Me propongo presentar primero lo que es hoy la teoría de la evolución de las especies no humanas, y cuál es el contexto en que ella debe situarse, para seguir con las ideas actuales sobre el origen del género humano. Luego presentaré algunos de los aspectos centrales del Magisterio en cuanto se relacionan con las ideas evolucionistas y, para terminar, aventuraré una hipótesis referente al especial interés que Juan Pablo II ha mostrado por la teoría de la evolución.

Juan Pablo II durante su pontificado se ha referido numerosas veces al tema del evolucionismo. La más reciente de ellas es su Mensaje, fechado el 22 de octubre de 1996, a los miembros de la Academia Pontificia de Ciencias, reunidos para discutir el origen de la vida y la evolución, “tema esencial”, en palabras del Santo Padre, “que interesa mucho a la Iglesia, puesto que la Revelación, por su parte, contiene enseñanzas relativas a la naturaleza y a los orígenes del hombre. Si, a primera vista, puede parecer que se encuentran oposiciones, ¿en qué dirección hay que buscar su solución? Sabemos que “la verdad no puede contradecir a la verdad”. Es decir, el Santo Padre establece como primer principio y referencia fundamental que lo revela el autor de la Naturaleza no puede estar en contradicción con lo que esa misma Naturaleza en verdad expresa. Para que ello no ocurra debe darse la doble condición, por un lago “la necesidad de una hermenéutica rigurosa para la interpretación correcta de la Palabra inspirada. Conviene delimitar bien el sentido propio de la Escritura, descartando interpretaciones indebidas que le hacen decir lo que no tiene intención de decir”. Con esta aseveración, hecha también en el referido Mensaje, el Santo Padre reitera una doctrina constante del Magisterio que se extiende, por lo menos, desde el siglo IV hasta hoy.

La segunda condición, correlativa con la anterior, corre de parte de nosotros, los científicos, y también consiste en no hacerle decir a la Naturaleza lo que en verdad ella no dice, en no sobreponerle a los datos reales y objetivos que la investigación científica genera, presupuestos ideológicos, prejuicios o deformaciones, lo que no pocas veces ha ocurrido en el campo de la teoría de la evolución, incluso sin que a veces los científicos tengamos clara conciencia de ello.

Siguiendo con el Mensaje citado, Juan Pablo II alude en tres ocasiones diferentes a la encíclica Humani generis de Pío XII, piedra fundamental del Magisterio de la Iglesia en lo referente al origen del género humano, reafirmándola en todos sus puntos y mencionando que “Pío XII ya había afirmado que no había oposición entre la evolución y la doctrina de la fe sobre el hombre y su vocación, con tal de no perder de vista algunos puntos firmes”. Para afirmar a continuación: “Hoy, casi medio siglo después de la publicación de la encíclica, nuevos conocimientos llevan a pensar que la teoría de la evolución es más que una hipótesis”. Pienso que ha sido precisamente esta última expresión: “que la teoría de la evolución es más que una hipótesis”, la que ha producido una manifiesta inquietud o perplejidad entre los fieles católicos, no pocos de los cuales piensan que el Santo Padre pareciera haber aceptado todo lo que la Iglesia antes rechazó: por ejemplo, que el hombre desciende del mono o que los seres vivientes no fueron creados por Dios. A esta inquietud, sin duda, han contribuido algunas informaciones de los medios de prensa, con muy notables excepciones.

Son estas inquietudes el origen de este ensayo, ya que pienso que ellas son del todo infundadas y se deben a un persistente desconocimiento de lo que el Magisterio de la Iglesia ha dicho durante siglos, en relación con este tema, y también a una falta de comprensión de cuál es el significado real de la teoría de la evolución, más allá de toda lectura o interpretación interesada, sesgada o reductiva de ella. Para este efecto me propongo presentar primero lo que es hoy la teoría de la evolución de las especies no humanas, y cuál es el contexto en que ella debe situarse, para seguir con las ideas actuales sobre el origen del género humano. Luego presentaré algunos de los aspectos centrales del Magisterio en cuanto se relacionan con las ideas evolucionistas y, para terminar, aventuraré una hipótesis referente al especial interés que Juan Pablo II ha mostrado por la teoría de la evolución.

Evolución de las especies no humanas

La figura fundadora y central del evolucionismo es, sin duda, Charles Darwin (1809-1882), quien durante su viaje de cinco años alrededor del mundo, como naturalista a bordo de la fragata “Beagle”, comenzó a tener experiencias, especialmente en las pampas argentinas y en las islas Galápagos que, con el tiempo, lo llevarían a pensar que las especies no eran fijas, sino que iban cambiando en el transcurso del tiempo, llevando a la aparición de nuevas especies y, ulteriormente, a nuevos géneros.

Las ideas centrales de Darwin son: primero, que el mundo y también los seres vivientes van sufriendo constantemente cambios pequeños y progresivos que se acumulan. Esta idea del “gradualismo” se inspiró en la obra “Principios de Geología”, de su amigo Charles Lyell, que Darwin llevó durante su viaje en la “Beagle”.

