El anuncio del Evangelio tiene el poder de cambiar las vidas de los hombres. Y la Evangelium vitae recoge los innumerables testimonios de actividades sociales, de acogida, defensa y promoción de la vida, de aceptación amorosa del otro, de su enfermedad, de su debilidad, de su minusvalidez. La enumeración de las obras de caridad hechas en condiciones muy difíciles es hondamente alentadora. Las palabras y las obras son los testigos esperanzadores de que el Espíritu sigue obrando, y tenemos que decir que por débiles y aisladas que parezcan a ratos esas voces, ellas se extienden a la distancia y son como un llamado hecho al despertar de la conciencia humana.
La presente reflexión en torno a la Encíclica Evangelium vitae apunta a la doctrina social en ella inscrita. En orden a simplificar este análisis, cabe concentrarse en la cuestión del aborto, asunto muy ilustrativo por cuanto él no es hoy día tanto un problema médico como ideológico y social.
El juicio del pueblo cristiano sobre el aborto ha sido siempre negativo, pero por mucho que la frecuencia de su ocurrencia fuera alta, no se solía pensar que su práctica afectara a la estructura de la sociedad más que lo que la del hurto al derecho de propiedad.
La significación social del aborto ha cambiado cualitativamente en estos años. Ese es un hecho fundamental y de extrema importancia del que la Encíclica se hace cargo, y que en cierta forma constituye su razón de ser. Me parece que frente al aborto tal como era entendido hace cuarenta años, no se habría justificado un documento tan extenso y enérgico dirigido a la Iglesia Universal y destinado a reiterar la condenación de hechos que la conciencia común de los cristianos reprobaba desde siempre enérgica y casi unánimemente.
En diversos pasajes, Juan Pablo II esboza una nueva significación social de los delitos contra la vida. Podríamos ordenar una breve revisión de esos pasajes recordando sucesivamente la mención del cambio cultural, del rol de las ciencias biomédicas y las consecuencias sociales y políticas.
En cuanto a lo primero –el cambio cultural–, la Evangelium vitae [1] acentúa lo novedoso de la situación: «...se va delineando y consolidando una nueva situación cultural que confiere a los atentados contra la vida un aspecto inédito, y, podría decirse aun más inicuo...» (n° 3). La novedad parece radicar en que «...opciones antes consideradas unánimemente como delictivas y rechazadas por el sentido común moral, llegan a ser poco a poco socialmente respetables...» (n°3), de modo que «...tienden a perder en la conciencia colectiva el carácter de delito y a asumir paradójicamente el de derecho...» (n°11), creándose en la opinión pública una cultura que presenta aquellas opciones como «...un signo de progreso y conquista de la libertad...» (n° 17), pidiendo en consecuencia para ellas que como expresiones legítimas de libertad individual, lleguen a «...reconocerse y ser protegidas como verdaderos y propios derechos...». (n° 18)
En cuanto al rol de los adelantos biomédicos, él merece especial atención por cuanto su impacto social es un rasgo muy propio de este siglo. A ello alude la Encíclica con fuerza y concisión: «...la misma medicina que por su vocación está ordenada a la defensa y cuidado de la vida humana, se presta cada vez más en algunos de sus sectores a realizar estos actos contra la persona, deformando así su rostro, contradiciéndose a sí misma y degradando la dignidad de quienes la ejercen...» (n° 3). Es sabido que este apoyo médico no se manifiesta solamente en el plano de la investigación científica o de la práctica médica, sino también por la implicación del personal sanitario (n° 17) y en la intervención gratuita de estos agentes sanitarios amparados por el reconocimiento legal (n° 11).
