Ciertamente, se podría profundizar más en el misterio del atentado, de aquella lucha por la vida y la salvación del Santo Padre, citando ulteriores frutos que se han producido y que hoy, a veinte años de distancia, es posible descubrir.
Quiero sacar de la historia, no demasiado lejana pero importante, algunos hechos referentes a la fecha del 13 de mayo de 1981. Están profundamente grabados en mi corazón y hasta hoy no he tenido el valor de hablar de ellos en público. Sé que no es posible contarlos ni comprenderlos en su totalidad. Pero creo que vale la pena volver a ellos con el recuerdo. Espero que referirlos detalles de aquellos acontecimientos, por lo general desconocidos, sirva, más que para satisfacer la curiosidad, sobre todo para ver cómo la vida del Santo Padre fue verdaderamente salvada por una gracia admirable de Dios, por la que debemos dar incesantemente gracias.
El año 1981 constituyó para Polonia un año de tensiones sociales y políticas, pero fue también el anuncio de tiempos nuevos. Las palabras que el Santo Padre pronunció en Gniezno, durante la peregrinación de 1979, sobre el respeto de la dignidad y de los derechos del hombre, de los derechos de las naciones y de las sociedades a la libertad, a la soberanía y a la autodeterminación quedaron profundamente grabadas en la conciencia de la gente. Aún resonaban los ecos de la homilía pronunciada por el Papa durante la santa misa de inauguración de su pontificado: «No tengáis miedo; ¡abrid, más aún, abrid de par en par las puertas a Cristo!».
A pesar de todo, también en Italia, el mes de mayo de 1981 fue turbulento. Debía celebrarse el referéndum sobre la ley del aborto. Para el 13 de mayo estaba anunciada, al respecto, una gran manifestación, convocada en Roma por el partido comunista. Ese mismo día, el Santo Padre debía fundar el Instituto de estudios sobre matrimonio y familia en la Pontificia Universidad Lateranense y crear en la Sede apostólica el Consejo pontificio para la Familia.
La tarde del día 11 de mayo, por deseo del Papa, visité, en su residencia de Polonia, al cardenal Wyszynski. El «Primado del milenio» ya se veía obligado a guardar cama a causa de una grave enfermedad. Mantuve con el cardenal una larga conversación, durante la cual quiso transmitir al Santo Padre su última voluntad. Le escribió también una carta. Era consciente de que podía morir. Me pareció muy débil y completamente abandonado a la voluntad de Dios. Se alegraba de la ceremonia, anunciada para el día 8 de junio, de la consagración de la Iglesia y del mundo a la Madre santísima, por el Santo Padre juntamente con los obispos. El Primado tenía un grandísimo deseo de participar en ese acto, que había promovido con todo su empeño. Sin embargo, dado su estado de salud, se limitó a nombrar una delegación que acudiera a Roma.
Volví de Polonia el día siguiente a la visita que había hecho al cardenal. El 13 de mayo el Santo Padre invitó a comer con él al profesor Jeròme Lejeune, de París, experto en genética, de fama mundial, y gran defensor de la vida. A las cinco de la tarde, en la plaza de San Pedro, debía tener lugar la tradicional audiencia general de los miércoles.
Hora 17:17. Mientras daba la segunda vuelta a la plaza, se escucharon los disparos contra Juan Pablo II. Alí Mehmet Agca, un asesino profesional, disparó con una pistola, hiriendo al Santo Padre en el vientre, en el codo derecho y en el dedo índice. Un proyectil traspasó el cuerpo y cayó entre el Papa y yo. Escuché dos tiros. Las balas hirieron a otras dos personas. A mí no me alcanzaron, aunque tenían tanta fuerza que podían atravesar a varias personas. Pregunté al Santo Padre:
— ¿Dónde? Respondió:
— En el vientre.
— ¿Le duele?
— Me duele.
El Papa, herido, es sostenido por un asistente, mientras yace en el asiento trasero de su jeep. Atentado del 13 de mayo de 1981 en plaza San Pedro.
Y en aquel instante comenzó a agacharse. Al estar yo detrás de él, pude sostenerlo. Estaba perdiendo las fuerzas.