La segunda idea fundamental de Darwin es que en cada nueva generación aparecen múltiples variaciones que afectan a los más variados caracteres. Además, por lo general nacen muchos más individuos que los que, eventualmente, subsistirán. Por ello si entre los nuevos caracteres que aparecen en una generación hay algunos que son favorables para la supervivencia, los portadores de esos caracteres tenderán a sobrevivir en mayor proporción que los que carecen de él. Conversamente, los portadores de un carácter desfavorable subsistirán en menor proporción. Así la naturaleza va efectuando constantemente una selección de los más aptos, de modo análogo a lo que realizan los criadores de plantas o animales que buscan seleccionar nuevas variedades. Esta idea de “selección natural” nació, en una de las coincidencias más notables en la historia de la ciencia, en forma independiente en la mente de Darwin y también en la de Alfred Russel Wallace, en ambos casos después de leer la obra de T.R. Malthus “Ensayo sobre el Principio de la Población”.

La acumulación de cambios graduales, que la naturaleza va seleccionando, lleva a la aparición de nuevas variedades y razas y, al cabo de largos períodos, a la aparición de nuevas especies y, eventualmente a nuevos géneros, familias, órdenes, etc. ello implica, según Darwin, que mientras más cercana sea en el tiempo la divergencia de unos determinados seres vivos, mayor será entre ellos la similitud estructural u homología, y mientras más antigua sea una divergencia, menor será la homología. Por lo tanto, el estudio de las homologías nos da información acerca de los antepasados comunes de los seres vivos.

Creyó también Darwin, al igual que otros científicos de su tiempo, en la herencia de los caracteres adquiridos, es decir, si se induce una cierta alteración corporal, por ejemplo cortarle la cola a un ratón, a muchas generaciones sucesivas ese carácter inducido terminará por hacerse hereditario. A este mecanismo Darwin le concedió gran importancia en su obra “The Descent of Man” (El Origen del Hombre), en la cual figura en no menos de catorce ocasiones diferentes.

Validez actual de los postulados de Darwin

Desde luego, después de los trabajos de Weismann, de comienzos de este siglo, hoy sabemos que no existe la herencia de los caracteres adquiridos. Pero ello, en todo caso, era sólo un aspecto marginal de la teoría de Darwin.

En cuanto al gradualismo, parece haber hoy aceptación de que cada uno de los cambios evolutivos es pequeño, y que los grandes cambios se deben a la acumulación de muchos de ellos. No hay, en cambio, aceptación de que los cambios sean continuos y permanentes, ya que, en muchos casos, hay largos períodos de estabilidad de una especie, seguidos de períodos más cortos de cambios evolutivos más o menos intensos, posiblemente debidos a bruscos cambios ambientales.

Es lo que ha descrito la reciente teoría del “equilibrio puntuado”. Existen, además, ejemplos impresionantes de estabilidad, como es el caso de los fósiles de cianobacterias hallados en depósitos de cuarzo en Warrawoona, Australia, que tienen una antigüedad de alrededor de 3.500 millones de años, comparable con los 4.500 millones de años de edad de la Tierra, y que son iguales a las cianobaterias actuales. Es también de interés notar que la historia de la Tierra no ha sido lineal y progresiva, pues ha habido múltiples episodios catastróficos, el último de los cuales ocurrió por la caída de un meteoro en la península de Yucatán hace 65 millones de años. Ello provocó un enorme cambio climático con la desaparición de un alto porcentaje de especies, incluyendo los dinosaurios.

La idea de selección natural es hoy ampliamente aceptada, especialmente debido a los aportes de la Teoría Sintética de la Evolución, la cual definió a las mutaciones genéticas, más que las variaciones de Darwin, como el origen de los cambios que van a servir de sustrato a la selección. De hecho hay claras evidencias experimentales en su favor. En mi opinión, su importancia es decisiva, aun más allá de la biología, para comprender, como veremos más adelante, el sentido de la evolución del cosmos.

También la idea de Darwin referente a que las homologías estructurales revelan parentesco, es hoy enteramente aceptada. A ello ha contribuido el espectacular avance de la biología molecular, con el estudio de las secuencias de nucleótidos de gran número de genes, así como las secuencias de los aminoácidos de un cierto número de proteínas, en que se han visto importantes homologías incluso entre especies tan separadas como un mamífero y un bacterio. De hecho, el que el material de la herencia y el código genético sean los mismos en todos los seres vivientes apunta hacia un origen único de todos ellos.

Incluso, yendo más allá del primer origen de los seres vivos, “ese gran hecho -ese misterio de los misterios-“, como lo llamó Charles Darwin estando en las Galápagos, se habla hoy de una evolución prebiótica, en que las moléculas orgánicas que seguramente se generaron en los primeros centenares de millones de años de historia de la Tierra, tal como lo sugieren los experimentos ya clásicos de Miller y Urey, fueron sufriendo asociaciones y transformaciones cuya naturaleza no podemos precisar, hasta llegar a la aparición de las primeras especies moleculares que poseían una capacidad rudimentaria de autoduplicarse.

En conclusión, podemos decir que las ideas centrales de Darwin referidas a las especies no humanas, han subsistido con ciertas modificaciones menores y se han afirmado a pesar de la crítica extraordinariamente rigurosa a que han sido sometidas durante casi un siglo y medio.

Sin embargo ningún hecho, ninguna teoría científica de gran alcance, como es la evolutiva, pueden valorarse si no es colocada en un contexto más amplio. Sin ello, su verdadero significado permanece indeterminado.