En lo que se refiere a los aspectos jurídicos, hay que anotar que los cambios en la conciencia colectiva junto al progreso científico-técnico, inducen alteraciones importantes en las costumbres y legislaciones, las que son causa de que los males mencionados adquieran por así decirlo carta de ciudadanía, y vicien en su base la convivencia humana. Expresa así la Encíclica Evangelium vitae que «...se ha difundido ampliamente la opinión de que el ordenamiento jurídico de una sociedad debería limitarse a percibir y asumir las convicciones de la mayoría...» (n° 69). Pero entonces podemos llegar y llegamos de hecho «...ante una trágica apariencia de legalidad, donde el ideal democrático que es verdaderamente tal cuando reconoce y tutela la dignidad de toda persona humana, es traicionado en sus mismas bases...» (n° 20). En consecuencia, «...la democracia, a pesar de sus reglas, va por un camino de totalitarismo fundamental...» (n° 20). Pero reivindicar atentados contra la vida en nombre de la libertad, significa atribuirle a ésta un significado perverso e inicuo, de poder absoluto sobre los demás, y eso «...es la muerte de la verdadera libertad…» (n° 20). La legitimación jurídica obliga finalmente a someterse (n° 69) a quienes no estén de acuerdo con mayorías arbitrarias. «Con esta concepción de la libertad, la convivencia social se deteriora profundamente, al mismo tiempo que el valor de la vida pueda sufrir hoy (n° 20) “una especie de eclipse...» (n° 11).
La difusión del aborto en la última generación en el mundo occidental no está tan ligada a los estudios científicos o filosóficos sobre el embrión cuanto al florecimiento de ideologías sobre los llamados derechos reproductivos de la mujer. La facultad de abortar ha sido reclamada por muchos movimientos extremos como un derecho incuestionable.
Se argumenta, así por ejemplo, que la penalización del aborto implica forzar a toda mujer llevar su embarazo a término, aun cuando ella no lo desee. Ahora bien, la naturaleza discriminatoria contra la mujer que tiene esta obligación se haría evidente desde el momento en que la mayor parte de las legislaciones conceden que hay ciertas condiciones bajo las cuales el aborto es admisible. En otras palabras el derecho a la vida del nascituro (unborn life) no es ningún absoluto; y las limitaciones que se le imponen estarían revelando el sustrato ideológico de la legislación que las sustenta.
En un estudio de Siegel [2] se presenta un análisis de la legislación en el Estado de Utah que es ilustrativo sobre este punto de vista. La mencionada legislación establece excepciones «cuando el aborto es necesario para salvar la vida de la mujer embarazada»; en casos en que la «preñez sea el resultado de la violación», o «resultado del incesto» y también «para impedir el nacimiento de una criatura que sería portadora de graves defectos». El Estado, comenta Siegel, no actúa entonces en forma consistente para proteger la vida del nascituro, desde el momento en que se halla de acuerdo en subordinar el bienestar del fruto de la concepción al bienestar de la mujer, pero sólo en aquellos casos en los que ésta sufrirá grave daño físico por el embarazo. De esta manera, el Estado de Utah limitaría su interés en la libertad de la mujer al interés en su mera supervivencia física, como si las mujeres carecieran de identidad social, intelectual o emocional que trascendiera su capacidad fisiológica de portar criaturas en su seno.
Análoga crítica le merecen a Siegel las disposiciones que permiten el aborto luego de violación o de incesto. Si se admite entonces que existan algunas condiciones bajo las cuales el aborto sería aceptable, parecería inevitable la conclusión de que cualquier conjunto de reglas de admisibilidad reflejaría un juicio sobre la importancia relativa de las actividades de la mujer, y una restricción de sus derechos, la que no es aplicable al varón, y expresaría por lo tanto una discriminación ilegítima. Así refiriéndose con el mismo criterio a otro caso legal práctico, Siegel hace ver que no sería constitucionalmente lícito impedir a las mujeres en edad fértil el trabajo en condiciones en que arriesgan la salud del feto por emanaciones de plomo, ya que la interesada debería tener siempre abierto el recurso al aborto. De hecho, lo que la legislación hace al recurrir a esta prohibición aparentemente benévola es preferir la condición «natural» de la maternidad a la libertad de trabajo y de aprovechamiento de oportunidades de progreso individual de la mujer.
Estas cuestiones nos ponen cerca de la verdadera dimensión social del problema, la que ha sido caracterizada por Kristin Luker diciendo: « (...) el debate sobre el aborto es tan apasionado y duro porque él es un referendum sobre el sitio y significado de la maternidad (...)» [3]. Nótese que no habla de un referendum sobre la condición o «status» del embrión o feto, sino sobre las condiciones o estado de la mujer.
Esta perspectiva ha sido históricamente determinante. En ella aparece como secundario el que la vida que se está destruyendo pudiera pertenecer a un ser humano. Lo esencial es que al «forzar a la mujer a tener su hijo«, se la está obligando a estrechar el horizonte de sus posibles decisiones de vida, y por lo mismo, se le está reconociendo un estado de inferioridad frente al varón: se le está imponiendo «la biología como destino».
