25 de septiembre de 2017
La Primera Lectura de hoy (Esdras 1,1-6) cuenta el momento en el que el pueblo de Israel es liberado del exilio: «Ciro, rey de Persia, decreta: El Señor, Dios del cielo, me ha entregado todos los reinos de la tierra y me ha encargado construirle un templo en Jerusalén de Judá. Los que entre vosotros pertenezcan a ese pueblo, que su Dios los acompañe, y suban a Jerusalén de Judá para reconstruir el templo del Señor, Dios de Israel, el Dios que habita en Jerusalén». El Señor visitó a su pueblo y lo devolvió a Jerusalén. La palabra visita es importante en la historia de la salvación, porque toda liberación, toda acción redentora de Dios, es una visita. Cuando el Señor nos visita nos da alegría, es decir, nos lleva a un estado de consolación.
Dice el salmo: «Los que sembraron con lágrimas cosechan con alegría» (Salmo 125). ¡Ese cosechar con alegría! Sí, sembraron con lágrimas, pero ahora el Señor nos consuela y nos de esa alegría espiritual. Y el consuelo no sucede solo en aquel tiempo; es un estado en la vida espiritual de cada cristiano. ¡Toda la Biblia nos enseña esto! Por tanto, esperemos la visita de Dios a cada uno –hay momentos más débiles y momentos más fuertes, pero el Señor nos hará sentir su presencia siempre, con su consuelo espiritual, llenándonos de alegría–, esperemos esa venida con la virtud más humilde de todas: la esperanza, que es siempre pequeña, pero muchas veces es fuerte cuando está escondida, como las brasas bajo las cenizas. Así el cristiano vive en tensión hacia el encuentro con Dios, hacia el consuelo que de ese encuentro con el Señor. Si un cristiano no está en tensión hacia ese encuentro es un cristiano encerrado, que se ha quedado en el almacén de la vida, sin saber qué hacer.
Reconozcamos y agradezcamos el consuelo, porque hay falsos profetas que parecen consolarnos y, en cambio, nos engañan. No es una alegría que se pueda comprar. El consuelo del Señor nos toca por dentro, y te mueve, y te da un aumento de caridad, de fe, de esperanza, y también te lleva a llorar por tus pecados: cuando miremos a Jesús, cuando meditemos la Pasión de Jesús, lloremos con Jesús… También te eleva el alma a las cosas del Cielo, a las cosas de Dios y aquieta el alma en la paz del Señor. Ese es el verdadero consuelo. No es una diversión –la diversión no es algo malo cuando es sana: somos humanos y debemos divertirnos–, sino que el consuelo te lleva, y esa presencia de Dios se siente y se reconoce: ¡es el Señor!
Demos gracias –con la oración– al Señor, que pasa a visitarnos, para ayudarnos a ir adelante, para esperar, para llevar la Cruz.
Y conservemos el consuelo recibido. Es verdad, el consuelo es fuerte y no siempre se conserva tan fuerte –es un momento–, pero deja huella. Pues conservemos esa huella, y conservarla con la memoria; conservarla como el pueblo conservó la memoria de su liberación: ¡hemos vuelto a Jerusalén porque Él nos ha liberado! Esperar el consuelo, reconocer el consuelo y conservar el consuelo. Y cuando se pasa ese momento fuerte, ¿qué queda? La paz. Y la paz es el último nivel de consuelo.
Fuente: almudi.org