Redemptor hominis no sólo ofrece una peculiar concentración del dictado conciliar respecto a la cuestión antropológica, sino también, partiendo de la situación del hombre redimido, se atreve a enunciar juicios precisos de orden histórico-cultural sobre el paso de la civilización a un tiempo fascinante y dramático al cual estamos asistiendo.
«Hacia Cristo, Redentor del hombre»
Al cumplirse veinticinco años de pontificado de Juan Pablo II, ¿cómo releer la encíclica decisiva evitando la tentación de hacer balances que por motivos evidentes estarían absolutamente fuera de lugar? Tal vez precisamente acogiendo la invitación del Papa, que define esta encíclica al final de la misma como una meditación (ver RH 22). Abordando este precioso texto con ritmo meditativo, se descubre la belleza de la figura de Cristo, el camino que a partir de esa inolvidable noche de octubre de 1978 está recorriendo el pueblo de Dios en forma especialmente fascinante junto al Sucesor de Pedro.
En la clausura del Gran Jubileo del Año 2000, Juan Pablo II quiso recordar con vigor que, para responder a su vocación y misión, la Iglesia no está llamada a «inventar un ‘nuevo programa’. El programa ya existe: es el de siempre, recogido del Evangelio y la Tradición viva, y está centrado en definitiva en Cristo mismo» (Novo Millennio Ineunte 29). Estas palabras constituyen la eficaz repetición de lo escrito por el Papa en el n. 7 de la Redemptor hominis: «Para nosotros, la única orientación del espíritu, la única dirección del intelecto, la voluntad y el corazón es esto: hacia Cristo, Redentor del hombre; hacia Cristo, Redentor del mundo. A Él deseamos mirar, porque sólo en Él, Hijo de Dios, hay salvación».
Por consiguiente, nuestra breve tentativa se limitará a identificar algún elemento fundamental propuesto por Redemptor hominis, que resulta más nítido en su espesor a partir de la peculiar sinfonía de vida, testimonio, gobierno y enseñanza, propia del actual pontífice.
El nuevo Adán
Animada por una justa instancia respecto al carácter incoercible de la libertad del sujeto individual, la modernidad ha impulsado un replanteamiento de la relación verdad-libertad, en áspera dialéctica con la Iglesia y cayendo a menudo en las arenas movedizas del agnosticismo y el ateísmo. Si se da por sentado el deber de la libertad de hacer espacio a la verdad en su totalidad, afirmándose por consiguiente que la libertad está al servicio de la verdad, no sólo no se niega la verdad de la libertad, sino también se exalta todo su alcance.
El Concilio Vaticano II asumió valerosamente esta preocupación de la modernidad mediante la enérgica formulación de una ponderada doctrina sobre la libertad de conciencia, articulada de distintas maneras a nivel de la persona, la comunidad eclesiástica y religiosa y la sociedad civil [1].
En este contexto, Redemptor hominis, en la estela del Concilio Vaticano II y con especial referencia a Ecclesiam suam (n. 4), muestra que el peculiar carácter absoluto de Jesucristo, entendido como Aquel que revela definitivamente el rostro de cada hombre, no anula la tensión dramática de la libertad del individuo ni lo despoja de su rol protagónico en el escenario del gran teatro del mundo. En cierto sentido, se puede decir que Redemptor hominis recoge en toda su profundidad la violenta provocación de Nietzsche: «La fe (...) se asemeja tremendamente a un permanente suicidio de la razón (...). La fe cristiana es desde el principio sacrificio: sacrificio de toda libertad, de todo orgullo, de toda autoconciencia del espíritu, y al mismo tiempo servidumbre y escarnio de uno mismo, automutilación» [2]. Ante la desesperada denuncia del trágico profeta de nuestro tiempo, el cristiano puede responder con la luminosa afirmación del filósofo Ma-rio Vittorino: «cuando encontré a Cristo, me descubrí hombre» [3].
Con decisión, Redemptor hominis enfrenta desde su comienzo el enigma constitutivo del hombre. Con la encarnación, Dios «entró en la historia de la humanidad, y como hombre se convirtió en su «sujeto», uno entre miles de millones y al mismo tiempo Único» (RH 1).Juan Pablo II propone el carácter central objetivo y absoluto de Jesucristo.