Fue un momento dramático. Hoy puedo decir que en aquel instante entró en acción una fuerza invisible, que permitió salvar la vida del Santo Padre, que corría peligro de muerte. No había tiempo para pensar; no había un médico al alcance de la mano. Una sola decisión equivocada podía tener efectos catastróficos. No intentamos prestarle los primeros auxilios, ni pensamos en llevar al herido a su apartamento. Cada minuto era precioso. Así, inmediatamente lo introdujimos en la ambulancia, se encontró también a su médico personal, el doctor Renato Buzzonetti, y a gran velocidad nos dirigimos al Policlínico Gemelli. Durante el trayecto el Santo Padre estaba aún consciente; perdió el conocimiento al ingresar en el hospital. Mientras le fue posible, oró en voz baja.
En el Policlínico encontramos consternación, pero eso era de esperar. El herido primero fue trasladado a una habitación del piso décimo, reservada a los casos especiales, y desde allí inmediatamente fue llevado a la sala operatoria. Desde aquel momento pesó sobre los médicos una enorme responsabilidad. Desempeñó un papel especial el cirujano doctor Francesco Crucitti. Más tarde me contó que aquel día no le tocaba su turno, se encontraba en casa, pero una fuerza misteriosa lo impulsó a dirigirse al policlínico. Durante el trayecto escuchó por radio la noticia del atentado. Inmediatamente se ofreció para realizar la intervención, sobre todo teniendo en cuenta que el médico jefe de la clínica de cirugía, doctor Castiglioni, se hallaba en Milán y llegó al Gemelli ya al final de la operación. El doctor Crucitti fue asistido por otros médicos. La sala operatoria estaba abarrotada. La situación era muy seria. El organismo se había desangrado. La sangre destinada a la transfusión no resultó adecuada. Con todo, en el Policlínico se encontraron médicos con el mismo grupo sanguíneo, los cuales, sin dudarlo, dieron sangre al Santo Padre para salvarle la vida.
La situación era muy grave. En cierto momento el doctor Buzzonetti se dirigió a mí, pidiéndome que administrara al paciente la unción de los enfermos, dado que su estado era muy grave: la presión bajaba, y los latidos del corazón apenas se escuchaban. La transfusión de sangre le devolvió una condición que permitió comenzar la intervención quirúrgica, la cual se presentaba sumamente complicada. La operación duró cinco horas y veinte minutos. Pero minuto a minuto aumentaban las esperanzas de vida.
Muchísimas personas acudieron al Policlínico: cardenales, empleados de la Curia. No estaba el Secretario de Estado, cardenal Agostino Casaroli, porque se hallaba de viaje en Estados Unidos. Llegaron también políticos, con el presidente Sandro Pertini, el cual permaneció al lado del Santo Padre hasta las dos de la mañana. No quiso alejarse antes de que el Papa abandonara la sala operatoria. El comportamiento del Presidente fue conmovedor, lejos de cualquier cálculo.
Asimismo llegaron los jefes de los partidos: Piccoli, Forlani, Craxi, Berlinguer y otros. Añado, al margen, que Berlinguer desconvocó la manifestación a favor del aborto fijada para la tarde del 13 de mayo.
Después de la intervención quirúrgica, el Santo Padre fue trasladado a la Unidad de cuidados intensivos. Los médicos temían una infección y otras complicaciones. El Santo Padre, en cuanto volvió en sí, preguntó:
— ¿Hemos rezado las Completas?
Ya estábamos en el día siguiente al atentado. Durante dos días el Papa sufrió mucho, pero también aumentaban las esperanzas de vida. Permaneció en la Unidad de cuidados intensivos hasta el 18 de mayo.
El primer día después de la operación el Santo Padre recibió la sagrada Comunión, y en los días sucesivos, estando en la cama, participaba en la concelebración eucarística.
Se comenzó a hablar de una consulta médica internacional. Insistía en hacerla el cardenal Macharski.
El domingo por la mañana, día 17 de mayo, el Santo Padre grabó una alocución para el Regina caeli. Fueron palabras de agradecimiento por las oraciones de muchos fieles, de perdón para el autor del atentado y de abandono en manos de la Virgen. El atentado había unido a la Iglesia y al mundo en torno a la persona del Santo Padre. Fue el primer fruto de su sufrimiento. Polonia velaba de rodillas. En Cracovia tuvo lugar la inolvidable «Marcha Blanca» de los jóvenes.
