Si se recorren las páginas de Veritatis Splendor en la perspectiva de la filosofía moral podrá advertirse que en ella resuenan constantemente cuatro grandes ideas de una filosofía moral: persona, conciencia moral, libertad y ley. Esta Encíclica busca formar conciencias y esclarecer cuestiones.
La encíclica Veritatis Splendor de Su Santidad Juan Pablo II no es un texto de filosofía, sino un documento de la Iglesia Católica dirigido por el Papa a quienes la gobiernan como sucesores de los apóstoles de Cristo. No obstante, su contenido es principalmente de filosofía moral en íntima conexión con la teología de la Iglesia. Desde los grandes principios de la teología católica de la Encíclica habla de filosofía moral en el discurso racional propio de la filosofía.
Cabe recordar que Karol Wojtila, Su Santidad Juan Pablo II, es un filósofo de sólida formación no sólo dentro de las tradiciones intelectuales de la Iglesia Católica, buen conocedor, pues, de figuras como Santo Tomás de Aquino y San Juan de la Cruz, sino que además fue, como filósofo, participante activo del movimiento filosófico tal vez el más importante del siglo XX, como ha sido la Fenomenología. Maestro universitario y autor de un sólido libro de filosofía, Persona y Acción, aparte de varios ensayos filosóficos, el Papa habla de un tema cuya envergadura intelectual domina. Es cierto también que en una Encíclica seguramente intervienen varias manos y se aúnan criterios diversos y que, por su naturaleza, la Encíclica tiene una misión propia que no es en rigor la de un texto puramente filosófico.
Si se recorren las páginas de Veritatis Splendor en la perspectiva de la filosofía moral, podrá advertirse que en ella resuenan constantemente cuatro grandes ideas de una filosofía moral. Tales ideas apuntan al ser “persona”, a la “conciencia moral”, a la “libertad”, y a la “ley”. Se advertirá también, y esto pertenece a la índole de una Encíclica, que en ella hay un debate y un discernimiento frente a opiniones que ejercen influencia al interior de la Iglesia sostenidas por teólogos y filósofos reconocidos en el medio académico de la misma Iglesia. Más que un texto abierto a la pura creación intelectual, una Encíclica de este carácter busca más bien formar conciencias y esclarecer cuestiones.
El Dios creador y el ser persona
Ciertamente el trasfondo de la Encíclica es teológico: habla de Dios desde la fe cristiana. Dios es visto desde la gran visión que el Génesis ya ofrece: Dios creador, y específicamente creador del hombre. Se habla de Dios, además, con la gran metáfora que el cristianismo ha hecho suya, la metáfora de la luz, que se lee en grandes tradiciones religiosas, que pueden ir del budismo a las mitologías indoeuropeas y a la religión de los incas. Y que fundamentalmente se lee en el pensamiento filosófico de Platón, donde la Idea suprema del Bien está representada por el sol y más tarde en el iluminismo agustiniano. Dios es luz -“Luz verdadera que ilumina a todo hombre”, dice San Juan (1, 9)-, Su esplendor es veritatis splendor.
La luz creadora de Dios es su sabiduría y su ley. Esta luz de Dios ha sido transmitida a su creación eminente -al hombre- iluminando la inteligencia y modelando la libertad del hombre, dice la Encíclica en sus primeras líneas. El hombre ha sido creado “a imagen y semejanza de Dios” (Génesis 1,26). La acción creadora es entrega, don de sí, que el creador hace. Es como el gesto de la madre para su hijo o del artista respecto de su obra.
San Juan, el discípulo amado de Jesús, dará el sentido profundo -esencial- de la acción creadora de Dios cuando dice: Dios es amor. Dios se da a sí mismo en un acto de amor que crea al hombre. Y, al hacerlo, le comunica su sabiduría y su ley, que pasan a ser la luz de su naturaleza, la luz natural del espíritu, en la medida finita del ser humano. En la Biblia esa ley y sabiduría de Dios dada al hombre constituye lo que llama la Biblia -y después Pascal- el “corazón” del hombre, el centro mismo de su ser persona. La figura de Dios grabada en su corazón hace al hombre “persona”.