Aquí se percibe la dimensión social del conflicto, la cual no radica en la determinación biológica o filosófica del status del embrión o feto, sino en el derecho de la mujer a no verse privada por el hecho de ser tal, de ninguna de las presuntas ventajas del otro sexo. Eso es a mi entender lo que quiere decir Kristin Luker, y ello coloca a la polémica sobre el aborto dentro del grupo de los grandes conflictos sociales.
Vale la pena preguntarse de dónde saca su fuerza esta postura. Yo respondería que al menos una parte de ella proviene de que ella se coloca en la línea de una interpretación de la sociedad que hace radicar la estructura básica de la historia y su dinámica de progreso en el conflicto.
Siegel [4], comentando el libro de Kristin Luker Abortion and the Politics of Motherhood, dice que ella «demuestra que los conflictos sobre el aborto reflejan puntos de vista divergentes sobre el verdadero rol de la sexualidad, el trabajo y los compromisos familiares (...)» y que en ellos se oponen «(...) aquellos que ven a la maternidad como el rol más importante y más satisfactorio que se le abre a la mujer, y aquellos para quienes la maternidad es uno de los roles posibles, pero que es una carga cuando es definido como el único». Se cree reconocer aquí el eco de las palabras de León Trotzky cuando habla del «antiguo hogar familiar, institución arcaica en la que la mujer del pueblo languidecía condenada a trabajos forzados de la infancia a perpetuidad (...)», a lo cual agregaba, «...es justamente por eso que el poder revolucionario ha conferido a la mujer el derecho al aborto, como uno de sus derechos (...) esenciales» [5]. En lo cual no hacía sino aplicar las palabras tan conocidas de Engels: «...el primer antagonismo de clases que apareció en la historia coincide con la aparición del antagonismo entre el hombre y la mujer en la monogamia; y la primera opresión de clases, con la del sexo femenino por el masculino (...)” [6].
La gran interpretación filosófica de esta condición humana había sido adelantada en la dialéctica del amo y el esclavo de Hegel [7]. En el fondo de ella late la separación de lo humano en dos categorías, por medio del dominio y la sujeción.
Así se sugiere que la pista para encontrar los orígenes de la mentalidad que defiende y propaga el aborto, pasa por esta interpretación de las relaciones sociales «en clave de conflicto». Ella nace junto a la conciencia que ha crecido a lo largo de la Edad Moderna, del rol del conflicto en la generación de una dinámica de progreso histórico y en la determinación de identidades nacionales y religiosas. Aun ayer, después de la segunda guerra mundial, el largo y amenazante enfrentamiento de la guerra fría delineaba un mundo con identidades definidas desde la perspectiva de un conflicto bipolar. Esta visión se hallaba de tal modo internalizada, que los años posteriores a la caída del muro de Berlín están como marcados por una especie de vacío: ninguna colectividad encuentra un enemigo natural que la ayude a establecer su propia identidad.
En la versión que ahora nos ocupa, el conflicto se halla radicado entre los esposos y entre éstos y los hijos. Desde allí infiltra por completo a la sociedad, provocando una prueba de fuerzas dentro de la propia familia, la que llega a ser tan dura que exige la legitimación del sacrificio de algunos de sus miembros. Tal vez el aborto tenga en nuestras sociedades el significado del sacrificio humano en algunos conflictos primitivos.
Esta exaltación del conflicto, que ha marcado a nuestra época, se relaciona sin duda con el cuestionamiento de todo sentido para la acción humana, tal como fue planteado hace ya un siglo. «El mundo (...) no tiene un sentido tras de sí, sino incontables sentidos. Perspectivismo. Son nuestras necesidades las que explican (auslegen) el mundo; nuestras propensiones (impulsos ...Triebe) y sus pro y sus contra. Cada impulso es una búsqueda de dominio, cada cual tiene una perspectiva que quisiera imponer como norma de todos los demás» [8].
Como explicaba el mismo Nietzsche, en un mundo falto de sentido, el hombre puede vivir en la medida en que su voluntad le permita organizar un pedazo de él. De este modo la voluntad de poder llega a ser el sustrato de la realidad.