Corresponde en todo caso precisar el dato cristológico tal vez más relevante de Redemptor hominis. En la encíclica, Jesucristo no es presentado únicamente como Aquel que redime al hombre pecador. «La Encíclica sugiere la idea de un carácter central de Cristo de orden radical y originario, y no parcial y derivado, como resultaría a partir de la idea de un Cristo que se considera dependiente del pecado de Adán» [4]. Él no es puramente el Redentor, sino también el Jefe de la creación (ver RH 7). En calidad de Jefe de la humanidad, Jesucristo es realmente el alfa. En Jesucristo, el hombre es pensado, deseado (predestinado), creado y no sólo redimido (ver RH 8-9).
El vínculo entre Cristo y cada hombre no conduce a la absorción del individuo y su incapturable libertad en una teoría abstracta e indiferenciada en la cual todo está predeterminado. Por el contrario, Jesucristo es figura (forma) de lo humano en cuanto persona viva que se entrega de manera perenne a la libertad individual para ponerla en movimiento. En Él, como el niño en brazos de la madre, cada hombre encuentra la audacia para poder decir «yo» sin medida alguna y emprender responsablemente la acción.
Redemptor hominis recoge así el legado de Dei Verbum, donde la Revelación es considerada en su valor histórico, como hecho concreto, sin perder en absoluto el riguroso carácter no ético que le confiriera Dei Filius. La verdad de la persona y la historia de Jesús de Nazaret se presenta como forma plena (universale concretum) de la autoco-municación del Deus Trinitas a cada uno de los hombres (ver DV 2- 6). A partir de la Trinidad, la verdad es propuesta por el cristianismo como evento personal y comunitario que llega hasta la formulación necesaria y articulada del dogma. Para Redemptor hominis, el evento redentor se apoya en un cristocentrismo trinitario. Esto mismo será retomado luego en las otras dos encíclicas del tríptico (Dives in misericordia y Dominum et vivificantem). Esta decisiva opción teológica acompaña toda la enseñanza magisterial del Papa. Como confirmación, basta citar dos auténticas perlas preciosas: la afirmación de Jesucristo como ley viva y personal ofrecida por Veritatis splendor 15, a la cual hace eco Fides et ratio 12 cuando sostiene que «la encarnación del Hijo Dios permite ver realizada la síntesis definitiva que la mente humana, partiendo de sí misma, ni siquiera habría podido imaginar: lo Eterno entra en el tiempo, el Todo se oculta en el fragmento, Dios asume el rostro del hombre» (FR 12).
La celebración del Gran Jubileo del Año 2000, gesto tras gesto, encuentro tras encuentro, dio testimonio de toda la fecundidad de este cristocentrismo trinitario.
«Adán renovado»
El cristocentrismo trinitario de la primera encíclica de Juan Pablo II, apoyado en el sólido y concreto anclaje histórico de Jesús de Nazaret, Dios y hombre verdadero, se califica como trinitario por cuanto revela el nombre propio del designio del Padre en cuanto al individuo, la humanidad y el cosmos mismo. Redemptor hominis llega de hecho a afirmar que «la revelación del amor y la misericordia tiene una forma y un nombre en la historia del hombre: se llama Jesucris-to» (RH 9).
La osadía del acto de fe jamás puede desvanecerse en un a priori de sabor gnóstico, así como la elocuencia razonable de los gestos y palabras de Jesús no puede ser envilecida por fideísmos incapaces de hacerse cargo de la totalidad del drama humano. Los párrafos 9 y 10, que enfocan respectivamente la dimensión divina y la humana del misterio de la redención como «renovada creación» (ver RH 8), se hacen cargo de mostrar cómo puede mantenerse, en el transcurso del tiempo y en la articulación del espacio, «el vínculo dinámico del misterio de la Redención con cada hombre» (RH 22). El ansia y a veces la angustia moderna, reacia a toda tentativa de capturar la libertad siempre resuelta e inaferrable del hombre, son asumidas desde el interior, de manera sumamente competente, por «Aquel que ha penetrado de manera única e irrepetible en el misterio del hombre y ha entrado en su corazón» (RH 8).
