Los poemas que forman parte integral de Señor del Vértigo fueron escritos en Chile durante los años finales de la dictadura y publicados en los que siguieron a la recuperación democrática. Sin embargo, ellos refieren a eventos que entonces habían sucedido casi cinco décadas antes y en otro continente, esto es, al exterminio de casi un tercio de la población del pueblo judío, evento al que hoy llamamos Shoá. Desconozco de qué modo interactuaron en mi conciencia ambos eventos, la dictadura y el Holocausto. Es probable que el clima de desplazamiento y opresión que sirvieron de contexto a mi infancia y adolescencia me haya predispuesto a sumergirme tan tempranamente en una ceremonia, casi privada, de recordación histórica por el destino de mi familia paterna.
Cuando comencé a escribir, mi mentor de entonces, Guillermo Trejo, me insistió muchas veces en que hay una brecha importante entre el lenguaje poético y el lenguaje cotidiano, una distinción que en Chile ha sido cuestionada por varios autores emblemáticos, Nicanor Parra en particular. Los poemas de Señor del Vértigo fueron posibles sólo por mi temprana adherencia a esa postura. Los eventos de la Shoá son de una naturaleza tal que me hubiera sido imposible invocarlos con un lenguaje cotidiano. Por otro lado, creo que esa actitud de reverencia hacia el lenguaje poético también se origina en mi educación religiosa: no en balde el pueblo judío relegó al idioma hebreo al culto religioso por siglos con el fin de no contaminarlo con el ripio de la vida diaria. En su estado práctico, la plegaria judía todavía es continua alternancia entre palabra y silencio y mi impresión es que mientras se cuide esa alternancia esta tradición estará protegida. De esta práctica, heredada de mi padre, aprendí que las palabras tienen valor, es decir, tienen poder y que, por lo mismo, en ellas se refleja, como en un curioso prisma, tal vez no la luz, pero sí la sombra de la espiritualidad judía. Los poemas, por tanto, están animados de un fuerte espíritu religioso, del que yo no era consciente. En efecto, los poemas de Señor del Vértigo fueron escritos, en su mayoría, entre mis 15 y 20 años y yo era aún muy joven como para teorizar al respecto. Además, esos mismos años yo experienciaba un distanciamiento importante de las demandas de la vida religiosa.
Mis opciones estéticas nunca han sido estéticas, en el sentido restringido que pueda tener esta palabra. Contra el modernismo literario, descreo de la belleza por la belleza, del arte por el arte, de la ruptura formal como mecanismo de renovación de la tradición literaria, y del mismo discurso estético cuando pretende autonomía. En efecto, prefiero suscribir a una poética que se interrogue no por los problemas de la poesía sino que por la poesía misma como problema de la humanidad ya que, justamente, mi primer problema estético fue –y ha seguido siendo– como dar un nombre a la violencia, sin reproducirla en el interior del texto poético y, a la vez, cautelando la dignidad de las personas sacrificadas que se invocan en un texto de esa naturaleza. Es mi opinión que los sonidos Auschwitz, Treblinka, Sobibor, Chelmno, Maidanek, Bergen Belsen, Theresienstadt, por citar algunos escenarios que han sido recurrentes en mí geografía poética, tienen la capacidad de estremecer nuestras conciencias no sólo por lo que ellos crudamente fueron –el dato, a fin de cuentas, es incapaz de provocarnos éticamente–. La memoria del Holocausto, en efecto, ha descansado más en las diversas manifestaciones estéticas que se han producido a su alrededor de los eventos que en la historiografía. Eso genera, sin duda, problemas nuevos, puesto que las representaciones estéticas de un evento como el Holocausto pueden ocultar su magnitud antes que revelarlo.
Aun así, cuando escribí mis primeros textos sobre la Shoá, el Holocausto, ni siquiera fui capaz de explicitar este problema tal como lo hago hoy día: sencillamente me batí con el tema de manera ingenua, adolescente, aunque no sin arrastrar conmigo los parámetros de la tradición cultural a la que por herencia y por opción, pertenezco. Esta tradición –la judía– siempre ha tematizado poéticamente su historia, a partir de una excusa fundamental: el nombre de Dios no puede pronunciarse, ni decirse, ni escribirse e, incluso, tal vez, tampoco puede conocerse. Este silencio reverente ante la experiencia divina es la excusa sobre la que –creo– se ha construido nuestro monoteísmo: en efecto, sólo el poder incomensurable del Silencio puede anular toda pluralidad, a lo menos la pluralidad de Babel y la dispersión.