Para la Encíclica, ésta es una raíz importante del fenómeno social que la ocupa. « (...) Cada vez que la libertad queriendo emanciparse de cualquier tradición y autoridad, se cierra a las evidencias primarias de una verdad objetiva y común, fundamento de la vida personal y social, la persona acaba por asumir como única e indiscutible referencia para sus propias decisiones, no ya la verdad sobre el bien y el mal, sino sólo su opinión subjetiva y mudable o, incluso, su interés egoísta y su capricho (...)» (n° 19).
Hay entonces una actitud muy difundida para la cual la determinación de la voluntad carece de referencia a la verdad, simplemente porque ésta no existe sino en la medida en que es establecida por la propia autoafirmación del hombre. La última consecuencia ha de verse en esas formas del consenso social en las que la afirmación de la propia libertad no admite otro límite que el de la autoafirmación de los otros individuos, igualmente arbitraria que la mía, pero por lo mismo dotada de fuerzas similares. Hay muchas formas de consenso que parecen simplemente un conflicto entre rivales cansados. Pero en la forma de expandirse los consensos, se advierte sin dificultad el rol que les corresponde a las «grandes muchedumbres» [9] para empujar a los individuos a que lleguen a atreverse; y en ese sentido, si alguien hubiera de merecer el calificativo nietzscheano de superhombre en este tiempo, habrían de ser precisamente esas fuerzas de opinión que mueven a las multitudes a fabricar los valores por los cuales habrán de vivir las generaciones futuras [10].
El juicio social sobre la legitimidad del aborto tiene entonces un carácter algo paradójico. Son numerosos los pronunciamientos éticos que le dan su aprobación, pero ellos aparecen inevitablemente como juicios «a posteriori» emitidos sobre un asunto que en el sentir de grandes grupos humanos estaba ya juzgado. La praxis se adelantó a la teoría.
A pesar de esto, vale la pena detenerse sobre la lucha de ideas aportadas en torno a la legitimación del aborto, porque en ella se reflejan las incertidumbres que afligen a la sociedad de los consensos y del relativismo moral: «...es precisamente la problemática del respeto a la vida la que muestra los equívocos y contradicciones, con sus terribles resultados prácticos, que se encubren en esta postura...» ( n° 70 ).
Desde luego, el modo de valoración fundado en la voluntad de poder, se enfrenta a otro, marcado por el humanismo de la ilustración, y para el cual la persona del hombre no puede ser considerada como un medio para nada, sino como un fin en sí misma [11]. La persona, aun en el simple sentido del Otro [12], de uno que desarrolla su propio ciclo de vida humana sin que yo lo haya inventado, y que no debe su existencia a ninguna forma de proyección de la mía propia ni de elaboración de mi inteligencia o postulado de mi voluntad, opone por su sola presencia un límite a mi voluntad de afirmación. En esta perspectiva, cuestiones como la del aborto o la de la experimentación embrionaria, tienen la virtud de que obligan a definir en forma práctica la actitud ante la persona humana, y no sólo la concepción que se tenga del feto o del embrión. Porque habida cuenta de lo que es la persona, mi comportamiento ante el feto o el embrión, aun en situación de incerteza, es una evidencia clara de la forma en la que yo la valoro.
En otras palabras, podría ser que el embrión fuera una persona y podría ser que al mismo tiempo esta condición no fuera evidente. ¿Cuál sería entonces la conducta a seguir? Si en una situación de incertidumbre, yo me comporto activamente como si el embrión no tuviera carácter personal y apruebo su manipulación o destrucción, entonces estoy diciendo que la persona humana en general –no sólo la de mi víctima– tiene poco valor para mí. En caso contrario –si respeto su vida– estoy, o bien afirmando su condición de persona, o al menos, suspendiendo el juicio y dándole el beneficio de la duda en atención precisamente al valor inconmensurable de lo que puede estar en juego. Si afirmo valorar altamente la persona, no parece consecuente decir al mismo tiempo que apruebo la manipulación y destrucción de embriones, que podrían tener calidad de tal.
Frente a una cuestión difícil de zanjar, es importante mirar cuál es la actitud que se observa ante la incerteza. La Encíclica Evangelium vitae es clara y simple: «Algunos intentan justificar el aborto sosteniendo que el fruto de la concepción, al menos hasta un cierto número de días, no puede ser todavía considerado una vida humana personal (...) está en juego algo tan importante que, desde el punto de vista de la obligación moral, bastaría la sola probabilidad de encontrarse ante una persona para justificar la más rotunda prohibición de cualquier intervención destinada a eliminar un embrión humano (...)” (n° 60).