Tanto la reflexión trinitaria como cristológica y antropológica dan vida a una poderosa pero debidamente articulada visión unitaria, que ofrece a la libertad del hombre una propuesta razonable y conveniente: «el hombre que desea comprenderse a sí mismo en profundidad –y no sólo de acuerdo con criterios y medidas del propio ser de carácter inmediato, parcial, a menudo superficial y además aparente– debe acercarse a Cristo con su debilidad y condición pecaminosa, con su vida y muerte. Debe, por así decir, entrar en sí mismo con todo su ser, ‘apropiarse’, asimilar toda la realidad de la encarnación y la Redención para volver a encontrarse a sí mismo. Si opera en él este profundo proceso, entonces produce frutos no sólo de adoración a Dios, sino también de profundo asombro de sí mismo...» (RH 10). Juan Pablo II presenta así al cristianismo como «estupor y al mismo tiempo persuasión y certeza de la fe, que en forma oculta y misteriosa vivifica cada aspecto del humanismo auténtico y está estrechamente unido con Cristo» (RH 10).
La consideración del hombre en el «orden» de Jesucristo, que exalta la libertad del mismo, propone nuevamente la enseñanza autorizada de la Constitución pastoral Gaudium et Spes, ampliamente retomada por Redemptor hominis en primer lugar y luego por todo el magisterio de Juan Pablo II: Jesucristo como forma realizada de lo humano. «En realidad, solamente en el misterio del Verbo encarnado encuentra verdadera luz el misterio del hombre» (GS 22). Se trata, como se sabe, de uno de los pasos conciliares repetidos con más frecuencia del magisterio de Juan Pablo II.
Redemptor hominis no sólo ofrece una peculiar concentración del dictado conciliar respecto a la cuestión antropológica, sino también, partiendo de la situación del hombre redimido, se atreve a enunciar juicios precisos de orden histórico-cultural sobre el paso de la civilización a un tiempo fascinante y dramático al cual estamos asistiendo. La atención sobre el hombre precisamente en cuanto un ser referido a Jesús, verdad histórica en persona, ciertamente no puede eximirse de tener en cuenta los procesos históricos en que se halla implicado el hombre contemporáneo en el ámbito de los diversos sistemas, regímenes y concepciones ideológicas del mundo. En efecto, «no se trata aquí únicamente de dar una respuesta abstracta a la pregunta ‘quién es el hombre’, sino de todo el dinamismo de la vida y la civilización. Se trata del sentido de las diversas iniciativas de la vida cotidiana, y al mismo tiempo de las premisas para los numerosos programas de civilización, programas políticos, económicos, sociales, estatales y muchos otros» (RH 16).
El hecho de citar a propósito el magisterio de Juan Pablo sobre el matrimonio y la familia, así como su enseñanza social, es de tal manera obvio que parece superfluo.
Conviene más bien recordar alguna iniciativa concreta, como la fundación del Pontificio Instituto Juan Pablo II para Estudios sobre el Matrimonio y la Familia, junto con la fundación del Pontificio Consejo para la Familia, o la incansable acción a favor de los derechos humanos y la paz, dirigida por el Papa en primera persona. Son únicamente dos imponentes documentaciones de la vigorosa de-terminación de este pontificado de recorrer ese «primer camino fundamental de la Iglesia, camino trazado por Cristo mismo» (RH 14), que es el hombre.
En el regazo de la nueva Eva
Jesucristo, el hombre, la familia humana y su historia ocupan el escenario del gran proyecto trazado en los comienzos del pontificado. En primer plano, no podía no imponerse la cuestión de método decisiva: ¿dónde puede el hombre reconocer concretamente la posibilidad de realización que le ofrece Jesucristo, nuevo Adán? La respuesta a esta pregunta debe ante todo hacerse cargo de una grave dificultad. Me refiero a la convicción que afecta a Occidente a partir de la época moderna y en la actualidad desgraciadamente se ha convertido en opinión común de la cultura mediática, en el sentido de que el hombre es tanto más libre mientras más se sustrae a todo vínculo, incluyendo aquellos de carácter constitutivo, como la relación con Dios, con la familia, con los cuerpos intermedios y con la comunidad civil; pero esta actitud tenaz y acrítica no sólo desconoce el dato según el cual la verdad es en sí misma un Acontecimiento de amor (Trinidad), sino también contradice la experiencia humana elemental misma al alcance de cada uno de nosotros desde la infancia.