El contexto de la evolución biológica

En este siglo ha ocurrido, especialmente a partir de la física y de la cosmología, una ampliación de las fronteras del conocimiento de enorme magnitud. Uno de los orígenes de esta verdadera revolución es de carácter teórico y puede hacerse partir de las publicaciones sistemáticas de Einstein sobre la relatividad general, de 1916 y 1917, al trabajo De Sitter de 1917 y a las correcciones que introdujo en ellas el matemático ruso Alexander Friedmann, las que llevaron a concebir al universo como un ente dinámico contrariando la idea multisecular de un cosmos inalterado y estable. Esta última ha sido una idea tan arraigada que Newton, a pesar de que se dio cuenta que la atracción gravitacional llevaría a la aglomeración de las estrellas, para sostener la concepción invariante del universo, supuso que las estrellas estaban tan alejadas unas de otras y que el tamaño del universo era infinito con lo cual las atracciones se compensaban. Incluso el mismo Einstein, para mantener estable al universo, introdujo en las ecuaciones de la relatividad general una fuerza repulsiva, opuesta a la atracción gravitacional, que aumentaba con el cuadrado de la distancia, a la cual llamó constante cosmológica, y que fue de la que Friedmann lo convenció, con bastante dificultad, que no era apropiada.

El otro fundamento sobre el cual se apoya el modelo dinámico del universo proviene de una base directamente observacional. El primero de estos hallazgos fue hecho por el astrónomo norteamericano Edwin Hubble quien, en 1929, mostró que las galaxias se están alejando unas de otras, de lo cual Georges Lemaître dedujo que, en un remoto pasado, toda la masa del universo debió estar concentrada en un solo lugar, al cual llamó “átomo primitivo”. Luego George Gamow, el único de los discípulos de Friedmann que sobrevivió las purgas soviéticas de 1937, gracias a que emigró a los Estados Unidos, presenta su teoría de la gran explosión, o Big Bag, que postula que el universo entero comenzó en un pequeño lugar con una enorme explosión. Esta teoría se apoya sobre los datos del alejamiento galáctico; sobre la presencia en todo el universo de una radiación de fotones de baja energía, o microondas de una temperatura equivalente a 2.7º K, que es una reliquia de la luz intensa del comienzo, y que es la esperable si hubiera existido una expansión del universo como la predicha gran el Gran Bang; y finalmente, se apoya también sobre la proporción relativa de los elementos H, 2H, 3He, 4He y 7Li que se formaron en los primeros 100 segundos de vida del universo. Aunque se discuten aspectos relativos a las primeras fracciones de segundo de vida del universo, como por ejemplo la posible existencia de una fase inflacionaria, la fundamentación de la teoría del Gran Bang sobre la relatividad general y sobre sólidos datos de observación ha hecho que ella sea universalmente aceptada. La teoría clásica del Gran Bang postula que el universo entero nació en un punto insignificante del espacio, en el cual estaba contenida toda la materia existente, con una energía y una densidad inimaginables, lo que para la teoría de la relatividad general constituye una singularidad. Y desde ese punto comenzó una expansión y una serie de transformaciones materiales que llevaron a la generación de las diferentes partículas conocidas, a la estructuración del universo en estrellas, galaxias, cúmulos, etc., a todos los elementos químicos, a los seres vivientes y, finalmente, a la más compleja estructuración conocida, la especie biológica Homo sapiens (para el origen del hombre total, ver más adelante).

Tiempo y espacio en el universo

Todos los cosmólogos concuerdan hoy en que no existe el tiempo absoluto del cual hablaba Newton, y que el tiempo es intrínseco al universo. Es decir, el universo no nace en el tiempo, sino con el tiempo, que es algo que ya había descubierto San Agustín al preguntarse qué hacía Dios antes de la creación del mundo. Además, la existencia del segundo principio de la Termodinámica, según el cual los cambios se producen de un estado de menor entropía o probabilidad, a otro de mayor entropía o probabilidad, indican que el tiempo es unidireccional: Es lo que se conoce como la “flecha del tiempo”, la cual excluye la existencia de un tiempo circular, que se ha expresado en mitos como el del “eterno retorno”.

Esta idea de la esencial limitación del tiempo, de que el universo debió tener un origen, es también algo universalmente aceptado, cuando menos de modo implícito. Así por ejemplo, el físico Claudio Teitelboim, en entrevista de 1995, decía: “Lo más espectacular que puede decir la física sobre el tiempo, y creo que es uno de los logros más espléndidos de la historia humana, es la predicción de que el tiempo se va a terminar y de que el tiempo tuvo un comienzo. Eso es un logro absolutamente espectacular”. O, como lo expresa el laureado Nobel Steven Weinberg: “Es, al menos lógicamente posible, que hubo un comienzo, y que el tiempo mismo no tiene sentido antes de ese momento”.

También parece de interés analizar que, en un universo dinámico, si el tiempo fuera infinito, todo hubiera ocurrido infinitas veces, lo que ciertamente no es nuestra experiencia. En un universo abierto, en expansión indefinida, en un tiempo infinito todo se hubiera diluido hasta virtualmente la nada, y en un universo cerrado todo se hubiera ya concentrado casi hasta la nada. Como ello no ha ocurrido, independientemente del modelo que tengamos de origen del universo, sea un solo, como el del Gran Bang, sea uno de mundos secuenciales, como algunos modelos inflacionarios, de mayor base imaginativa que científica, no puede soslayarse la conclusión que el tiempo es limitado y que el universo tuvo un comienzo.