El Policlínico Gemelli estaba invadido de periodistas, personalidades eclesiásticas y laicas, y millares de personas, gente sencilla. Acudían al Papa con amor. De todo el mundo llegaron telegramas; en los primeros días se contaron quince mil.
Ese mismo día llegaron los expertos: dos médicos de Estados Unidos, uno de Francia, uno de Alemania, uno de España y uno de Cracovia. Se pronunciaron positivamente con respecto al estado de salud del Santo Padre y al desarrollo de los cuidados médicos. Una semana después del atentado cantamos el Te Deum.
Se comenzó a relacionar insistentemente la fecha del atentado con las apariciones de Fátima. Cada vez con mayor frecuencia se habló de una curación milagrosa realizada por intercesión de la Virgen de Fátima.
El Santo Padre, en cuanto se sintió más fuerte, comenzó a recibir visitas, especialmente de sus colaboradores, de los cardenales, y también de representantes de otras confesiones. De ordinario, a las seis de la tarde celebrábamos la santa misa; luego, juntamente con nuestras religiosas, cantábamos las letanías del mes de mayo.
Mientras tanto, de Varsovia llegaban noticias de la agonía del Primado Wyszynski. El Papa participaba muy intensamente en esos últimos momentos. El 24 de mayo –por teléfono, a través de don Gozdziewcz– le transmitió aún su saludo y su bendición. Al día siguiente, a las 12:15, el Santo Padre pudo hablar por primera vez con el Primado agonizante. La conversación fue breve. En mi memoria quedaron grabadas las palabras: «Le envío la bendición y un beso».
El 27 de mayo el Santo Padre grabó en una cinta el discurso a los peregrinos de Piekary Slaskie. Con todo se sentía cansado. Se quejaba de un dolor en el corazón. El estado del paciente estaba empeorando. Se le hizo un reconocimiento a fondo. Durante toda la noche los cardiólogos velaron. Los problemas cardíacos, como explicaban los médicos, surgieron a causa de un pequeño émbolo en los pulmones, que gradualmente se fue absorbiendo. Día tras día, del electrocardiograma desaparecían los signos de preocupación.
El 28 de mayo, solemnidad de la Ascensión, el estado de salud mejoró, pero, a pesar de ello, se tuvo que alargar el tiempo de internamiento en el hospital. Aquel día, a las 4:40 de la mañana, murió el Primado Wyszynski. Su muerte no constituyó una sorpresa, pero nos conmovió profundamente a todos. La noticia oficial llegó hacia las 10:00. Sin embargo, en privado, don Piasecki ya nos había dado la noticia a las 6:30. Informé al Santo Padre un poco más tarde. Acogió el anuncio con profunda conmoción.
El 30 de mayo el Papa recibió al cardenal Casaroli y le entregó la carta con el texto que se debería leer durante el funeral del Primado. El secretario de Estado tomó parte en él, en nombre del Santo Padre, que hubiera deseado mucho participar personalmente. El día 31 de mayo, domingo, el Santo Padre grabó el discurso para el rezo del Regina caeli. Su voz ya era más fuerte. A las cinco de la tarde, a través de Radio Vaticano, participó en la ceremonia fúnebre del Primado Wyszynski. Mientras se desarrollaba la liturgia fúnebre, celebró su propia misa en el Policlínico Gemelli. Después de la eucaristía dijo: «Me faltará. Me unía a él una gran amistad; necesitaba su presencia».
La mañana del 1 de junio, como siempre, el Papa se dedicó a la meditación y a las oraciones. Luego se sometió a las visitas médicas. Además de los médicos de la clínica, se hallaba siempre presente un doctor del Vaticano. El doctor Buzzonetti lo seguía todo puntualmente. Más tarde el Santo Padre solía recibir las visitas oficiales y también las de los amigos. Aquel día, después de la santa misa vespertina, comenzamos las celebraciones en honor del Sagrado Corazón de Jesús.
El 3 de junio fue el día del regreso a casa. Celebramos la santa misa a las 12:30. Antes de abandonar el Policlínico, el Papa recibió al profesor Lazzati, rector de la Universidad Católica, y por la tarde a los médicos y al personal paramédico. A las 19:00 partió hacia el Vaticano. El encuentro con la Curia y con los habitantes del palacio pontificio fue muy emotivo. La presencia del Santo Padre llenó de nueva vida la Sede apostólica. Así se concluía la primera etapa después del atentado y los dramáticos momentos de lucha por la vida.