La famosa definición de Boecio que siempre se menciona como la fuente de la idea de “persona” se propone en un escrito teológico -Boecio era más bien un lógico- que busca ofrecer una explicación de la doble naturaleza de Cristo: Dios, pero también hombre verdadero.
Cristo es Dios, es el Verbo de Dios. No ha sido creado por Dios, como lo han sido el hombre y el universo, sino que Él mismo es Dios. Pero ha nacido como un hombre, hijo de María y plenamente hombre que, como tal, también muere. ¿Cómo conciliar esta doble naturaleza que el misterio cristiano nítidamente presenta en sus fuentes? La explicación de Boecio, y su exégesis por maestros escolásticos como Santo Tomás de Aquino, va a situar la explicación en el plano de la individualidad. Si bien hay en Cristo un hombre con toda la naturaleza del tal, ella no está cerrada en sí, sino abierta a una individualización en el nivel de su otra naturaleza, que es la de Dios. San Pablo ha dicho de Jesucristo que es “imagen del Dios invisible” (1 Col 15). El carácter personal del hombre, cifrado en su “corazón” -es decir, su ser “persona”-, es participación en el mismo ser de Dios, cuyo espíritu le ha sido transmitido, ya, en el acto creador que ha hecho de él imagen y semejanza suya. Pero, además, participa de ese espíritu en la constante asistencia de Dios, que recibe ahora del Espíritu Santo. El Concilio Vaticano II dijo que la dignidad de la persona humana radica en ser la “única criatura en la tierra a la que Dios ha amado por sí misma”. El don de Dios, según San Juan, es que “Él nos amó primero” (1 Jn, 4). El amor de Dios -Dios es amor- individualiza a la persona humana en su ser ella misma.
La voz de la conciencia
La sabiduría de Dios que hay en el “corazón” del hombre -sede de la persona, no meramente de sentimientos- es lo que permite al hombre discernir el bien. La ley eterna de Dios es ley natural en el corazón del hombre. El Papa Léon XIII lo dijo: “La ley natural es la misma ley eterna ínsita en los seres dotados de razón” (38). Su voz es la conciencia personal, donde tiene lugar ese discernimiento. Aquí está la raíz del acto moral.
El hombre, en este sentido, es bueno. Bueno por naturaleza, en tanto ha sido creado por Dios en un acto de amor que responde a la naturaleza propia de Dios. Y que ha sido redimido -recreado como un nuevo hombre ya libre del pecado y de la muerte- por el amor de Dios, una vez más. La conciencia es, pues, el lugar donde el hombre entabla el diálogo con Dios, o mejor, como ha dicho Juan Pablo II “donde Dios habla al hombre” (58). Pero este diálogo del hombre con Dios, en el fondo, es el diálogo que el hombre sostiene consigo mismo: es la voz de la conciencia.
“En lo profundo de la conciencia, dijo el Concilio Vaticano II, el hombre descubre una ley que él no se da a sí mismo, sino a la que debe obedecer y cuya voz resuena, cuando es necesario, en los oídos de su corazón llamándolo a amar y a hacer el bien”. En la conciencia, y en el juicio práctico que ella formula, es donde “se manifiesta el vínculo de la libertad con la verdad”(61).
La libertad del hombre, creación de sí mismo
Desde el planteamiento teológico fundamental que hay en la Encíclica, la libertad del hombre no es sino el sello, la huella, del amor ejercicio como acción creadora en el mismo origen del hombre. Por esto la libertad ha podido ser definida por el Concilio Vaticano II como “signo eminente de la imagen divina” (38). Dios ha dejado al hombre en manos de su albedrío. Su dinámica no puede ser otra que la del amor creador.
Ahora bien, ¿cuál es el sentido de la acción creadora de la libertad humana? La respuesta más elocuente a este respecto puede encontrarse, quizá, en el texto de Gregorio Niseno al cual la Encíclica acude (71) “Todos los seres sujetos al devenir no permanecen idénticos a sí mismos, sino que pasan continuamente de un estado a otro mediante un cambio que se traduce siempre en bien o en mal… Así, pues, ser sujeto sometido a cambio es nacer continuamente… pero aquí el nacimiento no se produce por una intervención ajena, como es el caso de los seres corpóreos… sino que es el resultado de una decisión libre, y así nosotros somos en cierto modo nuestros mismo progenitores, creándonos como queremos, y con nuestra elección dándonos la forma que queremos”.