La Creación

Si tomamos el momento mismo del inicio del universo, cualquiera sea el modelo que, en definitiva, corresponda a lo que en realidad ocurrió, veremos que hay una transición, un paso desde la nada hacia la existencia de toda la materialidad del universo. Mientras dicha materia no exista, no cabe hablar de las leyes naturales que la rigen, las cuales simplemente reflejan la forma de ser y de operar de esa materia. Ambas, leyes y materia, son pues, inexistentes antes de la creación.

Igualmente, es un hecho aceptado desde Parménides (480 a.C.) dque “de la nada, nada sale”. La nada, que dista infinitamente del vacío cuántico, que es un existente bien diverso, no es, por lo cual nada puede engendrar. Estamos así enfrentados, pero ahora desde el lado de las ciencias, al hecho de los hechos del universo, a su origen a partir de la nada. Y este paso de la nada a la materia del universo requiere de una potencia infinita para ocurrir, y el agente capaz de efectuar ese acto creativo absoluto, ese “bará”, por definición está fuera del tiempo y del espacio, los que aún no existen. Y ese ser es Quien siempre se ha llamado Dios.

Este universo así creado, esos elementos materiales que lo componen, tienen, unas determinadas características, una forma de ser tal, que les permite transformaciones y asociaciones espontáneas que, por estar impresas en su mismo ser, son también creadas. Por ello, todos los procesos espontáneos que ocurren en el universo son a la vez creados. Estos términos, creación y espontaneidad, no son antitéticos sino que son parte de un mismo proceso. Y de ambos, la primacía en el orden del ser corresponde sin duda al término creación. Por ello es mucho más correcto hablar, por ejemplo, de la creación de un determinado ser vivo, aunque dicha creación haya sido mediada por un largo proceso de transformaciones, prebiológicas y biológicas; que hablar de la evolución de ese ser vivo, sin hacer mención del esencial componente creativo que ha llevado a su configuración. Sería como, al hablar de un maravilloso cuadro, mencionar sólo los procesos físico-químicos que transfieren la pintura del pincel a la tela sin hacer mención alguna del artista. Por ello es esencialmente correcto afirmar que Dios creó las grandes araucarias, los sapos, los caballos o los monos, aunque haya múltiples causas segundas, intermediarias entre el acto primero de la creación y la configuración en el tiempo de ese acto. Y, conversamente, no es valedero hacer mención sólo de las causas segundas, de los fenómenos evolutivos, amputando la información esencial sobre la causa primera, sobre la creación.

En este devenir espontáneo del universo creado, ha ocurrido, y sigue ocurriendo, una innumerable cantidad de interacciones entre sus componentes naturales. De estas interacciones sólo algunas alcanzan una suficiente estabilidad y permanecen, mientras que la inmensa mayoría se desvanece. Esto ocurrió en el universo inicial, ocurrió en la formación de los primeros elementos, ocurrió en las nucleosíntesis estelares, donde se formó la mayor parte de los elementos químicos que componen nuestro cuerpo, ocurrió en la formación de las estrellas y de los planetas, ocurrió en el origen de los seres vivos, y luego en sus transformaciones; es decir, el proceso de selección natural tiene una amplitud cósmica, mucho mayor que la que le asignaron inicialmente Darwin y Wallace. Incluso en el interior de la células, las macromoléculas están sometidas a un permanente proceso de selección, y lo mismo puede decirse de procesos como la formación de anticuerpos, el desarrollo embrionario, o la estabilización de circuitos neuronales. Incluso las formas de vida que han permanecido estables por más de tres mil millones de años, como las cianobacterias, también son seleccionadas, sólo que el resultado de la selección es igual a lo que entró a participar en el proceso. La real importancia de la selección natural consiste en que, de un número total de resultados posibles, se selecciona uno o unos pocos, los cuales vuelven interactivamente a participar en un nuevo proceso selectivo. Eso, por definición, es un mecanismo que lleva a un aumento de la cantidad de información, la que ha llegado a ser de enorme magnitud en los genomas de los animales más complejos. Este proceso de aumento de la cantidad de información en el universo, mediado por la selección natural, es enteramente equivalente a lo que va haciendo el alfarero con el barro que trabaja en que de muchas formas posibles que puede tomar la greda, el selecciona una sola, o el constructor con la casa que levanta, sólo que en el universo son sus propios elementos constitutivos los que hacen las veces del artesano. Son como las manos de Dios, que van moldeando al mundo desde dentro, desde lo más íntimo de su constitución. Darwin fue atacado en su tiempo con muchos argumentos: entre otros le dijeron que reemplazaba la acción creadora de Dios por la selección natural. Esos críticos tenían una visión un poquito ingenua del modo con que Dios ha ido creando el mundo, y me temo que Darwin también la compartía. Hoy, sin embargo, vemos que la selección natural no reemplaza a la creación divina, sino, muy por el contrario, la aclara en cuanto a sus mecanismos mediatos.

El origen de los elementos

De especial relevancia para la comprensión de estos asuntos es conocer el origen de los elementos químicos. Ello ha sido posible, en gran medida, por el trabajo de los físicos Hans Bethe, los Burbidge, Fowler, Gamow, Hoyle, Urey y otros, quienes han mostrado que los elementos más pequeños, como hidrógeno y helio que forman el 99,9 por ciento de los átomos del universo, y además el litio, se formaron en los primeros dos minutos de existencia del universo, mientras que casi todo el resto se forma en el interior de las estrellas.