A casi 80 años de finalizado el Holocausto, las sociedades contemporáneas han alcanzado cierto nivel de saturación con el recuerdo del Holocausto. Existe siempre el riesgo de creer que la memoria es demasiada memoria, y que el retorno al recuerdo del Holocausto represente una especie de fijación patológica en un evento traumático. Estamos además viviendo una época en que los sobrevivientes están partiendo de modo que sus memorias sólo sobrevivirán en los múltiples archivos que se han hecho con ellos o en las diversas reconstrucciones artísticas que se han hecho de su experiencia. Finalmente, el recuerdo que se hace del Holocausto en la cultura de masas hace cada vez más posible la trivialización de estos eventos, una especie de normalización de algo que no puede ser normalizado: la matanza industrial de familias enteras a las que se despoja de toda humanidad por el solo hecho de ser quienes son (o quienes los otros creen que son).
En este contexto, la poesía, como herramienta de memoria, tiene bastantes ventajas. En primer lugar, tiene la ventaja de la metáfora, que permite nombrar lo innombrable de un modo analógico y por lo tanto respetando a las víctimas. Y con esto quiero decir, respetando el mandato de no ver la desnudez de quienes han muerto. En segundo lugar, la poesía puede recurrir al armario infinito de la tradición cultural para darle significado a lo que aparentemente no tiene significado e iniciar un trabajo de reparación y recuperación cultural. Permite, además establecer diálogos con experiencias que van más allá de la particularidad. Finalmente, la poesía puede brindar algún tipo de redención a eventos que no son redimibles, aunque sea de modo figurado. En síntesis, la poesía es una forma privada y a la vez pública de hacer un trabajo de duelo.
Siempre he tratado de ser honesto con la tensión que ese silencio impone a mis palabras, a ver si sobreviven y no mueren consumidas, agotadas, encandiladas. De esta forma, al mandamiento totalitario de la crítica literaria contemporánea, que obliga a la trivialización de la palabra o a la pirotecnia, y a la renuncia nihilista de la crítica filosófica, que elimina el problema, quise oponer de manera honesta los poemas de ese libro y de los que han seguido. Así quise ingresar al caudal verbal de la poesía chilena de un modo excéntrico, judaico.
Hacerme un lugar, aunque pequeño, no me ha resultado fácil: mi poesía despertó desconfianza, recelo, incomodidad o indiferencia. Aun así, he agregado –espero– unas cuantas palabras a ese río verbal. Mi deseo ha sido reclamar en el escenario siempre en tránsito de nuestra poesía, un lugar para otra experiencia y la voz de un nieto e hijo de refugiados, luego inmigrantes, que se arrimaron a Chile después de la segunda guerra mundial con una experiencia que, lamentablemente, anticiparía otros dolores que luego se vivirían en Chile.
El tiempo elucidará si estos poemas encuentran lectores en la poesía chilena. Los dejé, entonces, hace 30 años, en el inicio de la recuperación democrática, como una amorosa ofrenda –y quisiera recuperar aquí el sentido más hondo de estas dos últimas palabras, desgraciadamente frivolizadas hoy en día– ante lectores para los que el Holocausto no es más que una experiencia conceptual. Debo decir aquí que, para mi sorpresa entonces, y de un modo que creo hoy entender mejor, fue el espacio de la universidad en que estudié mi pregrado y en la que he trabajado desde que volví de mi doctorado, la que la ha recibido de mejor modo. Señor del Vértigo ha sido un libro que ha sido albergado por la universidad en que trabajo de un modo que, como judío, me resultó inesperado, siendo esta una universidad católica y pontificia. Sus dos primeras versiones fueron publicadas el año 92 y 94 con fondos de apoyo estudiantil. Luego, Miguel Arteche y Rodrigo Cánovas seleccionaron una gran cantidad de sus poemas para la Antología de Poesía Religiosa Chilena que publicó la editorial de la universidad en el año 2000. Luego, una tercera edición (revisada) vio la luz gracias al amable apoyo de la Dirección de Artes de la Universidad Católica en el año 2013. He podido vivir, así, en la vida de este libro, el proceso de reconciliación interreligiosa que se iniciase con el Concilio Vaticano II y la declaración Nostra aetate [1] y cuyo impacto aun es un trabajo en progreso. En un tiempo de creciente intolerancia religiosa y renovado antisemitismo, dejo testimonio de mi gratitud a la institución que ha cobijado mi propia alteridad.