Hace alrededor de quince siglos, antes de idealistas o existencialistas, este gran padre de la Iglesia ya lo decía: el hombre se crea así mismo libremente y da forma a su propia vida en ejercicio, precisamente, de la imagen del Dios creador que lleva en su corazón como su propio sello y figura.
La llamada de Cristo
La cuestión moral se plantea en términos muy concretos: ¿qué debo hacer, aquí y ahora? La Encíclica, inicialmente, plantea el tema en tales términos recordando la escena que narra San Matero (19) en la que un joven rico se acerca a Jesús y le pregunta ¿qué he de hacer de bueno? La respuesta de Jesús se da en tres instancias sucesivas. En la primera Jesús responde: “¿por qué me preguntas acerca de lo bueno? Uno solo es el Bueno”.
La respuesta es de gran significado: el Bien es una realidad singular, es una persona, “uno solo”. Es Dios mismo. La segunda respuesta de Jesús dice: “guarda los mandamientos”. Es la ley de quien es bueno por sí mismo, por su propia naturaleza: los mandamientos de la ley de Dios. El joven le dice que los ha cumplido. Entonces Jesús le propone la cuestión decisiva: “Si quieres ser perfecto, sígueme”, le dice, deja todo otro bien, dalo a los pobres y ganarás un tesoro. La perfección moral, para el cristiano, está en el seguimiento de Jesús, Sequela Christi, en la adhesión personal a la persona de Cristo. No es el cumplimiento de una ley, sino otra cosa que, desde luego, supone ese cumplimiento. Es el encuentro personal con Cristo, gratuito, sin condiciones, sin palabras, como lo ilustra el Evangelio cuando describe el espontáneo, sencillo y silencioso seguimiento de los primeros discípulos. Es la respuesta del mismo amor originario de Dios, su pleno cumplimiento en la realidad del hombre. En ella opera una llamada, una gracia: es la fe, ligada a la caridad y también a la esperanza, virtudes todas teológicas, dones de Dios a los que el espíritu del hombre ha de estar abierto.
Verdades invertidas
Una Encíclica no es naturalmente un texto con pretensiones de descubrir nuevas verdades, de ser original en ese sentido. La Iglesia guarda la Revelación como depósito de su fe y guarda las tradiciones intelectuales que cuidan de ese depósito, de su autenticidad, de su integridad. El Papa está llamado a velar por él y a preocuparse por aquello que lo contradiga o lo deforme. Primero al interior de la misma Iglesia depositaria de la verdad que le ha sido confiada.
Veritatis Splendor cumple esta misión. Uno puede reconocer en sus pasajes polémicos a filósofos importantes como Kant, Nietzsche, también Sartre. La Encíclica no los menciona y hasta es probable que sus interpretaciones no sean demasiado fieles. No es tanto a ellos, sino a seguidores suyos que pertenecen a la Iglesia, y que en ella enseñan e influye, a quienes hay que encarar de modo inmediato en un documento que no pretende ser pura filosofía, sino magisterio de la Iglesia. Ellos son quienes, más directa e inmediatamente, amenazan la unidad e integridad de la verdad cristiana al nivel del cristiano común. La Iglesia debe encarar estas desviaciones simplemente por la obligación de cuidar su patrimonio doctrinal, las formas que la fe viva ha edificado.
Pues bien, quizá uno de los aspectos más lúcidos y certeros de la Encíclica sea su capacidad de detectar y perfilar aquello que se opone a la enseñanza moral de la Iglesia. En una primera lectura de ella se recibe la impresión de que hay muchos interlocutores tácitos cuyas posiciones se critican; que son muchas y diversas las tesis a las que hace frente.
Pero si uno relee y busca ordenar los pasajes críticos de la Encíclica llega a la conclusión de que en realidad no hay una especie de miscelánea de opiniones, sino que en ellas se repite la misma escena narrada por el Génesis, que condujo a la ruptura del hombre con Dios a partir de un conocimiento del bien y de mal ajeno a la ley de Dios y, por ende, a Dios mismo, movido por la tentación demoníaca: “seréis como Dios”.