Hoy se sabe que las estrellas nacen con una frecuencia de 10.000 estrellas por segundo, viven por un tiempo y después mueren. Su nacimiento ocurre en nubes moleculares gigantes, del orden de 900 billones de km de diámetro, compuestas por hidrógeno molecular, partículas de carbono y sílice y que contienen amoníaco y unas 60 clases diferentes de moléculas orgánicas, las que incluyen el monóxido de carbono, ácido fórmico, formaldehido, etanol e incluso el aminoácido glicina.

Una vez que la estrella se ha compactado lo suficiente comienza a combustionar el hidrógeno, es decir a fusionar sus núcleos con producción de helio y energía. Este es el proceso que genera la luz y el calor del sol que permiten la vida en la Tierra. En las estrellas con masas mayores que dos veces la del sol, el proceso de fusiones nucleares procede luego con la fusión de tres núcleos de helio para dar un núcleo de carbono, elemento fundamental para la estructura de los seres vivos, y luego sigue el oxígeno y todos los otros elementos hasta el hierro. Luego, cuando se agotan estos combustibles la estrella se colapsa llegando a alcanzar enormes densidades, para luego explotar como una supernova. En estas etapas finales se forman, por captura de neutrones, los elementos más pesados que el hierro. A explosión de las supernovas llena un gran espacio con todos estos elementos químicos. Este proceso, aparentemente brutal y sin sentido, fue el origen de los elementos que forman nuestro sistema solar y nuestros cuerpos. Por ello William Fowler dijo que “todos nosotros somos… un poquito de polvo de estrellas”.

Para que puedan producirse todos estos procesos de formación de elementos se requiere de reacciones muy finamente sintonizadas, las cuales, en definitiva, dependen de las propiedades de las fuerzas fundamentales que tiene el núcleo de hidrógeno, esto es el protón, las cuales, a su vez, dependen de los componentes más elementales de él. Estos delicados procesos llevaron a Fred Hoyle a decir: “No creo que ningún científico que examine la evidencia pudiera evitar deducir uqe las leyes de la Física nuclear han sido diseñadas en forma deliberada en relación con las consecuencias que ellas producen en el interior de las estrellas”. Es decir, nuestra vida y la de todos los seres vivientes es una consecuencia de las leyes de la Física nuclear, y de las constantes por las cuales se rige.

En estos procesos que ocurren en las estrellas hay como un equivalente, en menor escala, de la historia del universo: un comienzo, con unas determinadas y únicas propiedades de los elementos, de las partículas fundacionales del sistema, luego, un proceso en que las potencialidades de esas partículas se van actualizando, produciendo estructuras cada vez más complejas, hasta obtenerse unas consecuencias predeterminadas, totalmente dependientes de lo que existía en un comienzo, y luego el término del sistema.

Esta relación unívoca entre las condiciones iniciales, entre las maravillosas propiedades de las partículas iniciales, creadas precisamente con esas propiedades, y las consecuencias, aun más maravillosas del despliegue temporal de esas potencialidades, es lo que ha llevado a muchos de los más grandes científicos de la historia a maravillarse y a decir como Albert Einstein: “Se manifiesta (en la leyes de la naturaleza) una razón tan considerable que, frente a ella, cualquier ingenio del pensamiento o de la organización humana no es más que un pálido reflejo”. O, también, su famoso: “Dios no juega a los dados”, pensamiento que también expresó Charles Darwin cuando le escribía a su amigo W. Graham: “Ud. ha expresado mi convicción íntima… A saber, que el universo no es fruto del azar”. También lo expresado por Paul Davies: “Nosotros, hijos del universo -polvo de estrellas animado-, podemos sin embargo reflexionar sobre la naturaleza del mismo universo e incluso entrever las reglas que lo hacen funcionar. No puedo creer que nuestra presencia en este universo sea sólo un juego del azar, un accidente de la historia, un momento casual del gran drama cósmico… la especie física Homo sapiens podrá no contar para nada, pero la existencia de la mente en un organismo de un planeta del universo es ciertamente un hecho de una importancia fundamental… Nuestra existencia ha sido querida”. Esto refleja el pensamiento de un gran número de científicos actuales.

El origen del género humano

Ya Linneo, el eminente naturalista sueco del siglo XVIII, había clasificado a la especie Homo sapiens, cuyo nombre, por lo demás, él acuñó en 1758, en el orden de los primates, debido a las claras semejanzas entre los monos, especialmente los antropoides, y el género Homo. Charles Darwin, en su obra “El Origen del Hombre” (The Descent of Man) de 1871, va mucho más lejos. Comienza diciendo: “Aquel que anhele saber si el hombre es un descendiente modificado de una forma anterior…” Ya en esta frase aparece el equívoco fundamental de toda la cuestión, pues, de un solo plumazo, se da por sentado que “el hombre” en todo su ser puede ser totalmente derivado de formas animales anteriores. Todo el problema del ser del hombre, del hombre total, que ha ocupado a las mejores inteligencias de la humanidad a lo largo de su historia, lo da Darwin simplemente por sentado y resuelto. Así dirá, más adelante, en la obra: “No obstante la diferencia que media entre el alma del hombre y la de los animales superiores, esta diferencia, sin embargo, consiste en grado, no en esencia”.