Ya estas consideraciones sugieren que el aborto y la experimentación embrionaria no reflejan tanto una convicción de que el embrión no tiene la condición de persona, cuanto una franca indiferencia a la posibilidad de que la tenga, y por ende una claudicación en la valoración que se le otorga.
Particularmente instructivo es el hecho de la experimentación embrionaria. Su sola práctica significa que se ha formulado un juicio sobre la naturaleza del objeto utilizado y se lo ha asimilado en lo principal a todos los objetos con que tratan la ciencia y la tecnología. La tecnociencia tiende a ver en cada parte de la realidad un elemento disponible para la experimentación, la transformación y la sustitución y se siente incómoda frente a todo tipo de realidad que trascienda la mera realidad empírica como podría serlo una persona dotada de dignidad. El ejercicio de un poder discrecional sobre el nascituro califica a éste de hecho como material que es utilizable también con discrecionalidad.
Pero –y esto es muy instructivo– frente a esta decisión tomada contra el nascituro, la conciencia moral queda irremediablemente inquieta. Hay muchas indicaciones de este carácter de «espada que divide» que tiene la cuestión del aborto puesta frente a los fundamentos de la vida social. La opción voluntarista enfrenta a una reacción afectiva humanitaria, que no por ser débil deja de ser significativa como testimonio moral.
Un ejemplo de ello lo dan las prolijas normas éticas desarrolladas para el empleo de células fetales en el tratamiento de la enfermedad de Parkinson. Para esto, se emplean células provenientes de un número de fetos que ha variado en las diversas técnicas publicadas, entre uno y cuatro. NECTAR, la Red Europea para el Transplante y Restauración del Sistema Nervioso Central, ha fijado pautas éticas a las que deberían ajustarse los procedimientos. Ellas han sido comentadas en 1994 por G. J. Boer a quien cito: «A causa de consideraciones éticas básicas de respeto hacia el ser humano, el uso de embriones o fetos vivos, aunque no sean viables, no es aceptable en general» (...) «Por causa del respeto hacia la vida humana, el embrión o el feto exútero hacia la vida humana, el embrión o el feto no viables deben ser mirados como un bebé nacido prematuramente, y tratados como tal. Esto no significa que no se puede hacer investigación en los embriones o fetos no viables, sino que en tales casos se han de seguir las reglas éticas para experimentos humanos...» [13].
Es indudable que se está llamando a alguna forma de «respeto» hacia el nascituro, y eso significa que se le reconoce alguna dignidad. Son dos cosas notoriamente distintas el respeto que se le debe a un cuerpo humano como un todo y el que se da a los tejidos separados de él, y no es razonable equiparar el respeto a un feto muerto con el que es debido al cadáver de un adulto, a no ser que se concediera que el feto fue también una persona y que se aceptara entonces que fue muerto por el equipo sanitario. «Respeto» significa que se le reconoce alguna «dignidad», y que se siente que es profundamente anómalo usarlo como medio para algo y negarle la posibilidad de mantenerse como un fin en sí mismo, y parece al mismo tiempo que el mínimo de respeto por alguien o por algo exige no privarlo de la existencia. Es importante recordar este «respeto instintivo» que merece el nascituro, porque, a pesar de expresarse de modo inconsecuente, él mantiene una luz de esperanza. Hay en el alma humana una inclinación hacia el bien, y resulta alentador que esta no sea siempre sofocada por criterios como los sostenidos por Warren [14] de que el feto no tiene derecho a protección alguna mientras no sea viable. Al mismo tiempo, y para no engañarse sobre el alcance de esta forma de respeto, hay que consignar que se lo suele pedir para no ofender el «sentimiento humano» [15], o sea, para evitar reacciones afectivas que provoquen grietas en el consenso social.
Para la Encíclica, es otro el criterio que debe prevalecer: « (...) al fruto de la generación humana desde el primer instante de su existencia se ha de garantizar el respeto incondicional que moralmente se le debe al ser humano en su totalidad y unidad corporal y espiritual (...)» (n° 60).