El Santo Padre seguía bajo la atención de los médicos del Policlínico Gemelli y de los del Vaticano. El viernes 5 de junio grabó el discurso para la solemnidad de Pentecostés, a la que estaban invitados los obispos de todo el mundo, con ocasión del 1.600°aniversario del primer concilio de Constantinopla y del 1.550° del de Éfeso. Durante esas celebraciones, el Papa, con el espíritu del mensaje de Fátima, deseaba consagrar a la Madre santísima la Iglesia y el mundo, de modo particular los países que esperaban ese acto más que todos.
El domingo 7 de junio, solemnidad de Pentecostés, el cardenal Carlo Confalonieri, decano del Colegio cardenalicio, presidió la liturgia en la basílica de San Pedro. La homilía del Santo Padre se escuchó en una grabación, y al final de la liturgia él mismo se asomó al balcón interior de la basílica e impartió la bendición. Fue grande la alegría. También el discurso del Papa que precedió la oración del Regina caeli había sido grabado. El Santo Padre sólo se asomó a la ventana de su biblioteca privada para impartir la bendición a las numerosas personas reunidas en la plaza de San Pedro.
Por la tarde tuvo lugar la gran ceremonia en Santa María la Mayor, con la participación de las delegaciones de los obispos de todos los continentes, durante la cual el Santo Padre consagró la Iglesia y el mundo a la Madre de Dios. Las palabras de este acto, preparadas por el Papa, fueron transmitidas por Radio Vaticano. El Santo Padre siguió por televisión toda la ceremonia. La celebración fue presidida por el cardenal Otunga, de Nairobi, y la procesión fue encabezada por el cardenal Corripio, de México.
De este modo se cumplió el gran deseo del Episcopado polaco y del Primado Stefan Wyszynski, expresado también durante el concilio Vaticano II.
Sin embargo, el martes 9 de junio reapareció la fiebre, y con ella volvió el malestar general. Comenzaron los análisis y la búsqueda de las causas. El Pontífice sentía dolores agudos. Comenzó a perder las fuerzas. Por añadidura, los continuos análisis eran muy pesados y no llevaron a resultados concretos. La fiebre alcanzó los 40 grados y se mantuvo durante varios días, debilitando cada vez más el organismo. Al equipo de médicos se añadieron otros dos: el doctor Giunchi, especialista en medicina, y el famoso cirujano doctor Fegiz.
El domingo 14 de junio, el Santo Padre se asomó una vez más para la oración del Regina caeli.
El 17 de junio el Papa recibió brevemente al sindicato «Solidaridad» de agricultores. La consulta médica, preocupada por su estado de salud, e incluso temiendo por su vida, tomó la decisión de que volviera al Policlínico Gemelli. Se encontraba tan débil que no podía rezar por sí solo el breviario.
El 20 de junio, a las 16:30, el Papa fue trasladado de nuevo al Policlínico para análisis más minuciosos, los cuales, sin embargo, no revelaron inmediatamente las causas del estado del paciente.
El 22 de junio se descubrieron infiltraciones en los pulmones, que desaparecieron gradualmente. Aquel día se identificó por primera vez el citomegalovirus, causa de todas aquellas complicaciones, muy serias. Ese descubrimiento permitió aplicar la terapia adecuada.
En el Policlínico Gemelli el Santo Padre solía despachar muchos asuntos de oficio. Durante la jornada recibía a los colaboradores, entre ellos al nuncio aquí presente, y también a monseñor Rakoczy, que entonces constituían la sección polaca de la Secretaría de Estado.
En aquel tiempo hubiera debido producirse el nombramiento del nuevo Primado de Polonia. Eso ocupaba la mente y el corazón del Santo Padre. Después de una amplia consulta del Episcopado, la elección recayó en el obispo Jozef Glemp. Llegó a Roma el cardenal Franciszek Macharski. Y llegó también el mismo monseñor Jozef Glemp. El 6 de julio el Santo Padre escribió una carta a la Iglesia en Polonia sobre el nombramiento del nuevo Primado.