Uno de los primeros en ver con claridad la desproporción de lo planteado por Darwin fue el eminente paleoantropólogo inglés Sir Wilfred Le Gros Clark, quien en 1964 expresó: “Es posible que algunas amargas controversias pudieran haberse evitado si se hubiera hecho una distinción clara entre lo que puede llamarse “el hombre anatómico y fisiológico” (esto es la especie biológica Homo sapiens) y el concepto de Hombre en su más amplio contexto filosófico. El anatomista no está calificado como anatomista para definir al hombre como Hombre; es competente sólo dentro de su campo específico de estudio, para definir a hombre en términos anatómicos como una de las especies de mundo animal-Homo sapiens. Por esta razón, es importante que al discutir el origen evolutivo de nuestra propia especie, evitemos, en cuanto sea posible, los términos ‘hombre’ y ‘humano’. Podemos enfrentar todo el problema con mucha mayor objetividad si nos limitamos estrictamente a los términos científicos de la zoología, tales como Homo… y Hominidae”. Con ello situó el problema en su real dimensión, cual es la referente al origen corporal del género Homo, el único para el cual tienen validez los datos derivados de las ciencias naturales.

En este terreno de lo válido Charles Darwin hizo finas observaciones relacionadas con las homologías anatómicas, funcionales y conductuales de nuestra especie biológica, no sólo con los monos sino también con caballos y perros, a los cuales muy bien conoció en su calidad de gentleman rural. Incluso predijo que “es también probable que nuestros antecesores habitaran África más bien que otro contiene alguno”, y que en África habitaron especies que ya no existen, muy semejantes a gorilas y chimpancés que son las que más se parecen al hombre. Predicciones que las recientes investigaciones paleoantropológicas han demostrado con los hallazgos de los primeros miembros del género Homo (por ej. Homo habilis) en el este de África, y con el descubrimientos de diversas especies de homínidos aparentemente no humanas, ya extintas, como los Australopitecus. Las homologías entre Homo y los antropoiedes se han estudiado en gran detalle, especialmente con técnicas de biología molecular las que, entre otras cosas, han mostrado que el mono más relacionado es Pan (el chimpancé), con cuyo material genético (el ADN) nuestra especie tiene una homología estimada en un 98,9 por ciento. Ello hace que, a fines del siglo XX, la existencia de una relación genética, de un antepasado común, entre el género biológico Homo y los monos antropoides sea algo casi universalmente aceptado. Es la percepción de este impresionante conjunto de hallazgos generados por virtualmente todas las ciencias naturales, lo que llevó a que el Catecismo de la Iglesia Católica de 1992, esa obra cumbre del Magisterio, expresara en su Nº 283: “La cuestión sobre los orígenes del mundo y del hombre es objeto de numerosas investigaciones científicas que han enriquecido magníficamente nuestros conocimientos sobre la edad y las dimensiones del cosmos, el devenir de las formas vivientes, la aparición del hombre. Estos conocimientos nos invitan a admirar más la grandeza del Creador, a darle gracias por todas sus obras y por la inteligencia y la sabiduría que da a los sabios e investigadores”. Y, seguramente también a que el Santo Padre, en su reciente Mensaje expresara: “Hoy nuevos conocimientos llevan a pensar que la teoría de la evolución es más que una hipótesis. En efecto, es notable que esta teoría se haya impuesto paulatinamente al espíritu de los investigadores, a causa de una serie de descubrimientos hechos en diversas disciplinas del saber. La convergencia, de ningún modo buscada o provocada, de los resultados de trabajos realizados independientemente unos de otros, constituye de suyo un argumento significativo a favor de esta teoría”.

El Magisterio de la Iglesia, el libro del Génesis y la Teoría de la Evolución

Cuando el 24 de noviembre de 1859 apareció El Origen de las Especies, la principal obra de Darwin, los 1.250 ejemplares de la edición se agotaron en el día. Ello fue el signo más claro del escándalo que se produjo. Las ideas acerca de la aparición de nuevas especies fueron interpretadas por el público, por la Iglesia Anglicana y por el propio Darwin como un ataque frontal al libro de Génesis, en cuyo primer capítulo aparece en ocho ocasiones la palabra especie asociada a la creación divina, como por ejemplo en: “Y creó Dios todos los grandes monstruos del agua y todos los animales que bullen en ella, según se especie, y todas las aves aladas, según se especie” (Gen 1, 21). El aparente conflicto así suscitado ha rebrotado hasta hoy en las mentes de muchas personas, especialmente en las sociedades protestantes y en el mundo de la ortodoxia rusa, con resultados siempre negativos. Por ejemplo Darwin, quien había estudiado para pastor anglicano, dice en su autobiografía que cuando joven “no tenía ni la más mínima duda acerca de la verdad estricta y literal de la Biblia”. Ello llevó a que su convencimiento acerca de la generación de nuevas especies tuviera como consecuencia su incredulidad religiosa. En sus propias palabras: “La incredulidad se fue apoderando de mí lentamente, pero fue al fin completa. El paso fue tan lento que no sentí malestar, y desde entonces nunca he dudado, ni por un segundo, que mi conclusión fue correcta”. Virtualmente lo mismo le ocurrió a un joven seminarista en Tiflis, Georgia, hacia 1895, después de leer el Origen de las Especies. Su nombre era José Visarionovich Djugashvili, luego mejor conocido como José Stalin.

La situación en los países de influencia católica, en cambio, es diferente. El Magisterio de la Iglesia tiene en este respecto unas línea interpretativa continua, de gran riqueza, que se extiende desde San Jerónimo (Siglo IV-V), hasta Juan Pablo II, como veremos. Dice el primero, quien es el patrono de los estudios sobre la Sagrada Escritura: “Muchos pasajes existen de la Escrituras que deben interpretarse según la ideas del tiempo y no según la verdad misma de las cosas”. (Comentario al cap. 28 de Jeremías). Y, “En la Biblia es habitual que el narrador presente muchas cuestiones según el modo como en su época se las entendía”. (Comentario al cap. 13 de San Mateo).