Frente al «respeto fuerte» que plantea Juan Pablo II en este y en otros pasajes, hay entonces un sector importante de la Medicina moderna que plantea la idea de un respeto «débil». Las razones expuestas me mueven a pensar que ella responde a una valoración «débil» de la dignidad humana en general. La voluntad de poder, el materialismo, el humanismo, el humanitarismo, son fuerzas que juegan su rol importante en este asunto. Pero no debe desconocerse la importancia de un cierto pragmatismo que es muy fuerte en los medios científicos y médicos, y que por extensión se ha propagado al público en general. Para la mentalidad pragmática lo único claro, y ciertamente lo más expedito, es reconocer como titular de derechos sólo « (...) a quien se presenta con plena o al menos incipiente autonomía (...)» (n° 19), lo cual significa algún grado de desarrollo de la vida de relación. Pero ni el más convencido empirismo podría evadir la cuestión acerca del momento en el que las etapas de desarrollo que son previas al establecimiento del proceso de comunicación forman ya un solo todo con él. Por mucho que la comunicación sea la manifestación por excelencia de la persona, ella se encuentra implantada en un sustrato biológico que tiene sus raíces en funciones orgánicas y que se desarrolla en el tiempo.
Aunque la visión pragmática aludida, expresada en su forma más extrema, se encuentre presente en muchos de los pronunciamientos éticos y jurídicos sobre el aborto, ella es demasiado simple para ser convincente.
Si se quiere ir más allá de los rasgos obvios de la persona, y buscar la aparición de ésta en algún punto temporal anterior a su plena manifestación, no queda otro recurso que estudiar las evidencias biológicas. Como la noción misma de persona es ajena a las ciencias experimentales, los autores se limitan en general a explorar la aparición de las características «individuales» del embrión [16]. Se parte de la base de que si bien la existencia individual no se acompañaría necesariamente de carácter personal, este último es impensable sin aquélla. Personalmente creo que los esfuerzos de los últimos treinta años para definir el comienzo de un «individuo biológico perteneciente a la especie humana» en algún momento distinto del de la fecundación, han sido notablemente poco exitosos. En realidad el único instante en que sería imaginable hablar de un «individuo humano en potencia» es en la situación previa a la fertilización cuando hay un óvulo rodeado de espermios, de tal modo que de la interacción con alguno de ellos se habrá de originar algún individuo que no está determinado todavía. Después de la fecundación, ya no se puede hablar de desarrollo hacia un individuo dado, sino de desarrollo de un individuo bien determinado. Esta es la interpretación más simple de los experimentos de geminación o de clonación que han sido hechos en blastómeros de animales de laboratorio o en ganado.
El blastómero inicial es simplemente una etapa precoz del desarrollo final del individuo, y no una situación potencial del mismo: si dos individuos son gemelos univitelinos cuando adultos, es que lo eran desde el inicio de su desarrollo. El hecho de que el cigoto pueda dar origen a gemelos no es argumento contra su condición de individuo, del mismo modo que una célula no deja de ser individuo porque sea capaz de reproducirse. El argumento de Ford [17] de que « (...) una célula pierde su individualidad ontológica y deja de existir cuando resultan dos células hijas (...) el individuo originario deja de hecho de existir cuando empiezan a existir los dos nuevos ....», suena extraño en biología. Hace ya más de un siglo que August Weissmann [18] introdujo como una de las características de la materia viviente, la «multiplicación por fisión», y así como a un biólogo le resultaría extraño aceptar que la célula que estudia no es un individuo, más extraño aun le resultaría escuchar que ella se aniquila en su división. Finalmente el hecho experimental de las quimeras es de compleja interpretación: se sabe bien que se pueden obtener mosaicos genéticos no sólo por fusión de blastómeros, sino también por incorporación al embrión de células provenientes de carcinoma embrionario. No creo que esto último afecte la individualidad del cigoto, ni menos que haga que éste participe de la del animal adulto que fue dador de la célula cancerosa. Cuando no estaba aun en el tapete la cuestión del embrión humano, estas quimeras eran interpretadas como análogas de injertos hechos en edades tempranas de la vida.