Las doctrinas que la Encíclica impugna son piezas de una sola figura: en definitiva la verdad cristiana invertida en una tentativa humana de obrar como Dios, de sustituirlo, de ser Él mismo. Quizá la fórmula más breve y abstracta para expresar el conflicto sea la del cuarto párrafo de la Encíclica. Bajo todas las opiniones criticadas hay una intención dominante: lo que se busca es, dice la Encíclica, “erradicar la libertad de su relación esencial y constitutiva con la verdad”. Roto ese nexo, la verdad se vacía y pierde todo sentido. La libertad, a su vez, se dispara sin destino. Escepticismo y nihilismo vienen de la mano.
La libertad humana, en íntima conexión con la sabiduría y la ley de Dios en el seno personal de la conciencia, aparta la mirada del esplendor de la verdad y, como dijo San Pablo, la dirige a los ídolos (1 Tes 1,9). Y el ídolo mayor quizá sea, hoy, uno mismo; la propia subjetividad vaciada de esos contenidos con los cuales la conciencia forja el juicio y gesta la acción moral.
Una opción trascendental
Roto el vínculo con Dios, la libertad se torna un absoluto que por sí mismo crea la verdad y pasa a ser, ella misma y en virtud de su fuerza, de su poder, la última fuente de los valores morales. El hombre se da la ley a sí mismo y la conciencia se convierte en el ámbito privado de esa libertad creadora de la verdad y del bien, en instancia suprema del juicio moral.
En las corrientes de pensamiento criticadas por la Encíclica la absolutización de la libertad aparece netamente en lo que se ha llamado la “opción fundamental” que el hombre hace de su propia vida y que da la clave de su ser moral. Esta “opción” sitúa al hombre en un nivel “trascendental”. Viene a ser una decisión global del hombre acerca de sí mismo. En ella consiste, fundamentalmente, su libertad. Uno pudiera creer que escucha lo que dijera Gregorio Niseno: somos nuestros progenitores creándonos como queremos. Pero esta verdad está ahora despojada de su contenido como diálogo del hombre con Dios y participación suya en la acción creadora del amor, para situarse en ese lugar ninguno, puramente trascendental, que no viene sino a consagrar la libertad como forma absoluta de una conciencia autónoma.
Porque esa libertad absoluta y creadora a la manera de Dios puede, incluso, desligarse de sus propios actos remitiéndolos a un nivel meramente categorial. El carácter trascendental de la libertad del hombre le eximirá de toda responsabilidad que no sea la creación absoluta de sí mismo como sujeto moral autónomo, creador él mismo de sus valores y responsable sólo ante sí.
Ruptura de la unidad del hombre
La libertad como opción trascendental y atemática involucra no sólo una ruptura del hombre con Dios, sino también, y quizá como consecuencia, un quiebre de la unidad en el ser del hombre que le aísla de sus propios actos y de su propio cuerpo, o de la relación que el cuerpo dice al alma. Vacía de contenidos vinculantes, la libertad como opción fundamental se justifica a sí misma como buena al margen de sus actos, al margen del cuerpo, desligada del comportamiento concreto del sujeto. Los actos pierden su carácter personal. Pasan a ser, más bien, acciones de índole física, pre-morales. No comprometen la personalidad moral, situada en un alto e imperturbable nivel trascendental; ni pueden ser regidos por ella.
Esta escisión del comportamiento humano establece, entonces, dos niveles de moralidad: un orden del bien que depende sólo de la libertad que el hombre por sí mismo tiene y unos comportamientos prácticos concretos situados en un nivel categorial y los que cabe entregar más bien a un cálculo técnico, con los métodos de las ciencias humanas, principalmente de índole estadística, ajenos a la persona en su individualidad. El cálculo buscará maximizar lo que se considera bueno y minimizar lo que se considera malo.
Una libertad con pretensiones de absoluta tratará al cuerpo como ser en bruto, desprovisto de significado moral. El cuerpo, la realidad física del hombre pasa a ser un presupuesto preliminar de la acción moral “extrínseco a la persona, al sujeto y al acto humano” (48).
