escritura, transmitida por la Tradición de la Iglesia y enseñada por el Magisterio ordinario y universal» [32].
Estos párrafos, tan reales como impresionantes, muestran sin género alguno de duda cuál es la Doctrina Católica inamovible sobre la anticoncepción, la eutanasia y el aborto.
¿Un Papa «verde»?
Juan Pablo II expresó en múltiples ocasiones su preocupación por el medio ambiente y la defensa de éste, lo que ha llevado a algunos a afirmar, con aprecio, que Juan Pablo II fue un Papa «verde». Tal preocupación, que sin duda fue real, tuvo una serie de matices que le confieren una posición equilibrada, interesante de conocer.
Por una parte considera a la «cuestión ecológica como ‘preocupante’ y estrictamente vinculada con el consumismo. Así, el hombre impulsado por el deseo de tener y gozar, más que de ser y de crecer, consume de manera excesiva y desordenada los recursos de la tierra y su misma vida. En la raíz de la insensata destrucción del ambiente natural hay un error antropológico, por desgracia muy difundido en nuestro tiempo. El hombre, que descubre su capacidad de transformar y en cierto sentido, de «crear» el mundo con el propio trabajo, olvida que éste se desarrolla siempre sobre la base de la primera y originaria donación de las cosas por parte de Dios. Cree que puede disponer arbitrariamente de la tierra, sometiéndola sin reservas a su voluntad como si ella no tuviese una fisonomía propia y un destino anterior dados por Dios, y que el hombre puede desarrollar ciertamente, pero que no debe traicionar. En vez de desempeñar su papel de colaborador de Dios en la obra de la creación, el hombre suplanta a Dios y con ello provoca la rebelión de la naturaleza, más bien tiranizada que gobernada por él [33]. Junto con ello, hace también mención a que «una vez excluida la referencia de Dios, no sorprende que el sentido de todas las cosas resulte profundamente deformado, y la misma naturaleza, que ya no es «mater», quede reducida a «material» disponible a todos las manipulaciones» [34]. Tema a cuyas raíces en la Sagrada Escritura hace referencia: El hombre, llamado a cultivar y custodiar el jardín del mundo (cfr. Gn 2, 15), tiene una responsabilidad específica sobre el ambiente de vida, o sea, sobre la creación que Dios puso al servicio de su dignidad personal, de su vida: respecto no sólo al presente, sino también a las generaciones futuras. Es la cuestión ecológica –desde la preservación del «hábitat» natural de las diversas especies animales y formas de vida, hasta la «ecología humana» propiamente dicha– que encuentra en la Biblia una luminosa y fuerte indicación ética para una solución respetuosa del gran bien de la vida, de toda vida. En realidad, «el dominio confiado al hombre por el creador no es un poder absoluto, ni se puede hablar de libertad de ‘usar y abusar’, o de disponer de las cosas como mejor parezca. La limitación impuesta por el mismo Creador, desde el principio, y expresada simbólicamente con la prohibición de ‘comer del fruto del árbol’ (cfr. 2, 16-17), muestra claramente que, ante la naturaleza visible, estamos sometidos a las leyes no solo biológicas sino también morales, cuya transgresión no queda impune» [35]. Por otra parte, y en oposición a esta libertad sin ley, existe también una ley sin libertad, «como sucede, por ejemplo, en ideologías que contestan la legitimidad de cualquier intervención sobre la naturaleza, como en nombre de una ‘divinización’ suya, que una vez más desconoce su dependencia del designio del Creador» [36].
Juan Pablo II hace también presente en su magisterio el nuevo concepto de la «ecología humana», de gran potencialidad futura: «Además de la destrucción irracional del ambiente natural hay que recordar aquí la más grave aún del ambiente humano, al que, sin embargo, se está lejos de prestar la necesaria atención. Mientras nos preocupamos justamente, aunque mucho menos de lo necesario, de preservar los hábitat naturales de las diversas especies animales amenazadas de extinción, porque nos damos cuenta de que cada una de ellas aporta su propia contribución al equilibrio general de la tierra, nos esforzamos muy poco por salvaguardar las condiciones morales de una auténtica ecología humana. No sólo la tierra ha sido dada por Dios al hombre, el cual debe usarla respetando la intención originaria de que es un bien, según la cual le ha sido dada; incluso el hombre es para sí mismo un don de Dios y, por tanto, debe respetar la estructura natural y moral de la que ha sido dotado. Hay que mencionar en este contexto los graves problemas de la moderna urbanización, la necesidad de un urbanismo preocupado por la vida de las personas, así como la debida atención a una ecología social del trabajo», [37] siendo la familia ‘la primera estructura fundamental de esta ecología humana» [38] del trabajo.
Visión del futuro
Por un lado, piensa Juan Pablo II que la Iglesia constituye una poderosa ayuda para la ciencia, como cuando decía: «En tiempos pasados los defensores de la ciencia moderna lucharon contra la Iglesia con el consiguiente lema: razón, libertad y progreso. Hoy, ante la crisis del sentido de la ciencia... es la Iglesia la que entra en batalla: por la razón y la ciencia, a quien ésta ha de considerar con capacidad para la libertad; por la libertad de la ciencia, mediante la cual la ciencia misma adquiere su dignidad como bien humano y personal; por el progreso al servicio de la humanidad, la cual tiene necesidad de la ciencia para asegurar su vida y su dignidad» [39].
Hemos visto el gran valor que Juan Pablo II y un largo Magisterio de la Iglesia reconocen en la ciencia. Como una suerte de culminación de todo ello, cabría concluir citando la esperanza de este extraordinario Pontífice –el que hace puentes– de que «la unión renovada del pensamiento científico con la fuerza de la fe impulse un nuevo humanismo sobre el que pueda fundamentarse el desarrollo del tercer milenio» [40].