El estado de salud del Papa mejoraba de tal manera que los médicos comenzaron a pensar en la segunda intervención quirúrgica para cerrar la colostomía. Sin embargo, la mayoría de los doctores proponía posponer la intervención, teniendo en cuenta la debilidad del organismo del paciente. El Santo Padre opinaba que no se debía aplazar la operación. Quería salir del hospital completamente curado.
El 10 de julio su estado de salud volvió a empeorar. En los pulmones se manifestó un proceso inflamatorio. Según el parecer de los médicos, estos graves síntomas y estas complicaciones eran provocadas aún por la presencia del citomegalovirus. Debo subrayar aquí la enorme entrega y solicitud de los médicos del Policlínico Gemelli y de los del Vaticano. Expresamos nuestra gratitud en particular a las enfermeras y a las religiosas del Sagrado Corazón, esclavas fieles del Sacratísimo Corazón de Jesús.
El 16 de julio, día de la Virgen del Carmen, se produjo una evolución decisiva de la enfermedad y se registró una mejoría en las condiciones generales. El Santo Padre afrontó, con renovada vitalidad, los problemas de todos los días: comenzó a elaborar el programa del futuro Sínodo con el arzobispo Jozef Tomko, y siguió los trabajos de la Curia recibiendo cada día al cardenal Casaroli, al arzobispo Martínez Somalo, y a otros jefes de dicasterio. Reanudó el seguimiento de los eventos políticos y de modo particular la situación en Polonia. El 20 de julio se inició el proceso contra el autor del atentado. La cuestión era delicada para el Santo Padre y para la Sede apostólica. El Papa había perdonado, pero los órganos de la justicia italiana debían cumplir las obligaciones previstas por la ley.
El 23 de julio el Santo Padre participó en la consulta médica, durante la cual presentó su propio punto de vista sobre la terapia, pidiendo que los médicos lo tuvieran en cuenta. Con firmeza insistía en que quería ser operado para poder volver a casa con plena eficiencia. Los médicos parecían desconcertados, pero no excluyeron la posibilidad de la segunda intervención. Fue especialmente el doctor Crucitti quien persuadió a los demás de la conveniencia de tener en cuenta la voluntad del paciente.
El Santo Padre se sentía cada vez mejor, aunque la resistencia de su organismo fuera aún débil. A pesar de las condiciones de hospitalización, trabajaba con gran empeño. Comenzaba la jornada con el rezo del Oficio parvo en honor de la Virgen y de las oraciones de la mañana y la meditación; luego venían las visitas de los médicos, el rezo del breviario, las visitas de los huéspedes, tanto las oficiales como las ocasionales. Naturalmente se recibía también a los amigos que llegaban de Polonia. En las conversaciones volvían siempre, de modo recurrente, los temas esenciales de la vida de la Iglesia y las cuestiones que se presentaban en los diversos campos de la cultura y la ciencia. Por la tarde el Santo Padre concelebraba la eucaristía. Siempre participaba en ella un pequeño grupo de invitados. En los últimos días, ante el hospital se daban cita numerosos peregrinos: grupos parroquiales, folclóricos, coros y personas diversas. El Papa los saludaba desde la ventana, e impartía la bendición apostólica.
El 31 de julio debía tomarse la decisión médica con respecto a la segunda intervención quirúrgica. Después de un intenso debate, se fijó la fecha del 5 de agosto. El Santo Padre mismo eligió ese día, dedicado a la Virgen de las Nieves. La operación comenzó a las siete de la mañana y duró una hora. La realizó de nuevo el doctor Crucitti, asistido por otros médicos. Todo se desarrolló de forma favorable. La intervención produjo al Santo Padre un gran alivio y le permitió una vida normal. Durante el tiempo de la operación, sus más íntimos colaboradores, estaban celebrando la santa misa en la capilla del hospital.
El 6 de agosto el paciente ya pudo dar algunos pasos en su habitación. Ese día recibió también la visita del Primado Jozef Glemp con el arzobispo Bronislaw Dabrowski. Concelebraron juntos la santa misa por Pablo VI, en el aniversario de su muerte.
Durante los días siguientes fue mejorando su salud, ya sin complicaciones.