Luego aparece San Agustín, quien especialmente en su tratado Sobre el Génesis a la Letra, hace aportaciones fundamentales que mantienen toda su actualidad. Por ejemplo, cuando dice: “…pero el Espíritu de Dios, que hablaba por medio de ellos (los autores sagrados), no quiso enseñar a los hombres estas cosas (la figura de cielo) que no reportaban utilidad alguna para la vida futura”. (De Gen. Ad litt, 2, 9, 20). Esta idea aparece en múltiples documentos del Magisterio, incluyendo el reciente mensaje de Juan Pablo II, en el cual leemos: “Conviene delimitar bien el sentido propio de la Escritura, descartando interpretaciones indebidas que le hacen decir lo que no tiene intención de decir”.

Igualmente actual es lo que escribe San Agustín en relación con aquellos que buscan en la Sagrada Escritura apoyo a posiciones científicas determinadas: “Acontece, pues, muchas veces que un infiel conoce por la razón y la experiencia algunas cosas de la tierra, del cielo, de los demás elementos de este mundo, del movimiento y del giro, y también de la magnitud y distancia de los astros, de los eclipses del sol y de la luna, de los círculos de los años y de los tiempos, de la naturaleza de los animales, de los frutos, de la piedras y de todas las restantes cosas de idéntico género; en estas circunstancias es demasiado vergonzoso y perjudicial, y por todos digno de ser evitado, que un cristiano hable de estas cosas como fundamentado en las divinas Escrituras, pues al oírle el infiel delirar de tal modo que, como se dice vulgarmente, yerre de medio a medio, apenas podrá contener la risa. No está mal en que se ría del hombre que yerra, sino en creer los infieles que nuestros autores defienden tales errores…” (De Gen. Ad litt. 1, 19, 39).

Esto, desgraciadamente, se aplica enteramente a los llamados “creacionistas científicos”, promovidos por denominaciones cristianas fundamentalistas, en los Estados Unidos durante las últimas décadas.

Igualmente, Santo Tomás de Aquino, el más grande de los teólogos católicos, afirma: “El autor sagrado sigue esta última opinión con la intención de hablar, como acostumbra la Sagrada Escritura, según el juicio habitual de los hombres”. (Comentario al libro de Job, cap. 27). Podrían multiplicarse estas citas. Sólo me limitaré a señalar tres más. Una son las respuestas de la Comisión Bíblica, del 30 de junio de 1909, a una consulta sobre el carácter histórico de los primeros capítulos del Genésis:

Duda V. Si todas y cada una de las cosas, es decir, las palabras y frases que ocurren en los capítulos predichos han de tomarse siempre y necesariamente en sentido propios de suerte que no sea lícito apartarse nunca de él, aun cuando las locuciones mismas aparezcan como usadas impropiamente, o sea metafórica o antropomórficamente, y la razón prohíba mantener o la necesidad obligue a dejar el sentido propio.

Respuesta: Negativamente

Duda VII. Si dado el caso que no fue la intención del autor sagrado, al escribir el primer capítulo del Génesis, enseñar de modo científico la íntima constitución de las cosas visibles y el orden completo de la creación, sino dar más bien a su nación una noticia popular acomodada a los sentidos y a la capacidad de los hombres, tal como era uso en el lenguaje común de tiempo, ha de buscarse en la interpretación de estas cosas exactamente y siempre el rigor de a lengua científica.

Respuesta: Negativamente

Duda VIII. Si en la denominación y distinción de los seis días de que se habla en el capítulo I del Génesis se puede tomar la voz Yom (día) ora en el sentido propio, como un día natural, ora en sentido impropio, como un espacio indeterminado de tiempo, y si es lícito discutir libremente sobre esta cuestión entre los exegetas.

Respuesta: Afirmativamente”.

Aparece aquí, aparte de lo medular de la cita, un elemento de análisis importante, y es el referido al tipo de lenguaje que usa un texto. Es decir, se introduce la distinción entre lenguaje propio, en que se interpreta el texto en su sentido más estricto, y de lenguaje usado en sentido figurado, metafórico o de otro tipo, como ocurre con frecuencia en estos textos.

Toda esta ininterrumpida línea histórica la resume la Pontificia Comisión Bíblica en carta al Cardenal de París del 16 de enero de 1948: “… en ellos (los primeros capítulos del Génesis) se nos relata en un lenguaje sencillo y figurado, acomodado a las inteligencias de una humanidad menos desarrollada, las verdaderas fundamentales que se presuponen a la economía de la salvación y, a la vez, la descripción popular de los orígenes del género humano y del pueblo elegido”.