Ciencia y Fe
La moralidad será, en definitiva un orden. Un ordenamiento racional del acto humano a su bien. El obrar humano no puede ser valorado como moralmente bueno porque sea funcional a un fin cualquiera, o porque la intención del sujeto sea buena, o porque sus consecuencias sean las mejores. El acto humano es bueno cuando testimonia el ordenamiento de la persona a su propio fin, a la imagen con arreglo a la cual fue creado.
“En este sentido la vida moral posee un carácter teológico”, dice la Encíclica (73), es decir, un ordenamiento, pero no meramente subjetivo, de los actos humanos. Ni la intención, ni las consecuencias, ni su teleología subjetiva y autónomamente diseñada, regulan la moralidad de un acto. Sino su objetividad: el objeto del acto humano como ordenamiento al bien desde una conciencia racional que opera libremente. Esta filosofía moral concebida desde una dimensión teológica, ¿puede servir a un hombre carente de la fe que la inspira? Pero aquí no se trata de una deducción desde la fe, ni de un imperativo que la fe imponga. Ésta no es una estructura deductiva, ni un orden jurídico. Lo que la fe hace es mostrar un horizonte y ofrecer una fundamentación de actos que pesan de suyo ante una conciencia racional y que encuentran en ella una explicación más alta.
La dignidad de la persona como entidad investida del más alto valor. La respetuosa consideración y cuidado del prójimo, del otro ser humano, garantizados de una manera tan precisa por mandamientos del Decálogo que ordenan honrar a los padres, no matar o dañar a otro hombre, ni a sí mismo, no difamarlo o robar su propiedad, ni cometer adulterio. El vasto conjunto de virtudes humanas diseñadas por la pura racionalidad del pensamiento de Aristóteles o Platón, de estoicos o epicúreos, ampliamente recogido por el pensamiento cristiano. El reconocimiento de a función ética de las facultades fundamentales del alma humana, la inteligencia y la voluntad. ¿No son, acaso, testimonios claros de una compatibilidad de la moral cristiana con lo que constituye una ética común y universal?
¿Cómo surge el problema? Surge cuando uno se pregunta por una fundamentación de posiciones morales que se asumen, al parecer, de modo natural y espontáneo. Pero, ¿por qué hacer tal pregunta?, ¿no resulta inoportuna y ociosa?, ¿por qué no fiarse de esa pura espontaneidad moral que parece ser como una brújula naturalmente instalada en la conciencia, como un sentimiento natural que no reclama otra justificación, según se desprende, por ejemplo, del pensamiento de moralistas contemporáneos de tanta influencia como Scheler o Moore?
El hombre busca dar razón de todo lo que es, y mayormente, quizá, de todo lo que hace. Puede, sin embargo, abstenerse de hacerlo. Y ésta es ya una respuesta, aunque bien endeble intelectualmente por su sesgo contradictorio. Puede legitimar su acción en la autonomía subjetiva de una de las potencias humanas. Es el caso de la absolutización de una libertad creadora de la verdad y del bien. O de una vivencia última (Moore); o de una estimativa de valores (Scheler). Pero queda en pie una cuestión, la cuestión del hombre mismo; del hombre y su mundo, del universo humano. La cuestión antropológica y metafísica.
Una respuesta intelectual puede sortear el mero escepticismo de la abstención y acudir a la ciencia, la gran fuente del saber moderno. La ciencia puede dar una explicación acerca del origen del hombre y del universo con el big-bang o con la evolución de las especies. Pero éstas no son sino notables hipótesis; y una hipótesis es, de suyo, falsable o confirmable. Y si se confirma, también esta confirmación es falsable. ¿Qué se ha hecho, entonces, al acudir a la ciencia para que explique el origen fundamental del hacer del hombre? Bueno, la ciencia se constituye como justificación de sí misma, como la gran hipótesis, la única a la que podemos atenernos conscientes de los límites del saber humano. Todo lo que ella dice es falsable. Pero ella también.
Entonces ¿por qué una hipótesis y no una fe? ¿Por qué no una fe que quiere ser respetuosa de las hipótesis de las ciencias y de la ciencia misma? La hipótesis sostiene a la investigación científica y justifica el hacer de la ciencia. La fe, en cambio, sostiene al hombre en la totalidad de su ser: justifica su humanidad.