El 10 de agosto los médicos comenzaron a hablar del regreso a casa. El Santo Padre, cada vez con mayor frecuencia, saludaba desde la ventana del hospital a los numerosos grupos de peregrinos, especialmente a los que acudían desde Polonia. Además de su solicitud por toda la Iglesia, vivía intensamente la situación de Polonia, de la que llegaban noticias sobre maniobras militares, sobre protestas de «Solidaridad» y sobre la convocación del pleno del Comité central del Partido.
El 13 de agosto se reunieron los médicos y, después de la consulta, emitieron un comunicado anunciando la conclusión del internamiento en el hospital y la vuelta a casa del Santo Padre.
La mañana del 14 de agosto, después de las oraciones y la adoración, el Papa dirigió un discurso a las personas internadas, y se despidió de los doctores y del personal paramédico que lo había atendido. En el atrio del Policlínico Gemelli y ante el edificio se había congregado una gran multitud de gente y entre ella numerosos periodistas. El Santo Padre saludó una vez más a los médicos, y luego volvió en automóvil al Vaticano. Después de atravesar la plaza de San Pedro, se dirigió a la basílica. En el patio de San Dámaso dijo a los cardenales y empleados de la Curia presentes: «He hecho una visita a San Pedro para darle gracias por haber querido dejar con vida a su Sucesor. He visitado las tumbas de Pablo VI y de Juan Pablo I, porque junto a ellas podía haber ya una tercera tumba».
El 15 de agosto, solemnidad de la Asunción de la Virgen, fue el primer día, después del atentado, en que el Santo Padre pudo sentirse completamente libre de los cuidados de los médicos y del hospital. Decenas de miles de personas llegaron a la plaza de San Pedro para participar a mediodía en el Ángelus juntamente con el Papa. Aquel día se concluyó el gran drama, durante el cual el Santo Padre pudo experimentar de modo singular la bondad, la solidaridad y la protección de la Madre santísima. El Papa ha albergado y alberga esta convicción hasta hoy. Cuando, cuatro meses después, volvió a la plaza de San Pedro para encontrarse de nuevo con los fieles durante la audiencia general, agradeció a todos las oraciones y confesó: «Y nuevamente me siento deudor de la Virgen santísima y de todos los santos patronos. ¿Podría olvidar que ese acontecimiento tuvo lugar en la plaza de San Pedro en el día y a la hora en que, desde hace más de sesenta años, se recuerda en Fátima, Portugal, la primera aparición de la Madre de Cristo a los pobres campesinos? Porque en todo lo que me sucedió precisamente en ese día he percibido la extraordinaria protección y solicitud materna, que se mostró más fuerte que el proyectil asesino» (7 de octubre de 1981).
Don y misterio
Don fue el regreso, el milagroso regreso del Santo Padre a la vida ya la salud. Sigue siendo un misterio, en la dimensión humana, el atentado. En efecto, no lo ha aclarado ni el proceso ni el largo encarcelamiento del atentador. Fui testigo de la visita del Santo Padrea Alí Agca en la cárcel. El Papa lo había perdonado públicamente ya en su primer discurso después del atentado. No he escuchado una sola palabra de petición de perdón por parte del preso. Sólo le interesaba el misterio de Fátima, turbado por la fuerza que lo había superado. Él había apuntado bien, pero la víctima había permanecido viva. En el año del gran jubileo el Santo Padre se dirigió, mediante una carta, al presidente de la República italiana para que Alí Agca fuera liberado: esta petición, como se sabe, fue aceptada por el presidente Carlo Azeglio Ciampi. El Santo Padre acogió con alivio la liberación de Alí Agca. Muchas veces había recibido a su madre y a sus familiares. A menudo preguntaba por él a los capellanes de la cárcel.
En la dimensión divina el misterio está constituido por este dramático evento, que debilitó fuertemente la salud y las fuerzas del Santo Padre, pero al mismo tiempo no quedó sin efecto en lo que atañe a los contenidos y a la fecundidad de su ministerio apostólico en la Iglesia y en el mundo. Recuerdo que, durante una conversación, el Santo Padre confesó: «Ha sido una gran gracia de Dios. Veo en esto una analogía con el encarcelamiento del Primado. Sólo que aquella experiencia duró tres años, y ésta…». Creo que no es exagerado aplicar a este caso el dicho antiguo: Sanguis martyrum, semen christianorum. Tal vez hacía falta esa sangre en la plaza de San Pedro, en el lugar del martirio de los primeros cristianos. En este contexto me vienen a la mente cuatro reflexiones.