En lo que se refiere específicamente a la teoría de la evolución, lo primero que he encontrado fue la alocución de Pío XII del 30 de noviembre de 1941, en la inauguración de curso de la Pontificia Academia de Ciencias, en la cual ese pontífice tan extraordinario y tan venerado por mí, decía: “Las múltiples investigaciones, tanto de la paleontología como de la biología y morfología, sobre estos problemas tocantes a los orígenes del hombre, no han aportado hasta ahora nada de positivamente claro y cierto. No queda, por tanto, sino dejar al porvenir la respuesta a la pregunta de si un día la ciencia, iluminada y guiada por la revelación, podrá ofrecer resultados seguros y definitivos sobre punto tan importante”. Luego, del mismo Pío XII viene la Encíclica Humani generis, de 1950, donde afirmó: “El Magisterio de la Iglesia no prohíbe que se trate en las investigaciones y disputas de los entendidos en uno y otro campo, de la doctrina del ‘evolucionismo’, en cuanto busca el origen del cuerpo humano en una materia viva y pre-existente, pues las almas nos manda la fe católica sostener que son creadas inmediatamente por Dios…”. Lo cual es reafirmado en el Mensaje reciente de Juan Pablo II en tres ocasiones, especialmente cuando dice: “En consecuencia, las teorías de la evolución que, en función de las filosofías en las que se inspiran, consideran que el espíritu surge de las fuerzas de la materia viva o que se trata de un simple epifenómeno de esta materia, son incompatibles con la verdad sobre el hombre”.

Un texto de gran claridad y fuerza proviene también de Juan Pablo II, cuando dice en su Catequesis de 1986 sobre la Creación: “Este texto (el Génesis) tiene un alcance sobre todo religioso y teológico. No se pueden buscar en él elementos significativos desde el punto de vista de las ciencias naturales. Las investigaciones sobre el origen y desarrollo de cada una de las especies “in natura” no encuentran en esta descripción norma alguna “vinculante”, ni aportaciones positivas de interés sustancial. Más aún, no contrasta con la verdad acerca de la creación del mundo visible –tal como se presenta en el libro del Génesis-, en línea de principio, la teoría de la evolución natural, siempre que se la entienda de modo que no excluya la causalidad divina”.

Hemos avanzado así a lo largo de dos caminos. Uno ha sido la visión del mundo, de su origen, de su dinamismo, de sus transformaciones, de grandes inteligentes humanas han ido develando, a veces en medio de enormes dificultades. El otro ha sido el conocimiento de la Revelación Divina y del contenido la Fe que más de quince siglos de Magisterio de la Iglesia nos presentan en relación con los orígenes del mundo y del hombre. Este Magisterio ha sido también un magnífico logro de grandes inteligencias asistidas por la gracia, que se despliega con una total continuidad y coherencia, de la cual no se aparta Juan Pablo II ni en lo más mínimo en su reciente Mensaje. Desgraciadamente, este Magisterio es poco conocido por los católicos, de allí, tal vez, su extrañeza por algunas de las expresiones usadas por el Papa. Pienso que también ha influido en esta situación la prevalencia en las mentes del público de lo que el Papa llama en su mensaje “las lecturas materialistas y reduccionistas” de la teoría de la evolución, ambas ciertamente incompatibles con las enseñanzas del Magisterio. A ellas, por cierto, no se extiende el reconocimiento del Santo Padre, pues ellas no constituyen propiamente ciencia sino instrumentalización de la ciencia, el llamado “cientismo”. Por ello, al considerar alguien a estas lecturas cientistas como la teoría de la evolución a la cual se refiere el Papa, y, por otro lado, desconocer lo que realmente dice el Magisterio de la Iglesia y lo que el Santo Padre expresó en su Mensaje, ciertamente esa persona quedará llena e inquietud y perplejidad. Espero que no sea ya el caso del lector en este ensayo.

Pienso que el hecho que Juan Pablo II haya tocado el tema del evolucionismo más veces que todos los otros Papas juntos, se explica por su historia personal. Primero como estudiante y luego como profesor universitario y asesor de estudiantes en Polonia, bajo un gobierno comunista, debió percibir cómo el marxismo usaba su propia versión del evolucionismo como un poderoso instrumento de descristianización y ateización de la juventud. Ante ello, su naturaleza generosa, su fe tan honda y su vibración con el alma de la juventud, debieron hacer que naciera en él, con particular viveza, una preocupación por este tema tan delicado, que lo llevaría a hablar numerosas veces sobre él. Pienso también que debe ser para el Santo Padre algo muy grato ver cómo, en el transcurso de este siglo, ha ido naciendo una concepción realista del origen del universo y de los seres vivientes, que también muchos evolucionistas comparten, como es el caso de una de las figuras más destacadas en este campo, George Gaylord Simpson, cuando decía: “No hay necesidad de plantear ningún conflicto entre ciencia y religión… muchos evolucionistas son hombres de profunda fe. Además, los evolucionistas pueden ser también creacionistas”.

Hemos visto, como tantas veces en la historia de la Iglesia, como lo que parecía un conflicto insalvable ha llegado, gracias al aumento de la base de conocimientos científico-naturales y a una mejor definición de los aspectos teológicos, a deshacerse casi del todo. Sin embargo, pienso que en el futuro tales conflictos, ya sobre otros temas, volverán a repetirse, debido a la naturaleza compleja de las cosas mismas y, especialmente, a nuestra condición de criaturas caídas, con una inteligencia muchas veces oscurecida. Digamos entonces, una vez más, junto a San Agustín: “Y, por tanto, decirles (a los no cristianos) que todo lo que ellos pudieran demostrar con documentos veraces sobre la naturaleza de las cosas, en nada se opone a los libros divinos. Y también que todo lo que cualesquiera de sus escritos presenten ellos contrario a nuestros divinos libros, es decir, a la fe católica, o les demostraremos con argumentos firmes que es falso, o sin duda alguna creamos que no es verdadero” (De Gen. Ad. litt. 1, 21, 41).


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