Habría que decir entonces que los intentos especulativos para situar el comienzo de la vida individual en algún punto más o menos alejado del comienzo del desarrollo embrionario no son convincentes y, en todo caso, van claramente a la zaga de la aceptación social del aborto. Precisamente, dada la presión social favorable a éste, el peso de la prueba debería recaer sobre quienes quisieran negarle al embrión su condición humana, ya que, de estar equivocados, estarían justificando la destrucción de innumerables vidas humanas. Esta falta de correlación entre la gravedad moral de una decisión y el peso de los argumentos que se puedan usar para defenderla, es típica de las opciones colectivas apoyadas en las grandes mayorías. Es lo que expresaba Nietzsche cuando decía: «Afirmación fundamental: las multitudes fueron inventadas para hacer aquellas cosas para las que el individuo carece de valor. Justamente por eso es que las colectividades, las sociedades son cien veces más francas y más ricas en enseñanzas sobre el ser del hombre que lo que lo es el individuo, que es demasiado débil para tener el coraje de sus deseos...» [19].
Hay que hacer notar que en su conjunto, las ideologías a las que me he referido, están reforzadas por una especial visión de la realidad que se impone hoy en muchos ambientes, y que es la que se expresa aquí en una concepción «débil» de la persona.
En efecto, se ha registrado en el tiempo un cambio progresivo de la relación entre la inteligencia que conoce y el objeto de su conocimiento. En la misma medida en que se iba produciendo el «destierro» de Dios, desaparecieron para la inteligencia la garantía de la verdad y la justificación de la veracidad, y progresivamente fue introducido como único criterio de verdad el de la capacidad de predecir el comportamiento de las cosas y por lo tanto el de ser capaz de moldearlas a la medida de la voluntad. La realidad conocible pasó a ser material apto para la elaboración, según una acepción interesante de la palabra materialismo. La nítida separación entre el objeto conocido y el cognoscente que se hallaba en el trasfondo de esta actitud, sufrió un duro golpe al comienzo de este siglo con los enunciados de la física cuántica. Pero es mi impresión que ella persistió largo tiempo en otras ciencias, singularmente en la Biología. Aquí, sin embargo, no podía evitarse que llegara a hacerse tema del estudio científico al más interesante de todos los objetos, que es el propio «yo». La psicología de profundidad en su versión freudiana representó un primer intento de grandes proyecciones de explorar al «yo» como si fuera asiento de mecanismos que explicaban su funcionamiento al margen de la propia conciencia. Los clásicos estudios etológicos de Lorenz y de Timbergen abrieron los ojos sobre los factores genéticamente determinados que condicionan el modo de «conocer» y de actuar de los animales, y verosímilmente los del hombre. En su conjunto, estos estudios mostraron lo fructífero que resulta analizar el «yo» como un objeto científico cualquiera, lo que significa prescindir de su singularidad para subsumirlo en el dinamismo del sistema de relaciones que describen las leyes de la naturaleza. En esa orientación se ordena el vigoroso desarrollo de la neurofisiología del sistema nervioso central y singularmente de las llamadas «ciencias cognitivas». La ciencia pues, que parecía suponer un «yo fuerte» enfrentado al objeto de su conocimiento, desarrolla y justifica una noción de «yo débil» que está codeterminado con las cosas.
Es claro que una evolución semejante guarda un estrecho paralelo con la «devaluación ontológica» del yo en la filosofía contemporánea. No quisiera profundizar en este aspecto, pero lo menciono para hacer ver que la recepción social que se ha hecho en Occidente de la filosofía contemporánea se parece mucho a la aceptación de la persona como una pura libertad sin condicionantes objetivos. Esta noción es estrictamente correlativa de la otra según la cual el modo propio de conocer la naturaleza es expresar sus leyes en la tecnología.
La mecanización de la vida humana y la transformación del hombre en un sujeto que sigue sus deseos, son dos aspectos íntimamente ligados entre sí y conectados a la visión nihilista de la existencia [20].
Me atrevería a sugerir que la voluntad de poder junto con una especial dirección de desarrollo de la visión tecnocientífica del mundo han conducido a una devaluación práctica de la persona, y que es esa devaluación, por más que ella carezca de una verdadera justificación teórica, la que permite el clima social dentro del cual se establece y se propaga la justificación del aborto. Así puede decirse que «(...) el hombre no puede ya entenderse como misteriosamente otro respecto a las demás criaturas terrenas; se considera como uno de tantos seres vivientes (...)”(n° 19) y, paralelamente, que « (...) la libertad reniega de sí misma, se autodestruye y se dispone a la eliminación del otro cuando no reconoce ni respeta su vínculo constitutivo con la verdad...» (n° 22). Así no es que se aborte porque se esté convencido de que el embrión no es persona, sino porque el hecho de que pueda serlo tendría una importancia bastante marginal.