Sin duda, el primer fruto de aquella sangre derramada fue la unión de toda la Iglesia en la gran oración por la salvación del Papa. A lo largo de toda la noche que siguió al atentado, los peregrinos que habían acudido a la audiencia general, y una multitud cada vez mayor de romanos, oraban en la plaza de San Pedro. Durante los días sucesivos, en las catedrales, en las iglesias y en las capillas del mundo entero se celebraron santas misas y se ofrecieron oraciones según sus intenciones. El mismo Santo Padre decía a este respecto: «Me resulta difícil pensar en todo esto sin conmoción, sin una profunda gratitud hacia todos. Hacia todos los que el día 13 de mayo se reunieron en oración. Y hacia todos los que han seguido orando durante todo este tiempo. (…) Doy las gracias a Cristo Señor y al Espíritu Santo, el cual, mediante este acontecimiento que tuvo lugar en la plaza de San Pedro el día 13 de mayo a las 17:17, impulsó a tantos corazones a la oración común. Y pensando en esta gran oración, no puedo olvidar las palabras de los Hechos de los Apóstoles, que se refieren a Pedro: «la Iglesia oraba insistentemente por él a Dios» (Hch 12, 5)» (5 de octubre de 1981).
En aquellos días llegaron expresiones de benevolencia también de numerosos ambientes que no tenían relación con la Iglesia, de jefes de Estado, de representantes de organizaciones internacionales y de diversos organismos políticos y sociales de todo el mundo. Parece que los sentimientos que se expresaban entonces contribuyeron a formar, hasta hoy, su convicción de que el Santo Padre es una Autoridad moral en el mundo. La preocupación por la vida y la salud del Papa no sólo se manifestó en la Iglesia católica, sino también en las comunidades de otras confesiones cristianas, e incluso de otras religiones. Recuerdo que el Secretariado para la unión de los cristianos recibió centenares de telegramas de sus representantes. Desde Constantinopla llegó un enviado especial del patriarca Demetrio, para expresar su profunda participación en los sufrimientos del Obispo de Roma. Se recibieron telegramas de los patriarcas de Moscú, Jerusalén, Armenia y mu-chas otras Iglesias ortodoxas. Enviaron telegramas el Primado de la Comunión anglicana y también los jefes de numerosas comunidades protestantes. Estoy profundamente convencido de que el sufrimiento del Papa dio una gran contribución a la obra de la unidad de los cristianos, a la que él se ha entregado con tanto empeño.
Ya he mencionado que aquel día, que se ha hecho memorable, estaba prevista en Roma una gran manifestación organizada por ambientes que se pronunciaban a favor del derecho al aborto; manifestación que, a causa del atentado, fue desconvocada. En los planes de la divina Providencia nada acontece por casualidad. Tal vez fuera necesaria aquella sangre inocente y aquella desesperada lucha por la vida, para que se despertara en el corazón de los hombres la conciencia del valor de la vida y la voluntad de defenderla desde la concepción hasta su muerte natural. El hecho de que aquel día se instituyeran tanto el Consejo pontificio para la familia como el Instituto para la familia en la Pontificia Universidad Lateranense, parece confirmar esa intuición. Independientemente del estado efectivo de las leyes y de las costumbres, en la cuestión del respeto por la vida en las sociedades contemporáneas, se puede decir que el compromiso del Santo Padre y de la Iglesia a favor de la familia y de la vida concebida recibió aquel día un nuevo impulso y una nueva motivación existencial.
Ciertamente, se podría profundizar más en el misterio del atentado, de aquella lucha por la vida y la salvación del Santo Padre, citando ulteriores frutos que se han producido y que hoy, a veinte años de distancia, es posible descubrir. Sin embargo, soy consciente de que su sentido definitivo permanecerá en los inescrutables designios de la divina Providencia. A pesar de ello, en este momento deseo expresar mi profunda convicción de que la sangre derramada en la plaza de San Pedro el 13 de mayo fructificó en la primavera de la Iglesia del año 2000. No ceso de dar gracias a Dios por este don y por este misterio, del que he podido ser testigo ocular. Al concluir este testimonio, quiero citar las palabras del cardenal Wojtyla tomadas de su poesía Stanislaw: «Si la palabra no ha convertido, será la sangre la que convierta».