Una vez resuelta esta perniciosa contradicción, la respuesta dada por Redemptor hominis a la pregunta crucial de método hace surgir un elemento ulterior, tal vez reconocible hoy con mayor claridad que en el pasado. Se trata de un dato que califica la enseñanza del Concilio Vaticano II.
Me refiero a la consideración de la Iglesia como «sacramento o señal e instrumento de la íntima unión con Dios y la unidad de todo el género humano» (LG 1). Es significativo el hecho de que el Papa haya querido retomar esta cita de Lumen gentium en tres pasajes de Redemptor hominis (ver RH 3, 7 y 18).
Llamada a continuar el diálogo de Dios con los hombres –vuelve la referencia de Redemptor hominis a la encíclica Ecclesiam suam de Pablo VI (ver RH 4)– la Iglesia es un tema personal y social, es la «comunidad de los discípulos, cada uno de los cuales, de distinta forma (...) sigue a Cristo» (ver RH 21). Semejante visión de Quién –más que de qué- es la Iglesia, apunta a hacer evidente, en la estela del Concilio Vaticano II, «de qué manera esta comunidad ‘ontológica’ de los discípulos y confesores debe convertirse cada vez más, también ‘humanamente’, en una comunidad consciente de su propia vida y actividad» (RH 21). La Santa Iglesia de Dios se revela así como auténtica «forma mundi». La celebración de las Asambleas Ordinarias y Extraordinarias del Sínodo de los Obispos, expresión del carácter colegial episcopal propugnado por Redemptor hominis (verRH 5), ha contribuido considerablemente a fortalecer la comunidad cristiana. A este examen detenido, también «humano», de la identidad del fiel y la comunidad cristiana contribuyen perfectamente los viajes apostólicos de Juan Pablo II. En su interior, se reserva un puesto enteramente particular a las Jornadas Mundiales de la Juventud, cuyo poder misionero y regenerador del tema eclesiástico para nadie pasa desapercibido. La consideración del tema eclesiástico que nos ofrece el pontificado de Juan Pablo II es absolutamente concreta e histórica, al igual que la de Redemptor hominis sobre el hombre. En este marco es posible, por una parte, comprender la atención prestada siempre por el Papa a las tradiciones y a los Ritos católicos no latinos (pensemos, por ejemplo, en la encíclica Slavorum apostoli). Por otra, el hecho de asumir en forma integral y sin reservas la historia de la cristiandad, marcada también por el pecado de los fieles, ha llevado al Santo Padre a emprender con decisión el paciente y tenaz trabajo por la unidad de los cristianos (ver RH 6). Además de la significativa encíclica Utunum sint, se recuerdan los encuentros ecuménicos en los cuales el Papa ha deseado participar personalmente, así como las celebraciones comunes con ocasión del Gran Jubileo.
Por último, corresponde plenamente a esta vocación misionera de la Iglesia la tarea del diálogo interreligioso (ver RH 6). Las imágenes de Juan Pablo II en la Sinagoga de Roma, o las de Asís y en el Patio de la Gran Mezquita de Omayade de Damasco han dado la vuelta al mundo y permanecerán en las páginas de la historia contemporánea. ¿De dónde proviene esta fuerza misionera de la Iglesia?
La respuesta sintética, pero inequívoca, que nos ofrece Redemptor hominis nos conduce con naturalidad a la sumamente reciente encíclica Ecclesia de Eucharistia: «La Iglesia vive de la Eucaristía, vive de la plenitud de este Sacramento» (RH 20), que establece «una misteriosa contemporaneidad entre el Triduum y el transcurso de todos los siglos» (EdE, 5).
En el Sacramento eucarístico, el fiel (sujeto eclesiástico personal y comunitario) es incorporado, por obra del Espíritu, a Jesús Redentor, Hijo del Padre eterno, que invita a todos los hombres de toda la historia a decidir, en el acto de fe, en calidad de protagonistas de la verdad. Como escribe el mismo Karol Wojtyla en uno de sus poemas, nosotros «recibimos el Sacramento donde permanece Aquel que ha pasado... y también nosotros, en el paso hacia la muerte, permanecemos en el espacio del misterio» [5].