La postura nihilista, hoy tan difundida, arranca de la idea de la muerte de Dios. La construcción de un mundo en el que se prescinda de Dios ha tenido como costo el que ese mundo no sea vivible para el hombre, quien no encuentra sin embargo modo de abandonarlo. Como lo ha dicho Keiji Nishitani del mundo científico tecnológico indiferente al hecho del hombre: «Por más que sea el mundo en el que vivimos, y que está ligado a nuestra existencia de modo indisoluble, es un mundo en el cual nos encontramos incapaces de vivir humanamente, en el cual nuestro modo humano de vivir es empujado fuera o aun obliterado» [21].
Esta relación con la «muerte de Dios», hace que merezca particular atención la categórica afirmación de la Encíclica: «La criatura sin el Creador desaparece» (n° 22). Porque hoy día enfrentamos también al ateísmo como un problema social. Se enfrenta la realidad terriblemente nueva de una sociedad atea. En ella desaparece la coerción moral que una sociedad creyente puede imponerle al ateo individual, y que puede incluso conducir a que éste adopte con especial énfasis los principios morales que guían a la colectividad. Una sociedad atea, por el contrario, engreída en un poder sin cortapisas, tiende a modelar la existencia humana como una consecuencia lógica de su decisión de ateísmo, y termina entendiendo su propia vida como una imposición de la fuerza contra los marginados y los débiles: «La creatura sin el Creador desaparece» (n° 22).
La Encíclica Evangelium vitae dedica su primer capítulo a la contemplación del pecado de Caín. Pecado social por excelencia, su marca se extiende por toda una descendencia, y cuatro generaciones más tarde lo encontramos en Lamek [22]. Pero allí donde Caín había tratado de disimular un solo crimen, Lamek se jacta de dos; y allí donde Caín pide a Yahvé que lo proteja, Lamek se fía en la protección y la venganza de los hombres: si la cólera de Dios había de herir a siete por Caín, la cólera propia herirá a setenta veces siete por Lamek. Es como si el autor sagrado hubiera querido decir que la tentación del homicidio tiene una fuerza expansiva, al multiplicar con cada nuevo pecado, la fuerza de la autoafirmación y el desdén por el otro. La historia bíblica de Caín hasta Lamek nos deja material para pensar sobre la historia social del aborto en nuestro siglo.
La comentada Encíclica de Juan Pablo II tiene una enseñanza profundamente evangélica y como tal consoladora. Ella se expresa al recordar que « (...) ante todo se trata de anunciar el núcleo de este Evangelio. Es anuncio de un Dios vivo y cercano (...) es afirmación del vínculo indivisible que hay entre la persona, su vida y su corporeidad (...)», y « (...) la vida humana, don precioso de Dios, es sagrada e Inviolable (...) no sólo no debe ser suprimida, sino que debe ser protegida con todo cuidado amoroso (...)» (n° 81).
El anuncio del Evangelio tiene el poder de cambiar las vidas de los hombres. Y la Evangelium vitae recoge los innumerables testimonios de actividades sociales, de acogida, defensa y promoción de la vida, de aceptación amorosa del otro, de su enfermedad, de su debilidad, de su minusvalidez. La enumeración de las obras de caridad hechas en condiciones muy difíciles es hondamente alentadora. Las palabras y las obras son los testigos esperanzadores de que el Espíritu sigue obrando, y tenemos que decir que por débiles y aisladas que parezcan a ratos esas voces, ellas se extienden a la distancia y son como un llamado hecho al despertar de la conciencia humana.
Todo ese conjunto da testimonio de una doctrina que es distinta de la que se funda en el poder, el conflicto y el manejo. No se trata sólo de no matar, ni siquiera sólo de respetar. La verdadera dinámica de la sociedad humana, tal como ella es querida por Dios y como puede conducir a una auténtica paz social, se halla expresada en estas palabras: « (...) El Dios de la Alianza ha confiado la vida de cada hombre a otro hombre hermano suyo, según la ley de la reciprocidad del dar y del recibir, del don de sí mismo y de la acogida a otro...» (n° 76).
Don y acogida que son más perfectos cuanto más gratuitos, y por lo tanto cuanto más próximos se hallen del desvalido: del nascituro, del recién nacido, del enfermo terminal.